11

Negritud fría y abrasadora. Dolor por todos los lados, de golpe, como si le hubieran prendido fuego. Intentó darle la vuelta, pero el kayak había volcado hacia su lado más débil y no conseguía terminar el movimiento. Suspendida boca abajo, desorientada por el shock de frío, luchó por soltar la manilla del faldón impermeable que la sujetaba a la bañera del kayak. El frío ya había empezado a confundirla, no conseguía encontrar la manilla y el pánico se estaba apoderando de ella.

Consiguió abrirse paso de costado hasta que su rostro rompió la superficie del agua durante la fracción de segundo necesaria para coger aire. Cuando volvió a hundirse, buscó la manilla y finalmente la encontró. Tiró de ella desesperadamente y el faldón se soltó. Luchó para salir del kayak. Cuando llegó a la superficie, se agarró a la embarcación volcada y llenó sus pulmones de aire antes de que una nueva ola rompiera contra ella.

El frío era indescriptible. Tenía la piel y los músculos entumecidos, y su presión arterial se había disparado. La pala del kayak flotaba a apenas un metro de ella, todavía enganchada a la proa por una correa sujeta con un mosquetón. Entre jadeos maniobró hasta la proa y se agarró a la cubierta elástica para no perder el contacto con el kayak. Cogió la correa y tiró hasta que tuvo la pala a su alcance. Le costó cerrar la mano alrededor de la pértiga.

Tenía que salir del agua. Su psicomotricidad fina había desaparecido. En unos diez minutos, la sangre dejaría de llegar a los músculos secundarios.

Introdujo la mano por debajo del kayak, encontró el flotador de pala de gomaespuma que guardaba debajo de la cuerda de resorte en la cubierta y lo sacó. Necesitaba el flotador de pala para volver a subir al kayak. Sus manos eran tan torpes como si llevara puestas unas manoplas. Intentó introducir un extremo de la pala en el bolsillo de nailon de la parte de atrás del flotador.

Antes de que hubiera terminado la maniobra, una ola rompió contra ella. Fue como chocar contra una pared de hormigón y el impacto a punto estuvo de dejarla fuera de combate. Entre jadeos y a punto de ahogarse, vio que la ola se había llevado el flotador de pala. Agarró la pala que todavía estaba unida al kayak a través de la correa.

Consiguió volver al kayak, agradecida por la flotabilidad de su chaleco salvavidas.

Ahora que ya no disponía del flotador, la única opción que le quedaba era darle la vuelta a la embarcación e intentar subir por la popa gateando. Sin embargo, cuando quiso agarrarse a la red se encontró con que apenas le quedaban fuerzas para hacerlo.

Todo estaba ocurriendo demasiado rápido. El frío era cada vez más cortante, sus músculos estaban anquilosados como si se estuviera petrificando. Estaba asustada, pero era una buena señal. Cuando uno deja de sentir miedo, cuando todo deja de importarle, es cuando está realmente en peligro.

Intentó pensar en algún conjuro, alguna plegaria, cualquier cosa que tuviera sentido, pero las palabras flotaban en su cabeza como letras en un plato de sopa de letras.

La superficie de plástico amarillo del kayak le golpeó la cabeza, impulsándola a actuar.

La elección era muy sencilla: sube al kayak y vive; quédate en el agua y muere.

Resollando, gruñendo de esfuerzo, le dio la vuelta al kayak y consiguió llegar a la popa. Las olas la empujaban en violentas sacudidas, hacia arriba, hacia abajo, de un lado a otro.

Cada momento requería de una fuerte voluntad y concentración. Sabía lo que tenía que hacer: introducir la pala entre el cordaje. Bajar la popa con el peso de su cuerpo. Mover los pies para subir a la cubierta de popa. Meterse en la bañera.

Sin embargo, Justine no estaba segura de si realmente estaba haciendo aquello o si simplemente lo pensaba. No, seguía en el agua. La proa de la embarcación se había levantado, debía conseguir hundir la popa en el agua. No sabía si sus piernas se estaban moviendo, si sería capaz de dar una patada lo suficientemente fuerte para lanzarse sobre la embarcación. Si metía la pata, no tendría otra oportunidad.

De pronto se encontró a sí misma espatarrada sobre la popa, a horcajadas sobre el kayak. «Gracias, espíritus». Al tiempo que luchaba por mantener la embarcación equilibrada, empezó a avanzar a gatas hacia el centro.

Pero estaba a punto de llegar una nueva ola. Una pared de metro y medio de agua rodaba directamente contra el costado del kayak. Justine vio cómo se acercaba con un extraño sentimiento de resignación, sabía que iba a volver a volcar. Se acabó. Cerró los ojos y contuvo la respiración mientras el mundo giraba. La ola le arrancó el kayak y la pala y Justine se sumergió en un infierno de frío revuelto. El chaleco salvavidas la proyectó hasta la superficie lechosa del agua.

Apenas podía ver ni oír en medio del caos, pero un rugido ensordecedor descendió de lo alto, como si el cielo se desplomara sobre ella. Temblando, se volvió para ver una figura blanca y maciza a barlovento que subía y bajaba en medio del caos. Su cerebro desorientado tardó un buen rato en registrar que se trataba de un barco. Había llegado al punto en que todo le daba igual, incluso si la rescataban o no.

Alguien gritaba. Justine no conseguía distinguir las palabras, pero a juzgar por el sonido de la voz, no paraba de decir improperios. Volvió a golpearla una ola. Escupió un sorbo de agua salada e intentó retirar una cortina de pelo mojado de sus ojos, pero sus manos se habían quedado insensibles. Más gritos. Una bolsa de un vívido color naranja provista de un mosquetón aterrizó justo delante de ella.

Su capacidad de razonamiento había sido desmantelada. La miró estupefacta, su cerebro era incapaz de procesar cuál debería ser su reacción, mientras sus extremidades y su torso temblaban violentamente.

Unas furibundas órdenes lanzadas a través del aire la animaban a entrar en acción. Sabía que aquellos sonidos eran palabras, pero carecían de sentido para ella. A pesar de que no lograba entender lo que se suponía que debía hacer, su cuerpo tomó el mando. Se encontró a sí misma abalanzándose torpemente sobre la bolsa naranja, como un perrito que juega con una pelota. En el segundo intento consiguió cerrar los brazos alrededor de la figura naranja de gomaespuma. La apretó contra el pecho. Fue remolcada inmediatamente a través de la agotadora agua.

Sus pensamientos seguían desintegrándose antes de que les hubiera dado tiempo a cobrar sentido. No importaba, aunque una parte remota de su cerebro le decía que sí importaba. El mundo entero era de agua, por arriba y por abajo, tiraba de sus pies, instándola a sumirse en las sensaciones y dormirse, donde todo era oscuro y tranquilo, allá lejos, por debajo de las olas.

En cambio, alguien tiraba de ella hacia arriba con una fuerza sorprendente. La inconsciencia la atravesó cuando la dejaron sobre un banco acolchado en la parte trasera del barco. Echada en un banco y temblando demasiado para siquiera hablar o pensar, alzó la vista y vio a un hombre cuyo rostro le resultaba familiar, pero cuyo nombre era incapaz de recordar. Se arrancó el anorak y la envolvió en él. Los rayos partían el cielo en largas ramificaciones cuando el hombre se dirigió al puesto de mando.

Era una embarcación de recreo con una cubierta de proa desmontable, inapropiada para un mar embravecido. El motor fuera borda rugió cuando el hombre lo puso en marcha. Puesto que las olas eran demasiado grandes para poner la embarcación en modo planeo, se vio forzado a avanzar lentamente.

Jason. El reconocimiento se abrió paso a través del vapor del agotamiento y con él llegó un tenue destello de emoción. No lograba comprender cómo podía estar allí. Nadie en su sano juicio arriesgaría la vida por una mujer que apenas conocía.

Trabajaba metódicamente desde el puesto de mando, haciendo virajes de noventa grados, luchando con olas que atacaban el barco desde todos los costados. Se necesitaban experiencia y destreza para hacer lo que estaba haciendo, atacando cada cresta por un ángulo determinado, reduciendo la marcha en cada bajada para no hundir la proa. La embarcación subía y bajaba, virando, mientras la energía del agua amenazaba con empujar la popa de costado. Justine esperaba que el barco se hundiera en cualquier momento.

Se acurrucó dentro del caparazón que conformaba la chaqueta impermeable mientras su sangre hacía un cauto intento de recuperar la circulación. Los continuados temblores que recorrían su cuerpo de arriba abajo hacían castañetear sus dientes con tal fuerza que su cráneo vibraba. Si tensaba el cuerpo para mitigar los temblores, los dientes dejaban de hacerlo durante un segundo, pero pronto volvían a las andadas. El tiempo se entrecortaba como un vídeo mal editado. Sus manos estaban completamente entumecidas, aunque sentía el golpeteo de un pequeño martillo en la parte interior de sus codos.

Justine cerró los ojos, armándose de valor para soportar cada una de las subidas y mareantes bajadas, cada golpe de agua fría que le salpicaba por encima de la borda. Aunque no estaba mirando a Jason, era consciente de su lucha contra cada desplazamiento y cada sacudida del barco para ajustar el rumbo.

Finalmente, pareció que el oleaje había perdido fuerza. El motor marchaba más lento. Justine levantó la cabeza y lanzó una mirada hacia la proa. En ese mismo instante divisó el faro en lo alto del acantilado que tan bien conocía. Jason había conseguido llevarlos a la isla de Cauldron. No se lo podía creer.

Jason lanzó las defensas del barco por los costados del casco. Se acercaron al muelle con el motor en punto muerto. En cuanto la embarcación se alineó, puso la marcha atrás de manera que la popa virara cuidadosamente hacia el muelle.

Después de apagar el motor, procedió a amarrar el barco. Al ver que Justine luchaba para incorporarse, la señaló con el dedo y gruñó algo. A pesar de que no podía oírlo por culpa de la tormenta, era evidente que todavía no quería que se moviera. Desesperada, vio la larga hilera de estrechos peldaños que conducían hasta lo alto del acantilado. La escalada era todo un desafío, incluso en días con buen tiempo. No sería capaz de hacerlo.

Cuando Jason acabó de amarrar el barco al muelle le ofreció la mano a Justine para ayudarla a desembarcar. Justine le tendió su mano blanca y agarrotada y se esforzó por poner algo de su parte cuando él tiró de ella. En cuanto sus pies tocaron tierra, Jason la cargó sobre sus hombros. Su cuerpo se desplomó como una silla plegable. Jason la cargó al modo de bombero escaleras arriba, con un brazo detrás de sus rodillas mientras se agarraba a la barandilla con el otro a intervalos regulares.

Justine intentaba tensar los músculos contra los temblores, a sabiendas de que esos movimientos involuntarios dificultaban la ascensión. Sin embargo, él la tenía bien sujeta. Subía con una facilidad pasmosa, tomando en algunos tramos los escalones de dos en dos. Cuando finalmente llegaron a la cima, respiraba dificultosamente aunque con regularidad. Podía haber cargado con ella el doble de distancia sin detenerse.

Jason llevó a Justine hasta la puerta principal de la casa de piedra caliza y la golpeó con el costado del puño.

En cuestión de segundos la puerta se abrió. Justine oyó gritos angustiados que provenían tanto de Rosemary como de Sage: «Madre del amor hermoso» y «Por Hades».

Jason no se detuvo para preguntar ni responder a preguntas. Trasladó a Justine hasta el salón y empezó a lanzar órdenes antes incluso de que la hubiera dejado en el sofá.

—Traed mantas. Preparad un baño. Tibio, no caliente. Y preparad un té con azúcar y miel.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Rosemary, al tiempo que abría la otomana al lado del sofá y sacaba mantas acolchadas.

—El kayak zozobró —dijo Jason sin rodeos, y se inclinó sobre la temblorosa figura de Justine. Le quitó las botas de neopreno. Su voz era baja y feroz cuando prosiguió—: ¿Se te ocurrió dedicarle cinco malditos minutos a escuchar la radio del servicio meteorológico, Justine? ¿Has oído hablar alguna vez del servicio de avisos marítimos?

Sintiéndose herida, Justine intentó explicar que no había habido ningún servicio de avisos en funcionamiento cuando ella partió, pero solo fue capaz de balbucear unos sonidos incoherentes entre castañeteo y castañeteo de dientes.

—Cállate —le espetó Jason con brusquedad, y le arrancó los calcetines.

Rosemary, a quien nunca le habían gustado demasiado los hombres, le lanzó una mirada ofendida.

Sage le puso una mano sobre el brazo para calmarla.

—Abre el grifo de la bañera. Mientras tanto prepararé el té.

—¿Has oído la manera en que…?

—Solo está algo agotado —murmuró Sage—. Déjalo ya.

Jason no estaba agotado, quería decirles Justine. Estaba furioso y tenía la adrenalina por los aires. Y ella no quería que la dejaran a solas con él estando de ese humor.

Cuando las dos mujeres salieron de la habitación, Jason inició la difícil tarea de quitarle los pantalones de neopreno. La tela aislante se pegaba tercamente a sus piernas a pesar del forro interior de nailon. La respiración de Jason salía en estridentes explosiones mientras tiraba de los pantalones cuya tela de neopreno se rasgaba a medida que iban desprendiéndose bajo sus brutales tirones. Justine estaba echada con los puños apretados, su cuerpo temblaba hasta que empezó a sentir que la carne estaba a punto de soltarse de sus huesos.

Jason apartó los pantalones y agarró los pantalones pirata que llevaba debajo. Al darse cuenta de que pretendía dejarla desnuda, Justine empezó a protestar.

—Tranquila —dijo Jason con rudeza, y apartó sus manos—. No puedes hacerlo tú sola.

Luego siguieron la camiseta de Goretex y la de algodón que se unieron a los pantalones en el suelo. El sujetador y las braguitas fueron retirados de manera eficiente. Los temblores que recorrían sus miembros eran tan violentos que ni siquiera era capaz de taparse. Justine parpadeó para detener una avalancha de lágrimas. Se sentía como una miserable criatura marina medio muerta, como una pieza de pesca arrastrada por la red de un pescador.

De pie sobre ella, Jason agarró el borde de la camiseta que llevaba puesta. Los ojos de Justine se abrieron al ver cómo se la arrancaba de un solo y eficaz movimiento. Tenía un cuerpo poderoso, correoso, de músculos definidos, sin rastro de debilidad. Su piel era suave y del color de la miel, con un toque de vello oscuro que bajaba desde su ombligo hasta desaparecer por la cintura de sus pantalones cortos.

Jason se quitó las botas de una patada y se echó al lado de Justine. Apretó su torso desnudo contra ella y acomodó las mantas alrededor de los dos.

—Es la mejor manera de que entres en calor —le oyó decir Justine con brusquedad.

Justine asintió con la cabeza contra su hombro para hacerle saber que entendía.

La apretó entre sus brazos con más fuerza y sus hombros se encorvaron en un esfuerzo por rodearla con su cuerpo. Jason estaba inhumanamente caliente, o tal vez así le pareció a ella, que estaba medio congelada. Esa sensación tan reconfortante le hizo querer más. Cuando otro ataque de temblores la atravesó, luchó por pegarse a él con más fuerza.

—Ya te tengo. Intenta relajarte.

Jason todavía respiraba pesadamente tras el esfuerzo mientras calentaba la nuca de Justine con su aliento. Sus piernas peludas se entrelazaban con las de ella y los sólidos músculos de sus muslos la abrazaban para inmovilizarla.

Justine no habría sobrevivido sin todo eso, el calor de su cuerpo alimentaba el de Justine, penetrando el frío latente. La rodeaba por completo, su respiración se mezclaba con la de Justine, su piel estaba salada por el sudor y el agua del océano. Podía sentir su pulso, la flexión de sus músculos, el movimiento de su garganta al tragar. En algún momento, en un futuro cercano, se sentiría humillada al recordarlo, pero en ese momento estaba demasiado desesperada para preocuparse.

Se vio superada por un nuevo paroxismo de temblores, luego por otro y él, mientras tanto, le susurraba algo al oído y la agarraba con más fuerza. Poco a poco, a medida que recuperaba la sensibilidad, Justine empezó a sentir un intenso hormigueo bajo la piel. Le dolían las manos y los pinchazos en las palmas la obligaron a abrirlas y cerrarlas convulsivamente. Sin decir nada, Jason cogió sus manos y las apretó contra sus costados.

—Lo siento —graznó Justine, a sabiendas de que estaban heladas.

—Está bien —dijo Jason, con voz ronca—. Relájate.

—Estás enfadado.

Jason no se molestó en negarlo.

—Cuando vi tu kayak flotando boca abajo… —Jason se detuvo y respiró hondo—. Sabía que aunque consiguiera encontrarte, estarías en mal estado. —Un tono salvaje se introdujo en su voz—. ¿Sabes lo que habría ocurrido si hubiera tardado un par de minutos más, idiota imprudente?

—No fui imprudente —le espetó Justine—. No hacía tan mal tiempo cuando…

Justine tuvo que callar cuando una tos rasgó su garganta cubierta de sal.

—Eres muy terca —insistió él—. Eres una cabezota.

«Viniendo de ti, es fantástico», quiso decir, pero permaneció en silencio, jadeante. Cada vez que intentaba respirar se le escapaba un sollozo.

Sintió la mano de Jason que acariciaba su enmarañada y mojada cabellera.

—No llores —dijo, en un tono más suave—. No diré nada más. De momento, ya has tenido más que suficiente, pobre niña. Todo está bien. Estás a salvo.

Justine luchó por retener las humillantes lágrimas y lo empujó.

—Deja que te abrace —dijo—. Soy un estúpido, pero estoy caliente. Y me necesitas. —Se incorporó, se la puso en el regazo y luego los envolvió a los dos en la manta—. Me has dado un susto de muerte —murmuró—. Cuando te saqué del agua solo estabas medio consciente y te estabas tornando azul. —Utilizó una esquina de la manta para secarle las lágrimas de las mejillas—. Si éste es un ejemplo de cómo cuidas de ti misma te juro que, a partir de ahora, me encargaré yo. —La meció como si fuera una niña pequeña, susurrando con su voz ronca contra su cabello—. Alguien tendrá que ocuparse de tu seguridad.

Los sollozos de Justine se tornaron sorbos. Los brazos de Jason la rodeaban firmemente, los latidos de su corazón resonaban fuertes en sus oídos. Nunca se había sentido tan dependiente de nadie en toda su vida adulta. Lo que más la sorprendió fue que no le resultaba del todo desagradable. El suave balanceo la arrullaba y quiso dormir, pero Jason seguía haciéndole preguntas: si sentía calambres en las piernas, qué día de la semana era y qué recordaba del rato que había pasado en el agua.

—Estoy cansada —le dijo en un momento dado con la cabeza caída contra su pecho—. No quiero hablar.

—Lo sé, cariño. Pero todavía no puedo dejarte dormir. —Sus labios rozaron el borde de su oreja—. ¿Cuál era tu juguete preferido cuando eras pequeña?

Unos últimos temblores recorrieron su cuerpo y las cálidas manos de Jason les dieron caza.

—Un peluche.

—¿De qué tipo?

—Un perrito. De ésos con topos blancos y negros.

—¿Un dálmata?

Justine asintió con la cabeza.

—No paraba de inventarme conjuros para que cobrara vida.

—¿Cómo se llamaba?

—No tenía nombre. —Justine se pasó la lengua por sus labios secos para retirar la capa de sal—. Sabía que no me lo podía quedar. Nunca me quedé con ninguno de mis juguetes. Nos mudábamos demasiado a menudo. Lo mejor que podía hacer era no molestarme. —Justine soltó un gruñido de protesta cuando Jason la movió para incorporarla—. No.

—Sage te ha traído un té. Levanta la cabeza. No, no tienes opción, tienes que beber un poco.

Justine abrió la boca a regañadientes cuando Jason apretó el borde de la taza contra sus labios. Dio un sorbo vacilante. El líquido estaba caliente y muy dulce, pero la miel suavizó su garganta. Sintió cómo bajaba hasta su pecho y despejaba el frío más profundo.

—Otro —insistió Jason, y ella obedeció levantando las manos para coger la taza.

Cuanto más bebía, más entraba en calor. Con una rapidez sorprendente, la temperatura debajo de la manta subió como la de una hoguera. Sentía como si el sol la hubiera quemado de los pies a la cabeza. Entre jadeos, intentó retirar la manta para dejar pasar un poco de aire fresco.

—No te muevas —dijo Jason.

—Tengo calor.

—Tu calibrador de temperatura no funciona. No has recuperado el calor ni mucho menos. Bebe un poco más de té y quédate debajo de la manta.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que empieces a sudar.

—Ya estoy sudando —dijo Justine, que podía sentir la humedad entre sus dos cuerpos.

Jason pasó la mano por su muslo desnudo y se detuvo al llegar a su cadera.

—Soy yo quien está sudando —dijo—. Estás más seca que un hueso.

Cuando Justine intentó discutírselo, Jason le llevó la taza a los labios y la obligó a volver a beber.

Después de acomodarse a Justine en el regazo, Jason se volvió hacia Sage y Rosemary, que habían tomado asiento en las dos sillas cercanas al sofá. Justine solo alcanzaba a imaginarse lo que estarían haciendo en esa situación.

Sage llenaba la diminuta silla tapizada al estilo Queen Anne como un colibrí anidando. Era minúscula y tenía los mofletes colorados, y su pelo canoso enmarcaba su rostro con unas ondas de algodón de azúcar. Sonreía a Jason con sus ojos de color celeste; era evidente que estaba a un solo paso de encapricharse con él.

La actitud de Rosemary era mucho más ambigua. Estaba sentada en una silla que hacía juego con la de Sage y contemplaba a Jason con los ojos entornados. Mientras que Sage era adorable y risueña, Rosemary era alta, angulosa, bella y de porte regio, una leona en sus últimos años.

En respuesta a sus preguntas, Jason les explicó que había salido con el barco junto al capitán de la compañía de alquiler con el cielo nublado, pero todavía con un tiempo relativamente apacible. Tras un par de horas de reunión habían vuelto al puerto deportivo para repasar todo el papeleo. Para cuando hubieron completado el proceso de redactar el acta constitutiva, se había desatado la tormenta y activado la alerta meteorológica. Priscilla había llamado a Jason antes de que abandonara el puerto deportivo para contarle que Zoë estaba preocupada por la seguridad de Justine.

Justine solo escuchaba a medias y se sentía al borde de un golpe de calor. Se estaba asando debajo de la manta que Jason sostenía firmemente contra su pecho desnudo. Cuando se hubo bebido el té, Jason cogió la taza vacía y se inclinó hacia delante para dejarla sobre la mesa de centro. El movimiento provocó un jadeo ahogado en Justine. Ahora que se estaba descongelando, el calor y su cercanía casi le resultaban apabullantes. La fina capa de tela sintética de sus pantalones cortos era lo único que los separaba, lo que le impedía ignorar los duros contornos masculinos de su cuerpo.

Era intensamente consciente de su propia desnudez debajo de la manta, de la intimidad que compartían al estar pegados el uno al otro. No le gustaba sentirse tan vulnerable. El peso de su tenso cuerpo se hundió un poco más en su regazo y unos desconcertantes dardos de placer recorrieron su columna vertebral. Por mucho que lo intentara, no podía dejar de retorcerse. Debajo de la manta, la mano de Jason la sujetaba por la cadera, inmovilizándola. Sofocada y temblorosa, volvió la cabeza hacia la cálida piel de su hombro.

—Zoë nos llamó al ver que se avecinaba una tormenta —dijo Rosemary—, y cuando le conté que Justine todavía no había llegado, todos nos preocupamos.

Jason explicó que había cogido el Bayliner para salir a buscar a Justine y la tormenta, cada vez más intensa, convirtió lo que tenía que haber sido una breve travesía en una lucha prolongada por mantener el rumbo del barco. Finalmente había divisado el destello amarillo del kayak de Justine en medio del oleaje y se había acercado para sacarla del agua.

—Nunca se lo podremos agradecer lo suficiente —dijo Sage con solemnidad—. Justine es como una sobrina para nosotras. Si algo le hubiera ocurrido estaríamos destrozadas.

—Yo también —dijo Jason.

Justine levantó la cabeza y lo miró sorprendida.

Él sonrió levemente y rozó su cara. Con el pulgar acarició una capa de sudor que se había acumulado en su mejilla.

—Creo que ya ha entrado en calor —dijo, dirigiéndose a Rosemary—. La llevaré a la bañera si usted me enseña el camino.

—Puedo ir por mi propio pie —dijo Justine.

Jason movió la cabeza y le retiró un mechón de pelo endurecido por la sal de la cara.

—No quiero que te muevas más allá de lo estrictamente necesario. En caso de hipotermia puede darse una súbita bajada de la temperatura de los órganos internos.

—De verdad, yo puedo…

Justine quiso protestar, pero Jason la ignoró y la cogió en brazos como si no pesara nada.

—Parece que se quedará con nosotras esta noche, señor Black —dijo Sage—. De acuerdo con la última previsión, la tormenta no amainará hasta mañana.

—Siento imponerles mi presencia.

—No es ninguna imposición, en absoluto. Hay una olla de sopa al fuego y dos hogazas de pan Madre de la Oscuridad en el horno.

—¿Madre de la Oscuridad? —repitió Jason, a todas vistas curioso.

—Una referencia a Hécate. Nos acercamos al equinoccio otoñal, o a lo que nosotras llamamos Mabon, que es la palabra moderna para designar la celebración de…

—Sage —protestó Justine con una voz amortiguada por el hombro de Jason—. No quiere oírlo.

—Pues la verdad es que sí quiero —le dijo Jason a Sage—. ¿Tal vez más tarde?

Sage le sonrió.

—Sí, le mostraré nuestro altar de la cosecha. Creo que este año nos salió especialmente bien.

Sage se levantó y se fue hacia la cocina, mientras seguía parloteando.

Jason siguió a Rosemary a través del faro y se metió en el dormitorio principal con su baño contiguo. La tormenta azotaba el faro de sólida piedra caliza y tejas de madera, y la lluvia golpeaba contra las ventanas de doble hoja con un sonido parecido al que producen las canicas cuando caen al suelo. El faro, que había soportado miles de tormentas, crujió, preparándose sufridamente para una larga noche pasada por agua.

—Necesito hacer un par de llamadas —le dijo Jason a Rosemary.

—Ya he llamado a la posada para contarles que has traído a Justine a casa sana y salva. Seguramente no tenga señal de móvil aquí, pero será bienvenido si quiere usar nuestro teléfono fijo en la cocina.

—Gracias.

Jason transportó a Justine al baño. La dejó en el suelo, la envolvió en una toalla y levantó la tapa del váter.

—Los riñones trabajan a toda marcha cuando uno ha estado expuesto a un frío extremo —dijo en un tono de voz pragmático.

Justine le lanzó una mirada de agravio. Tenía razón, naturalmente. Pero la manera en que se había quedado ahí parado, indicaba que no tenía intención de marcharse.

—Me gustaría tener un poco de intimidad.

Para su sorpresa, y decepcionada, vio que Jason asentía con la cabeza.

—Debería quedarse alguien contigo, por si tienes algún problema.

—Lo haré yo, naturalmente —dijo Rosemary desde la puerta.

—No la deje sola ni por un minuto.

—No pensaba hacerlo —replicó la anciana, y frunció el ceño—. Hay otro baño en el dormitorio de la torre del faro. Puede ducharse allí.

—Gracias —dijo Jason—. Pero ahora mismo tengo que volver para cubrir el barco y achicar el agua de la sentina. Es posible que tarde un rato.

—No —dijo Justine, preocupada. No quería que Jason saliera solo en medio de la tormenta. Tenía que estar cansado después de todo lo que había hecho, rescatándola del océano y subiéndola por aquella empinada escalera desde el muelle—. Antes deberías descansar.

—Estaré bien. —Jason se detuvo en la puerta, evitando su mirada mientras proseguía—: Después del baño vete directamente a la cama.

—Ya vuelves a darme órdenes —dijo Justine, aunque el tono de su voz era más irónico que estrictamente acusador.

Jason seguía sin mirarla, pero Justine vislumbró la leve insinuación de una sonrisa en la comisura de sus labios.

—Vete acostumbrando —dijo—. Ahora que te he salvado la vida soy responsable de ti.

Jason abandonó el baño y Rosemary siguió con la mirada estupefacta a aquel extraño.

Después de que Justine se hubiera instalado con cuidado en la cálida comodidad de la bañera, Rosemary echó un saquito de hierbas en el agua.

—Esto aliviará el dolor muscular —dijo—. Y el té que te preparó Sage era una mezcla medicinal. Pronto volverás a ser tú misma.

—Ya me imaginé que le habría puesto algo —dijo Justine—. Me sentí mucho mejor después de bebérmelo.

El tono de Rosemary era ligeramente cáustico.

—Sospecho que compartir una manta con el señor Black también debe de haber contribuido a tu bienestar considerablemente.

—¡Rosemary! —protestó Justine con una risa turbada.

—¿Cuánto tiempo hace que estás con él?

—No estoy con él. —Justine fijó la mirada en la superficie del agua, que se agitó levemente con el temblor, apenas perceptible, de sus piernas—. Hemos salido a cenar una vez, eso es todo.

—¿Qué pasó con tu último novio? ¿Cómo se llamaba? Recuérdamelo.

—Duane.

—Me caía bastante bien.

—A mí también. Pero la fastidié. Estábamos discutiendo por alguna estupidez, ni siquiera recuerdo por qué, y me enfadé tanto que… —Justine interrumpió el relato y metió la mano en el agua, creando pequeñas olas en la superficie—. El faro de su moto explotó. Intenté buscar una excusa que pudiera explicarlo, pero Duane sabía que había sido culpa mía. Ahora, cada vez que me ve en el pueblo se santigua y sale pitando.

Rosemary la miró con severidad.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Acabo de hacerlo. —Justine sintió una punzada de inquietud al oír la consternación en la voz de la otra mujer—. No quiero molestarte con cada contratiempo de mi vida amorosa y, además…

—No me refería a Duane —la interrumpió Rosemary—, sino a la explosión de la bombilla.

—¡Ah, bueno! Tampoco es tan extraordinario, ¿no te parece? Os he visto a ti y a Sage y a un par de brujas más hacer trucos como éste.

—Después de años de prácticas. Pero jamás como novicia. —Al ver el semblante de Rosemary, Justine se arrepintió de siquiera haber mencionado el episodio de la bombilla—. No es un truco, Justine, es una habilidad peligrosa. Sobre todo si no has adquirido las técnicas más rudimentarias. Y nunca debería pasar a resultas de un enfado.

—No lo volveré a hacer —dijo Justine—. Además, ni siquiera pretendía hacerlo.

Rosemary recogió una toalla del borde del lavabo y la dobló inútilmente.

—¿Es la única vez que te ha sucedido?

—Sí —se apresuró a decir Justine.

Rosemary levantó la ceja.

—No —admitió Justine. Intentaba sonar despreocupada—. Creo que alguna vez he hecho saltar un fusible.

—¿Cómo?

—Se me cayó una lata de cera para el suelo en el pie —dijo Justine, a la defensiva—. Estaba dando saltos por la habitación y maldiciendo cuando de pronto saltaron los fusibles y tuve que bajar al sótano para darle al interruptor general.

—¿Estás segura de que fuiste tú quien lo causó? ¿No fue una mera coincidencia?

Justine negó con la cabeza.

—Sentí una extraña energía que corría por debajo de mi piel.

—Despolarización. —Rosemary sacudió la toalla de mano y la volvió a doblar—. Todas las células vivas generan descargas eléctricas. Pero solo unos pocos individuos son capaces de crear desequilibrios eléctricos que hacen saltar los relés. Como una anguila eléctrica.

—¿Y lo puede hacer cualquier hechicero?

—No. Solo las que han nacido brujas, y solo unas cuantas entre ellas.

Decidida a quitarle hierro al asunto, Justine meneó los dedos en el aire.

—Entonces, ¿cuánto poder crees que tengo aquí?

—El equivalente a un desfibrilador medio —dijo Rosemary con aspereza.

Justine parpadeó y bajó las manos.

—No hay otra salida, Justine, tendrás que recibir adiestramiento. De una bruja a poder ser, Violet o Ebony. Te ayudará a aprender a manejarlo. Si no, podrías convertirte en un peligro para ti misma y para los demás.

Justine refunfuñó, sabiendo que cuanto más se relacionara con cualquier miembro del Círculo, más presión recibiría para unirse a él.

—Me las arreglaré por mi cuenta. No volverá a pasar.

—¿Porque tú lo has decidido? —preguntó Rosemary en un tono cáustico.

—Sí.

Eso le valió una mirada severa.

—No eres capaz de controlar tu poder, Justine. Eres como una niña de seis años al volante de un coche. Sage hablará contigo más tarde. Estoy segura de que logrará persuadirte para que entres en razón.

Justine dirigió la mirada al cielo y empezó a empujar el saquito que flotaba en el agua con los dedos de los pies. Jugaba perezosamente con la cadena que llevaba alrededor del cuello, siguiéndola hasta la pequeña llave de cobre que colgaba entre sus pechos. Levantó la llave y la golpeteó distraídamente contra sus labios. Una ráfaga de aire golpeó la ventana del baño con una fuerza alarmante mientras el viento aullaba desbocado desde el mar embravecido.

Al advertir el siseo de una inhalación ahogada, Justine miró a Rosemary.

La mirada de la anciana abandonó la ventana y se dirigió a la llave de cobre en la mano de Justine para luego volver a la ventana.

—Has roto el maleficio, ¿verdad? —dijo, aturdida—. Los espíritus están agitados.

—Yo… —empezó a decir Justine, pero las palabras se extinguieron al ver el semblante de Rosemary, uno que nunca había visto antes.

Era miedo.

—¡Oh, Justine! —dijo Rosemary finalmente—. ¿Qué has hecho?

Antes de que Justine admitiera nada, había exigido una explicación de Rosemary y de Sage. Quería saber lo que las dos ancianas sabían acerca del maleficio y por qué nunca se lo habían mencionado antes. Su postura las llevó a un punto muerto.

—Hablaremos de ello más tarde —había terminado por decir Rosemary—, cuando hayas descansado.

«Y cuando Sage esté aquí para evitar que se convierta en una pelea», pensó Justine con resentimiento.

Rosemary la ayudó a salir de la bañera y le dio un camisón de franela con el que vestirse.

—Esta tarde dormirás una siesta en nuestra cama —le dijo a Justine—. Luego te trasladarás al dormitorio de la torre para pasar la noche. —Hizo una pausa diplomática—. ¿El señor Black dormirá contigo o en el sofá de la planta baja?

—Creo que en el sofá.

Justine suspiró satisfecha cuando se acomodó en la antigua cama de cuatro columnas con su profundo y mullido colchón. Rosemary colocó unas almohadas detrás de Justine y la cubrió con una colcha hecha de todo tipo de retales de seda, terciopelo y brocado cosidos sobre una tela que antaño se utilizada para fabricar los sacos de azúcar.

La tormenta había arreciado y el cielo había adquirido el color de un periódico mojado. Justine se sobresaltó con el estruendo producido por una repentina descarga de rayos. Según Justine, Jason estaba tardando demasiado en volver. Lo quería de vuelta cuanto antes, sano y salvo.

Rosemary se había sentado al lado de Justine y estaba trenzando su pelo húmedo y recién lavado.

El tacto de las manos de la anciana en su pelo le recordó todas las veces que Rosemary había hecho lo mismo por ella cuando era una niña. En el infinito torbellino que suponía haberse criado al lado de Marigold, Justine había saboreado las visitas que habían hecho al faro, donde la vida era tranquila y apacible y donde Sage interpretaba viejas canciones al piano, y Rosemary se la llevaba a lo alto del faro para que ayudara en la limpieza de la lente de Fresnel. Justine había crecido alimentándose del cariño incondicional que recibía de ellas.

Llevada por un repentino impulso, se acurrucó junto a Rosemary.

Una mano dulce se acercó a su mejilla.

Sage entró en el dormitorio tarareando Pennies From Heaven. Llevaba una pila de ropa envuelta en papel que dejó cuidadosamente sobre la cama.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Rosemary, y reanudó el trenzado del pelo de Justine.

—El señor Black necesitará algo que ponerse. Abrí el viejo baúl de cedro y en él encontré algo de la antigua ropa de Neil. Le quedará como un guante.

Justine contuvo una sonrisa al ver lo mucho que Sage estaba disfrutando teniendo a un hombre en casa.

—¡Por todos los demonios! —dijo Rosemary con fastidio—. Esa ropa es de los años sesenta.

—Está en perfectas condiciones —dijo Sage tranquilamente, y desenvolvió el fardo—. Y además, la ropa vintage está muy de moda ahora mismo. —Levantó una camisa de lino de color crema de cuello clásico—. Perfecta. Y éstos… —añadió, al tiempo que sacudía un par de pantalones de corte ajustado de color marrón claro a cuadros sutiles.

—Al señor Black no le llegarán siquiera a los tobillos —dijo Rosemary agriamente—. Neil apenas era más alto que tú, Sage.

Sage dispuso las prendas sobre la cama y las repasó con la mirada.

—Tendré que hacer algunos arreglos, naturalmente. —Dijo algo entre dientes y agitó su manita regordeta—. ¿Tú qué dirías que mide el señor Black, Justine?

—Un metro ochenta, más o menos —respondió Justine.

Sage tiró del dobladillo de una de las perneras del pantalón. A cada pequeño estirón, la tela se desplegaba hasta que hubo añadido unos quince centímetros al tiro. Se había producido la magia con una facilidad que Justine admiraba.

—Un hombre muy atractivo, ¿verdad? —preguntó Sage, sin dirigirse a nadie en particular—. Y tan bien dotado.

—¡Sage! —protestó Justine.

—No me refería a sus atributos, cariño. Quería decir que está bien dotado en cuanto a aspecto e inteligencia. Aunque… —Sage procedió a alargar la entrepierna de los pantalones. Los levantó y preguntó a Justine—: ¿Qué crees? ¿Le he dejado suficiente espacio?

—Creo que estás demasiado interesada en cómo carga.

Rosemary soltó un bufido.

—Sage está intentando descubrir, con su habitual manera enrevesada, si te has acostado con él o no, Justine.

—No —contestó Justine entre risas—. No me he acostado con él y no pienso hacerlo.

—Seguramente será lo mejor —dijo Sage.

—Estoy de acuerdo —añadió Rosemary rápidamente.

Sage sonrió a su compañera.

—Entonces te has dado cuenta.

Empezó a trabajar en la camisa de lino, añadiendo centímetros a las mangas.

—Por supuesto —dijo Rosemary, y acabó la trenza de Justine atándole una goma al final.

La mirada perpleja de Justine se movió de la una a la otra.

—¿Si se ha dado cuenta de qué? ¿De qué estáis hablando?

Sage contestó con calma:

—El señor Black no tiene alma, querida.