El único aspecto positivo de la situación era que ahora que se habían marchado los huéspedes, nadie oiría el aullido de ira que salió de la casa de atrás. Ni nadie fue testigo de la explosión del despertador, de dos bombillas y de la tostadora.
Para cuando Justine hubo recuperado el control, la casa estaba llena de una suave neblina de humo y ella estaba sentada en cuclillas en el suelo. Sus ojos ardían salvajemente. Pensaba matar a Jason Black. De una forma creativa. Lenta.
Se llevó las manos a la cabeza e intentó pensar a través de la nube roja de rabia que invadía su mente.
¿Cómo podía Jason haberle robado su libro de conjuros? Nadie podía quitárselo, era imposible. Y sin embargo él lo había conseguido.
«Te prometo que no volveré a menos que tú me lo pidas».
El muy cabrón sabía que ella querría que volviera, aunque solo fuera para que le devolviera el libro. Soltó un grito ahogado de rabia.
¿Qué demonios se imaginaba que iba a poder hacer con el Triscaideca? ¿Acaso creía que podía abrirlo sin más y recitar un conjuro como si estuviera leyendo una receta de Betty Crocker?
No. Si algo no era Jason era estúpido. Sabía que necesitaría a una hechicera que pudiera ayudarle. El concepto de pagar a alguien para que lanzara un conjuro —se alquila magia— era ancestral. Desde el punto de vista de Jason, robar el Triscaideca era como una jugada realizada en el último segundo del partido, un jugada infalible. Como él mismo le había contado la noche anterior, tenía las horas contadas. Pretendía hacer exactamente lo que le daba la gana y luego convencería a Justine para que lo perdonara. «¡Qué mal lo tiene!», pensó Justine.
Justine se levantó con dificultad y fue al dormitorio. Se puso unas mallas y una camiseta muy holgada. Su mirada se volvió hacia el espacio oscuro debajo de la cama y su barbilla tembló. No se había separado del Triscaideca desde que Marigold se lo dio.
Abandonó su casa y se dirigió a la posada vacía. El grupo de Inari se había marchado y Zoë no vendría hasta la tarde. Había cuatro habitaciones reservadas durante el fin de semana, pero todavía faltaban un par de días.
Justine subió los escalones corriendo y se dirigió a la habitación Klimt. Jason no había dejado nada. Ninguna nota. Ningún mensaje en su teléfono. Había cubierto la cama con la colcha pulcramente. Justine se sentó en la cama y marcó el número de teléfono de Priscilla. Le resultaba especialmente mortificante que no tuviera siquiera el número del móvil de Jason y que se viera obligada a pasar por su ayudante.
—¡Estúpida, estúpida, estúpida! —se dijo entre dientes—. Justine Hoffman, no vuelvas a acostarte con un hombre sin antes tener su número de teléfono.
En ese momento, Priscilla, Jason y los demás se encontraban en el avión de la compañía, volviendo a San Francisco. O tal vez el grupo de Inari se dirigía a San Francisco mientras Jason se desplazaba hacia otro lugar. Con el Triscaideca. ¡Maldita sea! ¿Qué pensaba hacer con él?
Saltó el contestador de Priscilla que la animaba a dejar un mensaje.
—Priscilla —dijo lacónicamente—. Dile a Jason que me llame cuanto antes. Tiene algo que me pertenece. Quiero que me lo devuelva.
Después de colgar se dejó caer de nuevo sobre la cama. Intentó decidir qué hacer a partir de entonces. Era indudable que debería llamar a Rosemary y a Sage para pedirles consejo, pero la sola idea de tener que confesarles que había metido la pata de manera monumental, de tener que contarles que había perdido uno de los grimorios más reverenciados por la Tradición… No, ni hablar. Manejaría eso sola. Era su lío, su error, y ella cargaría con las consecuencias.
Todavía echada en la cama, volvió a llamar a Priscilla y dejó un nuevo mensaje:
—Soy yo otra vez. Esto es importante, Priscilla. Dile a Jason que no sabe lo que está haciendo. Se está poniendo en peligro a sí mismo y posiblemente a más gente. Haz que me llame inmediatamente.
Estaba que echaba chispas. Colgó y miró hacia el techo. Priscilla debía de saber algo respecto a lo que se proponía Jason. Probablemente, él le había encargado que encontrara a alguien que pudiera lanzar un conjuro. Y Justine estaba bastante segura de que Priscilla no se dejaría incomodar por la moralidad cuestionable de los planes de Jason. Era demasiado ambiciosa para permitir que alguien se interpusiera en su camino hacia una carrera exitosa. Priscilla haría cualquier cosa que le pidiera Jason sin vacilar ni un segundo.
«Tengo que dar con él antes de que intente nada».
¡Arrogante, escoria embustera! La cuestión era qué podía hacer Jason con el Triscaideca en sus manos. Las posibilidades eran abrumadoras.
Mientras intentaba no pensar en lo impensable, Justine se enfureció al descubrir que estaba frotando inconscientemente la mejilla contra la almohada de Jason, en un intento de su subconsciente de obtener consuelo a través de su aroma. ¡Por los huesos de Hades! Agarró la almohada y la lanzó contra la pared.
En su empeño por agotar la violenta energía que la tenía atrapada, Justine se pasó tres horas cambiando un par de tablones dañados del viejo suelo de madera del comedor. Era un proyecto que había aplazado una y otra vez, hasta que encontrara el momento ideal para llevarlo a cabo. Ahora había llegado ese momento. Disfrutó especialmente aporreando los nuevos tablones con un mazo de goma mientras se imaginaba que golpeaba ciertas partes de la anatomía de Jason Black.
Cuando sonó el teléfono, el corazón de Justine empezó a latir con fuerza contra sus costillas. Apareció un número desconocido en la diminuta pantalla del móvil. Apretó como pudo el botón para aceptar la llamada y se llevó el teléfono a la oreja.
—¿Hola?
Al oír la voz exasperantemente calmada de Jason, los sentimientos encontrados se agolparon en su interior.
—Sabes por qué lo hice.
—Sí, sé por qué. Pero eso no quita, ni mucho menos, que seas un gilipollas ladino y ventajista. ¿Dónde estás?
—De viaje.
—¿Adónde?
—La Costa Este.
—¿Dónde en la Costa Este?
—Ya hablaremos de ello más tarde.
Justine ardía de indignación.
—Quiero que me devuelvas mi libro ahora mismo. El Triscaideca no te hará ningún bien. No entiendes lo más importante que hay que saber de la magia: está a punto de producirse un desastre.
—Pronto recuperarás tu libro.
—¡La próxima vez que te vea te arrearé una descarga eléctrica con mis propias manos!
El tono de Jason se tornó ligeramente adulador cuando dijo:
—Entiendo que estés enfadada.
—Ya, claro, es curioso cómo tiendo a exagerar cuando me roban.
—No te lo he robado. Lo he cogido prestado.
—¡Ah, por favor! —dijo Justine, colérica, y colgó.
En menos de treinta segundos su teléfono volvió a sonar. Justine contestó sin preámbulos:
—Cuéntame ahora mismo quién va a lanzar conjuros o vuelvo a colgar.
Jason vaciló un buen rato.
—Priscilla.
¿Priscilla? Justine se llevó los dedos a la boca y se apretó el labio contra los dientes. Cuando volvió a poder hablar dijo vacilante:
—Fiveash. Sabía que su apellido quería decir algo. Es hechicera. Es… Dios mío, ¿es bruja de linaje?
—Sí. Inexperta, pero tiene credenciales.
Eso no era angustia, sino un tormento en cuerpo y alma. Una mezcla tóxica de bochorno, indignación y dolor inyectada directamente en vena.
—Has utilizado a Priscilla para venir aquí y asediarme.
Tenías pensado llevarte el Triscaideca desde el principio. ¡Incluso antes de conocerme!
Al menos, Jason no la insultó intentando negarlo.
—Después de conocerte, los motivos cambiaron. Antes pensaba hacerlo por egoísmo. Ahora es porque quiero estar contigo. Porque…
—Me importa un comino que hayan cambiado tus motivos o cuáles sean tus razones —dijo Justine encendidamente—. Tus actos son los mismos. Y sea lo que sea que piensas intentar a través de mi grimorio resultará contraproducente.
—Me arriesgaré.
—¡No solo me refiero a ti, estúpido egocéntrico! Podría repercutir en Priscilla, o en mí, o en cualquiera, aunque nada tenga que ver con todo esto. Escúchame bien: la responsabilidad recae sobre la hechicera que debe asegurarse de que el conjuro no haga daño a nadie. No sabes a quién le puede llegar a afectar.
—Sé que conlleva ciertos riesgos si sigo adelante con esto. Pero si no lo hago, Justine… No me queda otra. No me queda arena en el reloj. Y estar contigo, todo cuanto pueda, es lo único que ahora mismo me importa.
—No puedes utilizar la magia para hacer el gilipollas en cuestiones de vida o muerte. Los espíritus hallarán la manera de volverlo en tu contra.
—Entonces toma tú la decisión —dijo Jason con serenidad—. Tú me amas. Conocemos las consecuencias. ¿Quieres que me quede de brazos cruzados, esperando a que caiga la breva?
—Yo no te quiero —intentó decir Justine, salvo que tuvo que detenerse entre palabras para coger aire y, para su horror, también para contener las lágrimas.
El amor, pensó amargamente, no es algo con lo que se negocia ni mercadea, sigue sus propios derroteros y tiene sus propias reglas. El amor aparece cuando menos lo esperas y cuando menos lo deseas. Es como una especie invasiva que se cuela en tu jardín sin previo aviso, desarrollada para crecer salvaje y descontroladamente, resistente a cualquier método utilizado para erradicarla.
Básicamente, el amor es una plaga.
—Lo único que quiero —dijo Jason— es ocuparme de esto y luego volver contigo. Haré todo lo que me pidas de ahí en adelante. Te daré todo lo que siempre has deseado.
—¡Ni te atrevas! ¡No estoy en venta!
—Te daré friegas en los pies cuando estés cansada. Te respaldaré cuando te sientas sola. Te amaré como ninguna mujer ha sido amada en este mundo. —Jason se detuvo—. Solo tienes que permitirme que haga esta única cosita.
Justine bajó las cejas.
—No tenías permiso para robar mi grimorio.
—Tomar prestado.
—Volverás a hacer lo mismo en cuanto decidas que necesitas algún conjuro útil para arreglar algo.
—No es cierto.
—¿Y se supone que debo creerte? ¿Crees que soy tonta?
Una pausa prolongada.
—No eres tonta —dijo Jason quedamente—. Te preocupas por mí y yo me he aprovechado de ello. Y lo siento.
—No sientes nada de lo que has hecho. Solo lamentas que esté enfadada.
—No estoy seguro de qué tipo de remordimiento se trata. Solo sé que lo siento mucho.
—Si eso es verdad, no permitas que Priscilla intente lanzar un conjuro con el Triscaideca. Devuélvemelo.
—Y luego ¿qué?
—Encontraré la manera de mantenerte a salvo. Dejaré de… preocuparme por ti. Si es necesario me arrancaré el corazón.
Silencio, y luego una lenta exhalación.
—No puedes hacer eso —dijo Jason—. Ya me has dado tu corazón.
La llamada se cortó.
—¿Jason? Jason… —Justine consultó la lista de llamadas recientes de su teléfono y marcó el número. Saltó automáticamente el buzón de voz—. ¡Oh, maldito cabrón!
Lanzó una mirada al material y las herramientas que se amontonaban a su alrededor y empezó a temblar al sentir una drástica necesidad de hacer algo, de destruir algo.
No debería estar permitido, pensó con vehemencia, dejar a una mujer con tantos poderes sola estando de ese humor.