13

Jason volvió a bajar tres horas más tarde. Se había duchado y afeitado y había seguido el consejo de Sage y había descansado. A pesar de que siempre le había resultado prácticamente imposible dormir la siesta, se había quedado dormido apenas un par de minutos después de haberse echado en la cama. Tenía que ver con la habitación de la torre, decidió. El hecho de dormir en un lugar en lo alto y tan aislado, rodeado por la tormenta y el océano, le había permitido relajarse profundamente, como si hubiera pasado horas meditando.

La ropa que Sage había dispuesto para él era suave y cómoda, sin el olor a cerrado y la decoloración que cabría esperar. Un fresco aroma a cedro impregnaba la tela. Jason tenía camisas hechas a medida de Londres y de Hong Kong que no se ceñían a su cuerpo con la misma suavidad que ésa. La ropa podía perfectamente haber sido confeccionada de acuerdo con sus medidas. Un detalle que no le pareció que pudiera ser fruto de la casualidad.

De momento, pensó Jason con ironía, estaba disfrutando de la compañía de las brujas mucho más de lo que cabría esperar.

Llegó a la planta de abajo y encontró que la sala principal estaba vacía. En el aire flotaban olores que le abrieron el apetito. Se oía el sonido de voces y de utensilios entrechocando que provenían de la cocina. Al detenerse en el umbral de la sala de estar vio que la mesa estaba cubierta con un mantel blanco de lino y dispuesta con vajilla y centelleante cristalería.

Justine estaba encendiendo las velas de espaldas a él. Una fina blusa azul y una larga falda floreada seguían las esbeltas líneas de su cuerpo antes de ensancharse gradualmente. Iba descalza y el pelo suelto y rizado la hacía lucir muy sexy. Todavía ignorante de su presencia, chasqueaba un mechero de gas una y otra vez, pero no lograba encenderlo. La blusa se deslizó sobre su hombro del color del marfil y se la subió, impaciente. Dejó a un lado el mechero, chasqueó los dedos frente a cada una de las mechas de las velas y acto seguido se encendió una sucesión de brillantes llamas.

Más brujería. Aunque aparentemente Jason no reaccionó, estaba sorprendido al ver a Justine soltando chispas con las puntas de los dedos. ¡Santo Dios bailando claqué! ¿Qué otras cosas era capaz de hacer? Se la quedó mirando al tiempo que introducía las manos en los bolsillos y se apoyaba contra el quicio de la puerta.

Al oír el crujido del suelo, Justine se sobresaltó y se dio la vuelta para encararlo.

Su rostro palideció y luego se sonrojó, sus ojos aterciopelados de color marrón abiertos de par en par.

—¡Oh! —agitó la mano en el aire en dirección a la mesa que estaba a sus espaldas—. Velas trucadas.

La boca de Jason se torció.

—¿Cómo estás?

—Bien. Muy bien. —Justine parecía haberse quedado sin aliento. Lo repasó con una rápida y nerviosa mirada—. ¿Y tú qué tal?

—Estoy hambriento.

Justine avanzó hacia la cocina y a punto estuvo de tumbar una vela.

—La cena está casi lista. Por cierto, te sienta muy bien la ropa.

Justine volvió a subirse la blusa por encima del hombro.

—¿Cómo te sientes?

—Mejor desde que me pusiste en modo descongelación. —El color de sus mejillas se acentuó—. Gracias.

—No me importaría descongelarte —dijo Jason, y estiró el brazo para pasar los dedos por las ondas de sus rizos brillantes. Tiró delicadamente de la blusa dejando al descubierto su hombro y acarició la sedosa curva de su piel con la palma de la mano. Oyó cómo cambiaba su respiración. Pensó en las cosas que quería hacerle, todas las maneras en que quería penetrarla, complacerla, poseerla. Y se obligó a sí mismo a soltarla, mientras todavía podía. Justine entró en la cocina, parecía aturdida, mientras Jason se dirigía a la puerta principal y la abría.

En medio de una fría ráfaga de viento intentó crear una escena diferente en su mente. Un glaciar en Alaska, una montaña con la cima nevada. Al ver que no funcionaba, pensó en las crisis de deuda externa. En pirañas. En los Umpa Lumpa. Al ver que tampoco funcionaba, empezó a enumerar números primos en la cabeza, empezando a partir de mil y hacia atrás. Cuando llegó al seiscientos trece fue capaz de volver a la estancia.

Justine estaba dejando cuencos de sopa vegetal sobre la mesa. Lo miró, y se sonrojó.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó Jason.

Rosemary, que en ese momento traía unos cestos de pan de la cocina, respondió:

—Ya está todo listo. Tome asiento, por favor.

Jason se acercó a la mesa para ayudar a Rosemary y a Sage a sentarse y tomó asiento al lado de Justine.

Rosemary bendijo la cena, alabando a la tierra por los alimentos que se disponían a disfrutar, dando gracias al sol por nutrirla, a la lluvia por saciar su sed, etcétera.

—Jason —dijo Sage después de la bendición—, háblanos de tus familiares extranjeros. Lo encuentro de lo más intrigante. ¿Tus dos abuelos eran japoneses?

—No, mi abuelo era un soldado estadounidense estacionado en Naha Port, una base logística en Okinawa, durante la guerra de Vietnam. Se casó con mi abuela en contra de los deseos de su familia. Poco después murió en acto de servicio, pero por entonces mi abuela ya estaba embarazada de mi madre.

Justine le pasó una cesta de pan.

—¿Cómo acabó tu madre en Estados Unidos?

—Visitó Sacramento siendo adolescente, para conocer a algunos de sus familiares que vivían allí. Acabó por quedarse para siempre.

—¿Por qué no volvió?

—Creo que deseaba vivir una vida independiente. En Okinawa, su familia la vigilaba mucho y todos vivían bajo el mismo techo: mi abuela y diversas tías, tíos y primos.

—¡Por Hécate…! —exclamó Rosemary—, ¿y la casa era grande?

—Unos doscientos ochenta metros cuadrados. Pero permitía mucho más espacio que el equivalente estadounidense. No había demasiados muebles, ni desorden alguno. El interior podía convertirse en diferentes estancias mediante unas puertas de corredera de papel. Así pues, cuando llegaba la hora de acostarse, todo el mundo extendía los futones en el suelo y cerraba las puertas.

—¿Cómo pudiste soportar la falta de privacidad? —preguntó Justine.

—Aprendí que la sensación de privacidad no tenía por qué depender de paredes y puertas. Al menos no las externas. Dos personas podían perfectamente compartir un mismo espacio y leer o trabajar por separado sin necesidad de romper el silencio. Levantar muros en la mente para que nadie pueda atravesarlos es una habilidad que se aprende.

—Y a ti se te da bien, ¿verdad? —preguntó Justine.

A Jason le gustó el desafío que Justine le había planteado y la miró fijamente.

—¿Y a ti no? —replicó.

Justine fue la primera en retirar la mirada.

Jason se volvió hacia Sage y le preguntó cómo había sido su vida en la isla de Cauldron cuando llegó ahí por primera vez. Ella describió los años en que había ocupado el puesto de maestra de la isla, con alrededor de media docena de alumnos. Todos habían asistido cada mañana a la única aula de la escuela en Crystal Cove, no muy lejos del faro. Ahora, las únicas familias que quedaban en la isla eran jubilados o gente que solo vivía ahí una parte del año, así que habían acabado por cerrar la escuela.

—Seguimos utilizando la escuela de vez en cuando —dijo Sage—. El edificio está en perfectas condiciones.

—¿Para qué la usan? —preguntó Jason, y sintió los dedos de los pies de Justine que le propinaban una patadita de advertencia en el tobillo.

—Reuniones sociales —se apresuró a decir Rosemary—. ¿Está disfrutando de la cena, Jason?

—Es formidable —dijo.

La sopa era suculenta y tenía un sabor fresco, hecha de patatas, col rizada, maíz, tomates y hierbas aromáticas. Sirvieron el pan Madre de la Oscuridad, edulcorado con miel, con mantequilla de manzana casera y trozos de queso blanco de la zona.

El postre consistió en un pastel de migas hecho sin huevos y edulcorado con melaza y frutos secos. Según Sage, la receta provenía de los tiempos de la Gran Depresión, una época en que los huevos y la leche no estaban al alcance de mucha gente.

Las ancianas eran como un viejo y nostálgico matrimonio que rememoraba su vida en la isla. Le contaron historias sobre Justine cuando era niña. La vez en que se había empecinado en tener una fiesta sorpresa para su cumpleaños y lo había planeado todo, instruyendo meticulosamente a Rosemary y a Sage sobre lo que debían hacer. Las dos mujeres lo habían hecho todo por ella, naturalmente, y la habían llamado «la fiesta de no sorpresa de Justine».

Y en otra ocasión, durante una de sus visitas en invierno, Justine se había quejado de sus tradiciones navideñas paganas porque quería tener un árbol de Navidad.

—Yo le expliqué a Justine —dijo Rosemary— que nuestra tradición consistía en sacar al patio una cabra de Navidad de paja. Ella me preguntó qué tradición celebraríamos si no fuera por la cabra, y yo le respondí que no estaba segura. Y a la mañana siguiente —Rosemary hizo una pausa cuando de pronto Sage se echó a reír y Justine enterró la cabeza entre sus manos— miré por la ventana y descubrí que la cabra de Navidad había desaparecido. Solo había un montón de cenizas que todavía ardían en el suelo. Justine negó cualquier responsabilidad, por supuesto, pero dijo con gran entusiasmo: «Ahora podremos tener un árbol».

—¿Quemaste la cabra de Navidad? —preguntó Jason a Justine, divertido.

—Era un sacrificio ritual. Tenía que irse —le contó Justine a regañadientes.

—Desde entonces, siempre hemos tenido árbol de Navidad —dijo Sage—. Incluso cuando Justine no estaba con nosotras.

Justine alargó la mano y la posó sobre el hombro de Sage.

—Siempre que podía os venía a ver —dijo—. Hace tiempo que no nos perdemos unas navidades, ¿no es cierto?

Sage sonrió.

—No, tienes razón.

Después de la cena se trasladaron a la sala principal y se sentaron alrededor de la chimenea con una copa de vino de baya de saúco. Al final, Sage y Rosemary se sentaron una al lado de la otra al piano e interpretaron una aparatosa versión a dúo de Stardust adornada con arpegios y glissandos.

Justine se acurrucó en un rincón del sofá con las rodillas subidas entre la tela de la larga falda floreada y los brazos alrededor. Sonrió a Jason cuando él se sentó a su lado.

—Les gustas —dijo en voz baja.

—¿Cómo lo sabes?

Stardust es su mejor pieza. Solo la tocan para la gente que les cae bien.

—¿Están… juntas? —preguntó Jason con mucho tacto.

—Sí. No suelen hablar de su relación. Lo único que me ha dicho Sage alguna vez es que por vieja que seas siempre eres capaz de sorprenderte a ti misma.

Jason se quedó mirando el semblante de Justine mientras las melancólicas notas de Autumn Leaves llenaban el aire. Era el tipo de canción que no necesitaba de palabras, las emociones se reflejaban en cada nota. La luz del fuego bailaba sobre la piel de porcelana de Justine y la curva melancólica de su boca. Unas delicadas sombras manchaban sus ojos. Estaba cansada. Jason quería tener su cuerpo, sereno y pesado por el sueño, entre sus brazos mientras dormía.

Unos rayos atravesaron el cielo, acompañados de un estruendo ensordecedor que llevó a Justine a dar un respingo.

—Parece como si la tormenta tuviera intención de prolongarse para siempre —dijo.

—Yo creo que irá amainando lo suficiente para que podáis salir mañana —dijo Sage, todavía tocando el piano—. Claro que tendremos que trabajar en un poderoso hechizo de protección antes de que os marchéis.

El semblante de Justine se tensó y lanzó una mirada cautelosa a Jason.

—¿Protección para qué? —preguntó él en un tono de voz que impedía que las demás mujeres pudieran oírlo—. ¿Contra la tormenta?

—Más o menos —dijo Justine, y sus dedos deshicieron los pliegues de su falda, tirando de ella y alisándola alternativamente.

La mano de Jason se posó sobre la suya en un intento de detener sus movimientos nerviosos.

—¿Puedo ayudar?

La pregunta provocó una breve sonrisa en sus labios.

—Salvarme la vida ha sido más que suficiente.

Cuando Sage finalizó la canción, Rosemary se volvió en el banco del piano y miró a Justine.

—Tenemos algo importante que hablar contigo —dijo.

A pesar de que sabía muy bien que no le incumbía, Jason no pudo dejar de decir:

—Sería preferible esperar a mañana por la mañana.

Justine todavía estaba débil por los acontecimientos del día, no tenía el pleno control sobre sí misma. En ese momento, el único posible resultado de una discusión o de una pelea sería la frustración mutua.

Justine frunció el ceño y apartó la mano.

—Es algo de lo que tengo que hablar con ellas —le dijo—. Si no, no seré capaz de dormir. Es la razón por la que, en un primer momento, vine hasta aquí. —Su boca se frunció en una pequeña mueca de disculpa—. No pretendo ser grosera, pero ¿te importaría meterte en la habitación de invitados un rato?

—Por supuesto que no. —Jason se levantó y se acercó a la estantería de obra que había al lado de la chimenea—. Cogeré un par de libros. Hace tiempo que quería ponerme al día con la lectura. —Sacó un par de libros al azar del estante—. Sobre todo —hizo una pausa para echarle un vistazo al título del primer libro de la pila—, me falta por leer Hongos de la costa noroeste del Pacífico. E Historia de las hélices y de la propulsión marina.

—Ése te encantará —dijo Justine.

Jason le lanzó una mirada sarcástica.

—Por favor, no me chafes el final.

Jason había insistido en llevar los platos a la cocina antes de subir al dormitorio de la torre. A Justine le había complacido y sorprendido a partes iguales descubrir que un hombre de su posición se prestara a echar una mano en las tareas domésticas. Y le divertía ver lo mucho que le gustaba a Rosemary, a pesar de todo y por mucho que le fastidiara.

—No es que no me gusten los hombres —dijo Rosemary a la defensiva después de que Justine hubiera hecho un comentario al respecto—. Solo que hay muchos que me desagradan.

Esta observación, junto con su semblante malhumorado, provocó las risas de Justine y Sage que en ese momento estaban enjuagando y apilando platos en el fregadero.

Rosemary pasó un trapo por la encimera con gran dignidad.

—Admito —dijo al rato— que Jason es encantador y culto. Por no hablar de su inteligencia. Me cuesta creer que alguna vez jugó al fútbol.

Justine adoptó un tono de voz de preocupación:

—Espero que no te haya arruinado ningún estereotipo, Rosemary.

—Yo no utilizo estereotipo. Yo generalizo.

—¿Acaso no es lo mismo? —dijo Justine con una sonrisa en los labios—. Me lo vas a tener que explicar porque a mí me lo parece.

—Te lo explicaré —intercedió Sage—. Si Rosemary dijera que todos los hombres son unos brutos insensibles que aman el fútbol y beben cerveza, estaría estereotipando. Sin embargo, si Rosemary dijera que la mayoría de los hombres son unos brutos insensibles que aman el fútbol y beben cerveza, estaría generalizando.

Justine la escuchaba con una expresión dubitativa en la cara.

—La verdad es que ninguna de las dos versiones otorga a los hombres demasiado reconocimiento.

—Eso es porque ninguno se lo merece —dijo Rosemary.

—Eso es estereotipar —le dijo Sage a Justine en voz baja.

Las tres mujeres trabajaron codo con codo en la cocina, enjuagando platos y cargando el lavaplatos hasta que estuvo lleno. Justine se ofreció para lavar la gran olla de la sopa en el fregadero. Mientras metía las manos en el agua jabonosa y caliente sopesó cuál sería la mejor manera de atacar el tema del maleficio, pero Sage se le adelantó.

—Justine, querida, parece ser que Rosemary cree que de alguna manera has conseguido romper el maleficio. Yo le dije que no podía ser cierto, pues sería prácticamente imposible para ti lograr algo así por tu cuenta.

Justine no dejó de fregar la olla mientras decía:

—Entonces, ¿quiere decir que admitís la existencia del maleficio?

Su pregunta fue recibida con un silencio áspero y contenido.

Justine estaba estupefacta porque, a esas alturas, intentaran mantener algunas cosas en secreto, máxime cuando esos secretos influían de manera rotunda en su vida. Después de Zoë, no había nadie en quien Justine había confiado tanto como en esas dos mujeres. La decepción le dolía hasta unos niveles que ni siquiera Marigold había llegado a conseguir alguna vez.

—El maleficio existía —admitió Rosemary quedamente—. Volvamos a la estancia principal y sentémonos mientras…

—Todavía no. No he acabado con esta olla.

Justine frotaba el acero inoxidable frenéticamente. Necesitaba hacer algo, si se veía obligada a sentarse sin nada en lo que ocuparse explotaría.

—Muy bien.

Las dos mujeres se sentaron en unos taburetes de madera a la pequeña mesa de la cocina.

De nuevo la voz de Sage.

—¿Podrías contarnos cómo lo descubriste? ¿Y qué has hecho al respecto?

—Sí. Pero primero os contaré por qué lo hice. Aunque supongo que ya lo sabéis.

—Querías amor —fue la queda respuesta. Justine ni siquiera estaba segura de cuál de las dos lo había dicho.

—Al menos quería tener la oportunidad de experimentarlo. —Justine escurrió la olla jabonosa y empezó a enjuagarla laboriosamente. Intentaba hablar con calma, pero su voz se había tensado como un muelle a punto de quebrarse—. ¿Cuántas veces habré estado sentada en esta cocina renegando y llorando, lamentándome a vosotras porque sabía que me pasaba algo? Incluso os llegué a preguntar en una ocasión si podía tener algo que ver con la magia y vosotras lo negasteis, las dos. Dijisteis cosas como: «Algún día pasará, Justine. Sé paciente, Justine». Pero mentíais. Sabíais que no tenía ni la más remota posibilidad de llegar a sentirlo algún día. Que siempre estaría sola. ¿Cómo pudisteis hacerme eso?

—Uno puede estar solo —dijo Rosemary— sin por ello estar aislado del resto del mundo. Y sentirse aislado sin por ello estar solo.

Furiosa, Justine dejó la olla sobre la encimera con demasiada fuerza.

—No necesito tu sabiduría de pacotilla. Necesito respuestas.

—Justine, ibas a contarnos cómo descubriste lo del maleficio —dijo Sage amablemente.

Todavía con el rostro vuelto, Justine se agarró del fregadero con las manos mojadas.

—El Triscaideca —masculló entre dientes—. Página trece.

Sus hombros se tensaron al oír unos jadeos audibles.

—¡Por Júpiter montado en un saltador! —exclamó Rosemary.

—¡Oh, Justine! —dijo Sage con la voz temblorosa—. Ya te advertimos que nunca lo hicieras.

—Me contasteis un montón de cosas. Desgraciadamente, el maleficio no fue una de ellas. Así que tuve que descubrirlo a través del Triscaideca. —Justine se volvió para encararlas, desafiante—. Es mi libro de conjuros y mi decisión.

El tono de voz de Rosemary sonaba más a desconcierto que a recriminación.

—No creo que seas tan ingenua como para creer que puedes romper una de las reglas de la magia sin que tenga consecuencias para todos los miembros de la hermandad.

—Yo no soy una de vosotras. Por lo tanto, es asunto mío y de nadie más. Abrí el Triscaideca por la página trece y ésta me dio el conjuro para romper el maleficio, así que seguí sus instrucciones. —Lanzó una mirada rebelde a las dos mujeres—. Ahora tengo algunas preguntas que haceros: ¿Quién me lanzó el maleficio y por qué? ¿Mi madre sabe algo al respecto? ¿Por qué nadie me ha contado nada? Porque no se me ocurre lo que puedo haber hecho para que alguien me odie tanto.

Ninguna de las mujeres quiso responder. Cuando Justine miró de la una a la otra, tuvo un mal presentimiento, un presentimiento amenazador.

—No fue lanzado por odio —dijo Sage cautelosamente—, sino por amor, cariño.

—¿Quién demonios fue?

—Fue Marigold —dijo Rosemary en voz baja—. Lo hizo para protegerte.

Justine estaba perpleja, se había quedado helada. No tenía sentido.

—¿Protegerme de qué? —consiguió preguntar, a pesar del dolor que las palabras le causaban en la garganta.

—Marigold sobrevivió a duras penas a la pérdida de tu padre —dijo Sage—. No volvió a ser ella misma hasta mucho tiempo después.

—No estaba en su sano juicio —dijo Rosemary—. Sufría la clase de dolor que no deja espacio para nada más. E incluso después de que se recuperara, nunca volvió a ser la misma. Acudió a nosotras cuando tú todavía eras una bebé y nos dijo que había decidido que su única hija nunca tuviera que soportar tal agonía. Quería echarte un maleficio para que estuvieras protegida contra cualquier pérdida, para siempre.

—Protegerme de las pérdidas —dijo Justine con una voz hueca— asegurándose de que nunca tuviera nada que perder.

Se abrazó a sí misma en un intento instintivo de evitar desmoronarse. Las emociones se desbordaron hasta convertirse en vacuidad, como la acuarela que se corre sobre una hoja de papel mojado.

—Yo no estuve de acuerdo —dijo Sage—. Pero era tu madre. Una madre está en su derecho de tomar decisiones en nombre de sus hijos.

—No este tipo de decisiones —dijo Justine con ferocidad—. Hay decisiones que ni siquiera una madre debe tomar. —Le enfureció aún más si cabe leer en sus semblantes que había ganado un punto—. ¿Por qué no la detuvisteis?

—La asistimos, Justine —dijo Rosemary—. El Círculo al completo lo hizo. El maleficio era demasiado poderoso para que pudiera encargarse ella sola.

A Justine le costaba respirar.

—¿Todas la ayudasteis?

—Marigold era miembro de la hermandad. Estábamos obligadas a hacerlo. Fue una decisión colectiva.

—Pero yo nunca tuve elección.

La habían traicionado, todas esas mujeres, sin excepción.

Parecía que todo el universo no era más que una mentira. Justine se sentía como una criatura salvaje, presta a atacar, deseosa de herir a alguien, incluso a sí misma.

—Fue por tu seguridad —oyó que decía la voz de Rosemary a través del susurro de la sangre en sus oídos.

—Marigold no quería mi seguridad —gritó Justine—. Quería tenerme encerrada en una cárcel que ella construyó para mí. Estaría sola y de ese modo ¿qué otra elección tendría sino copiar su vida hasta el último detalle? Tendría que unirme a la hermandad y seguiría su plan, y ella supervisaría todo lo que hiciera y yo sería exactamente como ella. No quería una hija. Quería un clon.

—Te quería —dijo Sage—. Sé que todavía te quiere.

El hecho de que Sage fuera capaz de mirar lo que le habían hecho y llamarlo amor enfureció aún más a Justine.

—¿Cómo lo sabes? ¿Porque ella te lo dijo? ¿Acaso no entiendes la diferencia entre amor y control?

—Justine, por favor, intenta comprender que…

—Lo comprendo —dijo, y se estremeció de una ira tan intensa que sintió el pánico—. Vosotras sois las que no comprendéis nada. Queréis creer que toda madre les desea lo mejor a sus hijos. Pero las hay que no.

—No pretendió hacerte daño, Justine.

—Pretendió exactamente lo que hizo.

—Es posible que no haya sido una madre perfecta, pero…

—No intentes explicarme qué clase de madre ha sido Marigold. Soy la única persona en el mundo que sabe lo que fue criarse con ella. Se supone que una madre desea darle una educación a su hija y un hogar estable. En su lugar, me arrastró consigo de un lado a otro como una maleta barata. Mi madre nunca se quedaba en un lugar ni se dejaba atrapar por nada que no fuera «divertido». Y en cuanto hacer de madre dejaba de ser divertido, lo que sucedía prácticamente siempre, tenía que arreglármelas sola. Porque para ella yo era inoportuna.

Ésta era la verdad. Pero ninguna de las mujeres quería oírlo, como la mayoría de la gente enfrentada a una verdad incómoda. Su relación con Marigold y Justine, su participación en el maleficio, su confianza en la sabiduría colectiva de la hermandad, de pronto todo eso se había tornado precario. Y Justine sabía perfectamente cómo lo manejarían. La culparían de ser rebelde y difícil. Resultaba más fácil culpabilizar a la alborotadora, a la víctima infeliz, que mirar hacia dentro y hacer examen de conciencia.

—Es normal que estés molesta —dijo Sage—. Necesitas tiempo para adaptarte a ello, pero no hay tiempo. Tenemos que hacer algo ahora mismo, cariño, porque al cambiar tu destino has conseguido que…

—No cambié mi destino —le espetó Justine—, lo devolví a lo que tenía que haber sido desde un principio.

La energía ardía debajo de su piel, saltando de célula en célula.

Rosemary se había quedado mirándola de una manera extraña, con el semblante macilento.

—Justine —dijo con mucha cautela—, no puedes devolver las cosas al estado en el que estaban antes. Tu destino está marcado por todos tus actos. A cada acción le corresponde una reacción. Y al romper el maleficio has alterado el equilibrio entre la esfera espiritual y el mundo físico. Has creado una tormenta en más de un sentido.

Pero según Justine, la gota que había colmado el vaso fue tener que soportar que una mujer que había contribuido a que tuviera que vivir con un maleficio toda su vida le diera lecciones.

—¡Entonces, para empezar, no deberías haber ayudado a echarme un maleficio!

La energía liberada por un golpe de cólera sin dirección saturó la lámpara del techo. Tres de las bombillas de la lámpara de la esquina explotaron y los cristales llovieron brillantes en medio del resplandor residual.

—Justine —dijo Rosemary con dureza—, cálmate.

La cubertería tintineaba y saltaba al lado del fregadero. La boca de Justine estaba llena del sabor a cenizas. La ira y el dolor la atravesaban como cuchillas.

Sage estaba lívida de preocupación.

—Solo queremos ayudarte.

—¡No necesito la ayuda que vosotras podéis darme!

Un cuchillo de mondar y unas piezas de la cubertería magnetizada que había sobre la encimera salieron disparados y se clavaron en el lado de la nevera de acero inoxidable. Justine estaba ciega de furia. Nada era tal como ella había pensado que era, nada era real ni verdadero. Oyó que pronunciaban su nombre: la voz de Rosemary enojada, la de Sage suplicante.

En medio de la confusión se dio cuenta de que Jason había entrado en la estancia. Rosemary le pidió ásperamente que se fuera, le contó que Justine estaba fuera de control y que le haría daño. Más allá de la rabia que sentía, Justine cayó en la cuenta aterrorizada de que Rosemary tenía razón.

Jason ignoró las advertencias y en un par de zancadas alcanzó a Justine y se la acercó. Cogió su cabeza entre sus manos, obligándola a mirarlo.

—Justine —dijo en voz baja y apremiante—, mírame. Todo está bien, cariño. ¿Recuerdas lo que te dije? Sea lo que sea que hagas, digas o sientas. Mírame.

Entre sollozos y jadeos, Justine trasladó su mirada desenfocada hacia él. Aquellos ojos misteriosos la poseían, la manera en que él la miraba, como si lo supiera todo de ella, como si la conociera mejor que nadie. Estaba tranquilo e inalterable, obligándola a estar presente allí, junto a él. Guiándola a través de la tormenta, una vez más.

—¿Te has hecho daño? —Jason le apartó el cabello de la cara—. ¿Has pisado algún cristal?

—N-n-no lo c-creo. —Justine sintió cómo la energía candente mermaba. Pero la ira y la angustia seguían latentes. Era incapaz de mirar a Rosemary y a Sage—. Éste es el porqué —le dijo a Jason, temblorosa y entre risas, mientras las lágrimas caían de sus ojos—. La pregunta del juego de verdad o consecuencia, ¿lo recuerdas? Por qué rompí con mi antiguo novio. Me tenía miedo. Tú también deberías tenerme miedo. Deberías…

Jason la hizo callar besando su frente, retirando un mechón de su cabello que se había pegado a su mejilla húmeda por las lágrimas. Alargó la mano para coger un rollo de papel y arrancó un pedazo. Después de secarle los ojos, le acercó el pañuelo a la nariz y Justine se sonó la nariz obedientemente.

Sage suspiró al ver que la tormenta había pasado.

—Nosotras nos ocuparemos de esto —le dijo a Jason cuando vio la mirada que echaba al desorden que reinaba en la cocina—. Gracias, Jason. Acabaremos de hablar con Justine, ahora que parece que se ha…

—No. —Jason estaba mirando los cubiertos y los cuchillos clavados en la nevera—. Me la llevaré arriba.

Justine se puso rígida al seguir la mirada de Jason. Debería huir de su lado, tal como había hecho Duane. En su lugar, rodeó sus hombros con su fuerte brazo.

—Cuidado dónde pisas —dijo—. Se me da bien la hipotermia, pero estoy jodido si tengo que darte unos puntos.

—Tiene más habilidades de las que creíamos —dijo Rosemary, sin dirigirse a nadie en particular—. Probablemente tenga más de las que haya podido ver jamás en una sola persona. Y es incapaz de controlarlas.

Exhausta y huraña, Justine permaneció en silencio. Su mandíbula temblaba y la tensó para así contener el llanto.

—Creo que ya es suficiente por hoy —dijo Jason en un tono de voz deliberadamente complaciente, al tiempo que se llevaba a Justine de la estancia.

—Hay algo que ambos debéis saber —dijo Rosemary.

—Puede esperar hasta más adelante —replicó Jason.

—No, no puede. Verá…

—Rosemary —interrumpió Jason con firmeza—, con todos los respetos, creo que ha llegado el momento de callarse.

La anciana abrió la boca para protestar y luego la volvió a cerrar y miró a Sage, que parecía triste.

—Tal vez sí.