—Hemos cambiado todas las pilas de los relojes y hemos revisado los circuitos eléctricos —dijo Justine—, y todo sigue igual de mal.
—Lo siento, cariño —dijo Jason, que iba paseando mientras hablaban por teléfono—. Sé que debes de sentirte terriblemente frustrada.
—Creo que puede haber una causa sobrenatural que lo provoque.
Jason se detuvo.
—¿Como qué? —preguntó, al tiempo que se esforzaba por mantener el mismo tono de voz relajado.
—No estoy segura. Me preguntaba si la posada podría estar encantada. Es un edificio histórico. A lo mejor albergamos a un fantasma que odia los relojes o algo así.
—Deberías preguntárselo a Rosemary y a Sage.
—Sí. Pronto les haré una visita y se lo comentaré. ¿Qué tal el trabajo? ¿Resolviste el problema que tanto te preocupaba?
—Creo que estará resuelto esta noche.
—¡Oh, qué bien! Me alegro. A lo mejor podrías venir a San Juan este fin de semana.
—Espero que sí.
—¿Me echas de menos? —preguntó Justine.
—No —dijo él—, me paso el día entero prohibiéndome echarte de menos. No me permito pensar en nubes, besos sabrosos ni en lo suaves que son los espacios entre los dedos de tus pies, ni en las ganas que tengo de hablar contigo hasta que hayamos consumido todo el oxígeno en la habitación. Y, sobre todo no me recreo en el hecho de que esté donde esté siempre hay un vacío a mi lado que tiene exactamente tu forma y tamaño.
Habló con Justine unos minutos más con los ojos cerrados para poder saborear el sonido de su voz. No estaba del todo seguro de lo que estaban hablando, pero no importaba mientras pudiera oírla.
¿Qué podía decirle a la mujer que amaba cuando quizá era la última vez que hablaba con ella? «Lo eres todo para mí. Me has concedido los mejores días de mi vida». Uno de los aspectos más infames del amor es que solo se puede expresar a través de clichés. Te lleva a sonar como un fraude en un momento en que precisamente derrochas sinceridad. Sin embargo, al final de la conversación se sorprendió a sí mismo diciendo:
—Te quiero.
Y ella se lo dijo a él.
Y con eso bastó. Estas dos palabras tan trilladas, palabras cotidianas, cumplieron con su cometido.
Después de colgar se fue a la habitación contigua donde Sage estaba quitando el polvo y limpiando, preparando el faro para todos sus invitados. Para diez invitados, para ser más exactos.
—Le juré que nunca volvería a mentirle —dijo Jason—. Ni haría nada a sus espaldas. Y menos de una semana más tarde estoy haciendo las dos cosas.
—Por la mejor de las razones —dijo Sage.
Jason levantó el casco de buzo de Julio Verne para que ella pudiera limpiar el estante.
—Últimamente ha sido mi modus operandi habitual —dijo—. Hacer lo equivocado por una buena razón. Hasta ahora no me ha funcionado demasiado bien.
—No te preocupes. —Sage le dio una palmadita en el brazo cuando devolvió el casco a su sitio—. Lo arreglaremos todo. En cuanto le contemos a la hermandad lo que ha pasado, todas dejarán lo que tengan entre manos para venir inmediatamente.
—No es muy frecuente que un hombre pase una noche con una docena de brujas cabreadas.
—Preferimos que nos llamen hechiceras. O magas. Y aunque las hay que se muestran menos indulgentes que otras, todas estamos de acuerdo en que deberíamos darte las gracias por asumir la responsabilidad. La mayoría de los hombres habrían salido corriendo.
—Para empezar, la mayoría de los hombres no habrían causado todos estos problemas.
—Todos hemos cometido errores… —dijo Sage amablemente.
A la luz de las circunstancias, ella y Rosemary se habían mostrado mucho más indulgentes de lo que Jason esperaba o se merecía. Cuando las llamó desde San Diego les había explicado la situación con una honestidad despiadada, no había escatimado en detalles, no había puesto excusas. Las dos se habían mantenido en silencio durante prácticamente toda la confesión. Habían asimilado todo lo que les había dicho y de vez en cuando le habían planteado alguna que otra pregunta.
Las dos ancianas habían coincidido en que la situación era terrible. Sage confirmó que el colapso de los relojes marcaba la llegada de la maldición de las brujas; ese mismo fenómeno había precedido la muerte de su esposo, Neil. Había que hacer algo enseguida o tendría consecuencias mortales para Justine.
Las dos mujeres estaban intrigadas e incluso se mostraron incrédulas al conocer que la abuela y la tía abuela de Priscilla habían conseguido lanzar un poderoso conjuro recogido en el Triscaideca.
—Si alguien nos hubiera consultado —dijo Rosemary con mordacidad—, podríamos haberle explicado por qué un conjuro de longevidad es una mala idea. De todas formas, el hecho de que hayan sido capaces de lanzarlo no deja de ser impresionante.
—Tenía que haberlo consultado con vosotras —reconoció Jason—, pero estaba empeñado en forzar las cosas para intentar que salieran de la manera que yo quería. Es evidente que ya es demasiado tarde para preguntarlo, pero ¿qué hicimos mal?
—Aunque uno sea capaz de repeler la maldición de las brujas —le explicó Rosemary—, no quiere decir que desaparezca, simplemente se desvía hacia otra persona. Que es lo que ha ocurrido en este caso. El conjuro de longevidad redireccionó la maldición hacia Justine.
—¿Cómo devolveremos las cosas a su estado original?
Se produjo una pausa incómoda.
—Me temo que no podemos —dijo Sage—. Las cosas nunca pueden volver a como estaban originalmente. Se darán algunas diferencias. Creo que seremos capaces de anular el conjuro de longevidad, pero no será fácil. La longevidad es una categoría única en el arte de la magia. Es alta magia. Tiene sus riesgos.
—Eso no me importa.
—Riesgos significativos.
—Quiero llegar hasta el final.
—Podrías morir —dijo Rosemary—. Y puesto que careces de alma sería el fin de tu existencia.
—¿Pero Justine estaría bien? ¿Estaría a salvo?
—Estaría a salvo —dijo Sage—. No sé si estaría bien.
Habían decidido consultar con la hermandad. Acordaron por unanimidad que participarían como grupo para anular el conjuro de longevidad y que, sobre todo, tendrían que hacerlo cuanto antes. Se encontrarían en la isla de Cauldron y realizarían el ritual en Crystal Cove, frente a la escuela abandonada donde ya habían llevado a cabo muchos ritos y ceremonias con éxito.
Ningún miembro de la hermandad se había opuesto a la petición de Jason para que mantuvieran a Justine al margen de todo. De ninguna manera iban a permitir que Jason pusiera a Justine en la tesitura de tener que tomar una decisión atroz o sacrificarse por él. Protegerla de ello era lo mínimo que podían hacer.
Sus pensamientos volvieron al presente cuando de pronto alguien llamó a la puerta del faro. Había llegado la primera hechicera a la reunión.
Jason siguió a Sage hasta la sala principal y vio que Rosemary le daba la bienvenida a una mujer de mediana edad, esbelta y alta, una pelirroja con un peinado muy estiloso y finas facciones. Su onda rockera a lo Stevie Nicks de Fleetwood Mac se veía reforzada por una falda de terciopelo arrugado, un top ceñido debajo de un delicado chaleco de macramé y unas vistosas botas con plataforma.
Rosemary y Sage se acercaron para abrazarla y ella se rió, aparentemente encantada de verlas.
En cuanto oyó su peculiar risa gutural, Jason supo quién era.
La mujer miró por encima del hombro de Sage y descubrió a Jason. La placidez se desvaneció en su rostro. Él también se enfrió. Su mirada, cristalina y ahumada en virtud del uso abusivo de la sombra de ojos, se mantuvo firme cuando fue a su encuentro.
—Jason Black —dijo él, y le tendió la mano, aunque tuvo que retirarla al ver que ella no iba a corresponderle—. Esperaba conocerla en circunstancias más favorables que éstas. Pero es un placer…
—Difícilmente podrías haberle hecho algo peor a una hechicera que robarle su grimorio —dijo Marigold secamente.
—Se lo devolví —señaló Jason, procurando despojar su voz de cualquier tono que pudiera sugerir que estaba a la defensiva.
—¿Quieres que reconozca tus méritos por ello? —preguntó Marigold con aspereza.
Jason enmudeció. Ni él ni nadie en su sano juicio podía recriminarle que no le gustara un hombre que había puesto la vida de su hija en peligro.
La examinó y detectó algunos rasgos de Justine aquí y allá: la complexión esbelta, las piernas largas, la forma de su mandíbula, la piel, perfecta como la porcelana china. Sin embargo, el rostro de Marigold, a pesar de su belleza, parecía una máscara, una fachada que ocultaba la violenta amargura de alguien cuyos mayores temores acerca del mundo se habían confirmado.
—Tal como yo lo he entendido —dijo Marigold—, contrataste a un par de hechiceras de tres al cuarto para que lanzaran un complicado conjuro y, ¡sorpresa!, algo salió mal.
Rosemary contestó antes de que le diera tiempo a Jason a replicar:
—Lanzaron el conjuro de forma muy competente. De hecho, el problema que tenemos es precisamente la fuerza del conjuro.
—Sí. La maldición de las brujas ha sido trasladada a Justine. ¿Sabe ella lo que vamos a hacer esta noche?
—No —dijo Jason—. No serviría de nada, sencillamente se pondría a discutir conmigo. Es culpa mía. Mi responsabilidad. Yo me ocuparé. —Jason se detuvo antes de añadir sinceramente—: Te agradezco que hayas venido a echarnos una mano, Marigold.
—Nunca dije que fuera a ayudaros.
Rosemary y Sage lucían la misma expresión de confusión en sus caras.
—Tengo una condición —prosiguió Marigold—. Solo accederé a hacerlo si me prometes que no volverás a ver ni a hablar con Justine. Quiero que desaparezcas de su vida.
—O si no ¿qué? —preguntó Jason—. ¿Permitirás que la maldición de las brujas se lleve por delante a tu hija?
Marigold no respondió. Pero por una milésima de segundo la verdad asomó en su rostro y esta verdad le heló la sangre. Sí. Estaba dispuesta a arrojar a Justine al volcán.
—Marigold —dijo Rosemary con dureza—. ¿Realmente crees que es necesario este regateo?
—Lo es. Él es quien en primer lugar la ha puesto en peligro. Y Justine es igualmente responsable por haber roto el maleficio. Quiero que aprenda una lección.
—Dale lecciones cuando estés a solas con ella —dijo Jason, visiblemente irritado—. Ahora mismo el objetivo es alargar su vida más allá de los próximos tres malditos días.
—¿Para que pueda seguir metiendo la pata? —lo sorprendió diciendo Marigold.
Jason le lanzó una mirada de incredulidad.
—Tiene derecho a hacerlo, ¿no te parece?
—Si fueras padre comprenderías que a veces lo peor que podemos hacerle a un hijo es protegerle de las consecuencias de sus actos. Justine tiene que aprender algo de este castigo.
La voz de Marigold denotaba un extraño e inquietante punto de satisfacción. Si alguna vez Jason se había cuestionado el alejamiento entre Justine y su madre, en ese mismo momento el tema quedó zanjado. Ésta no era una madre que le daría la bienvenida a la hija pródiga, salvo que esa hija volviera arrastrándose y diezmada.
—Es posible —dijo Jason—. Pero si mi hija se enfrentara a su castigo no compraría unas entradas para la tribuna ni traería palomitas para luego llamarlo una gran técnica pedagógica.
Marigold le lanzó una mirada hostil y se dirigió a Rosemary y a Sage.
—El problema se podría resolver fácilmente si lo lanzáramos desde lo alto del acantilado.
—Yo daría un salto con carrera si ésa fuera la única manera de ayudar a Justine —dijo Jason—. Pero con la esperanza de preservar el poco tiempo que pueda quedarme, me gustaría darle una oportunidad a eso de romper el maleficio.
—Entonces júramelo —insistió Marigold—. Dime que dejarás a Justine, pase lo que pase.
—No puedo prometer algo cuando sé que rompería la promesa a las primeras de cambio.
Sin decir palabra, Marigold giró sobre los talones y fue hacia la puerta.
Rosemary salió corriendo detrás de ella.
—¡Marigold! Piensa bien lo que estás haciendo. La vida de tu hija pende de un hilo. Tienes que hacer esto por ella.
La máscara de Marigold se quebró durante el tiempo suficiente para revelar un destello de ira angustiada.
—¿Y qué ha hecho ella por mí? —gritó, y dio un portazo y abandonó la casa.
Jason y Sage se quedaron solos en silencio.
—Yo también tengo uno así —dijo Jason al rato—. En este caso se trata de mi padre.
Sage estaba perpleja.
—Marigold no solía ser así.
—Probablemente siempre haya sido así. Solo que ha empeorado intentando ocultarlo. —Jason metió las manos en los bolsillos y se acercó a la ventana para contemplar la puesta de sol del color de la sangre—. ¿Todavía podemos anular el conjuro sin ella o debería empezar a ensayar mi salto?
—Todavía podemos anular el conjuro. Pero… Estoy segura de que Marigold volverá para ayudarnos. No le dará la espalda a su propia hija.
Jason le lanzó una mirada incisiva.
—Pues lleva cuatro años haciéndolo, Sage.
Rosemary entró en el faro. Parecía apenada.
—El taxi bote seguía en el muelle. Marigold no tenía intención de quedarse. Solo vino para llamar un poco la atención. Le dije que si no estaba dispuesta a ayudar al grupo en un momento de necesidad, sobre todo cuando el bienestar de su propia hija está en juego, no tenía mucho sentido que siguiera perteneciendo a la hermandad.
Sage se había quedado boquiabierta.
—¿Qué te contestó?
—No me contestó.
—Nunca abandonaría la hermandad voluntariamente —dijo Sage.
—No. Razón por la cual no vamos a pedirle que la abandone voluntariamente. En cuanto haya hablado con las demás hechiceras me aseguraré de que la echen. —Al ver la expresión de Sage, Rosemary añadió—: Llevo años defendiendo a Marigold. Siempre intenté centrarme en sus lados buenos e ignoré el resto. Pero no puedo dejarlo pasar, Sage. Ya no podemos seguir fingiendo, ni ante Justine ni ante nosotras mismas, que Marigold se preocupa por alguien más que no sea ella misma.
Angustiada, Sage se acercó a la mesa para enderezar un montón de revistas.
—Es posible que aparezca esta noche y nos sorprenda.
Rosemary miró a su pareja con una mezcla de amor y exasperación. Se volvió hacia Jason.
—No aparecerá —dijo secamente.
—Personalmente me alegro —dijo Jason—. Mi sexto sentido me dice que habría añadido un paso más a mi ritual. Como el destripamiento.
Cuando el último vislumbre de luz se desvaneció del oscuro y lacado cielo, la hermandad empezó a llegar en grupos de dos y tres. Todas vestían cómodamente en tejanos y largas camisas customizadas con pañuelos de colores vivos y joyas de cobre. Formaban un grupo simpático y locuaz, y era evidente que disfrutaban de la ocasión para estar juntas. Al verlas echando un vistazo a la comida que Sage había sacado —dip de pimientos rojos asados con chips de pita, crostinis de alcachofa y champiñones, brochetas de pelotas de calabaza—, Jason pensó que podían perfectamente estar asistiendo a la reunión mensual de un club de lectura cualquiera.
—Jason —murmuró Rosemary a las once de la noche—. Deberíamos empezar a preparar la escuela para el ritual. Está más o menos a un kilómetro de aquí. Si no te molesta, podrías empezar a llevar a las hechiceras en grupos de tres para que puedan empezar a montarlo todo.
—Por supuesto. ¿Qué significado tiene que sean grupos de tres?
Su tono de voz era seco cuando dijo:
—Es el número de asientos que tiene el carrito de golf.
—¿El carrito de golf?
—Nadie tiene un coche en la isla. Los residentes usan bicicletas o ligeros vehículos eléctricos. Nosotras guardamos el nuestro en el cobertizo verde. ¿Te importaría sacarlo y conducirlo hasta la puerta principal? Para entonces te tendremos preparado el primer grupo de hechiceras y provisiones.
—No hay problema —dijo Jason.
La mirada de Rosemary era reflexiva y amable cuando dijo:
—Ésta no es la habitual actividad nocturna de un hombre de tu posición, ¿verdad?
Jason sonrió levemente.
—¿Hacer de chófer para unas brujas en un carrito de golf y llevarlas a una escuela abandonada en medio de la noche? Pues la verdad es que no. Pero es un cambio en mi habitual rutina que agradezco.
Una de las hechiceras, una anciana con el pelo blanco y unos ojos azules y brillantes, se acercó a Rosemary y le dio una palmadita en el hombro.
—Se hace tarde —dijo—. ¿No debería haber llegado Marigold hace ya un rato?
—Marigold no vendrá —dijo Rosemary con la boca tensa—. Parece ser que tenía otros planes.
Tras un par de intentos exasperantes de ajustar la hora y la fecha en su teléfono, Justine se rindió y se descargó una aplicación de Scrabble. Tal vez si jugaba un par de rondas contra el ordenador le ayudaría a entender por qué Jason era tan aficionado a ese juego. Se acurrucó en una esquina del sofá, ajustó el nivel del juego en «fácil» y empezó a jugar.
Media hora más tarde había llegado a unas cuantas conclusiones: sería una jugadora mucho más exitosa si el diccionario de Scrabble permitiera el uso de ciertas palabras de cuatro letras, que Quat era el nombre de un arbusto africano de hoja perenne y que el sonido de las baldosas electrónicas al pincharlas era adictivo.
Estaba reflexionando acerca de su falta de destreza con las palabras que empezaban por Z cuando oyó que llamaban a la puerta. Se preguntó si habría algún problema con algún huésped, o si Zoë había decidido pasarse por su casa y saltó del sofá para abrir la puerta en calcetines.
Cuando la abrió el corazón le dio un vuelco. Frente a ella estaba la última persona que esperaba ver.
—¿Mamá?