20

—Otro mensaje de Justine —dijo Priscilla en un tono de voz forzado, y devolvió el teléfono al bolso—. Está más histérica que el electricista de un pueblo amish.

—Lo superará.

—Yo no lo haría si fuera ella.

Priscilla bajó la mirada hacia el Triscaideca y pasó la mano por la tela que lo cubría. El libro y la tela estaban saturados del agradable aroma seco y dulce de la salvia blanca. A pesar de que Jason le había sugerido que dejara el pesado volumen en el asiento de atrás, ella había insistido en guardarlo en el regazo.

—Pareces nerviosa —dijo Jason, y tomó la carretera que los alejaría del aeropuerto de Little Rock National en el Nissan que había alquilado—. ¿Es porque no quieres que conozca a tu familia o porque no estás segura de que funcione el conjuro?

—Supongo que las dos cosas. Cuesta un poco acostumbrarse a mi parentela. La mayoría de mis familiares han vivido siempre en un radio de diez millas del parque nacional de Toad Suck.

—No tendré ningún problema para llevarme bien con ellos… ¿Y has dicho Toad Suck, «sorbido de sapo»?

—Es allí adonde nos dirigimos. Toad Suck, Arkansas. La gente dice que es un pueblo, pero en realidad es una comunidad sin gobierno municipal.

—¿De dónde procede el nombre?

—Viene de los viejos tiempos, cuando la tripulación de los barcos de vapor se albergaba en la taberna mientras esperaba a que el nivel del agua del río de Arkansas subiera. Los lugareños solían decir que esos hombres del río sorbían alcohol «hasta hincharse como sapos».

Jason sonrió y cogió la I-40 en dirección norte.

—Hay otra versión —prosiguió Priscilla—, según la cual los primeros colonos franceses llamaban la zona Tout Sucre, que significa «todo azúcar». A lo largo de los años la gente ha ido cambiando la pronunciación del nombre hasta convertirlo en Toad Suck.

Era fácil de entender por qué los colonos le habían puesto el nombre de Tout Sucre. Las tierras eran exuberantes y fértiles, con colinas cubiertas de bosque y ricos valles con tierra de aluvión. Bosques de arces de azúcar cuyas ramas estaban cubiertas de hojas que con la llegada del otoño estaban mudando de color. Los riachuelos atravesaban la meseta de Ozark, pasando por el valle hasta bajar a las montañas de Ouachita.

—Los Fiveash llevan en Toad Suck desde tiempos inmemoriales —dijo Priscilla—. Trabajan duro, acuden a la iglesia y envían a sus hijos a la escuela. Hacen las compras en DollarTree porque no quieren vestirse para ir al supermercado Wal-Mart. Creen que consumir productos de proximidad significa cazar tus propias ardillas. Y cuando mis parientes se pongan a hablar desearías que llevaran subtítulos.

—No te preocupes —dijo Jason, ligeramente sorprendido por el tono defensivo de su voz—. Ya sabes que no soy un esnob.

—Sí, señor. Lo único que digo es que cuando empecé a trabajar en Inari, pensabas que necesitaba pulirme un poco. Pues bien, comparada con el resto de la familia yo soy la princesa Diana.

—Entendido —dijo Jason, divertido—. No habrá ningún problema, Priscilla.

Priscilla asintió con la cabeza, aunque seguía pareciendo preocupada.

—Por cierto, no te presentaré a mi madre. Desde que murió mi padre no ha querido saber nada de la magia. Iremos directamente a la casa rodante de mi abuela Fiveash. Allí la conocerás a ella, a mi tía abuela Bean y a mi tío Cletus. Cletus no participará en el conjuro, naturalmente; es hombre.

—¿Existen lo que llamaríamos brujos? ¿Magos?

—No, no es más que un mito. Según el Malleus Maleficarum

—¿Qué es eso?

—Un libro sobre la caza de brujas escrito por un sacerdote católico en el siglo XIII. Según él, el diablo tentó a las mujeres enviando a atractivos ángeles caídos para que las sedujeran. Y así fue como las mujeres se convirtieron en sus sirvientas. Así se iniciaron las brujas. Hipotéticamente. Pero ahora la magia ya no tiene nada de satánico.

—¿Te preocupa la maldición de las brujas? —Jason mismo se sorprendió por su pregunta—. Debería preocuparte. Debes de tener miedo a enamorarte de alguien.

Priscilla parecía desconcertada, se había ruborizado. Era poco habitual que mantuvieran esta clase de conversaciones personales entre ellos.

—De hecho no. Durante toda mi vida mi único propósito ha sido salir de Toad Suck. Formándome, matándome a trabajar… No tengo tiempo para romances. —Se quedó pensativa y añadió—: A pesar de que ya no vivo aquí sigo sintiendo que todavía no he conseguido escapar. Siempre he querido algo diferente, sin saber muy bien qué. Supongo que dinero. Mi madre dice que nunca seré feliz por mucho dinero que gane.

—No —dijo Jason quedamente—. Cuando la gente se ve impulsada a ganar mucho dinero, nunca es por el dinero en sí.

Priscilla se quedó callada mientras reflexionaba.

Unos minutos más tarde, Jason dijo:

—No te estreses con lo del conjuro. Lo harás lo mejor que puedas.

—Para ti es muy fácil decirlo. Soy yo quien lo tiene que hacer bien. La magia no es como las matemáticas, donde siempre hay una respuesta correcta. A veces se trata de elegir entre un montón de respuestas equivocadas. O aún peor, un montón de respuestas que nos parecen correctas pero cada una de ellas tiene sus inconvenientes.

Jason intentó pensar en algo que pudiera aligerar la presión.

—Priscilla, ¿sabes cuál es el golpe más difícil en el golf?

—El molino —dijo con contundencia.

—¿El qué? No, no estoy hablando de minigolf sino del golf de verdad. El golpe más difícil es el golpe largo para salir del búnker. —Al ver su semblante inexpresivo, Jason añadió—: Cuando la bola se queda varada en el foso de arena. Tienes dos maneras de sacarla. O bien puedes utilizar un pitch o un drive. El pitch es un golpe corto y alto, poco arriesgado, solo para sacarla del búnker. Si utilizas un swing largo y fuerte te arriesgas a alcanzar la gloria o el fracaso total.

—Entonces, ¿lo que me estás diciendo es que cuando intentemos lanzar el conjuro esta noche tú te inclinarías por el gran riesgo?

—No. Hazlo de la manera segura. Es demasiado importante para arriesgarlo todo. Tú da el golpe corto y alto, sácame del maldito búnker. Si puedes comprarme unos años al lado de Justine, haré que cuenten por toda una vida.

Priscilla lo miró atónita.

—Estás enamorado de ella.

—Por supuesto. ¿Qué pensabas?

—Pensaba que solo querías deslumbrarla para conseguir el libro de conjuros.

Jason la miró, ofendido.

—¿Por qué te resulta tan difícil creer que pueda enamorarme de alguien?

—Porque cada vez que rompes con una mujer me pides que compre una joya cara y la envuelva para ella. Tus facturas en Tiffany’s causaron la burbuja económica en el mercado de los metales preciosos.

Jason frunció el entrecejo, pero mantuvo la vista en la calzada.

—Justine es distinta a todas las demás.

—¿Por qué? ¿Porque es bruja?

—Porque es Justine.

Priscilla bajó la mirada al Triscaideca y dibujó unos círculos sobre la tapa con el dedo.

—¿Y ella está enamorada de ti? —preguntó con cautela.

—Eso creo. —Jason dio un suave volantazo para sortear unos buitres que se habían montado un banquete en medio de la carretera—. Y me gustaría vivir lo suficiente para intentar merecérmela.

—Entonces será mejor que encuentre un conjuro especialmente poderoso —dijo Priscilla en un tono áspero.

Treinta y cinco minutos más tarde tomaron la salida del parque nacional de Toad Suck. Priscilla lo guió a través de una serie de recodos por una carretera que se iba estrechando y complicando cada vez más, hasta que llegaron a un camino de acceso privado de grava lleno de profundos baches en los que las ruedas del coche se hundían sin que pudieran esquivarlos. Se detuvieron frente a una casa rodante en medio de una arboleda de cornejos rosas y blancos. Frente al hogar móvil había una terraza improvisada con una plancha de madera contrachapada y un juego de tumbonas de plástico. Un perro de raza indeterminada holgazaneaba en una de las esquinas de la terraza, y cuando vio el coche que se acercaba meneó su cola rala y desaliñada.

—Seguramente te parecerán un poco raros al principio —dijo Priscilla cuando Jason detuvo el coche—. Pero en cuanto te acostumbres a ellos te parecerán incluso más raros.

—Nada de emitir juicios de valor —le aseguró Jason.

Era una de las cosas que había aprendido en los diez años que llevaba viviendo en San Francisco. Una persona con el pelo de colores como el arcoíris y múltiples piercings podía perfectamente ser un millonario; o alguien que se vestía como si hubiera pescado su ropa de un contenedor de basura, un respetable representante de la comunidad. Los prejuicios no servían de nada, por no decir que eran estúpidos.

Cuando Jason bajó del coche le sorprendió la tranquilidad del lugar. Lo único que se oía era el golpeteo de un pájaro carpintero en un cercano grupo de pinos y cedros y el susurro de un arroyo. El aire expulsaba vapor como si acabaran de plancharlo. La lánguida y mansa brisa estaba saturada del olor a hierba caliente y a pinaza.

La cacofonía que producía el tintineo de las joyas de un par de ancianas en el interior de la casa rodante rompía el silencio. Ninguna de ellas tenía menos de ochenta años. Iban vestidas de manera muy similar, con chanclas, una túnica de colores alegres y pantalones cortos. Una de ellas llevaba el pelo recogido en un moño como un cono de helado de vainilla de la central lechera Dairy Queen, y la otra en un remolino de pelo rojo y vistoso. Entre gritos y cotorreos las dos salieron al encuentro de Priscilla y la abrazaron al mismo tiempo.

—Prissy, corazón, estás en los huesos —exclamó la anciana pelirroja—. ¿No te dan de comer en California?

—Por supuesto que no —dijo la otra anciana antes de que le diera tiempo a replicar a Priscilla—. Lo único que comen esos hippies de la Costa Oeste son chips de col rizada. —Sonrió a Priscilla—. Te cocinaremos comida de verdad, niña. Cazuela de perritos calientes y galletas de manzana.

Priscilla se rió y besó su curtida mejilla.

—Abuela, tía Bean, quiero que conozcáis a mi jefe, el señor Black.

—¿Es el propietario de la compañía de informática en la que trabajas?

—Videojuegos —dijo Jason, y dio la vuelta al coche para ir a su encuentro. Le tendió la mano a la mujer pelirroja—. Por favor, llámeme Jason.

—Los ordenadores serán la ruina de este mundo —dijo, ignorando su mano extendida—. Nosotros no nos entretenemos dando la mano, amor, solo damos abrazos. —Lanzó los brazos alrededor de Jason y lo envolvió en una desconcertante mezcla de aromas: productos de fijación capilar, perfume, desodorante, loción corporal y un toque peculiar de insecticida—. Soy la abuela de Priscilla —dijo—. Tú también puedes llamarme así.

La mujer del pelo del color de la vainilla, de torso fuerte, corto y redondo como un barril, también se acercó para abrazarlo.

—En realidad me llamo Wilhelmina, pero a la gente le dio por llamarme Bean cuando era pequeña, y se me ha quedado el nombre.

Puesto que ninguna de las mujeres parecía dispuesta a liberar sus brazos, Jason se fue hacia el remolque con la abuela de Priscilla y Bean a cada lado. Priscilla los siguió con el libro de conjuros en la mano. Una ráfaga de aire helado los alcanzó en cuanto se abrió la puerta principal. Un equipo de aire acondicionado zumbaba desde el alféizar de la ventana y enfriaba el interior del remolque hasta niveles árticos. Entraron en un salón cuya pared principal estaba cubierta de matrículas de hojalata.

La casa estaba limpia, pero abarrotada de mesas y estanterías llenas de coleccionables: figuritas, antiguos anzuelos y moscas, chapas, cajas de galletas. A Jason, que prefería los espacios diáfanos y despejados, le provocó un ligero ataque de claustrofobia. Al ver que las dos ventanas de la cocina estaban completamente bloqueadas con hileras de jarras de cerveza y termos metálicos, se vio obligado a respirar hondo para calmarse.

—Ahora —dijo la abuela a Priscilla—, echémosle un vistazo al libro de conjuros.

—Es muy antiguo —dijo Jason, incómodo al ver el valioso grimorio de Justine al lado de una cazuela cubierta con papel de aluminio que apestaba a perritos calientes y a kétchup sobre la misma mesa de comedor—. No puedo permitir que le pase nada.

—Tendremos cuidado —dijo la abuela, y le lanzó una mirada astuta a Jason—. Nunca pensé que vería uno así, sobre todo con nombre.

—Nosotras nunca aprendimos magia con un grimorio —dijo Bean, al tiempo que seguía la mirada de Jason. Cogió la cazuela, se volvió para dejarla en una de las encimeras y se limpió las manos en la túnica—. Solo las brujas de la elite los tienen. Nosotras siempre hemos guardado nuestros conjuros y fórmulas en tarjetones para recetas.

—Un libro como éste —dijo la abuela— tiene más poder que lo que está escrito en sus páginas.

Las ancianas soltaron pequeñas exhalaciones de admiración cuando Priscilla desenvolvió el Triscaideca. La cubierta de cuero relucía con un acabado del color de una ciruela negra. En el centro había el ojo de una cerradura de cobre en forma de esfera de reloj. Incluso si Jason no hubiera conocido el carácter sobrenatural del libro, se habría dado cuenta inmediatamente de que se trataba de un objeto antiguo de un valor incalculable.

—¿Por qué la esfera de un reloj? —preguntó.

—No es un reloj —contestó la abuela—. Son las fases de la luna. La tierra está aquí, en el centro. —Trazó unas líneas invisibles que discurrían desde el ojo de la cerradura hasta cada uno de los puntos del círculo exterior—. Cuarto creciente en la parte superior, luego luna creciente, aquí luna llena… —Sus dedos se deslizaron hasta el borde de la cubierta—. Por tanto, el sol brillaría desde esta posición.

Priscilla frunció el ceño, inquieta.

—Esta noche es luna llena, abuela. ¿Es el momento ideal para lanzar un conjuro?

—Depende del conjuro. Tendremos que leer unos cuantos, tú, Bean y yo, para decidir cuál es el mejor. —La abuela se volvió hacia Jason y dijo, con un tono de voz colmado de conmiseración—: Prissy me contó con qué nos enfrentamos. Entre la falta de alma y la maldición de la bruja tienes más problemas que un manual de matemáticas. Y solo podemos lanzar un solo conjuro, si echáramos más se anularían entre ellos. —Hizo una pausa—. ¿Quién tiene la llave?

—Yo —dijo Jason, y sacó la cadena que guardaba bajo su jersey.

La abuela la cogió y asintió con la cabeza en un gesto formal.

—Bean, antes de que abramos el libro creo que deberíamos pasar la escoba por la cocina.

—Iré a buscarla… —dijo Bean, y salió corriendo pasillo abajo.

—Jason —prosiguió la abuela—, pasaremos un buen rato leyendo. Sube los pies, si quieres. También puedes mirar la tele. Los Razorbacks juegan contra los Aggies.

—¿Le importa si doy un paseo por la zona?

—Por favor, adelante.

Cuando Jason cogió sus gafas de sol de la mesa y se volvió hacia la puerta, Bean se le acercó con un aerosol y comenzó a rociarlo. Jason reculó en un acto reflejo mientras Bean dirigía el espray a sus perneras e incluso lo bajaba para darles un repaso a sus tobillos. El olor a repelente de insectos envolvió el aire del salón en una nube tóxica.

—No. De veras. Yo no…

—Lo necesitarás —dijo Bean en un tono de voz autoritario, al tiempo que se desplazaba hasta su espalda y seguía rociándolo con insistencia.

—No conoces los mosquitos de Arkansas —dijo la abuela—. En diez minutos te dejarían más seco que un cerdo en un día de matanza.

—¡Vaya, vaya! —se oyó la voz de Bean desde atrás—. Esto es lo que yo llamo un superior posterior. ¡Menudo trasero!

Jason miró de reojo a Priscilla, que estaba intentando reprimir una sonrisa.

—Gracias —masculló entre dientes, y se dio a la fuga en cuanto Bean hubo terminado.

—Una cosa más —dijo la abuela—. Si ves a Cletus arriba, no le hagas caso.

La puerta se cerró.

Jason se detuvo.

—No hay una segunda planta en una casa rodante —dijo en voz alta.

Jason dio la vuelta a la estructura desvencijada. Descubrió que los cornejos en la parte de delante del remolque escondían una silla plegable, una nevera de plástico y una sombrilla, todo ello dispuesto sobre el techo plano. La silla estaba ocupada por un anciano que llevaba una gorra de pesca, pantalones cortos y una camiseta que proclamaba «No solo soy perfecto, también soy sureño». El hombre miraba intensamente un teléfono móvil que sostenía en una mano, mientras que en la otra tenía una cerveza.

—¿Cletus? —preguntó Jason cautelosamente.

El hombre contestó sin apartar la mirada del teléfono.

—Soy yo. ¿Tú eres el tío que ha traído Priscilla?

—Sí. Me llamo Jason.

—Sube y tómate una cerveza fría conmigo —dijo, y señaló una escalera apoyada contra el remolque.

Jason subió al techo, que estaba cubierto con una gruesa alfombra de goma que apestaba a neumáticos nuevos.

Se acercó al anciano y se dieron la mano brevemente. Los ojos de Cletus eran como frías esquirlas azules debajo de unas nevadas cejas que parecían orugas. Su piel tenía el color y la textura de una hoja de tabaco. La mayoría de las personas de la edad avanzada de Cletus no habrían sido capaces de subir al techo. Pero él era un hombre duro, curtido, de brazos fibrosos y complexión nervuda.

Cletus metió la mano en la nevera, sacó una lata de cerveza y se la dio.

—Gracias.

Jason se sentó en un parche de la cubierta del techo, debajo de la sombrilla.

—Supongo que has venido hasta aquí para que la abuela y Bean te apañen un conjuro —dijo Cletus.

—Ése es el plan. —Jason abrió la lata de cerveza y bebió—. ¿Eres el tío abuelo de Priscilla?

—Tío abuelo político. Mi hermano gemelo, Clive, estuvo casado con Bean, hace mucho tiempo. Murió a causa de un ataque de abejas seis semanas después de su boda.

—¿Era alérgico a las abejas?

—Más bien alérgico a los maleficios. Clive sabía el riesgo que corría al casarse con Bean. Todo el mundo sabe cómo son las mujeres Fiveash. Viudas negras, todas ellas. No lo pueden remediar. Te casas con una y luego te mueres.

—¿Por qué se casó Clive con Bean si ya lo sabía?

—Por aquel entonces, Bean era de muy buen ver y Clive se volvió loco. Dijo que tenía que ser suya, con maldición o sin ella. Nadie pudo hacerle entrar en razón, ni siquiera Bean. Estaba desahuciado desde el momento en que posó sus ojos sobre ella.

—Conozco la sensación —dijo Jason sin atisbo de ironía en la voz.

Cuando se acabó la cerveza, Cletus arrugó la lata y la lanzó lejos del techo.

—La maldición persigue a todas las mujeres Fiveash. Espero que no te hayas encariñado con Priscilla.

—No, señor.

—Eso está bien. Sigue así. No quieras acabar como Clive. Ni tampoco como el marido de la abuela, Bo.

—Y él ¿cómo murió?

—Lo alcanzó un rayo en el embarcadero de Toad Suck, cuando todavía había transbordadores. —Cletus hizo una pausa para reflexionar—. Una semana antes de que ocurriera, Bo me contó que fuera a donde fuera, los relojes dejaban de funcionar. Su reloj se detuvo. ¡Maldita sea, incluso el cronómetro de la cocina se paraba en cuanto aparecía Bo! —Arrancó la lengüeta de la lata de cerveza y la lanzó por el borde del techo—. Lo más curioso es que poco antes de su accidente, Clive me contó que tenía el mismo problema. Hasta entonces siempre había llegado puntualmente al trabajo, pero empezó a fichar tarde porque todos y cada uno de los relojes de su casa se habían detenido. Una semana más tarde, Clive falleció.

Jason lo miró fijamente, muy atento a sus palabras.

—¿Los dos se murieron una semana después de que se detuvieran los relojes? —Su mirada bajó hasta su reloj de acero inoxidable. Al ver que seguía funcionando, soltó un suspiro de alivio.

Antes de que le hubiera dado tiempo a levantar la vista oyó que Cletus le decía:

—Chico, estás metido en un lío o tienes un problema, ¿verdad?

Después de una hora en compañía de Cletus, Jason bajó del techo y volvió a entrar en el remolque. Las tres mujeres estaban concentradas en la lectura del Triscaideca.

—¿Qué tal va todo? —preguntó Jason.

—Este libro es increíble —dijo Priscilla—. Hay conjuros para prácticamente todo lo que puedas imaginar.

—¿Has encontrado algo que pueda contrarrestar la maldición de las brujas?

—Nada en concreto —dijo Priscilla—. Lo cual no tiene sentido, porque alguna bruja de linaje tiene necesariamente que haber intentado arreglar el problema alguna vez a lo largo de las generaciones. ¿Por qué ninguna escribió nunca nada al respecto?

—Bean y yo intentamos salvar a nuestros maridos —dijo la abuela—. Al ver que no funcionaba, supuse que nuestra magia era demasiado débil porque nunca nos enseñaron a lanzar conjuros. Pero siempre pensé que un libro como este tendría la respuesta.

Jason se centró en Priscilla.

—¿Qué te parece si intentamos el golpe para salir del foso de arena?

—Hemos encontrado un conjuro de longevidad —dijo—. Uno muy poderoso, o eso parece.

Jason mantuvo el semblante inexpresivo.

—¿Encierra algún inconveniente el supuesto conjuro de longevidad?

—No, por lo que hemos podido averiguar. Todo el mundo quiere vivir más tiempo, ¿no es así? —Frunció el ceño—. Pero se lo estás preguntando a la persona equivocada. Ninguna de nosotras ha practicado magia a este nivel. En el fondo le estás pidiendo a alguien que no es más que una ayudante de hamburguesería que improvise un plato de alta cocina francesa.

Jason no había olvidado la advertencia que le había hecho Justine respecto al conjuro de longevidad: que llegaría el día en que tal vez suplicaría morirse. Sin embargo, en ese momento la longevidad era la respuesta a todo. Le permitiría estar con Justine y también era su mejor opción para eludir la maldición de las brujas.

—Hay otro conjuro que queremos añadir —dijo Priscilla.

Jason levantó las cejas.

—Pensaba que la regla era solo un conjuro por persona.

—El segundo no es para ti, sino para Justine.

Jason se quedó callado y escuchó detenidamente.

—Queremos echarle un maleficio —dijo Priscilla quedamente—. Tan parecido al original como sea posible. No sería tan bueno, por supuesto, pero creemos que entre las tres…

—No.

—Ella estaría mejor así. Y tú también.

—No es un tema que pienso discutir con vosotras.

—Tendrías lo que querías desde el comienzo —insistió Priscilla, al tiempo que se ruborizaba—. Tendrías más tiempo para vivir y estarías a salvo de Justine.

—Aunque el destino de toda la Tierra pendiera de un hilo, no querría que le volvieran a lanzar un maleficio a Justine.

—Todavía eres joven —dijo Bean—. Podrías encontrar a otra mujer.

Jason sacudió la cabeza.

—Es Justine o nadie.

Priscilla se lo quedó mirando.

—Te estás comportando de una manera más alocada que una cucaracha envenenada con insecticida. Hace muy poco que la conoces, es demasiado pronto para que tomes una decisión como ésta.

Jason la miró a los ojos sin parpadear.

—Desde luego que no. Llega un día en que tu vida cambia en un abrir y cerrar de ojos. Algo que nunca habías imaginado te alcanza por sorpresa. Y no hay tiempo para averiguar cómo o por qué pasa. Simplemente te ves obligado a seguir tu instinto.

—No, si eso me pasara a mí, yo recordaría que hay cosas que acaban antes de empezar —dijo Priscilla.

Jason contempló el rostro serio de la abuela y de Bean.

—Hacedlo lo mejor que podáis y doblaré el precio que convenimos. Pero dejad a Justine fuera de esto.

—No creo que… —dijo la abuela.

—Lo triplicaré —dijo Jason.

La abuela y Bean se miraron.

—Hagámoslo —se apresuró a decir la abuela—. Priscilla, tú te ocuparás de hacer el círculo. Bean, necesitaremos el cáliz y el paño de altar.

Bean se acercó al alféizar para rescatar un vaso de cristal grueso con el logo de Budweiser.

—¿Eso es un cáliz? —preguntó Jason, atónito.

—Desde luego que lo es. Hemos realizado nuestra mejor magia con él.

Bean metió la mano en un cajón, sacó un trapo de cocina y lo extendió sobre la encimera.

Después de echarle un vistazo al trapo que llevaba impresa la silueta de Elvis tocando la guitarra, Jason miró a Priscilla con recelo.

—No importa el aspecto que tenga el paño de altar —le dijo en voz baja mientras las dos ancianas se entretenían con los preparativos—. Deja que lo hagan a su manera. Ellas saben mejor que nadie lo que les conviene. —Tras una breve pausa añadió—: Y no te cojas un berrinche si mencionan a Dionne Warwick un par de veces durante el conjuro. A Bean le hace feliz y a los espíritus no les importará.