Justine empezó el día dando un paseo que la llevó hasta el muelle de Spring Street. La neblina matinal había dispersado el alba en capas de color rosado y melocotón. El repunte de marea había detenido el agua, atravesada por el reflejo de los mástiles. Un barco cargado de nasas para pescar centollos estaba saliendo del puerto, seguido por una pareja de gaviotas que rompían el silencio con sus graznidos.
Justine se fue hasta la última rampa con la hematita en la mano. Echó el brazo hacia atrás y arrojó la piedra lo más lejos que pudo. Cuando desapareció bajo la superficie del agua llevándose consigo el maleficio, respiró hondo y expulsó el aire lentamente.
Ya no quedaban excusas. Nada que se interpusiera entre ella y lo que la vida quisiera darle.
Se sentía capaz de saltar al sol que empezaba a despuntar en el cielo y dejarse atrapar por una nube. Se sentía frágil y tierna. Como una recién nacida.
De pronto apareció una brisa díscola de la nada, cargada de promesas de lluvia. Amusgó los ojos contra el frío soplo y descubrió que el cielo se había oscurecido cerca del horizonte. Las olas golpeaban contra los pilotes del muelle, como los lametazos de un perro en su tazón.
Cuando Justine entró en la cocina del Artist’s Point, Zoë ya había llegado y estaba ocupada con los desayunos. El aire estaba impregnado del olor a café y el aroma a mantequilla tostada y a hornos calientes.
—Buenos días —dijo Justine, eufórica—. ¿Qué tenemos esta mañana?
—Brioche francés con compota de frutos rojos.
—¡Mmm!
Toda la atención de Justine se desvió hacia la licuadora, medio llena de un vívido lodo verdoso.
—El batido saludable del señor Black —dijo Zoë con una mueca.
Justine se sirvió un poco en un vaso y lo probó. El sabor era fresco y frutal; la textura, ligera.
—¿Te has acordado de añadirle la proteína en polvo?
—Sí, ¿por qué?
—Porque se supone que un smoothie del tipo Monstruo Verde es un mejunje pegajoso, y esto está delicioso.
—Puedo haber ajustado los ingredientes ligeramente —dijo Zoë. Frunció el ceño al ver la reacción de Justine—. Ya lo sé. Pero era asqueroso.
Justine sonrió.
—Se supone que tiene que serlo. ¿Priscilla ya le ha subido un vaso a Jason?
—Sí. —Zoë empezó a cortar rebanadas del brioche casero, doradas y esponjosas, con la parte superior abombada y brillante—. Nunca había visto a nadie haciendo tantas cosas a la vez como Priscilla. Se tomó un café solo triple mientras hablaba por dos móviles y escribía un SMS en un tercero. Al mismo tiempo.
—Según Jason, todos están de vacaciones de trabajo —dijo Justine secamente—. Eso me lleva a preguntarme cómo debe de ser una jornada normal para ellos.
—Alex y su abogado pasarán gran parte del día con él.
—Muy interesante —dijo Justine—. Me encantaría ver cómo se enfrenta Alex a él.
—¿Llegaste a coincidir con él ayer noche? ¿Qué te pareció?
—Mi primera impresión fue que es un narcisista engreído, demasiado seguro de sí mismo y manipulador… y con unos pómulos espectaculares.
Ambas dieron un pequeño respingo cuando una nueva voz se unió a la conversación.
—No estoy de acuerdo —dijo Priscilla, que en aquel momento entraba en la cocina con el vaso con el batido de color verde.
Justine le lanzó una mirada contrita, pero antes de que le diera tiempo a disculparse, Priscilla prosiguió:
—Una vez lo conoces, los pómulos no dejan de estar un poco por encima de la media.
Zoë se adelantó para quitarle el vaso lleno.
—¿No le ha gustado? —preguntó, preocupada.
Priscilla negó con la cabeza meneando su brillante cabellera cobriza.
—Dice que sabe demasiado bien —dijo—. Me juego lo que sea a que se quejaría si alguien lo colgara con una soga nueva.
—Me tomé libertades con la receta —confesó Zoë tímidamente—. Lo siento, le prepararé otro.
—Ya lo hago yo —empezó a decir Priscilla, pero se vio obligada a dejarlo cuando sonó su teléfono móvil—. Disculpadme.
Se retiró a un rincón de la cocina mientras mascullaba algo con furia dirigido al teléfono móvil.
—Toby. —Una breve pausa—. Ni te atrevas. ¿Realmente crees que a Jason le servirá una excusa tan pobre? El parche que enviamos para arreglar el problema de frecuencia de cuadro lo ha empeorado todo y ahora la gente está montando un escándalo porque tienen armas que no funcionan y dragones volando hacia atrás. Será mejor que te inventes algo nuevo para arreglarlo, o… Un segundo. —Sonó otro teléfono móvil y Priscilla lo sacó de un bolso que llevaba colgado del hombro—. Sí —dijo en el segundo móvil—. Tengo al mamón en el otro teléfono intentando convencerme de que todo funciona a las mil maravillas.
Justine atrapó su mirada, hizo un gesto hacia la licuadora y dijo en voz baja:
—Ya me ocupo yo.
Priscilla asintió con la cabeza y siguió hablando con intensidad contenida.
Zoë sacó un colador lleno de hojas de espinacas limpias y las echó en la licuadora.
—Puedo volver a intentarlo —dijo, y soltó un suspiro.
—No, déjamelo a mí —objetó Justine—. Tienes que hacerles el desayuno a los demás. ¿Dónde está la receta?
—La he impreso —dijo Zoë, y le acercó una hoja de papel.
En menos de cinco minutos, Justine mezcló los ingredientes en la licuadora hasta convertirlos en un batido cuyo color se acercaba al de un aguacate oxidado y lo vertió en un vaso. Al ver que Priscilla seguía hablando por teléfono y tomando furibundas notas, dijo:
—Yo se lo llevo yo.
La asistente le lanzó una mirada de agradecimiento y gruñó al teléfono:
—¿De veras? Porque alrededor de un millón de frikis han enviado un mail sobre la versión PS3 diciendo que se cuelga cada diez o quince minutos. Se me ocurre una idea. ¿Por qué no hacemos bien el maldito juego antes de empezar a venderlo?
Justine abandonó la cocina sin hacer ruido y se llevó el batido arriba. Por el camino pasó por delante de un par de tipos que bajaban de la primera planta.
—Buenos días —saludó Justine—. El carrito del café está en el vestíbulo.
—Fantástico —dijo uno de ellos, con unos ojos amables tras unas gafas de montura fina—. Me iría bien un poco de cafeína.
El otro, bajo y fornido y de mediana edad, repasó a Justine de arriba abajo y dijo:
—A mí me iría bien un poco de servicio de habitaciones.
Los dos hombres se rieron entre dientes.
Justine estaba de tan buen humor que no pudo más que sonreír y dijo:
—Confíe en mí, usted prefiere tomar el desayuno en la planta baja, se lo aseguro.
De camino a la habitación Klimt vio que la puerta estaba entornada. Llamó al quicial.
—Priscilla —se oyó una voz ruda—. Necesito el informe del grupo de mercados emergentes. Y quiero saber a quién vamos a enviar a la Expo E3. Consígueme también una copia en papel de la lista de expositores y un plano del stand.
—Ahórrate la saliva —dijo Justine—. Soy yo. Te traigo el batido.
Se produjo un breve silencio.
—¿Entras?
—¿Estás decente?
La puerta se abrió de par en par y descubrió a un Jason vestido con unos tejanos y una camiseta blanca con el logo de Inari Game Studios, la «I» con la forma de un dragón estilizado.
—Estoy vestido —dijo—. En cuanto a la decencia, estoy abierto a discutirlo.
Su pelo negro estaba húmedo después de una reciente ducha, se había afeitado. Justine se obligó a mirarlo a esos fríos ojos del color del café y sintió cómo su corazón se atascaba contra las costillas hasta que cada latido se convirtió en un pequeño y agudo dolor. A pesar de que seguía mirándolo directamente a los ojos, Justine era consciente de cada detalle: su boca carnosa; su largo cuerpo, perfectamente moldeado. Aquella amenaza indefinible seguía presente y ponía el vello de sus brazos y su nuca de punta. Era una amenaza física, sombría.
Erótica.
Justine le ofreció la bebida, procurando que sus dedos no se tocaran.
—¿Quién lo ha hecho esta vez? —preguntó Jason.
—Yo —respondió ella, con una sonrisa dubitativa.
Jason dio un sorbo al batido y asintió con la cabeza, aprobándolo.
—Justo como a mí me gusta.
—Qué alivio —dijo Justine—. Porque si llego a tener que subirte un tercero es posible que le hubiera añadido un toque de cicuta.
—Tú nunca me envenenarías —aseguró Jason, y dio otro sorbo a la bebida.
—¿Tanto confías en mi integridad?
—No. Sencillamente te supondría demasiadas molestias tener que arrastrarme afuera y enterrarme en el jardín.
Justine sonrió de mala gana.
Jason la miró de aquella manera perturbadora, tan suya, asimilando cada detalle.
—Te hice sentir incómoda ayer por la noche —dijo.
La sonrisa de Justine se desvaneció al instante.
—No pasa nada.
—Entonces, volvemos a ser amigos.
—No, sigues sin caerme bien.
Asomó un destello de jovialidad en sus ojos.
—Justine, tienes que admitir…
Jason se detuvo, aparentemente para pensar mejor lo que se disponía a decir.
—¿Qué?
Jason dejó el batido sobre la mesa, al lado de su portátil.
—Tú fuiste quien sugirió que jugáramos a verdad o consecuencia.
—Y tú fuiste quien lo convirtió en el juego del gato y el ratón.
Jason no se molestó en contradecirla. Ambos sabían que tenía razón. Y él no parecía ni mucho menos arrepentido.
—Debería haberte advertido que no se me da bien jugar con los demás.
—Ya, ahora lo tengo claro —masculló Justine, y apartó la mirada—. Avisa a Priscilla si quieres el resto del batido que queda en la licuadora. Ten por seguro que nadie más querrá tocarlo siquiera.
—Espera —dijo Jason cuando ella se disponía a abandonar la habitación.
Justine se volvió hacia él a regañadientes.
—¿Sí?
Jason se acercó lentamente, sosteniéndole la mirada. Un pulso visceral se despertó en cada rincón sensible de su cuerpo. No pudo hacer más que quedarse allí, impotente, al tiempo que se preguntaba cómo sería sentir sus labios contra los suyos, si sus besos serían duros o suaves, si sus manos serían impacientes o dulces. Respiró hondo y fijó la mirada en el logo de su camiseta. No podía evitar preguntarse cómo sería con un hombre como él. Estaría a su merced como nunca lo había estado con Duane ni con ningún otro hombre. Él le exigiría la rendición total. Lo sabía.
—¿Te gustaría salir a cenar conmigo esta noche?
La pregunta pilló a Justine con el paso cambiado y lo miró, sorprendida.
—¿Tú y yo solos?
Jason asintió con la cabeza, el semblante insondable.
No debería. Jason era un hombre de gran complejidad que estaba más allá de las habilidades de Justine, no podría zafarse. Guardaba secretos como si se tratara de una sustancia volátil. Si era lo bastante estúpida como para tener algo que ver con él, se merecería cualquier cosa que pudiera sucederle.
—No, gracias —dijo Justine, vacilante—. Aunque si quieres compañía, conozco a algunas mujeres estupendas que podría conseguirte.
—No quiero otra mujer. Te quiero a ti.
—No siempre puedes tener lo que tú quieres.
—Pues la verdad es que lo consigo casi siempre —dijo Jason.
Sus palabras le arrancaron una sonrisa reacia.
—Veo que ha obrado maravillas en tu personalidad. ¿Qué me dices de tus novias? ¿Siempre tienen que satisfacerte y dejar que te salgas con la tuya?
—Mis favoritas así lo hacen.
La sonrisa de Justine se tornó triste.
—En cuanto a la pregunta que me planteaste ayer por la noche, lo único que puedo decirte es que estuvimos juntos casi un año. Es un buen tipo. Tuve suerte de estar con él. Pero rompimos porque… No se me dan bien los tipos majos.
—Bien —dijo Jason rápidamente—. Entonces puedes salir conmigo.
Justine sacudió la cabeza.
—Justine —la reprendió con un destello malévolo en sus ojos de color café—. ¿Qué tengo que hacer para ablandarte?
—Lo siento. De veras. Cualquier mujer estaría encantada con la idea de salir a cenar contigo. Pero tú y yo no solo venimos de mundos completamente diferentes, sino también de realidades opuestas.
—En estas cuestiones he aprendido a no tener en cuenta la realidad —dijo Jason—. Resulta muy restrictiva.
—Es inútil. Yo no tengo aventuras de verano ni rollos esporádicos, ni tampoco albergo sueños de Cenicienta, ni pierdo la cabeza por algún ricachón. Así pues, gracias por pedírmelo, pero creo que será mejor para los dos si rechazo tu invitación.
—Lo único que pretendo es pasar un rato contigo —dijo Jason suavemente—. Sin juegos. Podemos hablar de lo que tú quieras. O no hablar. Solo tú y yo en un lugar tranquilo con una botella de vino y tal vez alguna vela. —Al registrar la duda en su mirada, se apresuró a añadir—: No me digas que no. Porque esto nunca me había pasado antes.
—¿Qué es lo que no te había pasado nunca?
Jason sonrió ante su perplejidad con una sonrisa inesperadamente encantadora.
—Todavía no soy capaz de ponerle palabras. Pero es posible que nunca haya estado tan cerca de tener un alma.