Siempre que Justine había intentado visualizar un reencuentro con su madre, había pensado en que sería poco a poco: una llamada, una carta, una pequeña visita. Pero debería habérselo imaginado. Marigold siempre había sido una persona de impulsos, iba detrás de cada nuevo capricho para luego hacer todo lo posible para evitar las consecuencias. Sabía que aparecer de repente en la puerta de su hija, sin previo aviso, le daría cierta ventaja, la sorpresa dejaría a Justine fuera de juego.
Justine siempre había soñado con que las dos volverían a entablar una relación y volverían a aceptarse mutuamente. Un nuevo acuerdo que no incluyera ganar o perder, sino más bien algo de paz. Pero tras cuatro años de distanciamiento la mirada de su madre era la misma, la misma ira que se había reflejado en sus ojos a lo largo de toda su infancia. Sin indicios de cambio alguno.
—Madre, ¿qué haces aquí?
Justine abrió la puerta y retrocedió unos pasos para dejarla pasar.
Marigold entró y echó un vistazo alrededor.
Tiempo atrás, Justine se habría preocupado por la opinión que tendría Marigold al ver su casita, la posada, la vida que se había construido.
Habría buscado desesperadamente la aprobación de Marigold, esa aprobación tan pocas veces encontrada. Pero en un momento dado tuvo una especie de revelación y supo que ya no necesitaría la aprobación de su madre. Le bastaba con saber que había tomado las decisiones correctas por ella misma.
—¿Hay algún problema? —preguntó Justine—. ¿Ha pasado algo? ¿Qué haces aquí?
La voz de Marigold era despectiva cuando respondió:
—¿Tan raro es que quiera ver a mi propia hija?
Justine tuvo que pararse a pensarlo unos instantes.
—Sí —dijo—. Nunca has disfrutado de mi compañía, y todavía no he hecho lo que querías que hiciera. Así es que no veo la razón para que estés hoy aquí, a no ser que haya un problema.
—El problema, para variar, eres tú —dijo Marigold categóricamente.
Para variar. Esas dos palabras instalaron el pasado entre ellas como si fuera una presencia viva. Un gigante de pie entre ambas, proyectando una inevitable sombra de culpa.
El corazón de Marigold no se había ablandado ni un poco. Es más, se había fosilizado hasta tal punto que, como una hermosa estatua de piedra, en cuanto cambiara de postura se rompería en pedazos. Nunca sería capaz de volver la mirada atrás o cambiar siquiera de opinión, y mucho menos de darle un abrazo a su propia hija. Qué terrible debe de ser, pensó Justine con un dejo de lástima, permanecer tan rígida mientras la vida cambia a tu alrededor.
—¿Tiene esto algo que ver con el maleficio? —preguntó Justine suavemente—. Rosemary y Sage ya deben de habértelo contado. Seguro que estás enfadada.
—Hice un sacrificio por ti y tú lo desechaste. ¿Cómo crees que puedo sentirme?
—Quizá de la misma manera que me sentí yo al descubrirlo.
Y en ese mismo instante pudo comprobar, por su extraña mirada, que Marigold nunca se había puesto siquiera a pensar en cómo se había sentido ella en todo ese tiempo.
—Siempre fuiste una ingrata —le espetó Marigold—. Pero nunca pensé que fueras estúpida. Te di lo que necesitabas; hice lo mejor para ti.
—Hubiera preferido que esperaras hasta que fuera mayor, —dijo Justine suavemente—. Hubiera preferido que me lo explicaras antes, quizás incluso que me lo consultaras para saber si yo quería participar en ello o no.
—Supongo que también debería haberte pedido permiso para alimentarte, vestirte y llevarte al dentista o al pediatra.
—Eso es diferente. Esas cosas forman parte de la crianza de un niño.
—Ingrata —le soltó Marigold.
—No. Estoy agradecida de que me criaras y me cuidaras. Tengo que pensar que lo hiciste lo mejor que pudiste. Pero el asunto es que tomaste una decisión en mi nombre, una decisión que no te correspondía tomar. Atar a tu hija a una maldición de por vida no entra en la categoría de visitas al dentista o vacunas contra la polio. Y lo sabes, o me lo habrías mencionado en algún momento.
—Lo mantuve en secreto porque sabía que si lo descubrías, lo arruinarías todo. Sabía que harías algo estúpido. Y así fue. —La palidez de la piel de Marigold contrastaba fuertemente con el rojo furia de su pelo, con las líneas rojizas de sus cejas sobre esos ojos tan duros. Ardía como un ángel vengador, cuando prosiguió—: Vengo de la isla Cauldron. Están realizando un ritual de medianoche por culpa de tu egoísmo. Y si fracasan, morirás. La maldición de las brujas ha caído sobre ti.
Justine se dio cuenta de que su corazón no estaba del todo a salvo. Un ser humano siempre encuentra la manera de herir a otro.
—Te enamoraste de un hombre que te traicionó —dijo Marigold—, y la maldición de las brujas va a matarte a menos que ellas hagan algo. Es un error tuyo. Te lo mereces.
Justine intentó conservar la cordura. Su propia voz parecía venir de un sitio lejano.
—¿Qué tipo de ritual van a hacer?
—Están intentando deshacer un hechizo del hombre con el que estás liada. Ahora mismo él está allí. Lo he conocido. Puede que muera por ti hoy. Y si eso ocurre, la sangre correrá por tus manos.
Cuando hubo dejado al último grupo de hechiceras delante de la vieja escuela, Jason las siguió.
Al parecer, las brujas del Círculo habían estado entretenidas. El sitio parecía el escenario de una película de terror: unas telas negras lo cubrían todo y había velas encendidas por doquier. En el cuenco del pedestal ardía el incienso que espesaba el aire con su aromático humo. Habían dibujado una inmensa estrella de cinco puntas con tiza en el suelo y luego habían dispuesto unos cuantos puñados de cristales en algunos puntos alrededor de la zona central. Cálices y varillas adornaban el perímetro de la estrella.
A Jason se le puso el vello de punta en la nuca. Violet, una hechicera que rondaba los treinta años, cogió su mano y le dio un agradable apretón.
—Perdona, sé que todo tiene un aspecto un tanto macabro. Pero queremos que todo salga bien, así que no nos hemos cortado.
—Tim Burton se hubiera quedado impresionado con esto —comentó Jason, y ella sonrió.
Al ver la cara de las mujeres que lo rodeaban, Jason se tranquilizó. Estaban tratando de ayudarlo, y, al ayudarlo, ayudarían a Justine.
—Hay algo que necesito saber —continuó Jason. Y se quedó sorprendido al comprobar que todas ellas enmudecían para escucharlo. Un par de hechiceras dejaron de barrer, mientras otra que estaba disponiendo unos cristales abandonó su tarea—. Necesito saber si lo que hice tendrá alguna consecuencia para Justine en el futuro. En otras palabras, hagáis lo que hagáis, debéis aseguraros de que Justine estará a salvo. Así que adelante. No importa lo que pueda pasarme a mí. ¿Lo habéis entendido?
—Lo hemos entendido. —Violet lo miró con cierta preocupación—. Rosemary ya te explicó los riesgos, ¿no es así? Es difícil deshacer el hechizo. Tanto como separar arena mezclada con azúcar. Y una vez la maldición de las brujas vuelva a recaer en ti, dispondrás de muy poco tiempo. Nadie puede asegurar en qué condiciones quedarás cuando se levante el hechizo, ni qué pasará.
—No importa —dijo Jason secamente—, tan solo decidme qué es lo que debo hacer.
Sage se acercó a él y lo cogió de la mano.
—Lo único que tienes que hacer es sentarte en medio de la estrella mientras nosotras nos ocupamos de lo nuestro. Intenta relajarte y deja tu mente en blanco.
Jason se dirigió al centro de la estrella y se sentó, mientras las hechiceras se reunían alrededor de la estrella.
—Una vez comencemos —dijo Rosemary—, tendrás que permanecer en silencio. Nada de interrupciones. Todas necesitamos mantener la concentración.
—Entendido. Nada de hablar, nada de SMS. —Miró al grupo que se había congregado a su alrededor—. ¿Habéis apagado todas el teléfono móvil?
Rosemary lo miró con dureza, aunque las comisuras de sus labios se contrajeron.
—Ya basta, a menos que tengas alguna pregunta más.
—Solo una.
—¿Sí?
—¿Para qué es ese cuchillo con el mango curvo?
—Para cortar hierbas.
Jason miró el cuchillo, no las tenía todas consigo.
—Es medianoche —dijo alguien.
Rosemary miró a Jason.
—Comencemos.
Sage ya le había explicado que la mayor parte del ritual se realizaría en rúnico. Incluiría cantos, bendiciones e invocaciones hasta que el hechizo quedara finalmente eliminado.
—Sería de gran ayuda para nosotras —le había dicho Sage— si pudieras entrar en un estado de meditación mientras tiene lugar el ritual. Concéntrate en tu respiración, deja tus pensamientos fuera, o al menos inténtalo.
—Sé meditar —le había asegurado Jason.
Se sentó con la espalda recta y relajado y se centró en la respiración. Trató de concentrarse en una sola imagen. Su mente saltó de un recuerdo a otro hasta que se detuvo en el oscuro oleaje de la playa de Coronado por la noche. El suave ir y venir de las olas acariciando la playa, la manera en que se había relajado y la había escuchado mientras el cálido peso del cuerpo de Justine reposaba en su regazo, su cabeza apoyada en su hombro. Las olas enroscándose sobre sí mismas, abriéndose paso desde las profundidades oscuras del océano hasta la orilla hechizada. Le sobrevino una sensación de paz.
Oyó a las mujeres que invocaban a los espíritus invisibles, seduciéndolos, invitándolos a acudir. Una energía fresca y oscura se filtró en el aire que lo envolvía. Lo absorbió con cada inspiración y sintió cómo se llevaba los pensamientos que persistían en su interior, la ira y el miedo, hasta que su mente se abrió como los dedos de una mano que se abre y el lugar que debería haber habitado el alma quedó brutalmente expuesto. La verdad lo alcanzó en el espacio comprendido entre una inspiración y otra.
Ya no le quedaba más tiempo.
Recibió la revelación con asombro y por un instante despertó un ciego instinto de lucha. Todavía no. Ahora no. Pero, en ausencia de un alma, su corazón lo compensó con dolorosos latidos de aceptación. «Déjate llevar, déjate llevar, déjate llevar».
Justine no estaba de humor para aceptar un no como respuesta. Puesto que ya no había ferrys ni taxis que pudieran llevarla, llamó a un amigo que tenía un pequeño barco de arrastre y le suplicó que la llevara a la isla de Cauldron.
—Sé que no son horas, te pagaré, haré lo que sea, solo llévame a la isla, sabes que no está lejos.
Su amigo aceptó, a sabiendas de que Justine no le iba a dar opción de decirle que no.
Diez minutos más tarde, Justine llegó al puerto de Friday Harbor y subió a bordo de la embarcación que la estaba esperando. Cada minuto que pasaba antes de que zarparan era como otro agonizante pellizco a sus nervios, hasta que sus reverberaciones atenazaron su cuerpo, que vibró de pánico. Jason había vuelto a actuar a sus espaldas y el Círculo había hecho lo mismo. Todos la habían dejado fuera de algo que la afectaba de forma directa. Era infinitamente más peligroso eliminar el conjuro de longevidad que lanzarlo. Un conjuro como ése podía abrirse camino a través de tu cuerpo hasta matarte con sus púas mientras intentabas deshacerte de él. Igual que el amor.
El barco zarpó del muelle lentamente hasta dejar atrás la zona de baja velocidad. El motor rugió con ferocidad creciente a medida que se alejaban del puerto, desafiando las olas, mientras el viento golpeaba la cara de Justine y alborotaba su pelo. El peso del Triscaideca, que había metido en una bolsa de lona, golpeaba contra su muslo.
Sus pensamientos se habían desbocado. Había hablado con Jason ese mismo día, y él no le había dicho nada, le había dejado creer que estaba en San Francisco. Y lo más probable era que ya por entonces estuviera en la casa del faro. Se había mostrado relajado e informal, sin dejar entrever lo que ya tenía planeado.
Justine volvió a oír la voz de Marigold: «La maldición de las brujas ha caído sobre ti».
Ésas eran las consecuencias desconocidas. Exigía un sacrificio de sangre, era el precio que tenía que pagar una mujer de su estirpe por el amor. Alguien tenía que pagarlo, y Jason había decidido que lo haría él.
«La sangre correrá por tus manos».
Qué fácil sería convertirse en Marigold. Solo tenía que dejarse llevar. Y cuando toda esa amargura hubiera devorado sus entrañas, solo le quedaría un camino: dejarla salir.
La embarcación atracó en la isla de Cauldron el tiempo suficiente para que Justine saltara al resbaladizo y erosionado muelle. Atacó la escalera, que parecía no tener fin, a embestidas que castigaban sus muslos, contraídos de dolor, pero hizo caso omiso y siguió subiendo. El faro estaba desierto; el patio, silencioso y oscuro como un cementerio. Las nubes se amontonaban sobre la luna menguante como ropa sucia, ocultándola poco a poco.
Todavía jadeante por el esfuerzo, Justine se acercó al cobertizo cercano al faro, cogió una bicicleta y se lanzó por el sendero irregular que conducía a Crystal Cove. Las ruedas traqueteaban sobre las piedras que sobresalían como nudillos de la tierra, alternando vertiginosas subidas y bajadas que le quitaban el aliento.
Las ventanas de la escuela parpadeaban en tonos rojos y negros, parecían saludarla mientras las ruedas de la bicicleta rodaban despidiendo gravilla. Justine se bajó de la bicicleta antes incluso de haberse detenido y dejó que la estructura de metal se estampara contra el suelo.
Empujó la puerta de un golpe e irrumpió en la sala.
El ritual acababa de terminar, el círculo de hechiceras se había disuelto y dos o tres se apiñaban en el centro de la estrella.
—Justine —escuchó que decía Rosemary en un tono extraño.
—Que alguien encienda una luz —pidió Justine con impaciencia.
La luz de un foco portátil brilló y un charco sobrenaturalmente blanco empujó las sombras contra la unión entre el suelo y las paredes.
Jason estaba sentado en el centro de la estrella con los brazos relajados alrededor de las piernas dobladas y la frente apoyada en las rodillas. No se movió, ni siquiera levantó la mirada cuando Justine se le acercó. Sage, Rosemary y Violeta estaban a su alrededor.
—¡Apartaos! —gritó Justine. Corrió hacia Jason, soltó el Triscaideca y cayó de rodillas a su lado—. ¿Jason? Jason, ¿qué te pasa?
Nada en él daba a entender que la había oído. Justine lanzó una fiera mirada a las hechiceras. Fuera lo que fuera lo que vieron en ella, bastó para que retrocedieran. Justine se dio cuenta de que Jason estaba sudando profusamente y el pelo en la base de su nuca estaba empapado.
—¿Qué le habéis hecho? —les recriminó.
—El hechizo ha sido anulado —dijo Rosemary—. Ya estás a salvo, Justine.
—¡No deberíais haber hecho esto sin mí! —les dijo con violencia—. Sabíais que hubiera querido que me informarais antes de hacer nada.
—Fue decisión suya.
Justine volvió la mirada hacia Jason y posó una mano en su nuca, en su cuello, para persuadirle de que la mirara.
—Déjame verte —le dijo—. Jason, por favor.
Se interrumpió en el momento en que la cabeza de Jason empezó a mecerse sobre su inestable cuello. Su tez estaba gris, brillaba de sudor; sus ojos no acababan de enfocar. El dolor había tensado su piel y sus pómulos parecían cuchillas. Cada respiración era un jadeo entrecortado y seco.
—¿Qué tienes? —preguntó con impaciencia—. ¿Dónde te duele? ¿Qué es lo que te pasa?
Justine vio que intentaba decir algo, pero tenía las mandíbulas tan apretadas que no dejaban salir las palabras. Se llevó la mano derecha al brazo izquierdo y sus dedos escarbaron entre los músculos. Entonces ella comprendió.
Su corazón estaba a punto de detenerse.
—Se le ha acabado el tiempo, Justine —escuchó decir a Sage con la voz conmovida—. Se lo advertimos.
—¡No! —Justine sacó el Triscaideca de la bolsa—. Yo arreglaré esto. Encontraré el hechizo adecuado. Esperad un momento, os juro que lo haré, os lo prometo. Os lo prometo… —Al menos eso fue lo que intentó decir, pues las palabras salían de su boca entrecortadas y rotas. No fue consciente de que lloraba hasta que vio las pesadas gotas sobre las páginas del antiguo libro. La tinta se corría, sus ojos estaban inundados de lágrimas. Empezó a arrancar las páginas del libro y a arrugarlas frenéticamente, con las manos llenas de furia.
—¡Justine! —escuchó gritar a Sage, llena de consternación. Algunas de las hechiceras empezaron a moverse hacia ella.
—¡Alejaos de mí! —les soltó con los ojos llenos de furia, su mano extendida, apuntándoles como si fuera un arma.
En eso sintió que la mano de Jason le tocaba el brazo. Dejó a un lado el Triscaideca y se volvió hacia él. Sus profundos ojos castaños se fijaron en los de ella. Tras una fina capa de dolor, Justine alcanzó a vislumbrar un sutil brillo de comprensión. Jason se inclinó para decirle algo y ella lo reincorporó con sus brazos.
El susurro que exhalaba su boca era cálido y suave en su oído.
—De todos modos, nunca hubiéramos tenido el tiempo suficiente.
Su cabeza cayó sobre su hombro mientras su cuerpo se fue aflojando lentamente hasta caer en sus brazos. Justine aspiró el familiar y tentador aroma de su piel y de su pelo. Su cuerpo se hacía más pesado mientras se debatía entre espasmos y temblores.
—Te pondrás bien —dijo Justine con desesperación en la voz, y cerró los ojos mientras se estrujaba el cerebro en busca de algún tipo de hechizo, cualquiera.
Los dedos de Jason se enredaron en su pelo y tiraron de él para acercar su cabeza a la suya.
—Ha valido la pena —murmuró.
Justine sentía que la vida se le escapaba como a través de un colador, a pesar de que ella intentaba contenerla con sus manos que presionaban su pecho, su espalda, su brazo, su cabeza.
—No, no, no…
—Bésame.
—No.
Sin embargo lo hizo, su boca encontró la suya, suave y caliente, mientras sus lágrimas caían sobre el rostro de Jason, sobre sus ojos cerrados. En sus labios apareció una mueca de dolor y los brazos de Justine se cerraron a su alrededor. Lo sujetaría con tal fuerza que la muerte no se lo podría arrebatar. Lo mantendría a su lado, lo albergaría dentro de sí.
Un último suspiro, una muda exhalación. Los dedos enredados en su pelo se relajaron y su mano se soltó y cayó sobre el regazo de Justine. El tiempo se detuvo, los segundos atrapados caían como gotas de lluvia sobre una hoja.
Justine lo dejó en el suelo con suavidad y miró su rostro inexpresivo, la manera en que sus pestañas descansaban sobre las mejillas, el matiz gris de su boca. La fuerza de una terrible energía se irguió en su interior y atravesó sus huesos, el cartílago, los nervios, la sangre. Un pulso que amenazaba con hacer estallar sus venas. No permitiría que se fuera. Ella lo sostendría en el espacio entre la vida y la nada, lo sostendría en algún lugar.
El rostro de Justine estaba transido de sudor y lágrimas. Trasladó las manos hasta su pecho. Una sacudida recorrió el cuerpo inerte de Jason, como si lo hubiera inundado una oleada de energía. Justine oyó las exclamaciones de horror de las hechiceras que los rodeaban.
—Justine, no…
Ella mantenía las manos firmes sobre él y, una y otra vez, dejaba que el voltaje abrasador y fatal los atravesara a los dos. Oyó que Rosemary le suplicaba que lo dejara, que no tenía sentido, que se haría daño a sí misma. Sin embargo, nadie se atrevió a acercarse. Ella y Jason estaban rodeados por una energía blanca y azulada, candente como el núcleo de una estrella en extinción. Habían creado un circuito cerrado, que se fundía y se consumía brillante y rápido. «Deja que él se la lleve. Deja que el alma de Justine se los lleve a los dos para que él no pueda abandonarla y ella nunca tenga que llorar».
Justine pasó por encima de él, le cogió la cabeza y acercó su boca a la suya. El resplandor se intensificó, seguido por un negror deslumbrante.
No tenía pulso, yacía inerte, la vibración de energía se había extinguido. Solo el grito de su alma en medio de la silenciosa inconsciencia.
«¿Dónde estás?».
Una fuerza más poderosa que la gravedad la arrancó de la oscuridad, atrayéndola en una rueda ascendente, en un torbellino en el que el amor volvía a enroscarse en el amor.
«Aquí».
Él estaba con ella; increíble e irrevocablemente.
Y el tiempo volvía a correr.
Justine volvió lentamente en sí y abrió los ojos. Era consciente de la presencia de las hechiceras, de los muros de la escuela de Crystal Cove, de la luz titilante de las velas y las lámparas de aceite. Pero no le quitaba los ojos a Jason, a sus quietas facciones. Y sus manos rodearon su rostro como pálidos corchetes. Pronunció su nombre con cuidado.
Sus pestañas se levantaron y reflejaron el halo ámbar de la luz de las lámparas, dejando al descubierto sus oscuros iris, adormilados y suaves.
—No podía dejar que te fueras —dijo Justine, y acarició su mejilla, el borde de su mandíbula.
Jason le sostuvo la mirada, sus ojos estaban llenos de asombro al percibir lo que ella ya sabía.
—Algo ha cambiado —dijo con voz ronca.
Justine asintió y bajó la cabeza hasta su frente.
—De alguna manera —susurró— compartimos el alma. Pero creo que la mitad ya te pertenecía desde un principio.
Algo suave acarició su mejilla. Justine ignoró el ligero roce e intentó seguir durmiendo plácidamente. Otro suave roce, este contra su mentón. Emitió un gruñido de irritación y se volvió para acurrucarse entre las voluminosas y mullidas profundidades de su almohada.
—Justine. —Un murmullo aterciopelado: era la voz de Jason. Sus labios se movían cerca de su oreja—. Casi es mediodía. Despierta para que pueda hablar contigo.
—No quiero hablar —murmuró Justine. Su agotado cerebro pasó revista a los recuerdos de la noche anterior. Qué sueños tan extraños había tenido. Había visto a Marigold, había temido por la vida de Jason, había corrido hasta Crystal Cove…
De pronto sus ojos se abrieron y vio el rostro masculino justo encima del suyo. Jason se apoyó en el codo con una leve sonrisa en los labios. Se acababa de duchar y vestir, y estaba recién afeitado.
—He estado esperando a que despertaras —dijo, al tiempo que seguía la forma de su clavícula hasta la curva de su hombro con las puntas de los dedos—. Ya no lo podía soportar más.
Una mirada rápida a su alrededor reveló que se encontraban en el dormitorio de la torre del faro de la isla de Cauldron. Ella estaba desnuda debajo de las sábanas; su cuerpo estaba relajado, aunque exhausto.
—Me siento como si hubiera corrido una maratón —dijo, aturdida.
—No me extraña, después de la noche que hemos pasado.
Justine se incorporó, tapándose con la sábana hasta por encima de los pechos. Jason se apresuró a colocar unas cuantas almohadas detrás de su espalda. Justo cuando caía en la cuenta de que tenía la boca increíblemente seca, él le ofreció un vaso de agua.
—Gracias —dijo, y bebió con avidez—. ¿Qué fue exactamente lo que pasó ayer noche?
Jason la miró detenidamente.
—¿No lo recuerdas?
—Sí, pero no estoy segura de lo que realmente pasó y lo que puedo haber soñado.
—¿Quieres la versión larga o la corta?
—La corta.
Justine le devolvió el vaso y él lo dejó sobre la mesita de noche.
—Para mí la noche comenzó con un ritual a medianoche para anular un conjuro, seguido por una experiencia cercana a la muerte y una reanimación cardíaca realizada por ti. Luego parece ser que prendiste fuego a la escuela como si asistiéramos a un espectáculo de magia en un casino de Las Vegas. Las hechiceras dijeron que nunca habían visto nada parecido; siento haberme perdido el espectáculo.
—Creo que tú fuiste el espectáculo —dijo Justine—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Rosemary y Sage están descansando. Algunas de las hechiceras se fueron ayer por la noche. Otras se quedaron charlando hasta la hora del desayuno y hace poco se fueron también. No sabía que las brujas trasnochaban de esta manera.
—Es algo que comparten con los insomnes.
Jason sonrió y alargó la mano para procurar alisarle la salvaje mata de pelo. Era tan guapo que casi dolía tener que mirarlo. Todo aquello que le había resultado atractivo y dinámico en él parecía haberse intensificado, si es que eso era posible.
—¿Qué dijo la hermandad al respecto? —preguntó.
—¿Respecto a qué parte?
—Respecto a cualquiera.
—En lo que todas estuvieron de acuerdo fue en que, en cierto modo, tengo un don imposible. Concedido por ti. —Jason la miró a los ojos, sin esforzarse por ocultar la mezcla de adoración y sobrecogimiento que asomaba en ellos—. Sage piensa que, en cierto modo, me infundiste parte de tu alma, de la misma manera que una llama puede dar lugar a otra. Sin embargo, nadie había oído hablar de una cosa así antes. Y ninguna de ellas es capaz de comprender cómo lo hiciste.
—No lo sé —dijo ella tímidamente—. Simplemente… te quiero. Tenía que conseguir que te quedaras a mi lado.
—Y me tienes —aseguró él—. De hecho, me tendrás incluso cuando quieras deshacerte de mí.
Justine sonrió y movió la cabeza.
—Nunca.
La palabra quedó aplastada entre sus labios cuando él se inclinó sobre ella para darle un beso.
Al retirarse la miró tiernamente con una expresión en los ojos difícil de interpretar.
—La hermandad también debatió algo más —dijo—. Piensan que la maldición de las brujas no debería aplicarse en nuestro caso, por el sacrificio que hemos hecho. —Al ver su mirada perpleja, Jason añadió—: ¿Podrías hacer tu truco del chasquido? ¿Podrías prenderle fuego a algo?
Perpleja, Justine concentró toda su energía y chasqueó los dedos. La chispa que se esperaba que aparecería brilló por su ausencia. Justine parpadeó sorprendida y volvió a intentarlo.
Nada.
Unos surcos paralelos de preocupación aparecieron entre las cejas de Jason.
—No recuerdo las palabras sobrenaturales que utilizaron —dijo—. Pero básicamente has excedido tu cupo para generar fuego. Fundiste tu circuito. —Hizo una pausa y su mirada buscó la de ella—. ¿Te haría muy infeliz si resulta que te has quedado sin poderes?
—No, yo… Solo que nunca imaginé… No. Sobre todo si te he salvado.
Justine intentó comprenderlo en toda su dimensión. Si ya no tenía los poderes de una bruja de linaje, probablemente podría seguir trabajando con unos cuantos conjuros sencillos y preparar una poción de vez en cuando. «Por todo el bien que me han hecho en el pasado», pensó irónicamente. Una sensación de mareo la atravesó cuando dijo en voz alta:
—No necesito la magia para ser feliz.
Era la verdad.
Jason le puso la mano en la mejilla sonrojada y la acarició con la mirada.
—¿Qué necesitas para ser feliz? —preguntó—. Dame la lista más larga que se te pueda ocurrir. No descansaré hasta que lo tengas todo.
—Es una lista muy corta —dijo.
—Dios mío, espero que yo aparezca en ella.
Justine meneó la cabeza como si su comentario le resultara absurdo.
—Tú eres la lista.
Jason la atrajo hacia sí y la abrazó durante un largo rato, al tiempo que besaba sus labios, sus mejillas, su cuello; que acariciaba su piel.
—Justine —dijo finalmente, y retrocedió lo justo para poder verla—. ¿Cómo descubriste lo que estaba pasando ayer por la noche? Me alegro de que lo hicieras, pero… No quería que tuvieras que pasar por nada de todo eso. Estaba intentando protegerte.
Justine frunció el ceño, algo que no le resultaba nada fácil puesto que la felicidad danzaba en cada uno de los nervios de su cuerpo.
—Hablaremos de ello más tarde —respondió—. Me prometiste que no volverías a hacer nada a mis espaldas…
—Lo siento. Había circunstancias atenuantes que me obligaron a hacerlo.
—Sigues metido en un lío.
—Lo sé. Cuéntame cómo lo descubriste.
Justine le contó la súbita y controvertida visita de Marigold de la forma más pragmática que pudo, mientras Jason escuchaba en silencio.
—Ella no me quiere —concluyó Justine, e intentó parecer impasible.
Jason la estrechó contra su ardiente cuerpo e intentó darle todo el consuelo que pudiera necesitar. Su mano rozó su espalda desnuda.
—El hecho de que ella no pueda —dijo—, no tiene nada que ver contigo. La primera vez que nos vimos te quise sin siquiera intentarlo.
—Yo también te quiero.
Jason siguió confortándola y acariciándola hasta que el abrazo empezó a parecer algo más lascivo que reconfortante.
—¿Sabes qué? —dijo él, pensativo, mientras su mano se escurría por debajo de la sábana—. Todo se ha precipitado en esta relación, no veo la razón para ralentizarla ahora. Más tarde te lo preguntaré de la manera adecuada, pero Justine, cariño, tendrás que casarte conmigo. —Jason hizo una pausa—. No es una orden, por cierto. Es una súplica imperativa.
—Matrimonio —repitió Justine, anonadada—. ¡Oh, dejémoslo correr de momento! Es demasiado temprano.
—De momento ya compartimos el alma —señaló Jason—. Ya que estamos, podríamos empezar a hacer la declaración de la renta conjunta.
Justine soltó una risa melancólica, sabiendo que una vez que a Jason se le metía algo entre ceja y ceja, se mostraba implacable.
—Ni siquiera soy capaz de imaginarme cómo funcionaría la logística en este caso.
—La logística es sencilla. Matrimonio a tope, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana; viviremos en la misma casa y compartiremos todas las noches en una misma cama. Pasaremos la mayoría del tiempo en la isla, pero de vez en cuando te trasladarás una semana a San Francisco conmigo. Contrataremos un director para que eche una mano en el Artist’s Point cuando tú estés fuera.
—Pero no puede hacerlo cualquiera —protestó Justine—. Normalmente, los huéspedes de una posada esperan recibir un trato cálido y cercano, como si visitaran la casa de un amigo.
—Contrataremos un director cálido y cercano. Le pediré a Priscilla que nos busque uno.
—No quiero ninguna ayuda de Priscilla.
—¿Sigues molesta con ella porque me ayudó a tomar prestado el Triscaideca?
—A robarlo. Y sí, en este momento la quiero lo más lejos que sea posible de mí.
—No fue culpa suya. Fue el demonio quien la obligó a hacerlo.
—Sí. —Justine soltó una carcajada y le arrancó la sábana—. Pero tú eres mi demonio.
—Y tú eres mi preciosa brujita.
—Una bruja sin magia —apuntó ella, pero sonrió cuando él la subió a su regazo.
—Hay magia en cada trocito de ti —le dijo—. Por fuera y por dentro.
—Demuéstralo —le pidió Justine con la voz ronca, y cerró los brazos alrededor de su nuca.
Ambos sabían que Jason Black no era un hombre que se echara atrás ante un reto.