10

Durante el resto de la cena, Justine se sintió bastante más embriagada de lo que las dos copas de vino podrían justificar. La conversación había adoptado su propio ritmo y fluía sin esfuerzo. Tenían gustos musicales parecidos: Death Cab For Cutie, The Black Keys, Lenny Kravitz. Jason intentó explicarle los dibujos animados japoneses como una disciplina artística, sus exageraciones estilísticas, su naturaleza lineal derivada de la caligrafía japonesa. Justine le prometió que vería «El castillo ambulante» de Hayao Miyazaki con la mente abierta.

Había hombres que eran tan atractivos que no necesitaban ser sexys. Y luego había hombres que eran tan sexys que no tenían por qué ser atractivos. El caso de este hombre, que era ambas cosas, probaba que la vida es esencialmente injusta. Era uno de los ganadores de la lotería genética, creados aleatoriamente por la naturaleza.

«Nadie me reprocharía nada si me acostara con él. Ese bello rostro, esas manos… Ni siquiera yo misma me lo reprocharía».

Compartieron un sorbete de naranja y jengibre, de gusto ácido y textura crujiente. Se deshacía instantáneamente en la boca.

«Quiero besarle», pensó Justine, incapaz de despegar la mirada del firme contorno de sus labios.

En un intento de distraer la atención de ellos, le hizo algunas preguntas más acerca de su familia, de su madre, y él las contestó amablemente. Su madre se llamaba Amaya, cuyo significado en japonés es «lluvia nocturna». Había sido una mujer amable, pero fría. Tenía la casa limpia y ordenada y siempre había un jarrón con flores cortadas sobre la mesa.

«Quiero estar en la cama con él y sentir sus manos sobre mi cuerpo. Quiero sentirlo por todos los lados. Quiero sentir su aliento contra mi piel».

—¿Alguna vez tus padres estuvieron enamorados? —se oyó a sí misma preguntar—. ¿Al menos empezaron así?

Jason sacudió la cabeza.

—Mi padre creía que casándose con una medio japonesa tendría una mujer obediente. En su lugar acabó con una mujer infeliz.

«Quiero sentir cómo se mueve dentro de mí y ver el placer en su rostro. Quiero que me provoque hasta suplicarle que me dé más».

—¿Por qué se casó con él?

—Creo que se reduce a una cuestión de coordinación. Ella estaba sola y él se lo pidió. Así que llegaron a un acuerdo.

—Yo nunca haría algo así —dijo Justine.

—Tú nunca has estado tan sola como estaba ella. Era una marginada y una extraña. Gran parte de su familia estaba en Japón.

—Pues es exactamente lo sola que he estado yo. No mantenía ni el más mínimo vínculo con nada. Ha habido noches en las que he sentido que me iba a morir en cualquier momento. Estás tan desesperada que ni siquiera eres capaz de atraer al tipo de persona que juraste que nunca aceptarías. Así pues, te mantienes ocupada trabajando y haces los tests de personalidad de las revistas femeninas, e intentas no odiar a las parejas que visten camisas a juego y parecen felices solo por hacer juntos la cola del supermercado.

De pronto Justine se interrumpió a sí misma y parpadeó cuando Jason cogió una de sus manos entre las suyas. La miró fijamente al tiempo que su pulgar dibujaba círculos en la palma de la mano de Justine, que se había tornado intensamente sensible y sentía un hormigueo en el centro, donde la piel era más fina.

Se dio cuenta, horrorizada, de que su voz había subido de tono. Había estado hablando demasiado alto en aquel pequeño restaurante. Vociferando. Sobre la soledad.

«Espíritus, os suplico que me matéis ahora mismo».

Una humillación como ésa era insoportable. Tendría que abandonar el país y cambiar de nombre. La autodeportación era la única salida.

—Normalmente lo hago mejor en una primera cita —susurró Justine.

—Está bien —dijo Jason amablemente—. Cualquier cosa que hagas, digas o sientas. Está bien.

Justine no pudo más que mirarlo. ¿Cualquier cosa que hiciera estaría bien? ¿Qué clase de hombre decía algo así? ¿Qué posibilidades cabían de que realmente pensara lo que había dicho?

Jason ya había pagado la cuenta. Se levantó y la ayudó a levantarse retirando su silla de manera eficiente.

Salieron. El cielo estaba nublado y tenía un color gris pálido; el aire, saturado de neblina que sabía a espuma de mar. El estruendo del ferry de las diez atravesó la calle, reverberando contra las oscuras puertas de las tiendas y los silenciosos edificios.

El dentado graznido de un cuervo rasgó los nervios de Justine. Vio sus deshilachadas alas agitándose en el aire cuando el pájaro levantó el vuelo desde lo alto del tejado del restaurante. Un mal augurio.

Jason la cogió del codo y se la llevó hasta el muro lateral del edificio con un movimiento lento y deliberado.

Justine cogió aire rápidamente cuando los brazos de Jason la estrecharon. Las sombras los envolvieron en un frío que olía a piedra y la fina gravilla rasgaba las finas suelas de sus sandalias. Por un momento, la oscuridad la desorientó. Una de las manos de Jason se deslizó por detrás de su nuca en un gesto electrizante. Su otra mano se fue a su espalda y la atrajo contra su cuerpo firme. La lana de su cazadora y el perfume de su piel junto con el olor a jabón natural se mezclaron en una fragancia limpia y embriagante.

Jason inclinó la cabeza y su boca encontró la de Justine con una presión mordaz. Justine jadeó y él persiguió el silencioso jadeo, como saboreándolo, y acarició sus labios con los suyos. Besos calmados y lentos, calor fundente envuelto en frescura.

Jason retiró un mechón de pelo que se había soltado de su cola de caballo, se lo colocó detrás de la oreja con delicadeza y su boca se fue hacia su nuca desnuda. Tan dulce, como si su piel mantuviera la textura delicada de los pétalos del jazmín. Jason encontró un tierno punto donde se sentía el latido del corazón de Justine y ésta se estremeció y arqueó su cuerpo contra el suyo. El placer corrió hacia abajo y se acumuló en la parte inferior de su vientre, en sus pezones y entre sus muslos.

Justine temblaba demasiado para soportar su propio peso y se apoyó contra él. El brazo de Jason la sostuvo por la espalda y la ayudó a recuperar el equilibrio. Sus labios se apretaron contra los suyos y los separaron. Jason sabía a naranjas, su lengua destilaba dulzura. La respiración de Justine se tornó gemidos e intentó tragárselos, intentó ahogarlos en el silencio.

Los besos, cada vez más duros, cada vez más profundos, la llevaron poco a poco al éxtasis, hasta dificultarle la respiración y el pensamiento. Lo único que era capaz de sentir era cómo su cuerpo absorbía las sensaciones que la inundaban. No tenía conciencia del paso del tiempo, varios minutos pasaron hasta que Jason aflojó. Su boca, indolente a la hora de retirarse, volvió a robarle un beso, rozó su mejilla, como si fuera incapaz de dejar de saborearla.

La noche había refrescado y la oscuridad caía sobre ellos como si fueran flores de medianoche. Jason se quitó la cazadora y le cubrió los hombros con ella. Agradecida, Justine pasó los brazos por sus mangas forradas de seda y el calor y el perfume de Jason la envolvieron. Cogió su mano.

Hablaron poco mientras paseaban de vuelta a la posada. Se habían dicho muchas cosas durante las últimas horas, habían renunciado a su privacidad voluntariamente. A Justine no se le ocurría de qué se habría retractado de haberlo podido hacer. Intentó determinar el momento en que había cruzado la línea, en que había ido más allá, revelando demasiado. Sin embargo, no había habido ninguna línea. Seguía sin haber ninguna línea.

Cuando enfilaron un sendero de piedras que discurría por la parte de atrás de la posada y conducía a la casita, Justine sintió cómo su estómago se elevaba y quedaba suspendido, como si subiera en un globo aerostático. Todo encajaba demasiado bien, todo resultaba demasiado delicado.

¿Era eso lo que se suponía que tenía que sentir, esa dolorosa atracción que a la vez aturdía, asustaba y excitaba? Quizás eso fuera lo que normalmente sentía la gente.

«Dios mío, ¿cómo lo soportan?».

Cuando ya estaban muy cerca de la casa, la luz de una lámpara brilló a través de una ventana, esparciendo rectángulos amarillos por el suelo. Justine se volvió para enfrentarlo en el umbral. Los nervios habían convertido su interior en un pinball, todo tintineo y campanas y muelles.

—¿Qué haces mañana? —preguntó Justine.

—Me levantaré temprano para cerrar un acuerdo con un agente de alquiler de barcos.

—¿Qué tipo de barco piensas alquilar?

—Un Bayliner de veintidós pies. Pienso llevarme a un par de los chicos a pescar y a dar un paseo.

—No hay mucho espacio para pescar en una embarcación de ese tipo.

—Para la manera que tenemos nosotros de pescar —dijo Jason secamente—, no creo que importe.

—El agua es poco profunda y hay muchas rocas en esta zona.

—Sé interpretar una carta náutica.

—Eso está muy bien. —Justine se preguntó si debería decir algo sobre el beso, los besos, frente al restaurante. Jason permaneció en silencio. Después de pelearse torpemente con el pomo, finalmente entreabrió la puerta unos centímetros y volvió a encararlo—. Gracias por la cena. La he disfrutado más de lo que esperaba. Es decir, no esperaba nada. Quiero decir, no creía que tú y yo…

Así pues, Jason no tenía intención de dar el paso. Justine esperaba sentir cierto alivio. Sin embargo, solo sintió la decepción de enfrentarse a otra noche larga y vacía.

—Estaré fuera gran parte de mañana —dijo Justine—. Iré a ver a un par de amigas en la isla de Cauldron. Viven en el viejo faro.

—¿Cogerás un taxi bote?

—No, tengo mi propio kayak.

El rostro de Jason mudó, de pronto su entusiasmo parecía haberse desvanecido.

—¿Irás sola?

—No está muy lejos. Máximo un par de millas. Y es un trayecto muy familiar para mí. Tardaré una hora, o incluso menos.

—¿Tienes un equipo de señalización?

—Y un equipo de reparación.

—Aun así, no deberías ir sola. Te llevaré en el Bayliner.

Justine le lanzó una mirada escéptica.

—¿Y cómo voy a volver a casa?

—Te recogeré más tarde. O si lo prefieres, te enviaré un taxi bote.

—Gracias, pero no me gusta esperar a que me recojan, ni tener a nadie pendiente de mí. De verdad, no hay nada de lo que preocuparse. Me gusta remar hasta la isla de Cauldron. Lo he hecho muchas veces, y nunca he tenido problemas.

—¿Desde dónde saldrás?

—Roche Harbor.

—¿Llevarás puesto un traje de neopreno?

Su preocupación por su seguridad le resultaba tanto halagadora como vagamente irritante. No estaba acostumbrada a responder por sus decisiones.

—No, nadie los lleva en trayectos tan cortos como éste. La gente de aquí que sale en kayak se viste de acuerdo con la temperatura del aire, a no ser que sepan que se enfrentarán a duras condiciones climáticas.

—No puedes saber de antemano si te encontrarás en una situación difícil o no. Y en cualquier caso podrías zozobrar. Ponte un traje de neopreno.

—¿Que me ponga un traje de neopreno? —exclamó Justine—. ¿Ya volvemos a dar órdenes?

Aunque presentía que Jason quería seguir discutiendo, mantuvo la boca cerrada. Hundió las manos en los bolsillos y dio media vuelta, dispuesto a marcharse.

¿Realmente se iría sin decir nada más?

—Te traeré tu vodka en un par de minutos —dijo Justine.

Jason se detuvo.

—Gracias, pero esta noche no quiero —dijo, sin volverse.

—No me cuesta nada. Y no pienso arriesgarme a que Priscilla me dé una bofetada mañana por saltarme sus instrucciones.

Jason se volvió hacia ella, parecía irritado.

—Puedes olvidarte del vodka, si yo te lo digo.

—Dejaré una bandeja frente a tu puerta. Puedes tomarlo o no, pero allí estará.

Jason le lanzó una mirada fría.

—¿Por qué te empeñas en hacer algo que acabo de decirte que no hagas? Sobre todo, si no hace falta.

—No rechazas el vodka para ahorrarme trabajo —replicó Justine—. Lo rechazas porque te has cabreado al saber que saldré en mi kayak mañana.

Jason entró en la casa, arrastrándola consigo. La cazadora cayó de sus hombros al suelo. Jason la cogió de los brazos y la levantó hasta que ella se vio forzada a ponerse de puntillas. Su cuerpo estaba pegado todo a lo largo de él, tenerlo así resultaba electrizante.

Jason se dobló sobre ella de manera que no podía ver su rostro. El tono áspero de su voz le puso el vello de punta.

—El motivo por el que no quiero que me traigas nada a mi habitación, Justine, es que no creo que sea capaz de controlar tanta tentación. Por si todavía no lo has entendido —dijo Jason, y la empujó con tal fuerza que Justine no pudo reprimir un jadeo—, te deseo. Cada vez que te miro con ese maldito vestido, te imagino desnuda. Quiero… —Jason se interrumpió y la estrechó contra su cuerpo con fuerza, intentando recuperar el aliento—. No vengas a mi habitación esta noche —concluyó— o acabarás en mi cama, y entonces te follaré hasta la Edad de Piedra, ida y vuelta. ¿Te queda claro?

Justine asintió con la cabeza, aturdida. Las finas capas de su ropa no contribuían a ocultar su carne excitada, su agresiva dureza y su fuego. Era una sensación tan agradable sentirse atrapada contra su cuerpo, que Justine se quedó paralizada. Podía oler su piel: sal, ámbar y aire nocturno.

Tras una pausa sofocante, el pecho de Jason subió y bajó, tembloroso.

—Tengo que soltarte —dijo, dirigiéndose más a sí mismo que a ella.

Justine se aferró a él.

—Podrías quedarte —logró susurrar.

—Esta noche no.

—¿Por qué no?

—No estás preparada.

—Haz que lo esté.

Jason se quedó sin aliento. Su mano se desplazó en una caricia nerviosa por su columna vertebral.

—Justine, ¿alguna vez te has acostado con alguien en la primera cita?

—Sí —se apresuró a decir ella.

Jason levantó su mentón, obligándola a mirarlo. Tras intentar mantenerle la mirada durante unos segundos, Justine se sonrojó.

—No, pero, aun así, quédate conmigo.

Jason siguió mirándola a los ojos. La luz de la lámpara resaltaba los pronunciados ángulos de su cara, dejando un lado en la sombra.

—Es demasiado pronto —dijo desapasionadamente—. Hay gente capaz de follar sin sentirse mal a la mañana siguiente. Tú no eres una de ellos. Por bueno que fuera el polvo, mañana te arrepentirías.

—No es cierto —protestó Justine.

—Todo en ti te delata. Así que vamos a tomárnoslo con calma. —Cuando ella abrió la boca para replicarle, él añadió—: No es por mí, sino por ti.

El cuerpo de Justine era un amasijo de anhelos dolientes. Apenas era capaz de pensar más allá del deseo que había fundido su interior. El deseo de toda una vida la llevaba hasta ese momento, hasta ese preciso momento.

—Pero yo te deseo —dijo Justine, horrorizada por el lastimero tono de su propia voz.

Algo en el rostro de Jason se suavizó. Se acercó a ella lentamente con los brazos extendidos. Sus manos se deslizaron por su cuerpo, la tocaban a través de la sedosa tela de punto, la agarraban por las altas curvas de sus caderas. Justine alzó el rostro sin ver nada, al tiempo que la boca de Jason descendía y sus pensamientos se diluyeron en una avalancha de deseo. Un gemido escapó de su garganta y él la lamió como si pudiera saborear el sonido. Desplazó la mano desde su vientre hasta su pecho y se cerró alrededor de su firme curva, mientras su pulgar se movía sobre el pezón en una espiral excitante. El sudor afloró en la superficie de su piel hasta que la tela sintética de su vestido se pegó a ella, incomodándola, y lo único en lo que era capaz de pensar era lo mucho que deseaba arrancárselo.

Jason alargó la mano por detrás de sus caderas y la introdujo por debajo de la falda, y con las puntas de los dedos agarró la cinta elástica de su tanguita. Ejerció apenas la suficiente tensión para tirar de la diminuta ropa interior. Justine se estremeció cuando el retal de seda vibró con una dura y vehemente palpitación.

—Yo sé lo que necesitas —susurró Jason.

—¿Has… has cambiado de opinión? —preguntó Justine. Sentía los labios hinchados.

Jason soltó la tira de su tanguita, le subió la falda un poco más y deslizó la mano por debajo. Acarició la sensible curva de su cadera.

—No. Pero te haré sentir bien. Aquí y ahora. —Su pulgar se deslizó por debajo de la tira elástica el tanguita—. Lo único que tienes que hacer es agarrarte a mí. Dime que quieres hacerlo. Solo dímelo.

Cuando su mano se deslizó por sus nalgas, Justine echó la mano atrás y lo cogió por la muñeca.

—Espera. No vamos a acostarnos, pero ¿tú quieres… quieres llegar a la tercera base?

La frase provocó un fruncimiento en los labios de Jason.

—No recuerdo qué implica exactamente la tercera base —dijo secamente—. Pero podríamos decir que así es, más o menos.

—Pero ¿entonces yo sería la única en darme el lote?

—Sí.

—No. —Justine frunció el ceño y se alejó un poco de él—. Eres un capullo condescendiente. Me rechazas sexualmente porque has decidido que soy demasiado inmadura para…

—Inexperta.

—Es lo mismo.

—No, no lo es.

—Demasiado inmadura —prosiguió Justine, acaloradamente— para decidir lo que quiero hacer con mi propio cuerpo.

—No es un insulto cuando un hombre quiere ir poco a poco contigo.

—Entonces, ¿qué es?

—Un cumplido.

—Pues a mí no me lo parece. —En algún lugar de su interior sabía que debería reconocerle su intento de mostrarse como un caballero, pero en ese momento se sentía demasiado frustrada sexualmente para molestarse. Se acercó a la puerta con el ceño fruncido y la abrió—. Vete. Y no te molestes en volver a invitarme a salir. Yo no concedo segundas oportunidades.

Jason sonrió y la apartó, al tiempo que se agachaba para recoger su cazadora del suelo. Antes de desaparecer se detuvo en el umbral de la puerta.

—No deberías descartar las segundas oportunidades. A veces aparecen con interesantes ventajas —dijo.

Tras una noche intranquila, llena de interrupciones del sueño, Justine se despertó temprano e inició el día como de costumbre, rellenando y poniendo en marcha la cafetera industrial de la cocina, montando las mesas en el comedor y precalentándole el horno a Zoë.

Cuando llegó Zoë, con un aspecto tan fresco como la luz del sol y las margaritas, lanzó una mirada a Justine y preguntó:

—¿Qué pasó?

—Nada —refunfuñó Justine.

Estaba sentada a la mesa de la cocina con un tazón de café entre las dos manos. Se lo llevó a los labios y vació su contenido de un solo trago.

Después de remover crema de leche y azúcar en un nuevo tazón de café, Zoë se lo ofreció.

—¿La cita no fue bien?

—La cita fue fantástica. La comida y el vino increíbles, la conversación muy amena y, además, con el hombre más maravilloso que haya conocido jamás. Al final de la cena estaba lista para acostarme con él sobre el capó del coche más cercano.

—Entonces, ¿por qué…?

—No quiso. Me dijo algo así como que «es demasiado pronto» y «por tu propio bien», lo que todo el mundo sabe que en el lenguaje masculino significa que «no eres follable». Y luego se marchó como si estuviera saliendo del jardín cubierto de abejas.

—Estás exagerando —dijo Zoë con una risa trémula en la voz—. Es posible que te respete lo bastante como para no precipitarse contigo.

—Los tíos no piensan así. Su idea de una gran primera cita no es: «¡Oh, realmente me encantaría ver a esta mujer comer y luego volver a casa solo!». —Justine sacudió la cabeza, malhumorada—. Mejor así. Es demasiado rico. Demasiado controlador. Demasiado de todo.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Zoë con los ojos llenos de afecto.

—¿Te importaría estar un poco pendiente del trabajo de Annette y Nita? Pensaba coger mi kayak y hacerles una visita a Rosemary y Sage en la isla de Cauldron.

—Por supuesto. Me alegro de que vayas a verlas. Siempre parece sentarte bien ir allí.

Resultaba prácticamente imposible vestirse para una combinación de veinticuatro grados de temperatura ambiental y los diez del agua. El equipamiento para salir en kayak que procuraba un calor aceptable en el agua resultaría insoportable e impracticable en cuanto se pusiera a remar. Ante una elección como ésta, la mayoría de los aficionados a los kayaks optaban por sacrificar el traje de neopreno y arriesgarse. Justine se decidió por un término medio: se pondría una camiseta de manga corta de Goretex y unos pantalones pirata de neopreno. No sería tan cómodo como vestirse con una sencilla camiseta y unos pantalones cortos, pero si zozobraba necesitaría la protección adicional.

Una súbita inmersión en aguas frías era peligrosa, incluso para nadadores y remadores experimentados. Justine lo había sufrido un par de veces en el pasado, tomando una clase de kayak. Incluso estando preparada para ello, el shock del agua helada era tan desagradable como insoportable. Te obligaba a abrir la boca involuntariamente, lo que suponía un problema si tenías la cabeza debajo del agua. E incluso estando fuera del agua, tu laringe podía cerrarte las vías respiratorias, lo que solía llamarse muerte por «ahogamiento seco».

El día estaba nublado; la superficie del agua, agitada, y el viento era fresco. Se estaba acercando un sistema de bajas presiones, lo que podía resultar en ligeras lluvias y vientos más fuertes. Puesto que había manejado este tipo de condiciones meteorológicas con facilidad en el pasado, Justine no estaba preocupada.

—Si yo fuera tú, no saldría demasiado tiempo —le dijo un marinero en el muelle de Roche Harbor mientras Justine plegaba la plataforma rodante de su kayak y la guardaba. El anciano tenía una taza de café en una mano y un donut en la otra—. Está entrando un frente.

Justine agitó su teléfono móvil en el aire antes de meterlo en una bolsa impermeable.

—Mi aplicación meteorológica dice que hará buen tiempo.

—Aplicación —se burló el anciano, y le dio otro bocado al donut—. Las nubes de ayer parecían escamas de caballa. Eso significa que se avecina una tormenta. ¿Ves esas gaviotas que entran volando bajo? ¿Ves los pejerreyes en la superficie? Son todas señales. La Madre Naturaleza es la aplicación que llevo utilizando los últimos cincuenta años, y ella nunca se equivoca.

—Esos pejerreyes no han consultado el Doppler local —dijo Justine con una sonrisa—. El pronóstico es bueno.

El anciano movió la cabeza como un marinero experimentado que raras veces hace caso a jóvenes insolentes.

—Las previsiones y los peces muertos, ambos se ponen malos rápidamente.

Después de ajustarse el chaleco salvavidas, Justine salió a la mar con eficientes paladas, procurando coger el ritmo que debería mantener durante la travesía de una hora. El viento amainaba el calor y la mantenía cómoda y a gusto. Con la pala entre sus manos, se concentró en plantar las hojas detrás de cada ola que le venía de frente.

El viento cambió, forzando a Justine a avanzar en zigzag. Inclinó el cuerpo hacia delante para disminuir la resistencia del viento y empezó a empujar el agua con fuerza. Era un ejercicio muy intenso. El impulso que había cogido se vio interrumpido al verse obligada a apuntalar la pala constantemente para evitar que el kayak se pusiera en paralelo con las olas.

Las ráfagas de viento, de pronto cargadas de lluvia, la golpeaban cada vez con más fuerza. Los vientos rasantes la empujaban en una dirección mientras que el agua la empujaba en la contraria. Las olas se habían alargado y levantaban crestas de espuma líquida. Justine entornó los ojos y alzó la mirada, sorprendida de lo oscuras y espesas que se habían tornado las nubes cuyo borde era grueso y anormalmente alto.

Todo estaba pasando demasiado rápido. No tenía sentido.

«Esto no es normal», pensó, con un punto de miedo.

«No intentes engañar el Destino», le había advertido Rosemary.

Llevaba remando al menos una hora, a esas alturas ya debería haber alcanzado la isla de Cauldron. Cuando intentó hacerse una idea de su posición, se sorprendió al darse cuenta de que el acantilado de cincuenta pies de la isla de Cauldron estaba, como mínimo, a una milla de distancia y que la corriente la había empujado fuera de curso. Si no avanzaba pronto, se hallaría en medio del violento oleaje del estrecho de Haro, sacudida de un lado a otro como si fuera el juguete de un niño.

Las olas rompían con fuerza por encima de la proa y se llevaban cosas que había metido debajo de la red elástica de cubierta. Una botella de Gatorade, su kit de señales.

Su corazón latía con esfuerzo. Si hubiera tenido una mano libre, habría agitado un puño contra el cielo. Atacó el agua con renovada furia y se abrió camino a través de la montaña rusa de olas. Un par de minutos más tarde venció el sentido común y Justine intentó guardar las fuerzas manteniendo un ritmo de palada bajo y utilizando los músculos del tronco. Su mente ya no pensaba en otra cosa que no fuera la supervivencia.

El mundo entero era agua. Lluvia y océano, por arriba y por abajo, que la rociaban y la agitaban, que la impulsaban y tiraban de ella.

Los torbellinos empujaban el kayak de costado. Justine se inclinaba con cada ola para evitar zozobrar y remaba para virar hacia las olas cargadas de espuma. Otra ola la embistió, pero esta vez no pudo reaccionar a tiempo.

El kayak zozobró.