21

Al tercer día después de la partida de Jason, Justine luchaba por seguir enfadada. La ira le había dado la energía suficiente para dejar todo a punto para la nueva entrada de huéspedes: tareas de mantenimiento tales como reparar un inodoro estropeado, reajustar el mando a distancia de un televisor, reabastecer las habitaciones con jabones y demás artículos de tocador. La ira también la había impulsado a través del tedio que suponía la contabilidad y el pago de facturas, hacer nuevos pedidos y enviar correos electrónicos con las confirmaciones de las reservas a los clientes.

El problema era que Justine no estaba segura de lo que ocurriría si daba rienda suelta a su ira. No quería ablandarse con respecto a Jason. Y no quería ver sus actos contextualizados: el amor no era una circunstancia atenuante. Tenía que centrarse exclusivamente en lo que había hecho e ignorar sus motivos para hacerlo. Razón por la cual le había confiado muy poco a Zoë, que era una gran defensora de la contextualización. Y del amor.

Cuando se encontraba en medio de la colada de la ropa blanca y las toallas, Justine recibió una llamada de Priscilla, que hasta entonces no le había devuelto ninguno de sus mensajes coléricos.

Justine había esperado esa llamada, se había mantenido despierta por la noche repasando largas y mortificadoras broncas que dejarían a Priscilla transida de culpa. Pero cuando contestó, Justine descubrió furiosa que lo único que fue capaz de decirle fue un «hola» atragantado. Todas las vehementes palabras ensayadas se habían enredado irremediablemente entre ellas como finas cadenas.

—Jason no sabe que estoy hablando contigo —dijo Priscilla—. Me mataría si lo supiera.

—¿Dónde está mi libro de conjuros? —preguntó Justine con firmeza.

—Lo tiene Jason. Cuida muy bien de él. Te lo llevará a finales de esta semana.

—¿Dónde está ahora mismo?

—Hay una conferencia en San Diego. En uno de esos enormes jaleos de videojuegos. Tiene que asistir a un acto para recaudar fondos y…

—¿Estás con él?

—No. Se quedó en Little Rock hasta anteayer por la noche, y ayer se fue a California.

—¿Little Rock? —repitió Justine, desconcertada—. ¿Arkansas?

La voz de Priscilla sonó apagada cuando dijo:

—Mi abuela y mi tía abuela son brujas. Me han echado una mano para encontrar el conjuro que pudiera irle bien a Jason.

—Utilizando mi Triscaideca —dijo Justine con tirantez—. ¡Magnífico! ¿Qué conjuro habéis utilizado?

—El de longevidad.

La ira de Justine descendió como un alpinista haciendo rápel. Cayó en una densa neblina de pesadumbre. Cerró los ojos y se apoyó contra el secador, necesitada de su calor. Tuvo que respirar hondo un par de veces antes de volver a decir nada.

—¿Habéis utilizado alta magia?

El tono de voz de Priscilla era cauto cuando dijo:

—Mi abuela dijo que creía que había funcionado. Así que no hay nada de lo que preocuparse. Tendrás tu libro y luego…

—Hay dos cosas preocupantes en todo este asunto —dijo Justine con aspereza—. Una es si habéis lanzado el conjuro mal. La otra es si lo habéis lanzado bien.

—No te entiendo.

—Déjame que te diga una cosa. Solo porque puedas hacer algo no quiere decir que debas hacerlo. No hay manera de saber exactamente lo que habéis puesto en marcha. No lo sabremos hasta que ya sea demasiado tarde. Y si lo habéis hecho bien… Jason sufrirá por ello más tarde. La longevidad sobrenatural es una maldición, Priscilla. No se la desearías ni a tu peor enemigo. No te garantiza que no vayas a sufrir alguna enfermedad o demencia senil, o cualquier otra cosa terrible que pueda sobrevenirle al cuerpo humano. Lo único que te garantiza es que vivirás, y vivirás, y vivirás, hasta que llegue el momento en que harías cualquier cosa por acabar con la miseria. —Su garganta se cerró—. ¡Yo ya se lo expliqué a Jason, maldito idiota terco!

—Lo ha hecho porque te quiere —saltó Priscilla.

—¡Venga ya! Pensaba hacerlo de todas maneras, por sus propios motivos egoístas.

—Te quiere —repitió Priscilla.

—¿Por qué lo crees? —preguntó Justine en un tono sarcástico—. ¿Porque él te lo ha dicho?

—Porque es la verdad. Todo el mundo sabe que serás su muerte. El conjuro de longevidad no resistirá a la maldición de las brujas. Pero a Jason le importa un pimiento, lo único que quiere es comprar más tiempo para poder estar contigo. —Priscilla soltó un jadeo de frustración—. Mi padre murió joven, al igual que el tuyo. La gente le advirtió que no se casara con mi madre. Le dijeron que saliera corriendo para que el maleficio no pudiera alcanzarle. Siempre me pregunté por qué no hizo caso de las advertencias. Nunca entendí cómo un hombre podía estar tan enamorado de una mujer hasta el punto que prefiriese morir antes que vivir sin el objeto de su amor. Bueno, pues ahora he sido testigo de primera mano. No hay manera de salvar a Jason. Ha encontrado algo que desea incluso más que un alma, y ese algo eres tú. Si no lo quieres, él esperará.

—Pues se pasará el resto de su vida esperando —le espetó Justine.

—Ya se lo dije.

—¿Y él qué dijo?

—«Entonces la espera será mi manera de quererla».

Justine enmudeció y su mano se cerró en un puño contra la superficie metálica y caliente del secador.

—Le pido a La Diosa que ningún hombre llegue a amarme de esta manera —prosiguió Priscilla—. Y siento haber participado en esto. Pero en realidad te llamaba para contarte dónde está Jason, por si no quieres perder tiempo. Porque aunque el conjuro funcione, no dispondrás de él para siempre.

—No te preocupes por nada —dijo Zoë jovialmente, y metió la ropa doblada en la maleta abierta que había sobre la cama de Justine. Zoë no solo había accedido cuando Justine le preguntó si la podía cubrir, sino que se había mostrado entusiasmada. De hecho, Zoë había insistido en ayudarla a hacer las maletas para su viaje a San Diego.

—He hablado con la hermana de Nita para que nos eche una mano con la limpieza —prosiguió Zoë—, y Annette vendrá temprano para ayudarme con los desayunos y solo tenemos unas cuantas habitaciones reservadas. Así que puedes quedarte todo el fin de semana.

—Todos intentáis deshaceros de mí —gruñó Justine.

Zoë sonrió.

—Te lo mereces. Ninguno de nosotros recuerda la última vez que te fuiste de fin de semana romántico.

—No será un fin de semana romántico. Voy para que Jason me devuelva el libro de conjuros, y luego pienso pegarle una bronca y quedarme en mi propia habitación. La única razón por la que no volveré el mismo día es porque todos los vuelos de vuelta están llenos.

—Llévate una muda por si acaso. Y algo mono para la cena. —Zoë sacó un pequeño vestido negro del armario—. Éste será perfecto.

—No pienso vestirme para la cena. Me comeré una hamburguesa en la habitación.

—¿Dónde están tus sandalias de tiras?

Justine frunció el ceño ante la determinación de Zoë.

—En el fondo del armario.

—¿Y qué me dices de un collar?

—No tengo ninguno que vaya a juego con el vestido.

—Aquí tienes. Éste será perfecto.

Zoë se quitó el broche antiguo de cristal que llevaba enganchado al jersey de estilo retro y lo colocó en el punto más bajo del escote del vestido.

—Zoë, muchas gracias, pero es del todo innecesario. No saldré a cenar con Jason ni con nadie.

Zoë dobló el vestido con cuidado.

—Nunca se sabe.

—Jason ni siquiera sabe que voy. Solo quiero decirle adiós para siempre y luego volveré aquí para retomar mi vida de lenta desesperación. No sabía lo bien que estaba antes de que todo esto empezara.

—¿Por qué tienes que despedirte de él en San Diego? —preguntó Zoë amablemente—. Podrías dejarle un mensaje en su buzón de voz. O enviarle un SMS.

—No puedes enviarle un SMS a alguien en el que pone «adiós para siempre» —dijo Justine, indignada—. Estas cosas hay que hacerlas cara a cara.

—En sandalias de tiras —añadió Zoë con satisfacción, y metió los zapatos en la maleta.

El hotel del Coronado se había ganado la condición de icono desde sus inicios en el siglo XIX. A pesar del gran tamaño del balneario de estilo victoriano, los amplios porches pintados de blanco, los pabellones y las arcadas le conferían un aire de ligereza y calidad. Justine nunca había visitado el Del, como lo solían llamar los habitantes de San Diego, pero sí había leído acerca de él mientras estudiaba dirección de hoteles.

A lo largo de su historia se habían hospedado allí un sinnúmero de celebridades, incluida la realeza de Hollywood, entre ellos Rodolfo Valentino, Charlie Chaplin y Greta Garbo. El hotel también había alojado a varios presidentes de Estados Unidos, miembros de la realeza internacional y leyendas como Thomas Edison y Babe Ruth. Incluso había un fantasma residente cuyas apariciones habían tenido su repercusión en la prensa desde que en 1892 una joven sin compañía murió allí.

Por un instante, al entrar en el lujoso vestíbulo con su moqueta roja y dorada y sus resplandecientes acabados de madera oscura, Justine se arrepintió de su vestimenta informal. A pesar de que la mayoría de la gente que se encontraba en el vestíbulo también vestía tejanos, parecía la clase de lugar donde la gente debería ir de punta en blanco.

Justine se colocó en la fila que se había formado delante de la recepción y dejó su bolsa de viaje en el suelo. Priscilla le había facilitado el número de la habitación de Jason y una copia de su programa. La conferencia se celebraba en otro hotel, lo que quería decir que probablemente Jason estaría fuera en ese momento. Pero en cuanto volviera le iba a contar exactamente lo que pensaba de él. Lo ruin que era por haberle robado el Triscaideca y lo estúpida que había sido ella acostándose con él, confiando en él…

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una sensación de calor que recorrió su espalda, desde la nuca hasta el final de la columna vertebral. Echó una mirada furtiva a su alrededor. Los demás que hacían cola con ella parecían despreocupados. La gente que ocupaba las islas de tresillos seguía riendo y charlando ociosamente.

Un pequeño grupo de hombres salió del anticuado ascensor y atravesó el vestíbulo a paso relajado. Estaban enfrascados en una conversación y se detuvieron al llegar a la enorme mesa redonda que soportaba el mayor arreglo floral que Justine había visto jamás. Uno de los hombres, muy sexy y sofisticado en el elegante traje oscuro que vestía, irradiaba tal carisma que casi traspasaba, aunque no del todo, la línea que separa la confianza en sí mismo y la presunción. Se había cepillado su cabellera negra con esmero, aunque empezaba a caer en mechones desordenados sobre su frente. Justine recordó el tacto de ese pelo entre sus manos, la dulce y firme presión de su boca contra la suya.

Justine se volvió y agachó la cabeza. Estaba horrorizada por la fuerza del placer que sintió al encontrarse en la misma estancia que Jason. Su corazón había adoptado la cadencia de una locomotora fuera de control. Se obligó a permanecer inmóvil a pesar de que sus músculos se habían tensado, dispuestos a salir corriendo, hacia él o lejos de él, Justine no estaba del todo segura.

Pensó que tal vez la estaría mirando, casi podía sentir sus ojos sobre la piel. Sin embargo, el vestíbulo estaba a rebosar de gente y Jason no esperaba que ella estuviera allí. Era poco probable que la descubriera. Al rato se atrevió a lanzar una mirada hacia el grupo. Se habían ido.

La fila avanzó y ella se agachó para coger la bolsa de viaje.

Un par de zapatos de cordones relucientes aparecieron en su campo de visión. Justine se enderezó con el corazón en el cuello. Alzó la mirada hacia él mientras los pensamientos se agolpaban en una confusión de deseo y necesidad.

El tono de voz que empleó era relajado, pero su mirada la acariciaba.

—No vas a conseguir una habitación aquí. Están todas reservadas.

Justine sentía como si una capa de miel hubiera cubierto el interior de su garganta. Tragó saliva antes de contestar:

—Ya tengo una reserva hecha.

Jason cogió la bolsa de viaje de sus débiles dedos.

—La han cancelado. Podemos compartir mi habitación.

La conciencia electrizante de la presencia del otro se había propagado a los demás que los rodeaban. Unas cuantas miradas los seguían, algunas curiosas, otras envidiosas.

Jason la condujo hasta un alto ficus que los ocultaba parcialmente y dejó la bolsa de Justine y su maletín a un lado. La escudriñó intensamente.

—¿Qué haces en San Diego? —Antes de que le diera tiempo a Justine a contestar, añadió—: Permíteme que deje claro que no me estoy quejando. Estoy feliz de tenerte aquí.

—Tú no me tienes aquí. He venido para recuperar el Triscaideca.

—Pensaba llevártelo pasado mañana.

—No podía esperar tanto tiempo.

—¿Por el libro de conjuros —preguntó Jason—, o por mí?

Justine había decidido de antemano que no flirtearía con él, que no sonreiría ni se ablandaría ni sucumbiría a sus encantos.

—Quiero mi libro.

Sin decir nada, Jason cogió su maletín negro de cuero y se lo dio.

—¿Has estado cargando con él todo el tiempo? —preguntó Justine, desconcertada.

Jason sonrió levemente.

—Como si fueran los códigos nucleares.

Justine le dio la espalda, abrió el maletín y echó un vistazo a su interior. Metió la mano y levantó una esquina de la tela de lino. Se le escapó un suspiro de alivio al ver la familiar cubierta del grimorio.

Jason se acercó a ella. Agachó la cabeza y su boca acarició suavemente su cuello.

Un escalofrío sensual recorrió su cuerpo.

—Sigo teniendo el firme propósito de darte tu merecido.

—Muy bien, hazlo —dijo él, justo antes de que Justine sintiera sus dientes en un suave mordisco—. Con las dos manos.

Enfurecida, Justine se volvió hacia él.

—Me mentiste.

—Técnicamente no.

—¡Pamplinas! En el mejor de los casos fue una mentira por omisión.

—Era la única manera que tenía de estar contigo.

—¿Y eso justifica los medios? —preguntó Justine en un tono cáustico—. Ni siquiera has justificado el fin.

Jason la examinó con aparente calma, pero Justine presintió la fuerza de la emoción contenida debajo de la superficie.

—La razón por la que tú deshiciste el maleficio —dijo—. Querías amor. Ahora lo tienes. Te quiero lo suficiente, mi amor es tan grande como el de una docena de personas. Tal vez haya algo que no estaría dispuesto a hacer por ti, alguna regla o ley que no quebrantaría, pero que me aspen si se me ocurre cuál podría ser. Sé que no soy perfecto. Pero si tú…

—Eres lo contrario a perfecto. —Justine agarró el maletín y lo miró con tristeza en los ojos—. Y yo nunca quise la clase de amor con el que la gente se hace daño y las cosas salen mal, y tú ya ni siquiera estás seguro de quién eres.

Jason no tenía derecho a mirarla con compasión cuando él era la causa de su miseria. Alargó la mano, cálida y firme, para coger la de Justine.

—Vayamos a algún sitio, cariño. No me siento cómodo discutiendo mis sentimientos más íntimos detrás de una planta en el vestíbulo de un hotel.

Recogió la bolsa de viaje con la mano que tenía libre y tiró de Justine en dirección al mostrador del conserje.

Al ver que se acercaban, apareció un hombre de detrás del mostrador que adoptó un aire de seguridad, de lo más adecuado para el conserje de un hotel de primera categoría. Se dice que un gran conserje es medio Merlín, medio Houdini, capaz de resolver un amplio espectro de problemas a la velocidad de la luz. Podía tratarse de cualquier asunto, desde reponer un cepillo de dientes perdido hasta fletar un avión privado. Solo había una palabra que un conserje experimentado jamás le diría a un huésped: la palabra «no».

—Buenas tardes, señor Black. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Sí, por favor. Tal como están las cosas, voy a necesitar otra habitación.

—Naturalmente. ¿Puedo preguntarle si hay algún problema con la habitación que ya tiene?

—No, está bien. Pero necesito un poco más de espacio. Me gustaría mudarme a una de las cabañas de la playa.

—No necesitamos una cabaña en la playa —se apresuró a decir Justine.

Jason la ignoró.

—Una que nos asegure la mayor privacidad posible, por favor —dijo.

—Si no me equivoco hay una suite al final, cerca de la piscina Sapphire. Bastante privada. Es una King de un dormitorio, con patio propio, chimenea exterior, jacuzzi y acceso directo a la playa.

—Eso suena caro —comentó Justine.

—Nos la quedamos —dijo Jason, y le dio la bolsa de viaje de Justine—. ¿Sería tan amable de llevar esto a la cabaña y trasladar mi equipaje allí también?

—Concédanos entre media hora y tres cuartos —dijo el conserje—. Les prepararemos unas llaves nuevas y quedarán instalados en la nueva suite. ¿Le parece bien esperar en la terraza? ¿Tal vez podría llevarles un poco de vino o algún refresco mientras esperan?

Jason miró a Justine.

—¿Qué te parece?

—¡Oh! ¿Me consultas algo? —Su tono era pura acidez—. ¿Quieres saber mi opinión? ¿Mis preferencias?

El semblante del conserje era educadamente neutral cuando Jason se volvió hacia él.

—Creo que daremos una vuelta por el paseo marítimo —dijo Jason—. Haga el favor de llamarme cuando esté lista la cabaña. Oh, y por favor, cancele la reserva de mi amiga. Se quedará conmigo.

—Sí, señor. —El conserje sonrió y miró expectante a Justine—. ¿Sería tan amable de decirme a nombre de quién se hizo la reserva?

—Justine Hoffman —masculló.

—Señorita Hoffman. Bienvenida al Del. Haremos todo lo posible para asegurarnos de que disfruta de una agradable estancia.

Justine acompañó a Jason a través del vestíbulo del edificio principal de estilo victoriano. Cuando estaban a punto de llegar a la entrada del patio, un botones vestido con un uniforme completo que incluía un chaleco rojo y un bombín negro reconoció a Jason.

—Señor Black. ¿Necesita que le traiga el coche?

—Ahora mismo no, gracias.

—Que tenga un buen día, señor.

Cuando retomaron el camino a través del vestíbulo, Justine frunció el ceño y dijo:

—No me impresiona la manera en que la gente te hace la pelota.

—Sí te impresiona. Incluso yo estoy impresionado. Trae, deja que te lleve el maletín.

—Solo me quedaré una noche —dijo Justine, y le pasó el maletín—. Me iré mañana por la mañana.

—Quédate todo el fin de semana —la tentó Jason.

—Lo siento, no puedo.

—Todavía no me has perdonado por tomar prestado tu libro de conjuros —dijo, y no era una pregunta.

—Te llevaste mi posesión más preciada sin antes consultármelo. Casi me da un infarto cuando descubrí que había desaparecido. Me quitaste diez años de mi vida de golpe.

—Dime cómo puedo compensarte.

—No hay nada que tú puedas hacer.

—Alquilaré un avión para que dibuje con humo una disculpa en el cielo sobre toda la ciudad de San Diego. Te llevaré al Taj Mahal. Fundaré una organización benéfica a favor de los gatitos maltrechos.

Justine le lanzó una mirada de desdeño.

—Te gustan los libros —prosiguió Jason, impasible—. ¿Sabías que L. Frank Baum escribió El mago de Oz mientras estuvo hospedado en el Del?

—Sí, lo sabía. ¿Y qué?

—Ahora mismo hay una exposición de objetos relacionados con El mago de Oz en el vestíbulo. Incluida una primera edición autografiada por el autor y por todo el reparto de la película que se rodó en 1939.

—Genial —dijo Justine—. Me gustaría verlo. Pero ¿por qué…?

—Te lo compraré para que tengas un recuerdo del fin de semana.

Justine se detuvo en seco, obligándolo así a detenerse también. ¿Realmente le había hecho una oferta tan extravagante?

—Eso no es un recuerdo. Un recuerdo es una camiseta o un globo de nieve.

—Necesitarás algo para leer en el viaje de vuelta a casa.

—Un libro así debe de costar una fortuna —dijo Justine, y añadió en un tono tremendamente ofendido—: ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me puedes comprar? —Hizo una pausa—. ¿Todo el elenco?

—Incluido Toto. —Al ver la expresión de su rostro, Jason exprimió la ventaja que tenía sobre ella al máximo—. Su preciosa huella aparece en el interior de la tapa.

¿Alguna vez se habría tenido que enfrentar una mujer a tal tentación?

—No quiero el libro —se obligó a decir Justine—. Ni aunque las zapatillas rojas estuvieran incluidas.

—¿Y si te llevo a cenar esta noche? Una mesa al pie del océano, mientras admiramos la puesta de sol.

Justine quería alargar la frialdad que le estaba mostrando. Sin embargo, tenía hambre y estaba cansada, y la perspectiva de una espléndida cena con vistas al océano le resultaba demasiado tentadora para resistirse.

—Podría estar bien —dijo, a regañadientes—. Pero aunque cene contigo no quiere decir que te haya perdonado.

—¿Al menos me has perdonado un poco?

—Tal vez tengas un perdón apenas mensurable para la ciencia.

—Algo es algo. —Jason sacó su teléfono móvil del bolsillo interior de su americana—. Reservaré mesa.

—¿Tú solo? —preguntó Justine en un tono burlón—. ¿No vas a pedir a un subordinado que lo haga por ti?

Jason le lanzó una mirada sarcástica y empezó a marcar el número.

—Espera —dijo Justine, recordando su programa—. Tienes planes para esta noche.

—Estoy completamente libre.

—Se supone que esta noche tenías que cenar con unos tipos de simulación por ordenador.

Jason levantó la vista del móvil.

—¿Cómo lo sabes?

—Priscilla me dio tu programa.

Jason echaba chispas por los ojos cuando masculló:

—Mala subordinada.

—No pasa nada. Yo me relajaré en el jacuzzi mientras tú sales a cenar con tu cita. —Justine se detuvo un instante antes de proseguir—: Espero que no haya reglas en cuanto a la desnudez. No me he traído el bañador.

Justine oyó cómo se le cortaba la respiración.

—Voy a cancelar la cena.

—¿En el último momento?

—Cancelo cenas constantemente —le informó—. Forma parte de mi encanto huidizo.

Justine no pudo reprimir una sonrisa.

—Huidizo sería la palabra, sí. —Cuando llegaron al paseo marítimo, Justine se detuvo para admirar las vistas, la playa de arena tintada por el silicato de mica plateado y el océano de un deslumbrante azul—. No me extraña que L. Frank Baun escribiera un libro tan magnífico estando aquí —dijo—. Las vistas son espléndidas, ¿no te parece?

—Sí. —Pero Jason la miraba a ella—. ¿Alguna vez has leído El mago de Oz?

—Cuando era pequeña. ¿Y tú?

—No, pero he visto la película al menos media docena de veces. —Apartó su pelo con delicadeza cuando una brisa jugó con los mechones sueltos—. A propósito, siempre apoyé a la bruja.

La cabaña en la playa era sofisticada y estaba provista de unos lujosos suelos de madera dura, abundantes ventanas y muebles de lo más confortables. Una paleta de colores crema y neutros, junto con el azul del cielo y del océano, visible desde cada una de las estancias, le conferían una sensación de frescura y amplitud. Había una cocina abierta, un comedor y un salón principal con una chimenea coronada por un televisor de pantalla plana. La enorme cama de matrimonio del dormitorio estaba cubierta con mantas y edredones suaves y pesados. Una formidable bañera dominaba el cuarto de baño contiguo donde también habían instalado una cabina de ducha. Después de investigar cada una de las estancias de la elegante villa, Justine volvió al salón principal.

Jason se había quitado la americana y la estaba colgando en el respaldo de una silla. Lo había pillado en un momento de descuido. El cansancio se reflejaba en su rostro, su atractivo estaba un poco ajado, gastado en los bordes. De alguna manera eso lo hacía incluso más sexy, más humano, un hombre con defectos y necesidades.

«Querías amor —le había dicho en el vestíbulo—. Ahora ya lo tienes».

Por enfadada y herida que se sintiera, Justine sabía que era verdad.

Y el eco de las palabras de Priscilla todavía resonaban en su cabeza: «Incluso si funcionara el conjuro, no dispones de una eternidad».

¿Se podía permitir dejar pasar un instante de amor? ¿Acaso había alguien que se lo pudiera permitir?

Jason levantó la mirada cuando ella se acercó a él. Adoptó en el acto la máscara habitual con la que pretendía decirle al resto del mundo que era dueño de sí mismo.

—¿Te gusta la cabaña? —preguntó—. Porque si no es así… —Se interrumpió a sí mismo, su única reacción al ver que Justine se arrancaba la camiseta y la lanzaba al sofá fue un rápido parpadeo. Su mirada se pegó al cuerpo esbelto de ella, envuelto en un sujetador blanco de algodón y unos tejanos—. Justine —dijo con cansancio en la voz—, quiero dejar muy claro que no tienes ninguna obligación, es decir, que no tienes que…

—¿Estás intentando decirme que no estoy obligada a acostarme contigo a cambio de alojamiento y comidas?

—Eso es.

Jason no se movió cuando ella alargó la mano de esbeltos dedos para desanudarle la corbata de seda.

Justine arrojó la corbata a un lado.

—Así pues, cuando cancelaste mi reserva e insististe en que me quedara en esta cabaña contigo ¿no te acechaban los pensamientos sexuales?

—No acechaban —dijo Jason, y respiró con dificultad cuando ella empezó a desabrocharle la camisa—. Se precipitaban. Pero insisto, no tienes que acostarte conmigo si no quieres.

Justine dejó abierta su camisa y se bajó los tirantes del sujetador. Al llevarse la mano al cierre del sujetador arqueó los pechos hacia él.

—Entonces, ¿si te pidiera que esta noche durmieras en el sofá, te parecería bien?

—Sí.

Dejó caer el sujetador al suelo. Se puso de puntillas y deslizó la mano alrededor de su tenso cuello.

—Lo dudo —susurró, y apretó sus labios separados contra la mandíbula de Jason—. Pero eso sí, te concederé unos puntos por intentar comportarte como un caballero.

El familiar calor y aroma de su piel fue su perdición. Todo rastro de melancolía fue expulsado por una sensación de alivio tan envolvente y vertiginoso que se sintió como si estuviera ebria.

Jason acercó su boca a la suya en un beso lento y cálido. Sus largos dedos se abrieron sobre el contorno de su mandíbula, mejillas, nariz y frente como si estuviera ciego y solo fuera capaz de percibirla mediante el tacto. El beso se tornó voraz, hasta que los dos empezaron a jadear mientras cada uno intentaba desvestir al otro torpemente.

Pronto, un rastro de prendas marcaba el camino hasta el dormitorio. Jason se detuvo al llegar a la cama, la apretó con firmeza contra su cuerpo y cerró las manos alrededor de sus pechos. Dibujó su afelpado contorno y, con el pulgar y el índice, pellizcó delicadamente su pezón hasta que se tornó duro y adquirió un profundo tono rosa. Se inclinó para acariciarlo con la lengua. En el mismo instante en que el equilibrio de Justine flaqueó, su brazo estuvo allí para sujetarla, bajando su cuerpo hasta la amplia cama cubierta de frescas sábanas blancas.

No había nada en el mundo más allá de esa habitación silenciosa con las persianas entornadas. La tierra había dejado de rotar, no existía el tiempo, ni el profundo océano azul, ni ningún conjuro roto, ni ningún destino truncado por estrellas hostiles. Tan solo existía ese hombre. Su amante, su hechicero, que ataba su corazón con cuerdas invisibles.

La apretó contra la cama y se inclinó sobre sus pechos para besar sus turgentes pezones. Las sensaciones se dispararon desde sus pechos hasta sus ingles en destellos vibrantes. Jason deslizó la mano hasta el lugar mullido entre sus muslos y uno de sus dedos se coló entre las carnes apretadas de su sexo mientras el pulgar se asentaba en el promontorio ardiente. Empezó a masajearla en lentos e incitantes círculos, de dentro afuera. El placer subió y cogió velocidad. «Todavía no». Se retorció para liberarse de sus manos y se inclinó sobre su regazo para llevárselo a la boca mientras su lengua se movía en círculos sobre la sedosa punta. Su sabor era intensamente excitante, un indicio de frescura salada, como el océano.

Jason se quedó inmóvil. Cerró los ojos y apretó los puños, como si lo estuvieran torturando. Pronto se movió para detenerla y apartó su cabeza con manos temblorosas.

Empujó a Justine hacia atrás hasta dejarla a cuatro patas y siguió las tensas líneas de su cuerpo con las palmas de sus manos. Se colocó detrás de ella y la textura áspera del vello de sus piernas irrumpió entre las suyas, separándolas. Justine dio un respingo al sentir el contacto con su dureza, un empellón cortante a lo largo de toda la hendidura abierta. Entre gemidos agarró puñados de sábana y esperó a ciegas. Jason la levantó de las caderas hasta que alcanzaron un ángulo ascendente, como si fuera un gato estirándose.

Respiraban al unísono, mientras sus corazones y sus pulmones trabajaban a destajo. Jason la penetró inesperadamente de un empellón exigente. Justine se retorció y se apretó contra él. Sus carnes se cerraron en un acto reflejo alrededor de la insistente presión. Jason marcó una cadencia implacable, cada uno de sus movimientos embravecidos por el instinto carnal. Los músculos internos de Justine se contraían y se aflojaban en tensiones opuestas de placer y necesidad. Otro empellón escurridizo y duro, y otro, cada vez más profundo, hasta que no quedó ni una sola parte de ella que él no hubiera alcanzado.

Demasiado placer, su rostro ardía de él, sus carnes se estremecían. Estaba tan cerca, apenas a unos latidos.

—Jason. Por favor…

Justine soltó un gemido que interrumpió sus palabras cuando las manos de Jason se posaron sobre sus nalgas y empezaron a rotar para que sintiera la firme presión circular en su interior.

—Dime —oyó que susurraba—. Dime lo que necesitas.

Se sorprendió a sí misma pronunciando palabras con la voz entrecortada que escapaban de un corazón abierto en canal.

—Ámame. Necesito que me ames.

Justine sintió su respuesta, un profundo temblor, una cálida sacudida en su interior. Jason contestó con la voz ronca. Inclinado sobre ella, masculló palabras cariñosas, al tiempo que apuntalaba sus caderas contra las suyas. Una mano se deslizó entre sus muslos, amasando como contrapunto a sus profundas embestidas. El clímax estalló en ella, inmolador y deslumbrante.

Apretó el rostro contra el colchón y soltó algunos gemidos de placer mientras sus carnes lo estrujaban y tiraban de él. Jason se impulsó hasta el fondo y se detuvo, inmóvil, ni siquiera respiró durante un instante cuando la descarga bombeó a través de su cuerpo. Un escalofrío, un gruñido al deleitarse en el cálido aprisionamiento de su cuerpo.

Más tarde, mientras yacían en la cama, mareados y agotados a partes iguales, Justine cayó en la cuenta de lo que él le había dicho en el momento cumbre.

«Siempre».