8

En cuanto Justine hubo accedido a salir con Jason, supo que había sido un error. Sin embargo, ahora que se había comprometido a ello, ya no había marcha atrás. «Es posible que nunca haya estado tan cerca de tener un alma». ¿Cómo rechazarlo después de decir eso?

Tras haber despejado las mesas del desayuno y de dejar los platos en la cocina cogió un cubo lleno de productos de limpieza. Annette y Nita, dos lugareñas que ayudaban en la limpieza de la posada, en ese momento estaban ocupadas deshaciendo las camas.

—Nita, ¿cómo te encuentras? —preguntó Justine cuando entró en la habitación Degas, al tiempo que dejaba el cubo en el suelo.

La joven menuda, cuya herencia indígena de la costa noroeste era más que evidente a juzgar por su brillante cabellera negra y su suave piel del color de la canela, sonrió y se dio una palmadita en el vientre, todavía plano.

—Bastante bien. Aunque me sentiría mucho mejor si no tuviera que tomar vitaminas del tamaño de una pastilla para caballos.

—Procura no excederte en el trabajo hoy, Nita —dijo Justine—. Y tómate un descanso cuando lo necesites.

—Annette y yo ya lo hemos resuelto. Ella se encargará de todo lo que sea levantar pesos y yo me ocuparé de sacar el polvo.

Annette sonrió y le dijo a Justine:

—Nita estaba decidida a venir a trabajar hoy, fuera como fuera. Quería echarle un vistazo a Jason Black.

—¿Y lo has conseguido? —preguntó Justine.

Nita asintió con la cabeza y su rostro adquirió una expresión soñadora.

—Es un bombón.

—Es bastante guapo —admitió Justine con una sonrisa triste en los labios.

—Está bueno… —dijo Annette con fervor—. La gente de Inari dejaba la posada justo cuando nosotros entrábamos y el señor Black nos sostuvo la puerta. Y durante el segundo que me miró sentí que mis ovarios estallaban y entonces la canción de Seal Kiss from a Rose empezó a sonar en mi cabeza.

—Jason Black es mío —dijo Nita, al tiempo que echaba una solución de amoniaco al espejo de la habitación—. Somos como los personajes de una de esas películas en que el destino quiere que nos encontremos, pero no hacemos más que cruzarnos. Y cuando finalmente nos encontramos, resulta que estoy prometida con John Corbett. Pero John Corbett me libera del compromiso porque él nunca se interpondría al amor verdadero.

Pasó el limpiavidrios por el cristal con movimientos expertos.

—Nita —dijo Annette—, estás felizmente casada y, además, embarazada.

—Yo mataría a mi marido con este limpiavidrios por Jason Black ahora mismo. —Nita se detuvo, pensativa—. Incluso podría matarlo por John Corbett.

Justine reía.

—Asesinado con un limpiavidrios. ¿Cómo se hace eso, Nita?

—Bueno, básicamente tienes que…

—No, déjalo. No necesito saberlo. Tengo que barrer y fregar abajo —dijo, y se dio a la fuga mientras Annette y Nita seguían discutiendo cuál de las dos acabaría junto a Jason.

Después de trabajar toda la mañana y hasta bien entrada la tarde, Justine se metió en el despacho y cerró la puerta para procurarse un poco de privacidad. Cogió su teléfono móvil y marcó el número del faro de la isla de Cauldron donde vivían Rosemary y Sage.

Solía llamar con cierta frecuencia para interesarse por ellas, por si necesitaban algo. Cuando hacía buen tiempo, cogía su kayak y cruzaba la milla náutica que separaba el norte de la isla de San Juan y la de Cauldron para visitarlas una vez por semana.

Las ancianas, que llevaban casi cuarenta años viviendo juntas, se negaban siquiera a considerar la posibilidad de mudarse a un lugar menos aislado. La isla de Cauldron medía unas dos millas cuadradas y apenas tenía un puñado de habitantes con residencia permanente. La única manera de llegar allí era con un barco de propiedad o aterrizando con una avioneta en una pista de césped cortado.

En aquel faro se celebraban aquelarres unas seis veces al año. Marigold acudía a las reuniones, naturalmente y, según Rosemary y Sage, le iba bien. Había puesto en marcha una tienda por Internet que vendía productos mágicos, entre ellos hierbas, piedras, velas, herramientas para sortilegios e incluso algunos productos de baño y cosméticos.

—¿Alguna vez os habla de mí? —había preguntado Justine a Rosemary recientemente.

—Pregunta cómo estás —le había respondido Rosemary—. Pero sigue tan terca como de costumbre. Dice que hasta que no te avengas a unirte al Círculo no tendréis nada de que hablar.

—¿Qué crees tú que debería hacer?

—Creo que tú debes decidir qué es lo mejor para ti —le había dicho Rosemary—, y no permitas que nadie, ni siquiera tu madre, te presione para que te comprometas con algo para lo que no estás preparada. Ya se lo he dicho a Marigold. Si no te sientes preparada para ello, no deberías unirte.

—¿Y qué pasa si nunca llego a sentirme preparada para hacerlo?

—Entonces el Círculo seguirá como siempre. Tal vez sea la manera que tiene el destino de decirnos que no estamos preparadas para el poder de trece.

Sage había estado de acuerdo.

—Nadie puede decirte cuál es el camino que debes tomar —le había dicho a Justine—. Pero algún día lo descubrirás. Y no será como tú te lo habías imaginado.

A los veinte, Sage había conocido y se había casado con Neil Winterson, un farero, y se había ido a vivir a la isla de Cauldron con él. El faro fue construido con el cambio de siglo para guiar los barcos en las activas aguas del estrecho de Boundary, entre el estado de Washington y la Columbia Británica. Cada noche, Neil trepaba a lo alto de la escalera de caracol hasta la cúpula de cristal y encendía la lámpara de queroseno Fresnel, hecha con cuarenta pedazos de cristal francés. Una vez encendida, se podía ver desde una distancia de catorce millas. Cuando la niebla era espesa, Neil y Sage se turnaban para hacer sonar la campana de media tonelada de peso del faro y así alertar a los barcos que se acercaban.

El matrimonio de Sage y Neil había sido feliz, a pesar de la decepción por no tener hijos. Cinco años después de la boda, Neil salió a navegar en un pequeño Dory de madera mientras hacía un tiempo apacible, pero nunca volvió. Encontraron su embarcación zozobrada y, más tarde, encontraron su cadáver, todavía con el chaleco salvavidas puesto. Lo más probable era que una ráfaga de viento hubiera volcado el Dory y que Neil no hubiera sido capaz de enderezarlo.

Todos los miembros del Círculo habían ayudado a Sage a superar su duelo, algunos instalándose en el faro durante breves períodos de tiempo. Sage asumió el empleo de su marido y también dio clases a media docena de niños en la escuela de una sola estancia de la isla.

Aproximadamente un año después de la muerte de Neil, Rosemary apareció en el faro con la intención de quedarse una semana. Sage le pidió que se quedara una semana más, y luego otra, y de alguna manera aquella visita se convirtió en una convivencia para siempre.

—Algún día, el amor te romperá el corazón —le había dicho Sage a Justine en una ocasión—. Pero el amor también puede sanarlo. Hay pocas cosas en la vida que sean a su vez causa y curación.

El teléfono sonó dos veces y alguien lo descolgó.

—¿Hola? —dijo la voz familiar de Sage, dulcemente rasgada, como el encaje antiguo y las rosas marchitas.

—Sage, soy yo.

—Estaba esperando tu llamada. ¿Qué pasa?

—¿Por qué das por sentado que me pasa algo?

—Estuve pensando en ti ayer por la noche. Y vi sangre en la luna. Cuéntame qué es lo que ha pasado.

Justine parpadeó y frunció el ceño. Una luna envuelta en una neblina roja era una mala señal. Quiso contradecir a Sage y decirle que no había pasado nada, y que la señal no tenía nada que ver con ella. Sin embargo, estaba un poco más que preocupada porque tal vez así fuera.

—Sage —preguntó con cautela—, ¿sabes algo acerca de un maleficio que alguien lanzó sobre mí?

El silencio era tan denso como el alquitrán derretido.

—¿Un maleficio? —repitió finalmente Sage en un tono de voz reflexivo—. ¿Qué te ha llevado a creer algo así, cariño?

—A mí no me engañas, Sage. Mientes incluso peor que yo. Cuéntame lo que sabes.

—Hay ciertas conversaciones —observó Sage— que no deben volar a través del aire entre teléfonos. Se supone que deben tener lugar de una manera civilizada, con la gente hablando cara a cara.

A veces, Justine encontraba la esquivez de Sage encantadora. Sin embargo, esta vez no.

—Algunas conversaciones tienen que llevarse a cabo por teléfono porque hay gente que está ocupada trabajando.

—Hace tiempo que no te vemos por aquí —dijo Sage, melancólica—. Hace meses que no nos visitas.

—Hace tres semanas. —La ansiedad se extendió en su interior como una mancha de tinta—. Sage, tienes que contarme lo del maleficio. ¿De qué se trata exactamente? ¿Y qué pasaría si intentara romperlo?

Justine oyó el susurro de un suspiro.

—No hagas nada precipitado, Justine. Hay cosas que no sabes.

—Evidentemente.

—Eres una novicia en el arte de los conjuros. Si intentaras anular un maleficio podrías saltar de la sartén y caer en las brasas.

—Pues verás, eso es precisamente lo que me cabrea. ¿Por qué solo puedo elegir entre «la sartén» y «las brasas»? ¿Por qué me lo has ocultado? ¿No se te ha ocurrido alguna vez que tenía derecho a saberlo?

—Para empezar, ¿de dónde has sacado la idea del maleficio?

Aunque Justine estuvo a punto de dejarse llevar y contarle que se había enterado a través del Triscaideca, consiguió contenerse.

El silencio se prolongó hasta que Sage preguntó:

—¿Has hablado con Marigold?

Los ojos de Justine se abrieron como platos.

—¿Mi madre también sabe algo? ¡Maldita sea, Sage, cuéntame qué está pasando!

—Espera un momento. Rosemary acaba de volver del jardín.

Justine oyó una conversación ahogada. Se movió intranquila y tamborileó con los dedos contra la mesa.

—¿Sage? —dijo impaciente, pero no hubo respuesta. Se levantó, empezó a pasear por el pequeño despacho con el teléfono móvil pegado a la oreja.

Finalmente oyó la voz de Rosemary.

—Hola, Justine. Me dicen que preguntas por un maleficio. Qué palabra tan alarmante.

—Es más que una palabra, Rosemary. Es una maldición.

—No siempre.

—¿Me estás diciendo que un maleficio puede ser bueno?

—No. Pero no es necesariamente algo malo.

—Solo dime sí o no. ¿Alguien me ha lanzado un maleficio?

—No puedo confirmar ni negar nada hasta que podamos hablar cara a cara.

—Eso quiere decir que sí —dijo Justine amargamente—. Siempre significa que sí cuando alguien no quiere confirmar o negar algo.

Saber que Rosemary y Sage habían conocido la existencia del maleficio dolía más de lo que Justine jamás hubiera esperado. Todas las veces que había estado sentada a la mesa de su cocina, confiándoles sus secretos, explicándoles lo sola que estaba, lo mucho que ansiaba encontrar el amor, y el miedo desolador que sentía ante la posibilidad de que no fuera a ocurrir nunca. Aun así, ellas no habían dicho nada, a pesar de que conocían la verdad: nunca ocurriría porque le habían lanzado un maleficio.

—Ven a la isla y hablamos —dijo Rosemary.

—Por supuesto, lo dejo todo y voy. Porque no tengo un negocio del que ocuparme, claro.

El tono de voz de Rosemary estaba cargado de reproches cuando dijo:

—El sarcasmo no te sienta bien, Justine.

—Tampoco un maleficio para toda la vida. —Se quitó la goma de un tirón, se pasó los dedos por el pelo y apretó la palma de la mano contra su frente tensa—. Iré mañana por la mañana, después del desayuno. Se supone que hará buen tiempo. Cogeré mi kayak.

—Aquí te esperamos, tenemos muchas ganas de verte. Almorzaremos juntas. —Se produjo una pausa crispada—. No has intentado nada, ¿verdad?

—¿Como qué? ¿Como romper el maleficio? —preguntó Justine con una especie de apatía fingida—. ¿Acaso existe un conjuro capaz de conseguirlo?

—Sin duda sería una difícil proeza conseguirlo por cuenta propia. Sobre todo para alguien que solo ha practicado la magia en contadas ocasiones, como es tu caso. Sin embargo, si alguien lo consiguiera, las consecuencias podrían ser terribles. Un maleficio es un encantamiento muy poderoso. Se paga caro crear o romper uno.

—¿A qué te refieres?

—Hablamos mañana —dijo Rosemary.

El rostro de Justine se arrugó en un gesto de desaprobación cuando finalizó la llamada.

Una cosa era pagar un precio por un error que había cometido una misma, pero era increíblemente injusto tener que pagar por algo que le había hecho otra persona.

Para deleite de Zoë, Alex entró en la cocina mientras ella y Justine estaban preparando unas bandejas para la merienda. Vestía de forma informal con unos tejanos y una camiseta y sus botas de montaña estaban cubiertas de una capa de barro, después de pasar gran parte del día caminando por el terreno sin edificar de Dream Lake.

—¡Mi suelo! —chilló Justine al ver las pisadas en los tablones de madera del suelo que había fregado aquella misma la mañana.

—Lo siento. —Alex se había ido directamente hacia Zoë, que estaba organizando unos platos con tartas de frutas en miniatura sobre una bandeja de plata. La abrazó por la espalda, con un brazo sobre su pecho y el otro alrededor de su cintura—. Lo lavaré antes de irme —le dijo a Justine por encima del hombro, y le lanzó una sonrisa de arrepentimiento. Agachó la cabeza y besó a Zoë en el cuello.

—¿Quieres una tartita? —preguntó Zoë, al tiempo que se reclinaba contra él.

—Sí. —Alex miró por encima del hombro hacia la bandeja y añadió—: También cogeré uno de éstos.

Zoë se rió e intentó golpearle, y él apretó sus labios contra los de ella en un beso ardiente. Cuando Zoë intentó dar el beso por finalizado, él introdujo la mano entre sus rubios rizos para sujetarla al tiempo que sellaba sus bocas con aún más firmeza.

—¡Por Dios, chicos! —dijo Justine—. Buscaos una habitación.

Sin embargo, estaba contenta de verlos a los dos tan felices.

Alex era conocido por la calidad de su trabajo, y por su capacidad para acabar un proyecto dentro del plazo fijado, pero también tenía fama, por otro lado bien merecida, de ser un solitario cínico y disoluto, al borde del alcoholismo. No iban mal encaminados los que decían que el cambio que se había producido en él había sido un milagro.

Cuando iniciaron la relación, Justine había sido sincera con Zoë y le había planteado sus dudas, aconsejándole que no intentara salvar a un hombre como Alex, que ya se había divorciado una vez y que parecía ir de mal en peor. Zoë le había dado la razón, era imposible salvar a un hombre así. Pero podía estar allí para él, por si intentaba salvarse a sí mismo.

Solo el tiempo diría si la transformación de Alex duraría. Aunque estaba claro que estaba decidido a convertirse en un buen hombre para Zoë. La clase de hombre que creía que ella se merecía.

—¿Cómo te fue hoy? —preguntó Zoë, apenas sin aliento cuando Alex apartó su boca.

Alex le lanzó una sonrisa y cogió una de las tartas de la bandeja.

—El acuerdo tiene buena pinta. Soy prudentemente optimista.

Justine sabía que para Alex «prudentemente optimista» equivalía a entusiasmo desenfrenado para cualquier otra persona.

—Entonces, ¿qué te han parecido Jason Black y su séquito? —preguntó.

—La verdad es que es un grupo relativamente raro —dijo Alex—. Todos ellos un poco demasiado tensos. Todos hablan rápido y son muy nerviosos; es evidente que se esfuerzan por impresionar a Jason. —Alex devoró la tartita de un solo bocado y se detuvo para saborearla con los ojos cerrados—. ¡Dios mío, está deliciosa! —le dijo a Zoë.

Zoë le sonrió.

—¿Te pongo un café?

—Gracias, amor.

—Y prueba uno de estos bizcochitos de chocolate —añadió Zoë—. Normalmente los glaseo, pero esta vez…

—Deja de darle de comer —le ordenó Justine—. Quiero que me cuente algo más sobre Jason Black.

Alex cogió un bizcocho de chocolate, desafiándola con la mirada a protestar.

—Para él solo existen los negocios —dijo—. Es muy inteligente, muy directo. Cuando le parece que una idea es penosa te lo hace saber. Y cuando toma una decisión, ya está. Nada de consensos, nada de ceder, simplemente lo lleva a cabo. Al igual que la mayoría de tipos de su categoría, es controlador y obsesivo.

—A lo mejor acaba cayéndote bien —dijo Zoë, al tiempo que le daba una taza de café.

Su optimismo le hizo sonreír y dio un sorbo al café.

—Me gusta su proyecto —dijo—, y me gusta su dinero. No es un mal comienzo. —Lanzó una mirada divertida a Justine, que en ese momento estaba llenando un samovar de acero inoxidable con agua—. A lo mejor te interesa saber que quiere comprar la casa de campo de Dream Lake.

—¿Quiere comprarla? —preguntó Justine, al tiempo que levantaba las cejas.

Alex asintió con la cabeza.

—Celebramos la reunión allí y nos trajeron emparedados para el almuerzo. Y entonces me preguntó por qué la casa no formaba parte de la parcela de Dream Lake. Así que le conté que no era mía, que tan solo la alquilo. —Alex hizo una pausa para acabar el último bocado de su bizcocho de chocolate y lo regó con un poco más de café—. Me preguntó de quién era, momento en el que todo el mundo sacó sus teléfonos y tabletas. Porque sea lo que sea que quiera, todos se aseguran de que lo tenga.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Justine.

—¿Qué pasó cuando le contaste que era mía?

—Me miró como si de pronto me hubiera convertido en un mono de dos cabezas. Parece que la inversión que hiciste en el lugar está a punto de dar sus frutos. No aceptes la primera cantidad que te ofrezca.

—Es posible que no la venda —dijo Justine—. Con esa ubicación, después de que hayan construido el instituto, podría pedir una fortuna de alquiler.

Alex sonrió y le dijo a Zoë:

—Parece que ha llegado la hora de que nos mudemos.

Justine sacudió la cabeza y se rió.

—No, mientras Zoë quiera quedarse allí será vuestra. Pero me imagino que algún día querréis iros.

Alex volvió a agarrar a Zoë, agachó su oscura cabeza y le susurró al oído:

—¿Quieres que te construya una casa? ¿Una de esas pequeñas casas victorianas que parecen un pastel de boda?

Zoë se volvió para besar sus labios y sonrió al tiempo que cogía la bandeja.

—Durante el próximo par de años estarás más que ocupado construyendo el complejo de Dream Lake.

—Deja que la lleve yo —dijo Alex.

—No, solo ábreme la puerta. Pero eso sí, coge el samovar de Justine, pesa mucho.

Alex se apresuró a obedecer. Cuando se acercó para quitarle el recipiente lleno de agua a Justine, ella le dijo:

—Gracias, Alex.

Él se detuvo para descansar el samovar sobre la encimera y dijo:

—Sobre la casa de campo, no dejes de venderla por Zoë y por mí. Seremos felices vivamos donde vivamos. Y sería un inesperado pero bien merecido dinero, después de todo lo que has hecho para ayudar a Zoë.

Justine le sonrió.

—Me lo pensaré. Voy a cenar con Jason esta noche. Estoy segura de que sacará el tema.

La sorpresa asomó en los ojos de Alex.

—No me lo comentó. —Tras un breve titubeo añadió—: Ándate con cuidado, Justine.

—¿Por qué?

—Después de pasar gran parte del día junto a Jason puedo garantizarte que es el tipo de hombre que organiza el juego de manera que él salga victorioso siempre. Pienso seguir adelante con el acuerdo comercial, pero también te digo que si me parara a pensarlo un poco más, no estaría tan seguro.

—Yo tampoco —confesó Justine, avergonzada.

Alex se la quedó mirando con la ceja levantada. Cogió el samovar.

—Entonces, ¿por qué has accedido a cenar con él?

—Dijo que yo le gustaba. —¿Y?

—Justo después de que lo hubiera dicho tuve la sensación de que, en cierto modo, o casi, a mí también me gustaba él.

—¡Mujeres! —exclamó Alex efusivamente, y se llevó el samovar.