15

La travesía hasta Friday Harbor fue ligeramente movida, unas grietas en la capa de nubes dejaban entrever destellos de un cielo azul porcelana. Jason navegaba con cuidado, siempre al tanto de las rocas y los islotes que despuntaban en el mar. Muchos de ellos hacían las veces de refugio para gaviotas, mérgulos, ostreros y cormoranes. Un águila escudriñaba el océano desde lo alto del tocón de un árbol. Cuando avistaron Roche Harbor, una formación de cisnes cruzó por delante del Bayliner rumbo a California, donde pasarían el invierno.

Jason miró a Justine que apenas parecía registrar el paisaje. Jugaba con el brazalete de cuarzo rosa que llevaba alrededor de la muñeca con las comisuras de los labios caídas y el semblante malhumorado. Desde que dejaron el faro se había mostrado distante, como si incluso el mero hecho de intentar entablar una conversación pudiera poner en peligro la vida de Jason.

Atracaron en el muelle y dos miembros del personal del puerto deportivo que vestían camisetas rojas se acercaron para coger las amarras y ocuparse del mantenimiento del barco. Jason ayudó a Justine a desembarcar y caminó a su lado por el muelle de madera. Posó un brazo sobre sus hombros y sintió que Justine se ponía tensa.

—Siento lo de tu kayak —dijo Jason—. A lo mejor aparece en algún lugar.

—Seguramente se encuentre en el fondo del océano. —Soltó un breve resoplido en un intento de sonar alegre y despreocupada—. Pero al menos no estoy dentro, gracias a ti.

—¿Puedo comprarte uno nuevo? Aunque aprovecho para dejar claro que no estoy intentando impresionarte con mi cartera sobredimensionada.

Justine negó con la cabeza y apareció una sonrisa reacia en sus labios.

—Gracias, pero no.

—¿Y ahora qué? —preguntó él.

El semblante de Justine se tornó melancólico.

—Volveremos andando a la posada —dijo—. Tú irás a trabajar, lo mismo que yo. Y eso es todo.

Jason se detuvo al llegar al final del muelle y sus manos se cerraron alrededor de la barandilla cuando ella dio un paso atrás para apoyarse en ella. Sus cuerpos no se tocaban, pero él sabía cómo sería el tacto, su cuerpo recordaba el suave calor que irradiaba el de Justine.

La miró a los ojos castaños, llenos de preocupación.

—Tenemos asuntos pendientes.

Justine sabía a qué se refería.

—No, no puedo hacerte esto.

—Esta mañana estabas más que dispuesta a ello.

—No pensaba claro. —Justine se ruborizó—. Pero ahora sí.

—Tienes miedo a que empiece a importarte. —Jason dejó que se colara un vestigio de sarcasmo en su voz—. Y eso me pondría de alguna manera en peligro. ¿Es eso?

—No. Sí. Mira, de todos modos, ninguna persona en su sano juicio apostaría porque nosotros pudiéramos estar juntos. Quiero decir, ¿tú me elegirías a mí?

—Lo acabo de hacer.

Justine intentó zafarse del cerco de sus brazos, pero Jason no se lo permitió.

—No vale la pena —dijo Justine, y apartó la mirada—. Jason, sé lo que pasa cuando una persona sin alma muere. Se extingue, no hay nada más. No quedará nada de ti. Tu tiempo ya es de por sí limitado.

—Es asunto mío cómo quiera pasarlo.

—Pero si yo te hago daño de alguna manera, seré yo quien tendrá que vivir con ello. —Su rostro se contrajo y luchó para contener las lágrimas con una insólita premura—. Y no podría —dijo con la voz afectada por el llanto—. No podría soportarlo.

—Justine. —Jason se le acercó, ella se retorció y forcejearon hasta que sus brazos quedaron entrelazados. Inclinó la cabeza hasta que su boca estuvo cerca de la oreja de Justine—. Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir. Esto ocurre una sola vez en la vida. Conoces a alguien y tienes esa extraña sensación, rozas su piel y es la mejor piel que has sentido jamás, y no hay perfume en el mundo capaz de superar su olor, y sabes que nunca te aburrirías con ella porque ella es interesante incluso cuando no hace nada. Incluso sin saberlo todo de ella, la quieres. Sabes quién es y a ti te funciona en todos los aspectos. —Los brazos de Jason se tensaron—. He pasado los últimos diez años estando con una persona equivocada detrás de otra, lo que me capacita para saber cuándo he encontrado a la mujer de mi vida. —Le besó el pequeño espacio detrás del lóbulo de su oreja—. Tú también lo sientes. Sabes que estamos destinados a estar juntos.

Justine meneó la cabeza. Incrédula, sintió la sonrisa de Jason contra su oreja.

—Haré que lo admitas —dijo—. Esta noche.

—No.

Jason volvió el rostro de Justine y la encaró.

—Entonces encuentra un conjuro —dijo en voz baja—. Encuentra un camino para los dos.

Justine se mordió el labio y movió la cabeza.

—Ya me he estrujado el cerebro. Lo único que se me ocurre es un conjuro de longevidad y no soy capaz de hacerlo.

Jason aguzó la vista.

—¿Por qué no?

—Es alta magia. Cualquier cosa que implique jugar con la vida y la muerte está prohibida; esta clase de conjuros son peligrosos, incluso en manos de los hechiceros más experimentados. Y en el caso de que funcionara un conjuro de longevidad, el resultado sería terrible. La gente tiende a pensar en la longevidad como una bendición, pero en prácticamente todos los grimorios que puedas consultar está clasificada como un maleficio. Es un destino cruel tener que vivir más allá del orden natural de las cosas. Sobrevivirías a todas las personas que aprecias, y tu cuerpo y tu mente se deteriorarían, pero por mucho dolor o soledad que sufrieras, seguirías viviendo. Acabarías suplicando el final de tu sufrimiento y la muerte sería una bendición.

—¿Y si a pesar de todo quisiera intentarlo? ¿Y si te dijera que vale la pena para estar contigo?

—Nunca te haría eso —respondió Justine—. Y aunque estuviera dispuesta a hacerlo y te lanzara el conjuro correctamente, lo nuestro seguiría sin funcionar. Somos demasiado diferentes. Yo odiaría tu vida, nunca podría formar parte de ella. Y no te imagino dejando todo por lo que has trabajado para vivir en una pequeña y tranquila isla. Al final acabarías siendo infeliz. Me lo reprocharías. —Justine se volvió para enfrentarse a él con el rostro ensombrecido—. No estaría bien —dijo con la voz ahogada—. Estamos mejor separados. Es nuestro destino.

Jason la rodeó con los brazos y la sostuvo así un buen rato, inmune a las miradas de los extraños que pasaban por su lado en el muelle. Parecía haberse resignado ante lo inevitable.

Pero cuando finalmente habló, en su voz resonó algo muy diferente a la resignación.

—El único destino en el que creo, Justine, es lo que ocurre cuando no tomas decisiones. Yo te quiero a ti. Y estaré condenado si permito que algo se interponga en mi camino.

La vuelta de Jason al Artist’s Point fue recibida con alivio por el grupo de Inari que lo esperaba: Gil Summers, un amigo de la universidad que ahora estaba al cargo del departamento de desarrollo de la compañía; Lars Arendt, su abogado; Mike Tierney, director financiero, y Todd Winslow, el arquitecto del edificio de Inari en San Francisco.

—Creía que no podrías sobrevivir sin una señal de telefonía móvil —le dijo Gil con preocupación fingida.

—He disfrutado de la pausa —les contestó Jason con mordacidad—. Me las puedo arreglar sin estar conectado todo el tiempo.

Mike lo miró con escepticismo.

—Una vez me dijiste que si el cielo y el infierno existen, ambos lugares serían una pequeña ciudad del centro oeste, solo que el infierno sería una ciudad sin conexión a Internet.

—Yo creo —añadió Tod con una sonrisa ladina— que a Jason no le ha importado la falta de acceso inalámbrico porque quería probar un poco del servicio al cliente que pudiera ofrecerle una morenaza de piernas largas.

Jason le lanzó una mirada de advertencia y aunque Tod sonrió impenitente no dijo nada más. Había líneas con respecto a su vida privada que todo el mundo, incluso los amigos más íntimos de Jason, sabía que no debía traspasar.

En cambio, Priscilla se atrevía a abordar temas que nadie más trataba con él. Hacía un año, Jason la había entrevistado y la había contratado entre un grupo de becarios para que fuera su adjunta, después de que uno de sus directores hubiera reducido la selección a tres candidatos. Con su acento de pueblo y sus antecedentes poco convencionales, Priscilla había sido una elección arriesgada. Sin embargo, ya por entonces su inteligencia y su aptitud destacaban por encima de las de los demás becarios.

Lo que había sido determinante fue el comentario que hizo al final de la entrevista, cuando Jason le preguntó si había algún dato sobre sí misma que tal vez quisiera compartir con él.

—Supongo que sí —dijo ella—. No he podido evitar darme cuenta de que usted no tiene alma.

Al ver que él se la quedaba mirando fijamente, añadió:

—A lo mejor podría ayudarle con ello.

No había manera de que Priscilla pudiera saberlo de antemano. Jason la presionó para que se explicara y ella dijo que lo había presentido. La contrató con la esperanza de que, con el tiempo, llegarían más revelaciones, tal como finalmente sucedió. Llegó un día en que Priscilla le confesó que era una bruja de linaje.

—Podríamos decir que mis parientes y yo somos la rama lumpen del linaje de los Fiveash —le contó Priscilla—. Tenemos sangre de bruja, pero ninguna de nosotras ha hecho nada con ella. Pero una noche, en 1952, mi abuela Fiveash consiguió que la luna cayera del cielo. Botó en el horizonte y volvió a subir. Tardó diez minutos, desde el principio hasta el final. Cada vez que mi abuela nos contaba cómo había conseguido bajar la luna, mi madre me decía que no había sido más que un globo sonda del Servicio Estatal de Meteorología. Pero yo sabía que lo que contaba mi abuela era verdad.

Según Priscilla, su madre no quiso que conociera la verdad acerca del legado mágico de la familia. Habría provocado su expulsión de la devota comunidad de Ozark. Así pues, Priscilla había intentado aprender en secreto todo lo que pudo de su abuela y de su tía abuela, ambas hechiceras que habían practicado la magia clandestinamente.

Desde que empezó a trabajar para Jason, Priscilla había investigado las historias de un puñado de antiguos grimorios. El Triscaideca estaba entre ellos. Siguió los descendientes de los anteriores propietarios del Triscaideca hasta que finalmente encontró a Justine Hoffman, el último eslabón del linaje. Era casi seguro que, a esas alturas, el grimorio estaría en sus manos. Y si había algún libro en la Tierra que contenía secretos que podían ayudar a Jason, ése era el legendario Triscaideca. Gracias tal vez a un golpe de suerte o del destino, había resultado que Justine vivía en la isla donde Jason ya había considerado comprar unos terrenos.

Jason le estaba agradecido a Priscilla por conducirle hasta ese lugar. Y le había llegado a gustar todo cuanto podía llegar a gustarle alguien capaz de recordar con cariño emparedados de pan blanco con queso de pimienta, o albóndigas con confitura de uvas, o alguien que creía que el punto álgido de la carrera de Clint Eastwood había llegado con la película del orangután.

Jason asumió el papel de mentor e intentó hacer comprender a Priscilla el valor de la sutileza y la moderación. No se necesita un mazo para matar una mosca. Poco a poco, la chica iba asimilando la idea de que no tenía por qué agarrarse a las habilidades que tal vez la ayudaron a salir de las alcantarillas una vez que había salido de ellas.

—¿Qué tal está Justine? —preguntó Priscilla en la habitación de Jason, sentada en una silla y con el portátil en el regazo.

Jason estaba sentado en el borde de la cama.

—Está bien.

—¿La…?

Jason la detuvo con un gesto de la mano.

—Antes acabemos con la parte de los negocios.

Priscilla se retiró un mechón de pelo cobrizo detrás de la oreja y abrió un archivo en la pantalla.

—Solo hay un par de cosas que tendrías que responder. Te han invitado para que hagas el discurso de apertura del Quake-Con en Dallas el próximo verano.

Ésta fue fácil.

—No.

—¿Al menos estarías dispuesto a participar en una mesa redonda? ¿De una hora?

Jason negó con la cabeza.

—La semana que viene asistiré al Cal-Con. Una conferencia al año es más que suficiente para mí.

Había accedido a organizar una fiesta privada para recaudar fondos para una asociación contra el cáncer, aunque sería un acto de bajo perfil. Trataron un par de asuntos más: la última tanda de correcciones para el juego SkyRebels, incluido un error de lógica en los dispositivos de las pantallas de carga y unas cuantas optimizaciones nuevas de la memoria y la estabilidad.

Priscilla cerró el portátil y miró expectante a Jason.

—¿Qué pasó? —preguntó sin ambages—. Contigo y con Justine.

Jason se quedó callado, sin saber muy bien cómo responder. Un simple repaso de los hechos no transmitiría la verdad de lo ocurrido; lo que todavía seguía ocurriendo. Era imposible cuantificar lo que quería o cómo se sentía.

—¿Alguna vez te has encontrado en una situación en que tuvieras que enfrentarte a un maleficio? —preguntó.

Priscilla negó con la cabeza.

Ella lo escuchó como hacía siempre, tratando de archivar toda la información que pudiera llegar a necesitar en el futuro. A diferencia de Justine, su relación con la magia no era conflictiva bajo ningún concepto. Quería aprender cuanto más mejor. Los obstáculos no existían para ella. Todavía.

Llegaría un día en que sí.

—Pobrecita —dijo, sinceramente preocupada, una vez hubo escuchado parte de la historia—. Me cuesta imaginarme a alguien de mi familia echándome un maleficio.

—Justine se lo está tomando muy mal —dijo Jason—. Y la cosa no mejoró cuando descubrió que Rosemary y Sage participaron en ello. Ellas son como familia para ella. Estaba destrozada.

—Es una suerte que estuvieras allí para apoyarla.

Había algo en el tono de voz de Priscilla que convirtió el comentario en ligeramente insultante.

—Estuve allí como amigo —dijo Jason secamente.

—Un amigo nunca conspiraría para robarle su libro de conjuros.

—No pienso robar nada. Devolveré el libro en cuanto haya obtenido la información que necesito.

—¿Por qué no le pides a Justine que te lo preste?

—No aceptaría.

—¿Por qué? Si es amiga tuya…

—Es complicado.

Priscilla lo miró sin parpadear.

—Encontré el libro de conjuros mientras estuvisteis fuera —dijo finalmente—. Debajo de la cama de Justine, en la casa de detrás. El libro está cerrado con llave.

—Sé dónde está la llave. Justine la lleva colgada de una cadena alrededor del cuello.

—Incluso si consigues quitarle la llave, el libro está protegido por algo mucho más poderoso que una cerradura de cobre. Nunca conseguirías salir de la casa con él.

Jason movió la cabeza levemente.

Al ver que no entendía nada, Priscilla se lo explicó:

—Un grimorio está unido a su propietario por un montón de hechizos. Si intentas llevártelo se resistirá. Como un imán.

—¿Cómo podría hacerlo entonces?

—Yo te diría que deberías intentar ganarte la confianza de Justine. Que se preocupe por ti. —Priscilla parecía turbada—. El acuerdo que cerramos, ¿piensas respetarlo? No le harás daño a Justine llevándote su libro de conjuros para siempre, ¿verdad?

—Ya te he dicho que pienso devolvérselo. No tengo intención de hacerle daño ni de convertirla en mi enemiga. Todo lo contrario, de hecho.

Priscilla parecía ligeramente sorprendida.

—No estarás pensando en intentar seguir siendo amigo de ella después de todo esto, ¿verdad?

—Eso es asunto mío.

Priscilla examinó su semblante impasible.

—Recuerda lo que te dije: nunca te líes con una bruja. Si se enamora de ti estarás perdido. Incluso la más simpática de nosotras es una asesina de hombres. No lo podemos remediar. Todos y cada uno de los hombres de mi familia murieron antes de tiempo, también mi padre. No quieres tener nada que ver con eso, te lo aseguro. No podrás salir victorioso de ello.

—Acabas de decirme que tenía que procurar que Justine se preocupara por mí.

—Que se preocupe sí. Pero no que te ame. En cuanto tengas lo que quieres, deja a Justine lo antes posible. Y no mires atrás.

—¿Estás segura de que estás bien? —volvió a preguntar Zoë mientras guardaba las compras en la despensa.

—Todo está fenomenal —exclamó Justine mientras limpiaba la cafetera industrial—. Estoy bien, solo que he perdido mi kayak. Pero es sustituible. Supongo que mi orgullo está un poco herido, me sentí como una idiota al verme atrapada en medio de la tormenta.

—Debes de haberte sentido aliviada cuando apareció Jason.

—Más que aliviada —dijo Justine, decidida a no preocupar a Zoë explicándole que por entonces ya estaba medio muerta.

Cuando volvió a la posada, Justine se había sentido satisfecha al ver que todo había ido a las mil maravillas durante su breve ausencia. Annette y Nita habían limpiado las habitaciones y las áreas comunes y Zoë se había encargado de la cocina. No se había producido ninguna queja por parte de los huéspedes, que se mostraron complacidos al poder apoltronarse alrededor de la chimenea en la sala de lectura durante la tormenta mientras Zoë les llevaba bandejas llenas de tentempiés.

Zoë parecía presentir que Justine no le estaba contando todo lo que había pasado en la isla de Cauldron. Después de escuchar la versión censurada de la noche en el faro le preguntó con cierto escepticismo en la voz:

—¿Y no ocurrió nada entre tú y Jason?

Apareció una imagen en la mente de Justine, de ella siendo sujetada contra el cuerpo musculoso de Jason, de aquella piel tan dorada y cálida como la luz del sol, y sintió que se sonrojaba.

—Supongo que no sería humana si no estuviera un poco colada por él —dijo, al tiempo que intentaba parecer despreocupada.

—¿Y qué me dices de Jason? —preguntó Zoë, al tiempo que le acercaba un rollo de papel de cocina para que lo usara con la cafetera—. ¿Él también siente algo por ti?

—Bueno, eso no importa.

—¿Por qué no?

—Es todo lo opuesto a mí, Zo. Es un fuera de serie. Tiene un avión privado, tres casas y no pasa tiempo en ninguna de ellas. No puedo estar con alguien así.

Zoë le lanzó una mirada de exasperación divertida.

—¿Es amable contigo? ¿Te hace reír? ¿Disfrutas hablando con él? —Después de que Justine hubiera asentido con la cabeza a modo de respuesta a cada una de las tres preguntas, Zoe dijo—: Tal vez sean las únicas cosas en las que deberías fijarte.

—No es tan sencillo.

—Yo creo que es así de sencillo. La gente utiliza las complicaciones como excusa para rendirse pronto. —Zoe ayudó a Justine a devolver la pesada cafetera a su sitio—. Algunas chicas del grupo quieren quedar este fin de semana. ¿Te apetece una noche de películas?

—Por supuesto. Pero hazme un favor, avísalas de antemano de que no estoy dispuesta a responder a ninguna pregunta que tenga que ver con Jason.

—Tendrás que prepararte alguna versión edulcorada que pueda servirles —dijo Zoe—. Si no, nunca te dejarán en paz.

—¿Con edulcorada te refieres a que les sirva una versión adornada? ¿O más bien directamente incoherente y carente de sentido?

—Más bien provocadora y subida de tono —sugirió Zoë, y le guiñó el ojo.

Justine sonrió y abrió uno de los grandes armarios de la cocina.

—¿Dónde está el pequeño mortero de mármol que sueles utilizar para las hierbas aromáticas?

—Ahora te lo traigo. —Zoë abrió uno de los armarios superiores, sacó el pequeño mortero blanco y se lo dio a Justine—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—No. Estaba pensando probar una receta que tengo de una mascarilla de harina de avena y miel.

—Añádele unas gotas de zumo de limón —le sugirió Zoë, al tiempo que alargaba la mano para coger un limón del cuenco de la fruta—. Le dará luz a tu cutis. En cuanto a lo que estábamos hablando, intenta ser un poco más abierta, Justine. A veces, el amor surge en los lugares en que menos te lo esperas.

Justine le lanzó una mirada oscura.

—Lo mismo sucede con las malas hierbas.

Zoë sonrió.

—De acuerdo. Ya me voy.

Después de que Zoë se hubiera ido, Justine se fue a la casita, sacó el libro de conjuros de debajo de la cama y se lo llevó de vuelta a la cocina. Hojeó la sección de venenos, tónicos y tinturas hasta que encontró lo que buscaba. Una poción de desaliento, una que prometía romper todo vínculo afectivo o romántico. Si ella se lo suministraba a Jason personalmente, él perdería todo interés por ella.

Puesto que era poco probable que estuviera dispuesto a tomarla voluntariamente, Justine tendría que encontrar la manera de administrársela sin que se diera cuenta. Se sentía más que culpable por hacerle algo así, pero no le quedaba más remedio. Al fin y al cabo, era por su bien. Estaba intentando salvarle la vida.

Sin embargo, se sintió apenada al recordar lo que él le había dicho: «Cuando alguien te dice que es por tu propio bien, puedes estar segura de que están a punto de hacerte daño».

¿No había una palabra que expresara la sensación que te produce cuando tienes que elegir entre dos opciones igualmente desagradables? «Jodida, estoy jodida», decidió Justine, con pesar.

Salió al huerto de hierbas aromáticas para coger regaliz, menta, cilantro y mejorana. Cuando volvió a la cocina con las manos llenas de hierbas fragantes, cerró las dos puertas con llave. Era importante seguir la receta al pie de la letra, no pensaba arriesgarse a que alguien pudiera interrumpirla.

Molió las hierbas en el mortero, rascó la acre mezcla, la echó en una cacerola de cobre y añadió agua. Después de poner el ungüento a hervir a fuego lento, Justine entró en la despensa y cogió una caja de cartón del estante superior. Contenía unos cuantos artículos mágicos, entre ellos pequeños frascos y tarros y paquetes con resinas. Machacó un pedacito de mirra y un pellizco de sangre de dragón hasta conseguir un polvo que añadió a los demás ingredientes en la cacerola.

Cuando la mixtura empezó a hervir, Justine encendió una vara de salvia blanca y la agitó por la cocina en un ritual con el que eliminaría la energía negativa. Cuando las hierbas estuvieron suficientemente impregnadas, Justine coló el brebaje en un pequeño cuenco. Limpió la cocina y volvió a la mesa para terminar la poción. La fórmula requería «lágrimas de doncella».

—Estupendo —dijo Justine en tono burlón, dirigiéndose al libro—. Estoy bastante segura de que no cuelo como doncella.

Sin embargo, a falta de lágrimas de una virgen llorona tendría que contentarse con las suyas.

Pero ¿cómo se suponía que podría conseguir provocarse el llanto?

Volvió a entrar en la despensa y salió con el cubo donde Zoë guardaba las cebollas.

—Más vale que valga la pena —masculló, al tiempo que dejaba una cebolla gorda y amarilla sobre la tabla de cortar. La cortó por la mitad, se agachó y bajó la cabeza sobre los vapores cáusticos. Se obligó a mantener los ojos abiertos, que empezaron a escocerle instantáneamente—. ¡Ahí va! —jadeó, y alargó la mano para coger un pequeño frasco de cristal. De alguna manera consiguió atrapar un par de lágrimas. Tras secarse los ojos con un pañuelo de papel se llevó el frasco a la mesa y con la ayuda de un cuentagotas lo llenó con la solución de hierbas.

Ahora lo único que le quedaba por hacer era recitar el conjuro y la poción de desaliento estaría lista.

Sin embargo, cuando alargó la mano para coger el Triscaideca, las páginas empezaron a pasar por sí solas y el libro se cerró de golpe.

—¡Eh! —protestó Justine—, deja de jugar conmigo y permíteme que acabe esto.

Obligó al libro a abrirse de nuevo y volvió a encontrar el conjuro. Se apresuró a recitar las palabras mientras sujetaba el libro, que amenazaba con volver a cerrarse, con los antebrazos.

Desterrada quedará la pasión para siempre

cuando las lágrimas de una doncella haya bebido.

Elixir, enfría su corazón por dentro y

haz que se inicie el desaliento amoroso.

Justine respiraba con dificultad cuando cerró el Triscaideca y enroscó la parte superior del cuentagotas en el frasquito.

—Ya está todo hecho —dijo en voz alta—. Una gota de esta poción y Jason no tardará en salir corriendo lo más rápido y lejos posible de mí.

Los ojos volvían a escocerle.

—¡Estúpida cebolla! —dijo, y cogió otro pañuelo.

A pesar de que la cebolla cortada estaba en el otro extremo de la estancia.

A las diez de la noche en punto, Justine llamó a la puerta de la habitación de Jason. Agarraba la bandeja de plata con más fuerza de la necesaria. Los chupitos de vodka y hielo tintineaban en sus manos.

La puerta se abrió.

La mirada perturbadora de Jason la envolvió. Se inició un carrusel de emociones que daba vueltas en su interior: calor, deseo, pasión.

Jason la instó a entrar y le quitó la bandeja de las manos para dejarla sobre la mesa.

«No estoy enamorada de él», se dijo mientras él se le acercaba. A pesar de que estaba ebria de la limpia fragancia de sal marina que desprendía su piel y la reconfortante sensación de tenerlo a su alrededor. A pesar de que tenía un nudo en la garganta, como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—Te vas pasado mañana —se sorprendió a sí misma diciendo torpemente.

—¿Y?

—Esto se habrá terminado.

—Nada se habrá terminado —dijo él—. Acabamos de empezar.

—Cualquier otra mujer sería mejor para ti. Sabes muy bien que no encajo en tu vida.

Jason se inclinó para besarle el cuello. Sus manos se deslizaron hasta sus caderas. Sus susurros se enroscaron suavemente alrededor de su piel.

—Creo que encajas perfectamente en mi vida. Probémoslo.

Diablo de hombre. El rostro de Justine ardía. Apenas conseguía mantenerse quieta, cada nervio de su cuerpo se estremecía de deseo. No podía evitar imaginárselo, aunque solo fuera durante un instante… la inigualable sensación de tenerlo dentro de sí.

—Te he traído vodka —dijo, al tiempo que se alejaba de él. Toda nervios y escalofríos, se revolvió el pelo con frenesí y tiró de la parte baja de su camiseta—. Deberías tomarte un trago. Te ayudará a relajarte.

—Ni siquiera con una botella entera de vodka lo conseguiría —dijo Jason a sus espaldas.

Justine se abrazó por la cintura, se acercó a la ventana y paseó la mirada por los alrededores de la casa. La noche era fría y la posada estaba envuelta en la oscuridad. La pequeña lámpara de la puerta desprendía un halo, como los círculos dorados que rodean las figuras en los iconos medievales.

—¿Y si accediera a venderte mi casa en el lago Dream? —preguntó sin mirarle—. A un precio justo. Así podrías quedarte allí cada vez que necesites supervisar los progresos en las obras. No tendrías que volver al Artist’s Point.

—¿Estás intentando sobornarme para que me mantenga alejado de ti?

El vello en la nuca se le erizó al oír el tintineo del hielo en la bandeja. Jason había cogido una de las copas de vodka.

—No quiero sobornarte —respondió—. Solo quiero arreglarlo de manera que evitemos futuros problemas.

—No puedes evitar futuros problemas —dijo Jason—. Incluso si encuentras un modo de no preocuparte por mí, o siquiera de hablarme, surgirán otros problemas. Porque la vida es así. Un problema detrás de otro. No puedes controlarlo. Lo único que puedes hacer es coger todo lo bueno que se te ponga a tiro. Y aferrarte a ello, pase lo que pase.

—No puedo —dijo Justine con vehemencia—. Porque estoy intentando salvarte.

Una larga pausa. Justine oyó el tintineo de una copa que era depositada sobre la mesa.

—No intentes salvarme. Solo tienes que procurar amarme.

—Eso sí sería fácil. —La angustia desgarró su voz—. Sería tan ridículamente fácil amarte… —Justine seguía sin mirarle—. Dios mío, ojalá nunca hubiera roto el maleficio. Tenían razón, estaba mejor antes. Y tú también.

—Tú no habrás…

Jason se detuvo. Respiró hondo.

Al volverse, Justine vio que Jason se había agarrado al borde de la mesa y había bajado la cabeza sobre la copa vacía. Su espalda se tensó hasta que sus músculos asomaron nítidamente a través de la tela de su polo.

—Justine.

Su voz sonaba extraña.

Se había tomado la poción. ¿Estaría funcionando? ¿Había cometido algún error?

Jason no respiraba bien. ¡Por los huesos de Hades! ¿Se estaba mareando por su culpa?

—¿Sí? —dijo, y se acercó a él con cautela.

—¿Qué le has puesto al vodka? —preguntó Jason en un tono de voz aparentemente tranquilo.

—Tal vez una gotita de un extracto de hierbas. Una especie de, cómo lo diría, tónico. ¿Cómo te sientes?

Jason respiraba con dificultad y tragaba saliva; su piel se había teñido de un oscuro rubor.

—Como un caballo de carreras dopado con esteroides.

Justine movió la cabeza, consternada. No sonaba demasiado bien. Algo había ido mal.

Entonces Jason la miró, tenía los ojos dilatados, como dos estanques de un negro profundo.

—Justine —masculló—, ¿qué demonios me has hecho?