—¿Qué significa eso? —requirió Justine con los ojos como platos—. Jason me contó lo mismo hace un par de noches.
—Entonces, ¿es consciente de ello? —preguntó Sage, al tiempo que doblaba los pantalones cuidadosamente—. Fascinante. No suelen tener ni idea.
Sage miró a Rosemary de reojo.
—Que alguien me lo explique —insistió Justine—. ¿Estáis diciendo que es un sociópata de libro o algo así?
—¡Oh, no, en absoluto! —Sage se rió entre dientes y se inclinó hacia delante para darle una palmadita a la rodilla de Justine a través de la colcha—. He conocido a personas muy agradables que no tenían alma. No es nada que haya que criticar, y desde luego no se puede hacer nada por remediarlo; sencillamente es así.
—¿Cómo lo supisteis? ¿Qué fue lo que os puso sobre aviso?
—Normalmente las brujas, por transmisión de linaje, tenemos la habilidad de detectar si alguien tiene alma o no. ¿No lo presentiste la primera vez que viste al señor Black?
Después de considerar la pregunta, Justine contestó:
—Por un instante quise apartarme de él, no estaba segura del porqué.
—Exacto. Lo experimentarás a veces, cuando conozcas a alguien nuevo. Pero naturalmente no debes decírselo. La mayoría de la gente que carece de alma no es consciente de ello y no quiere saberlo.
Justine se sentía inexplicablemente molesta.
—No lo pillo. Nada de lo que me estáis diciendo.
—Incluso careciendo de alma —continuó hablando Rosemary—, uno seguiría teniendo sentimientos, pensamientos y también recuerdos. Seguiría siendo él. Pero no tendría trascendencia. No quedaría nada después de la defunción del cuerpo.
—Ni cielo ni infierno —dijo Justine lentamente—, ni Valhalla, ni Tierra del Eterno Verano, ni Inframundo; tan solo ¡puf!, ¿y es un adiós para siempre?
—Eso es.
—Siempre me he preguntado si, en realidad, esa gente no lo percibe en lo más profundo de su ser —reflexionó Sage en voz alta—. Aparentemente, la gente que no tiene alma pocas veces llega a la vejez y tiende a vivir intensamente. Como si fuera consciente del poco tiempo que le queda.
—Eso me recuerda el pequeño poema que siempre te gustó tanto, Sage. El de la vela.
—Edna St. Vincent Millay —recitó Sage con una sonrisa en los labios—. Mi vela se consume por los dos extremos; no durará hasta la noche; pero, ay, enemigos míos, oh, amigos míos; ¡da una bonita luz!
—Describe a la perfección a los desalmados —dijo Rosemary—. Están determinados a experimentar todo lo que puedan antes del último deceso. Tienen un apetito voraz. Pero por mucho éxito que tengan, nunca será suficiente, y nunca comprenden por qué.
—¿Cómo acaba alguien sin alma? —preguntó Justine en voz baja.
—Sencillamente hay personas que nacen sin ella. Es un rasgo particular, como el color de los ojos o el tamaño de los pies.
—Pero eso no es justo.
—Pues no. A menudo la vida es injusta.
—¿Cómo se puede arreglar? —preguntó Justine—. ¿Cómo podría alguien conseguir un alma si carece de ella?
—No puede —contestó Rosemary—. Es imposible. O al menos nunca he oído hablar de algo así.
—Pero cuando descubren que no tienen alma —dijo Sage—, las cosas se vuelven peligrosas. Toda criatura viva está obligada a preservar su propia existencia. ¿Hay algo que un hombre como Jason no sería capaz de hacer con tal de perpetuarse en la eternidad?
No. Nada lo detendría.
La mano de Justine se deslizó hasta el centro de su pecho, donde estaba oculta la pequeña llave de cobre, detrás del corpiño del camisón.
Rosemary la miró, compasiva.
—Veo que ya lo has entendido. Relacionarte con un hombre como Jason Black podría acabar siendo como bailar con el diablo.
—¿Y Jason podría llegar a amar a alguien, a pesar de que no tenga alma?
—Por supuesto que sí —dijo Sage—. Al fin y al cabo sigue teniendo corazón. De lo que no dispone es de tiempo.
Después de ocuparse del barco, Jason volvió a trepar lentamente hasta el faro. Los antiguos escalones de piedra se acomodaban mal a sus pies, algunos estaban inclinados oblicuamente y muchos estaban rotos. El centro de cada uno de los escalones estaba tan gastado que había adquirido la forma de una hamaca por la pisada de incontables zapatos. Estaban peligrosamente resbaladizos por la lluvia.
Las ráfagas de viento lo atacaban desde varias direcciones, desafiando su equilibrio. Seguía sin saber cómo había conseguido transportar a Justine escaleras arriba sin caerse, entonces estaba demasiado acelerado por la adrenalina para siquiera pensar en ello.
Dudaba de que alguna vez fuera capaz de recuperarse de la visión de Justine luchando con el océano, de su rostro gris de resignación ante la inminente muerte. Habría hecho cualquier cosa por ella, lo habría arriesgado todo, sin dudarlo ni un segundo. Habría dado la vida por ella, le habría dado su sangre directamente en vena si eso hubiera podido salvarla. Y la abnegación era, cuando menos, un nuevo concepto para él.
Lo más extraño de todo eso era que no estaba intentando razonar en contra de sus actos, ni siquiera quería hacerlo. Los sentimientos que guardaba por Justine eran algo sobre lo que no tenía ningún poder, de la misma manera que no podía elegir si quería respirar, dormir o comer. Era demasiado pronto para estar tan seguro. Pero eso tampoco importaba.
Sus anteriores relaciones se habían terminado cuando se tornaron intempestivas o se estancaron. Y cada vez, Jason había seguido su camino con la arrogante convicción de que el amor nunca sacaría lo mejor de él.
Vaya idiota había sido.
Ahora sabía que solo podía ser amor cuando sabía que no tenía fin. Cuando era tan inevitable como la gravedad. Enamorarse era un descenso inevitable en el que la única manera de intentar no hacerse daño era seguir adelante. Seguir cayendo.
Cuando estuvo a punto de llegar a lo alto de la escalera, echó una mirada hacia el faro. Era una construcción del cambio de siglo, construido de piedra caliza y tejas de madera con porches todo alrededor, apuntalados con columnas de madera. La torre octagonal, integrada con la casa del farero, se erguía por encima del tejado de dos aguas muy inclinadas.
Después de dejar atrás la sirena de niebla montada en el porche delantero, Jason se abrió paso a través de la puerta y la volvió a cerrar para dejar fuera la tormenta. Se quitó la chaqueta y la colgó de un gancho y luego se desprendió de sus zapatos náuticos empapados. Su camiseta, que se había vuelto a poner antes de volver al muelle, estaba fría y húmeda. Sus pantalones cortos se habían secado, pero se sentía pegajoso y una capa de sal cubría su piel. El olor a pan recién hecho inundaba toda la casa y se le hizo la boca agua. Estaba muerto de hambre.
—Señor Black. —Sage se acercó a él cargada de un montón de toallas blancas. Sus rizos plateados bailaban como antenas de mariposa sobre sus hombros—. Aquí tiene —dijo alegremente.
—Gracias. Por favor, llámeme Jason. —Se pasó la toalla por el pelo y la nuca—. ¿Cómo está Justine?
—Está durmiendo plácidamente en nuestro dormitorio. Rosemary la está velando.
—Tal vez debería echarle un vistazo —dijo Jason, al tiempo que intentaba luchar contra la presión en su pecho. Sentía como si unas bandas de hierro ciñeran su corazón. Era preocupación. Una nueva figura en su paisaje emocional.
—Justine es una mujer joven y sana —dijo Sage amablemente—. Un pequeño descanso y volverá a ser la de siempre. —Sage se lo quedó mirando, como si algo en su rostro la hubiera sorprendido—. Ha sido muy valiente haciendo lo que ha hecho hoy. Entiendo lo que significa para un hombre de su posición arriesgarse de esta manera.
«¿Un hombre de su posición?». Jason le sostuvo la mirada, al tiempo que se preguntaba qué habría querido decir con ello.
—Permítame que le enseñe el baño de invitados —dijo Sage—. Dese una ducha caliente y póngase algo de ropa seca.
Jason hizo una mueca.
—Desgraciadamente no tengo una camisa de recambio, ni…
—No se preocupe, querido, he encontrado algunas prendas que pertenecieron a mi difunto esposo. Él estaría encantado de que alguien les sacara un poco de provecho.
—No quisiera… —empezó a decir Jason, incómodo ante la perspectiva de tener que vestirse con ropa que había pertenecido a un hombre muerto, aunque no pudo evitar fijarse en las palabras «difunto esposo»—. ¿Estuvo usted casada?
—Sí, Neil era el farero del lugar. Después de su muerte ocupé su puesto. Acompáñeme hasta la habitación de invitados. Daremos una vueltecita para que pueda ver el resto de la casa por el camino.
—El faro ya no está en funcionamiento, ¿verdad?
—No, cuando lo desmantelaron a principios de los años setenta la Guardia Costera me lo vendió por casi nada. Y a cambio de hacerme cargo del mantenimiento recibo una pensión vitalicia de una fundación privada para la preservación de antiguos edificios. Le aconsejo que, cuando haya descansado, suba a lo alto de la torre, la lente Fresnel original sigue allí. Está hecha de cristal francés. Es muy bella, como una escultura de estilo art déco.
Las habitaciones estaban pintadas en delicados tonos de azul turquesa y verde mar y repletas de acogedores muebles tapizados y lustrosas molduras. La estancia principal se abría a una enorme cocina y a una habitación menor que hacía las veces de zona multiusos.
—La llamamos la habitación de estar —dijo Sage—. La mayor parte del tiempo la utilizamos como taller, pero cuando tenemos invitados, como esta noche, añadimos una hoja a la mesa y la convertimos en un comedor.
Jason se fue a una de las esquinas de la estancia donde un antiguo casco de buzo de bronce descansaba sobre un estante. Estaba provisto de una ventana de cristal con un cierre de cadena y horquilla y una junta de cuero.
—Es como sacado de una novela de Julio Verne. ¿Cuántos años tiene?
—Lo hicieron en 1918, más o menos. —Sage soltó una risa de sorpresa—. Neil dijo lo mismo cuando lo compró. Le recordaba a Julio Verne. ¿Ha leído sus novelas?
—La mayoría de ellas. —Jason sonrió—. Julio Verne consiguió predecir un montón de inventos que finalmente se hicieron realidad. Los submarinos, las videoconferencias, las naves espaciales… Nunca he sido capaz de dirimir si fue una genialidad o magia.
A Sage pareció gustarle lo que acababa de decir.
—Tal vez un poco de las dos cosas.
Sage lo condujo hasta la habitación de invitados en el piso inferior de la torre. Era como una habitación sacada de un cuento de hadas, octagonal, con ventanas panorámicas y bancos tapizados, colocados a lo largo de prácticamente todas las paredes. Los únicos muebles eran una espaciosa cama con marco de hierro situada en el centro de la estancia y una mesita de madera al lado. Aunque la habitación sería fría durante la noche, la cama estaba cubierta de colchas del color del marfil y tres capas de almohadas. Sobre ella, Sage había dispuesto una sencilla camisa y un par de pantalones.
—Me temo que no tenemos calcetines que le puedan ir bien —dijo Sage con pesar—. Tendrá que ir descalzo hasta que se hayan secado sus zapatos.
—Anduve descalzo todo el tiempo en casa de mi abuela en Japón —dijo Jason.
—¿Tiene usted sangre japonesa? ¡Ah!, eso explica sus pómulos y preciosos ojos oscuros.
Jason rió quedamente.
—Es usted una ligona, Sage.
—A mi edad puedo flirtear todo lo que me dé la gana y, además, sin meter a nadie en problemas.
—Me temo que, si quisiera, podría causar estragos.
Sage soltó una risita.
—¿Ahora quién está flirteando? —Hizo un gesto en dirección a un pequeño baño con una ducha antigua—. Los artículos de aseo de los invitados están en la cesta debajo del lavabo. Hay tiempo más que suficiente para que pueda echar una siesta. Podrá descansar aquí sin que nadie le moleste.
—Muchas gracias, pero no suelo echarme la siesta.
—Debería probarlo. Tiene que estar cansado después de las heroicidades de hoy.
—No fueron heroicidades —dijo Jason, incómodo con tanto elogio—. Simplemente hice lo que había que hacer.
Sage le sonrió.
—¿Acaso no es ésa la definición de un héroe?