La mayoría de las relaciones sentimentales de Jason habían surgido por razones de proximidad y conveniencia: una ejecutiva que había conocido en una conferencia que trataba sobre el desarrollo de juegos, o una periodista que lo había entrevistado, o quizás una actriz de doblaje a la cual había tenido que dedicarle dos mil horas de grabación a un juego de Inari.
Nunca permitía que le organizaran una cita a ciegas, pues había aprendido que era la manera más segura de acabar con una amistad. De hecho, a Jason le disgustaba la idea en sí de una cita, pues equivalía a comprometerse por toda una noche con alguien que no conocías y que probablemente no quisieras volver a ver nunca más.
Sus relaciones solían ser cortas. Siempre las terminaba regalándole a la mujer en cuestión una joya a modo de compensación por haber herido sus sentimientos, y normalmente funcionaba, salvo en un par de casos en que la mujer le había dicho que el regalo de despedida parecía el pago por servicios prestados. «Una pulsera de vete a la mierda», lo había llamado la última agriamente, al tiempo que deslizaba la pulsera de diamantes de Tiffany’s alrededor de su fina muñeca. A pesar del insulto, no se la había devuelto.
Justine Hoffman era la primera mujer que había conocido en mucho tiempo de la que sospechaba que podría decirle por dónde metérselo si le daba un regalo de despedida.
Quizá fuera porque estaba tan acostumbrado a recibir la atención admirativa de las mujeres, a salirse con la suya con demasiada facilidad y demasiado a menudo, que le resultaba una novedad encontrarse con una mujer que no tenía ni el más mínimo deseo de comprometerse con él. Sin embargo, era incapaz de dejar de pensar en Justine. No hacía más que recordar la manera que tenía de reír, ronca y natural, hasta reducir su risa a una sonrisa luminosa. Irresistible.
Jason ya había roto una de sus reglas personales: la mujer siempre tenía que acercarse a él. Puesto que era evidente que Justine no lo haría, él tendría que encargarse de la persecución. Otra regla que tenía era que, cuando estaba interesado en una mujer, recopilaba toda clase de información sobre ella, al tiempo que procuraba revelar la menor información posible sobre sí mismo. Justine le exigiría reciprocidad, tanto en riesgos como en honestidad. No estaba seguro de hasta qué punto podía bajar la guardia, o en qué medida sería capaz de abrirse a otra persona. Sin embargo, si la quería tendría que intentarlo. Debería abrir puertas que llevaban cerradas tanto tiempo que tendría problemas para incluso encontrar la llave.
Sería mucho más fácil abandonar. Se le daba bien apartarse de aquello que quería, ignorando la tentación, dejando que el lado racional de su cerebro anulara los sentimientos. Sin embargo, alguna que otra vez, por rara que fuera, se encontraba con algo o alguien a quien deseaba demasiado para abandonar.
Jason se dirigió a la casita detrás de la posada a las siete menos un minuto y llamó a la puerta.
Justine abrió, toda seda y esbeltas curvas.
—Hola.
Su mirada y su sonrisa lo arrollaron.
—Entra.
Jason obedeció, tan fascinado que a punto estuvo de tropezarse con el umbral. Justine llevaba un vestido corto sin mangas ni espalda, de punto fino en un tono beis melocotón que le daba una breve y deslumbrante sensación de desnudez. Iba descalza y las uñas de sus pies estaban pintadas con un esmalte de reflejos rosados. Llevaba el pelo recogido en una sencilla cola de caballo con un mechón que envolvía el pasador.
—Solo me falta ponerme los zapatos —dijo Justine.
Incapaz de retirar la mirada de ella, Jason contestó asintiendo con la cabeza cuando ella se metió en la habitación contigua. Un diminuto broche en lo alto de la cremallera de su vestido estaba suelto. Jason no pudo evitar imaginarse bajándole la cremallera, el sonido deslizante al abrirse la tela y separarse de la suave piel de su espalda.
En un intento por alejarse de los pensamientos eróticos se centró en la casa. Era pequeña y estaba impoluta. Las paredes y los muebles estaban pintados en tonos pastel; el sofá regordete, repleto de enormes cojines con fundas de telas a rayas o con flores estampadas, algunos con borlas. Era indiscutiblemente la habitación de una mujer, pero la pintura de las paredes y los toques aquí y allá, de hallazgos hechos en tiendas de antigüedades, le daban un aire confortable y acogedor.
Justine volvió con unas sandalias de tiras finas como una telaraña y tacones de aguja bajos.
—Estás preciosa —dijo Jason.
—Gracias.
—Me he fijado en que… —Se vio obligado a interrumpirse, las palabras se le habían atragantado—. El broche de la espalda de tu vestido, si quieres puedo…
Volvió a detenerse al ver que ella se sonrojaba. No se trataba de un rubor normal, sino de una profunda infusión de color que se extendía desde el escote de su vestido hasta el nacimiento de su pelo. Jason quería seguir el visible acaloramiento con su boca y las puntas de sus dedos, besarla por todo el cuerpo.
—Sí, gracias —dijo Justine en un intento, no del todo conseguido, de sonar relajada—. No llego.
Se dio la vuelta lentamente, al tiempo que se recogía la brillante cola de caballo en toda su extensión y la levantaba por encima del hombro. La mirada de Jason se paseó por la fina musculatura de su espalda, la delicada nuca con su fino y apenas visible vello. Tenía el cuerpo de una bailarina, esbelta, elegante y flexible.
La espalda del vestido dibujaba un frágil arco. Jason titubeó, luchando por recuperar el control sobre sí mismo. Cuando estuvo listo, alargó la mano para cerrar el diminuto corchete con la cautela de un hombre que se dispone a desactivar una bomba.
Sus nudillos rozaron su espalda sedosa mientras se peleaba con el broche. Sintió cómo ella se tensaba y la excitación se abrió paso a través de su cuerpo como la crepitación del metal que se ha calentado demasiado rápido.
—Ya está —dijo con voz ronca.
Justine soltó su cola de caballo y dejó que se acomodara sobre la espalda. Jason quería agarrar aquella lustrosa coleta con sus manos, enrollarla alrededor de ellas.
Justine lo miró de frente con unos ojos del color del chocolate agridulce. El calor acentuaba el silencio en un oscuro y dulce pulso.
—¿Adónde vamos? —preguntó Justine.
Jason tardó un instante en convertir los pensamientos en palabras.
—Al Coho Restaurant, si te parece bien.
—Sí, es uno de mis favoritos.
El restaurante estaba a un paseo de la posada, a tan solo tres manzanas del muelle del ferry. Jason acomodó el paso al de Justine mientras avanzaban por las silenciosas calles, sin prisa y relajados.
Entraron en el restaurante, una antigua casa reformada de finales del siglo XIX, que apenas tenía un puñado de mesas. El suave titileo de las velas se reflejaba sobre los blancos manteles. Los camareros lograban mantener el equilibrio perfecto entre solicitud y moderación, y acudían a la mesa cuando se les necesitaba para luego volverse invisibles de nuevo durante el tiempo justo.
—¿Tuviste una buena reunión con Alex? —preguntó Justine después de que les sirvieran el vino.
Jason asintió con la cabeza.
—Parece el hombre perfecto para el trabajo.
—¿Por…?
—Es evidente que se preocupa de que todo esté correcto, hasta el último detalle. Trabaja bien y termina los proyectos dentro del plazo fijado. Y no se asusta fácilmente. Acabamos el día hablando con los abogados de la posibilidad de añadir una cláusula de transferencia de riesgos financieros en el contrato. Si el proyecto no está acabado en la fecha acordada, perderemos un millón de dólares de crédito fiscal y, en tal caso, Alex se encontraría en una situación difícil. A él le parece bien. Sabe que es capaz de cumplir los plazos y me gusta este tipo de confianza en sí mismo.
Justine parecía preocupada.
—Pero si pasa algo, Alex estará arruinado. No es capaz de juntar un millón de dólares.
Jason se encogió de hombros.
—Grandes riesgos, grandes recompensas.
Justine levantó su copa de vino y dijo:
—De acuerdo, entonces. Porque consigas tu crédito fiscal.
Su semblante era inocente, pero Jason sabía detectar cuándo alguien se burlaba de él.
—Yo hubiera sugerido un brindis un poco más emotivo —dijo.
—Adelante.
Un momento después Jason dijo:
—Cada día es un viaje y el viaje en sí mismo es el hogar.
Justine lo miró, cautivada.
—¿Quién lo escribió?
—Matsuo. Un poeta japonés.
—¿Tú lees poesía?
—A veces.
—No sabía que los hombres lo hicieran.
—Una de las ventajas de padecer insomnio es que lees mucho.
Entrechocaron las copas y bebieron, saboreando el ahumado aroma de frutos rojos de un Willamette Pinot Noir.
—Alex me comentó que eres la propietaria de la casa del final de la carretera de Dream Lake —dijo Jason.
Un destello de placer asomó en los ojos de Justine, como si hubiera estado esperando el comentario.
—¿Por qué? Sí, es mía.
—¿Cómo acabó siendo tuya?
—Hasta el pasado verano ni siquiera conocía la existencia de la casa. Era de la abuela de Zoë, Emma, pero llevaba años deshabitada. Estaba en un estado lamentable. —Justine miró su copa de vino y agitó el líquido brillante—. A Emma le habían diagnosticado demencia vascular y empeoraba rápidamente. Zoë quiso cuidar de ella los últimos meses de su vida. Así que me ofrecí para comprar la casa y restaurarla, lo que les proporcionó un poco de dinero a Zoë y a Emma, y también un lugar donde estar sin tener que pagar un alquiler.
—Muy generoso por tu parte.
Por lo que podía deducir del informe de solvencia y antecedentes que había encargado, Justine no nadaba precisamente en dinero.
—No fue gran cosa —dijo Justine—. Y Alex se superó a sí mismo con las reformas, aportó un montón de materiales de construcción que no tuvimos que pagar. —Una breve sonrisa iluminó su rostro—. No sé por qué, pero creo que tuvo más que ver con Zoë que conmigo.
—No parece que sientas demasiado apego al lugar.
—Pues ahora lo tengo, después de saber que lo quieres —dijo Justine con coqueta timidez, y dio un sorbo a su vino.
Jason sonrió y dijo sin alterarse:
—Es posible que me interese.
Los finos dedos de Justine se deslizaron por el tallo de la copa y Jason siguió el movimiento detenidamente.
—¿Te preocupa que haya un pedacito de terreno junto al lago que no sea tuyo?
—No me gustan los cabos sueltos —admitió Jason—. ¿Has pensado en tasar el valor de la casa?
—Ni siquiera había pensado en venderla.
—Te ofrezco medio millón por ella —dijo Jason, saboreando la estupefacción que se podía leer en el rostro de Justine.
—No lo dices en serio. —Justine se dio cuenta de que sí—. Dios mío. No.
Jason la miró de soslayo.
—Es una oferta generosa.
—Es una oferta estúpida. ¿Por qué ibas a ofrecerme un precio por encima del valor de la casa?
—Porque puedo. ¿Por qué te ofendes?
Justine suspiró, exasperada.
—Tal vez porque una oferta como ésta podría interpretarse como una manera de comprar a alguien.
El comentario caló inmediatamente en Jason, cuyo cinismo nunca estaba demasiado lejos de la superficie, y se sorprendió a sí mismo diciendo:
—No me vas a negar que todo el mundo tiene un precio.
—No, eso está claro. Pero tú no te puedes permitir el mío.
—Tengo mucho dinero —replicó Jason.
—Mi precio no tiene nada que ver con el dinero. —Justine lo miró con una solemnidad herida que lo conmovía—. Y no hagas eso.
—¿Que no haga qué?
—No intentes impresionarme con tu cartera abultada. Me resulta irritante. Y tampoco es justo, ni para ti ni para mí.
Jason se la quedó mirando un buen rato.
—Pido disculpas —dijo amablemente.
El semblante de Justine se relajó.
—Está bien. Disculpas aceptadas.
La conversación se interrumpió cuando el camarero apareció con sus platos. Ambos habían pedido rodaballo sobre un lecho de patatas, bañado con salsa Chardonnay y aromatizado con unas crujientes hojas de albahaca frita.
Mientras disfrutaban de la comida fresca y perfectamente preparada, dirigieron la conversación hacia sus respectivas familias. Pronto descubrieron que tenían algo en común: ninguno de ellos tenía una. En respuesta a las preguntas vacilantes de Justine, Jason le habló del momento en su vida en que todo se había desmoronado, a mitad del segundo año de universidad en la USC.
—Empezó cuando me di cuenta de que nunca llegaría a ser más que un jugador de fútbol medianamente bueno —dijo—. No poseía el instinto que convierte a un jugador competente en un gran jugador. —Esbozó una sonrisa irónica—. Y como si fuera poco, me había obsesionado con el diseño de juegos. Cada vez que salía a correr o hacía ejercicios de repetición, lo único en lo que pensaba era cuándo podría irme al laboratorio de multimedia del campus. —Jason cogió el tallo de su copa de vino entre los dedos y los deslizó por todo lo largo lentamente mientras recordaba—. Así pues, volví a casa por Navidad para contarles a mis padres que pensaba abandonar el programa de fútbol. Yo mismo sufragaría mis gastos. Por entonces, ya había desarrollado y vendido un juego 2D, así que ya tenía un pie dentro. Pero en cuanto vi a mi madre me olvidé de toda mi mierda personal. En apenas dos meses se había convertido en un esqueleto viviente.
—¿Por qué? —preguntó Justine con delicadeza.
—Le habían diagnosticado un cáncer en el hígado. No me lo había contado. Rechazó cualquier tipo de tratamiento. Esa clase de cáncer avanza como un tren de mercancías. Murió una semana después de mi visita.
Después de lo ocurrido, la universidad ya no importaba. De allí en adelante ya nada le importó. Dejó los estudios, su casa y cualquier cosa que le resultara familiar en un intento de encontrarle algún sentido a la vida.
—Lo siento mucho —dijo Justine.
Jason movió la cabeza, rechazando su compasión.
—De eso hace ya mucho tiempo.
La mano de Justine se movió hacia la de él. Jason abrió la mano, con la palma vuelta hacia arriba. Su caricia era vacilante, cálida.
—¿Y qué me dices de tu padre? —preguntó Justine—. ¿Alguna vez lo ves?
Jason meneó la cabeza, todavía con la mirada fija en sus manos.
—Y si lo hiciera, lo mataría.
Los dedos de Justine se detuvieron en la palma de su mano.
—¿Fue un mal padre? —preguntó, en un tono neutro.
Jason titubeó antes de contestar. Solo se podía describir a un hombre como su padre con cien mil palabras o con una sola.
—Violento.
Siendo como era fontanero a domicilio, Ray Black nunca se quedaba corto de herramientas a la hora de disciplinar a un hijo revoltoso: llaves inglesas, tuberías, cadenas, tubos flexibles. Jason había soportado no pocas visitas a urgencias, donde había bromeado con enfermeras y médicos acerca de lo torpe que era porque siempre acudía con contusiones y fracturas. Lesiones jugando al fútbol en el instituto de bachillerato. Constantes conmociones cerebrales, eso era lo que los deportes de contacto suponían para él.
«Tu padre sabe que ha ido demasiado lejos. Ha prometido que no volverá a repetirse. Sonríe y di que fue un accidente».
Y Jason hacía lo que su madre le pedía. Sonreía y mentía a sabiendas de que no sería, ni mucho menos, la última vez. A sabiendas también de que la manera de conseguir ser distinto a Ray en todo era no perder nunca el control.
—Antes de que muriera mi madre —se oyó decir a sí mismo—, me pidió que perdonara y olvidara. Pero de momento no he conseguido hacer ni lo uno ni lo otro.
No tenía ni la más mínima intención de perdonar. Los detalles de su infancia eran tan indelebles como los grabados de una lápida. Recordaba cosas que no quería recordar. A pesar de que nadie sería capaz de comprenderlo sin conocer al menos algunos de esos detalles, Jason nunca había podido confiarse a nadie. Su pasado no era algo que pudiera ser utilizado como moneda de cambio para forzar la compasión de nadie. Y, hasta la fecha, no había apreciado ninguna ventaja en que alguien lo comprendiera.
Los dedos de Justine se deslizaron por el interior de su muñeca y la frotó suavemente, como si pudiera sentir sus latidos.
—Yo tampoco lo he conseguido —dijo Justine—. Mi madre y yo estamos distanciadas. Nos culpamos de ello la una a la otra. Ella no puede perdonarme… —una pausa desvalida— muchas cosas. Sobre todo no puede perdonarme que no desee vivir como ella.
—¿Y cómo es su vida?
—Oh… —Justine se encogió de hombros y apartó la mirada con una sonrisa evasiva. Cuando volvió la mirada hacia él, parecía mirarlo a través de un seto de secretos—. Ella es… diferente.
—¿Cómo diferente?
—Está muy comprometida con lo que podríamos llamar una religión alternativa. —Otra pausa calculada—. Basada en la naturaleza.
—¿Es wiccana?
—En cierto modo, va más allá de eso.
Jason la miró, alerta a lo que pudiera decir.
Justine quiso apartar la mano, pero Jason cerró los dedos sobre los suyos con suavidad.
—Me educaron en las creencias paganas —dijo Justine—. Gran parte de mi infancia la pasé en festivales psíquicos, reuniones de espíritus, encuentros de artes mágicas, Círculos de Tambores, incluso participé en un par de Marchas del Orgullo Pagano. Estoy convencida de que debió de parecer una locura para alguien de fuera. También parecía una locura desde dentro. —Justine sonrió e intentó sonar despreocupada. Sin embargo, una vena había aparecido en la superficie de porcelana de su frente, una delicada longitud de tensión azul—. Siempre fui diferente —dijo—. Lo odiaba.
Jason quería tocarle el rostro, apartar los signos de angustia. En su lugar, dejó que su pulgar acariciara sus nudillos en pasadas reconfortantes.
—Por Halloween, en la víspera del Día de Todos los Santos —prosiguió Justine—, nunca pude disfrazarme y salir a pedir truco o trato. En su lugar, estaba obligada a asistir a una cena Samhain y a sentarme al lado de platos vacíos, dispuestos para los espíritus de familiares difuntos.
Jason alzó las cejas levemente.
—¿Alguna vez apareció alguno?
—No puedo contártelo, si lo hiciera perderías la compostura y saldrías corriendo de aquí.
—No antes del postre. —Jason hizo una pausa—. ¿Estoy equivocado o es cierta la impresión que tengo de que tu paganismo incluía ciertos elementos de, digamos, brujería?
Justine palideció y guardó silencio.
Para su asombro, los ojos de Jason desprendían un destello de humor irreverente.
—Entonces —preguntó él—, ¿eres una bruja buena o una bruja mala?
Justine reconoció la cita del Mago de Oz e intentó sonreír, aunque no lo consiguió.
—Preferiría que no me etiquetaras.
Le había contado demasiado. Y aún peor, todo lo que había dicho era verdad. ¿Qué tenía ese hombre para que soltara la lengua tan alegremente? Sintió un ligero malestar e intentó retirar las manos, pero Jason no se lo permitió.
—Justine —dijo en voz baja—. Espera. ¿Puedo decirte una cosa más? He pasado los últimos diez años creando complejos mundos fantásticos, llenos de dragones y ogros. Es el tipo de trabajo que una persona normal sería incapaz de hacer. Un par de mis amigos más íntimos, que casualmente trabajan para mí, se distinguen por llevar orejas puntiagudas de látex o pies de hobbit en las reuniones. Y como ya te había contado, soy un adicto patológico al trabajo y un insomne que carece de alma. Así que el hecho de que coquetees un poco con las artes negras en tu tiempo libre difícilmente puede suponer un problema para mí.
Justine tenía miedo de creerle. Pero dejó de intentar retirar las manos. Y el malestar parecía remitir. Sus dedos estaban atrapados firmemente entre los de él y no pensaba soltarse.
Ninguno de los dos pensaba hacerlo.