14

La inconsciencia se fue apoderando de Justine paulatinamente. El sonido de la lluvia, el dolor en sus extremidades magulladas, el aroma y la suavidad de unas sábanas de algodón limpias. La gris y sombría luz de la mañana se coló por debajo de sus párpados y los cerró con más fuerza. El aire en el dormitorio de la torre era frío, pero sentía calor a lo largo de su espalda, su trasero y sus piernas, tan cálido como la luz del sol. Jason estaba echado a su lado. Había dormido con la ropa puesta, encima de las sábanas y las mantas, cubierto con una colcha. Justine llevaba puesto el camisón y se acurrucaba en una especie de capullo de ropa de cama.

Los recuerdos de la noche anterior la alcanzaron. Había hablado sin parar, aunque debió de resultarle difícil a Jason entender las palabras que había intercalado entre sollozos y jadeos. Él la había abrazado y la había escuchado pacientemente mientras ella le contaba cosas que nunca le había contado a nadie. Se hubiera o no creído algo de lo que le había dicho, Jason la había seguido confortando cuando más lo necesitaba y siempre le estaría agradecida por ello.

Incluso entonces seguía sin poder creer que su propia madre le hubiera lanzado un maleficio. Un acto de control disfrazado de amor. Era imposible aceptar la contradicción que encerraba el hecho; no había por dónde cogerlo.

—Nunca tendrá sentido —le dijo Jason—, porque sencillamente no lo tiene.

Sonaba tan convincente que Justine casi llegó a creerle.

—¿Estás seguro? —le susurró mientras descansaba contra su hombro—. Rosemary y Sage creen que fue por mi bien. ¿Eso quiere decir que estoy equivocada? ¿Tengo motivos para estar enfadada por ello?

Mientras contestaba, la mano de Jason jugaba con su pelo, juntando los rizos en una sola cola.

—Justine, siempre que alguien dice «esto es por tu bien», puedes estar segura de que, de alguna manera, están a punto de hacerte daño.

—Parece que sabes de lo que hablas.

—Mi padre solía molerme a palos —le contó Jason—. Con tuberías, cadenas, cualquier cosa que tuviera a mano. Pero lo peor no eran las palizas. Lo peor era cuando decía que era porque me quería. Siempre me pregunté cómo el amor puede convertirse en una visita a urgencias.

Justine lo rodeó con sus brazos y le acarició el pelo.

Al cabo Jason dijo:

—En mi opinión, cuando alguien te hace daño pueden llamarlo como les dé la gana. Incluso pueden llamarlo amor. Pero las palabras mienten, los actos no.

Justine sintió cierto alivio al oír la verdad, por dolorosa que fuera.

—No estás equivocada —murmuró Jason—. Y debes enfadarte por ello. Mañana. Pero esta noche, duerme.

Ahora estaba echada tranquilamente mientras unas inquietantes ráfagas de viento envolvían la torre. Hacía mucho tiempo desde la última vez que Justine había despertado al lado de alguien. Incluso a través de las capas de mantas que los separaban, Jason irradiaba calor. Un agradable escalofrío recorrió su cuerpo y se echó un poco para atrás para acomodarse al contorno de su cuerpo.

Jason se revolvió, su respiración era lenta y regular. Puso su mano sobre el costado de las costillas de Justine en un gesto reflejo. Un cosquilleo de deseo se propagó a lo largo de su espalda y de la espina dorsal.

Justine cayó en la cuenta de que era la primera vez que dormía con un hombre sin tener sexo con él antes. Jason podía haberse aprovechado de la situación y haber abusado de ella mientras estaba fuera de sí. Sin embargo, no lo hizo. Se había comportado como un caballero. Se preguntó qué haría falta para que perdiera ese férreo control sobre sí mismo. Cuando empezó a rodar hacia él, la parte inferior de su pecho rozó la mano de Jason. La sensación se trasladó a su estómago.

Jason se estiró y se movió, deslizando un brazo por su cuerpo. Justine sintió su aliento contra la nuca que removía suavemente su vello. ¿Estaba despierto? ¿Debería decirle algo? Su mano se movió por el costado de Justine y sus dedos se cerraron alrededor de su pecho. Estaba despierto, sin lugar a dudas. La excitación atravesó su cuerpo cuando sintió cómo empezaba a desabrochar la larga hilera de botones de su camisón con suaves y deliberados movimientos.

Sus dedos se deslizaron por debajo del fino algodón blanco. Tan suaves, tan diferentes a la fuerza bruta que había usado con ella el día anterior… Su corazón se desbocó, cada latido se confundía con el siguiente. Jason ahuecó la mano sobre su pecho y lo levantó, al tiempo que pasaba el pulgar por el pezón hasta que éste se encogió formando una cima prieta. La sutil estimulación le arrancó escalofríos que provenían de lo más profundo de su ser.

—Jason…

Su dedo índice se posó en sus labios brevemente.

Ella sintió un beso dado con la boca abierta contra la nuca, la punta de la lengua de Jason rozó su piel, saboreándola como si ella fuera una exquisitez exótica. Introdujo la mano entre la confusión de sábanas y mantas, agarró un pliegue de su camisón y se lo subió hasta la cintura. Justine se estremeció y el vello de sus piernas se erizó al entrar en contacto con el frío aire. Su cálida mano se deslizó sobre el firme vientre de Justine y la punta de su dedo siguió el contorno del ombligo.

Justine bajó la mano con desesperación para agarrar su muñeca.

—Paciencia —murmuró Jason contra el pelo de Justine.

—No puedo quedarme quieta aquí como una estatua.

Maguro —le susurró, tan cerca que sus labios rozaron el delicado borde de la oreja.

—¿Qué? —preguntó ella, desconcertada.

—La palabra japonesa utilizada para designar a la mujer que descansa inmóvil en la cama. —El tono de su voz era bajo y ronco. Su mano volvió al vientre de Justine y dibujó un círculo relajante sobre la piel. Justine sintió el contorno de su sonrisa contra la nuca—. También significa «atún».

—¿Atún? —repitió Justine con indignación, e intentó darse la vuelta.

Jason la sujetó. La insinuación de una risa impregnaba su voz.

—Del que se utiliza para el sushi. Una exquisitez carísima en Japón. Vale la pena saborearlo.

—¿No quieren que la mujer se mueva?

Jason retiró la manta.

—La pasividad sexual se considera femenina. —Jason retiró la ropa de cama y se colocó detrás de Justine, lo bastante cerca para que ella pudiera sentir sus duros músculos a través de la camisa de lino y los pantalones—. Siempre hay una parte pasiva y otra activa.

El estómago de Justine se contrajo en un agudo espasmo de anticipación cuando sintió la protuberante presión de su erección contra las nalgas. Jason introdujo sus muslos entre las piernas de Justine para mantenerlas separadas.

—¿Y el hombre siempre es la parte activa? —consiguió preguntar.

—Por supuesto —dijo Jason, y frotó el lado de su cuello con los labios mientras su mano se deslizaba entre la salvaje mata de pelo de Justine.

—Eso es sexismo. —Justine jadeó cuando él la agarró del pelo ejerciendo así una suave pero cautivadora tensión—. ¿Qué estás…?

—Silencio. —El calor de su aliento se acumuló en la oreja de Justine—. No hagas preguntas. No te muevas a menos que yo te lo diga. —Acercó sus labios a la oreja de Justine y susurró—: Sé buena chica, hazlo por mí.

Nadie le había hablado nunca así. Justine jamás hubiera creído que fuera a tolerarlo. Pero Jason la tenía atrapada firmemente con los dedos hundidos en su cabellera y las piernas separando las suyas. Parecía que su respiración no podía ser más rápida, más profunda. Sus músculos se relajaron, como si la hubieran drogado. Lo único que podía hacer era esperar, impotente de anticipación y necesidad.

Su mano abandonó el pelo de Justine. Empujó su pierna de arriba hacia atrás ampliando así la flexión de sus muslos y deslizó los dedos por el delicado surco. Separó su abundancia, estimulando el centro dilatado. La sensación era tan dulcemente intensa que Justine no pudo más que gemir, sorprendida. Jason había encontrado una íntima filtración de humedad, y la había penetrado.

Los muslos de Justine se tensaban y se aflojaban a un ritmo que era incapaz de controlar. Un gruñido de frustración tembló en su garganta cuando Jason retiró la mano y apartó el muslo.

Justine se dio la vuelta desesperada para agarrarlo.

—Jason…

Los dedos de Jason tocaron sus labios en un gesto imperativo. Un ligero perfume salino ascendió hasta sus fosas nasales; era el aroma íntimo de su propio cuerpo. Justine enmudeció, temblaba por la confusión y el calor, sus músculos interiores se cerraban alrededor de la nada.

—Ponte boca arriba —dijo Jason en voz baja.

Justine obedeció entre jadeos mientras él tiraba del escote de su camisón hasta descubrir sus pechos. Sus brazos quedaron irremediablemente trabados por la tela.

Jason, totalmente vestido, descendió entre sus muslos desnudos. Justine sintió un suave roce en el pecho, era su boca bordeada por la electrizante aspereza de su barba matinal. Cubrió el pezón y tiró ligeramente de él acariciándolo con su lengua. Justine apretó los dientes para ahogar los gemidos que amenazaban con abandonar su garganta.

—Ábrete para mí —dijo Jason contra su pecho.

Las piernas de Justine se separaron dejando al descubierto un leve dejo de humedad.

—Más.

Justine obedeció, consumida por la vergüenza, excitada más allá de lo que jamás había creído posible. El pulgar de Jason fue a parar al centro del furor, que acarició y cosquilleó con la suavidad de una mariposa. Justine ansiaba más presión, se moría por ella, y se deslizó hacia su mano.

En ese mismo momento, Jason retiró la mano.

Justine lloriqueó su nombre, bajó las caderas, sus manos se asieron a sus costados. Jason aguardó con total disciplina. El silencio solo se vio roto por su agitada respiración. Palabras de súplica planeaban en sus labios: «Haz algo. Cualquier cosa». Después de lo que le pareció una eternidad, él la volvió a tocar, separando su ardiente carne, masajeándola suavemente. La tensión se concentró como pliegues de seda, formando capas, una tras otra hasta alcanzar la categoría de placer.

Jason introdujo dos dedos en ella en un movimiento suave pero insistente. Justine sintió que la estiraba. Otro dedo, la presión en su interior se tornó incómoda. Empezó a protestar, pero él no quería parar y siguió empujando lentamente mientras le decía que debía aceptar todo lo que él le diera. Entonces Jason se deslizó por su cuerpo, lamiéndolo y mordisqueándolo. Justine estaba perdida, su respiración se entrecortaba con sollozos y jadeos.

La boca de Jason se cerró sobre su carne en un largo y húmedo beso. Justine gritó y se estremeció, incapaz de detener la avalancha, incapaz de controlar nada. La invadió una sensación visceral, cada vez más fuerte, hasta que creyó que moriría. En su lugar se vio impelida hacia una liberación exuberante, cálida y salvaje que en nada se parecía a los débiles espasmos que había sentido en el pasado.

La sensación le llegó desde todas las direcciones, atravesándola salvajemente. Poco a poco se fue rompiendo en oleadas, en un lento reflujo de estremecimientos. La lengua de Jason seguía actuando sobre ella, mitigando cada temblor y cada sacudida. Sus dedos se doblaron dentro de ella. Justine gimió, su cuerpo estaba saciado.

Sin embargo, Jason no había acabado. Insistió, esta vez más profundo, más un latido que un envite, una y otra vez. Con su boca fue construyendo las sensaciones con una paciencia endemoniada, recreándose en ella, sin dejarla escapar. Por increíble que pudiera parecer, el calor volvía a inundarla.

—No —susurró Justine, segura de que no podría sobrevivir una vez más, pero él no quiso parar, su único objetivo era llevarla despiadadamente hasta otro clímax. Para cuando hubo terminado, Justine se sentía débil y estaba semiinconsciente.

Jason besó la piel del interior de su muslo, abandonó la cama y se metió en el baño.

Cuando oyó correr el agua de la ducha, Justine se incorporó, parpadeó y se frotó los ojos.

—¿Y qué pasa con tu turno? —preguntó, aturdida, pero Jason no la oyó.

Justine se puso de pie sobre unas piernas temblorosas, se fue al baño y descorrió la puerta corrediza. Se estremeció cuando la alcanzó una nube de agua fría en la cara. Jason se estaba tomando una ducha fría de espaldas a ella para permitir que el chorro de agua golpeara su pecho y corriera sobre su cuerpo excitado. Era un espectáculo magnífico, su piel era del color de la miel bajo el agua resplandeciente; sus hombros, su espalda y sus nalgas, una masa de abultados músculos.

—Jason —dijo Justine, desconcertada—. ¿Por qué haces esto? Vuelve a la cama. Por favor…

Jason la miró por encima del hombro.

—No tenemos condones.

Justine hizo de tripas corazón y metió el brazo bajo el chorro de agua fría para abrir el grifo del agua caliente. Una vez estuvo suficientemente caliente, se metió en la ducha con él. Lo abrazó por la espalda y apretó la barbilla contra con su suave piel.

—No necesitamos condones —dijo Justine—. Tomo la píldora.

El tono de voz de Jason era ligeramente pesaroso cuando dijo:

—Yo siempre los utilizo. Es una norma personal.

—¡Oh, de acuerdo!

Justine se apretó contra su espalda y saboreó el calor del agua caliente que caía sobre ambos, como si fueran un único ser en lugar de dos. Sus manos se deslizaron lentamente por su cintura, las palmas de sus manos siguieron la agitación de su respiración. Con mucho cuidado, sus dedos investigaron las sutiles depresiones entre sus costillas.

La exploración a ciegas avanzó hasta llegar a la áspera seda de su vello corporal, un fino sendero que conducía hacia un área más densa y espesa. Todos los músculos de Jason se tensaron cuando la mano de Justine se cerró alrededor de su carne dura y dilatada. Justine lo acarició arriba y abajo, empuñándolo a intervalos.

Un fuerte jadeo escapó de su boca, luego otro, y Jason se dio la vuelta entre el fino compás que formaban sus brazos para alzar el cuerpo de Justine y apretarlo contra el suyo. Los pies de Justine abandonaron el suelo y todo su peso fue lanzado hacia delante. El cuerpo de Jason golpeó contra su abdomen en acuosos empellones y en cuestión de segundos soltó un gruñido ahogado entre los rizos húmedos del pelo de Justine. Un placer arrebatado al calor del agua que no paraba de caer, que avanzaba y retrocedía, dejándolos entrelazados y exhaustos.

Al final, Justine creyó que debería despegarse de él, pero Jason no parecía tener ninguna prisa en soltarse. Y de todos modos, ella no sabía muy bien por dónde empezar. Parecía que no había forma de distinguir qué extremidades, qué manos y qué latidos pertenecían a quién.

Afortunadamente, el desayuno no fue un largo acto social alrededor de una mesa. Rosemary había dispuesto comida sobre la encimera de la cocina: magdalenas de higos, fruta cortada y yogur hecho en una lechería local. Aunque Justine estuvo tentada de mantener un silencio ofendido se sorprendió a sí misma participando en la charla informal con la que todos los presentes parecían querer tapar la tensión latente.

Rosemary y Sage la habían decepcionado, pero eso no quitaba todas las cosas buenas que habían hecho por ella en el pasado. Las quería. No sabía muy bien cómo podría restablecer la confianza que siempre les había tenido. Sin embargo, el amor no era algo de lo que uno pudiera desprenderse fácilmente. Ni siquiera el amor imperfecto.

Además, resultaba tremendamente difícil comportarse con frialdad y resentimiento cuando estaba sumida en un estado de satisfacción y sus terminaciones nerviosas brillaban como filamentos de fibra óptica. No podía dejar de mirar a Jason, que tenía un aspecto atlético y sexy con la camisa y los pantalones cortos que Sage le había lavado. Jason no dejaba de lanzarle breves e íntimas sonrisas que la aturdían. «Esto es como se supone que debería sentirme —le decían sus sentidos—. Esto es lo que te estabas perdiendo». Y quería más.

Solo había una cosa que le inquietaba respecto a su estado de satisfacción: ¿adónde le conduciría todo eso? No quería pensar en ello, puesto que la respuesta obvia era a ninguna parte. Se habían encontrado en la intersección de dos caminos divergentes. A Justine el estilo de vida acelerado de Jason no le resultaba en absoluto atractivo. Y cada vez que intentaba imaginar un lugar para él en el sencillo discurrir de sus días, la idea le resultaba absurda, fracasaba.

Así pues, no se trataba de si la relación duraría o no. Era evidente que no estaban destinados a compartir un final feliz. Aunque a Justine no le importaría alargar la parte «feliz» cuanto más tiempo mejor. Lo raro era que, aunque sabía que nunca podrían estar juntos, no podía dejar de sentir que estaba unida a él a un nivel que nada tenía que ver con la razón. Casi sentía que eran almas gemelas.

Pero ¿cómo podía ser el alma gemela de alguien que carecía de alma?

—El pico de la tormenta parece haber disminuido —dijo Jason después del desayuno—. El mar está algo picado, pero no es nada que el Bayliner no pueda superar. Tú decides, Justine. Si quieres que nos vayamos un poco más tarde, a mí me parecerá bien.

—No, tengo que volver a la posada —dijo Justine, a pesar de que el estómago se le revolvía solo con pensar en volver a subirse a un barco y surcar el mar embravecido.

Jason se la quedó mirando un buen rato.

—Todo irá bien —dijo amablemente—. No creerás que permitiré que te pase nada, ¿verdad?

Sorprendida por la facilidad de Jason para leer sus pensamientos, Justine le lanzó una mirada ingenua y confiada y negó con la cabeza.

—Justine —dijo Sage quedamente—. Antes de irte tenemos algo para ti.

Justine la siguió hasta el sofá y se sentó a su lado mientras Rosemary se colocaba en el umbral de la puerta. Jason se quedó delante de la ventana con los brazos cruzados despreocupadamente.

—Fuimos a Crystal Cove al romper el alba —dijo Sage, dirigiéndose a Justine— para lanzar un hechizo de protección. No es permanente, y tampoco sabemos si servirá de mucho, pero desde luego no te hará daño. Lleva esto para reforzar sus efectos.

Le dio un brazalete hecho de cuentas de una piedra rosa y translúcida, ensartadas en un círculo brillante.

—¿Cuarzo rosa?

Justine se pasó el brazalete por encima de la muñeca y levantó la mano para admirar la belleza de los cristales.

—Es una piedra equilibrante —dijo Rosemary desde la puerta—. Sirve para armonizar a los espíritus y te protegerá de la energía negativa. Llévalo todo el tiempo que puedas.

—Gracias —consiguió decir Justine, aunque estaba muy tentada de señalar que no habría necesitado hechizos protectores ni cristales si, para empezar, ellas no hubieran ayudado a crear el maleficio.

—Llévalo por el bien de Jason también —dijo Sage, e hizo un gesto con la cabeza hacia él—. Hemos intentado extender el hechizo a él.

—¿Por qué iba Jason a necesitar protección? —preguntó Justine con recelo—. Él no tuvo nada que ver con la rotura del maleficio.

—Hay una cosa más que nunca se te ha contado —dijo Sage—. Hasta ahora no había hecho falta. Pero puesto que se ha roto el maleficio, existe un peligro que deberías conocer.

—Me da igual si estoy en peligro. No me lo cuentes.

—No eres tú quien corre peligro —le comunicó Rosemary—. Es él.

Justine contempló el rostro inexpresivo de Jason. Volvió a mirar a las dos ancianas. Se sentía mal por dentro.

—Te lo explicaré —dijo Rosemary—. Como ya sabes, Justine, el universo requiere equilibrio. Hay que pagar un precio a cambio del poder del que disfruta una bruja de linaje.

—No disfruto de él —dijo Justine—. Si pudiera lo regalaría.

—No puedes. Es parte de ti. Y al igual que el resto de nosotras, pagarás una penalización.

—¿Qué penalización?

—Todo hombre al que una bruja ame sinceramente está destinado a morir. La Tradición lo denomina la maldición de las brujas.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Haber nacido para la Magia es un designio —dijo Sage—. Un compromiso de servir a los demás, no muy distinto a la vocación de una monja. No sé dónde tiene su origen la maldición, pero siempre pensé que era una manera de asegurarse de que no nos distrajéramos con las exigencias de maridos y familias.

Era demasiado para asimilarlo, sobre todo después de las demás revelaciones de las últimas veinticuatro horas. Justine subió las rodillas y descansó la cabeza sobre ellas. Cerró los ojos.

—Porque, claro, la muerte del hombre al que amas no es motivo de distracción —masculló Justine.

—Marigold quiso ahorrarte el sufrimiento —dijo Sage—. Y ésta es la razón por la que yo, tal vez equivocadamente, ayudé con el maleficio. Pensé que sería más fácil para ti si te liberábamos de esta carga. Que nunca llegarías a conocer el dolor del amor perdido.

Jason había estado escuchando con una sonrisa torcida en los labios.

—El sino de todos es morir, antes o después —dijo.

—En tu caso —replicó Rosemary—, probablemente antes. Estarás bien durante un tiempo. Nadie puede predecir por cuánto. Pero un buen día empezará el infortunio. Caerás enfermo o sufrirás un accidente. Y si consigues sobrevivir a ello, al día siguiente ocurrirá algo, y al otro también, hasta que finalmente sea algo a lo que no puedas sobrevivir.

—Solo si me enamoro de él —se apresuró a decir Justine sin mirar a Jason—. Y no me he enamorado de él. Ni lo haré. —Justine hizo una pausa—. ¿Qué se puede hacer? ¿Hay una cláusula para eludir la maldición? ¿Algún resquicio? ¿Algún tipo de hechizo o rito que lo revoque?

—Nada, me temo.

—¿Y si no me lo creo? —dijo Jason.

—Mi Neil tampoco se lo creyo —contestó Sage con pesar—. Tampoco el padre de Justine. No importa lo que tú creas, cariño mío.

Sus palabras dejaron a Justine helada. Se sorprendió a sí misma haciendo inventario de sus sentimientos, presa de la ansiedad. No era demasiado tarde. No amaba a Jason. Jamás se permitiría a sí misma amar a alguien si eso significaba convertirlo en una víctima de un castigo sobrenatural.

Entretenida con sus pensamientos, no se dio cuenta de que Jason se había acercado a ella hasta que sintió el calor de su mano en la espalda.

—Justine.

—No lo hagas —dijo Justine, y se puso rígida al tiempo que apartaba su mano.

—¿Que no haga qué?

«No me toques. No permitas que te ame».

—No quiero hablar nunca más de esto contigo —dijo en un tono monótono, evitando su mirada—. Quiero irme a casa. Y luego haré todo lo que esté en mis manos por mantenerme alejada de ti.