Justine lo miró atónita.
—¿Quieres decir como cuando no sabes bailar?
—No, de ser así habría dicho que no tengo ritmo. Lo que también es cierto. Pero lo dije en sentido literal, no tengo alma.
—Si no la tuvieras, no podrías estar aquí sentado hablando conmigo. No estarías vivo.
—¿Tú qué crees que es el alma?
—Lo que hace que el corazón lata y que el cerebro trabaje y que el cuerpo se desplace.
—De hecho, el cuerpo humano funciona con energía termoeléctrica. Unos cien vatios, el equivalente a una bombilla estándar.
—Sí, lo sé —dijo Justine—. Pero siempre pensé en el alma como en la fuente de energía.
—No. El alma es otra cosa.
Justine se había quedado mirando con creciente desconcierto y preocupación a Jason, que tamborileaba distraídamente el dedo índice contra la punta de su nariz. De pronto preguntó:
—¿Qué piensan los budistas acerca del alma?
—Que esa reflexión es inútil… Que cuando te centras en la idea de ti mismo y en el placer de ti mismo en el cielo, bloqueas tu visión de la verdad y de lo eterno.
—¡Oh! —Su frente se suavizó—. Entonces, al parecer, es posible que tengas un alma.
Jason le lanzó una mirada neutra y no contestó.
—Eres un tipo interesante —dijo Justine, en un tono de voz que no sonó, ni remotamente, como un cumplido.
—Siguiente ronda. Ya conoces la pregunta.
Justine había empezado a parecer molesta, incómoda.
—¿Vas a volver a preguntarme lo mismo acerca de mi novio?
—Podrías mentirme —sugirió él.
—Soy muy mala mintiendo. Pregúntame otra cosa.
Jason negó con la cabeza.
—Entonces que sea consecuencia. —Justine se detuvo y añadió con dificultad—: Por favor.
Jason volvió a negar con la cabeza. Y vio cómo cada pulgada visible de su piel se tornaba rosa.
—¿Por qué te resulta tan difícil contestar? —preguntó.
Aunque estaba bastante seguro de saberlo ya.
Justine se levantó, se acercó al armario más cercano y sacó un rollo de film de cocina. Arrancó varios trozos de film con movimientos nerviosos y cubrió los platos con ellos.
—Tu pregunta tiene que ver con algo de lo que odio hablar y, por tanto, es normal que me muestre reacia a hacerlo.
—A mí me parece que se trata de algo más que simple desgana —dijo él, y metió la mano por debajo del film para coger una última oliva—. Se parece más a algo de lo que no puedes hablar.
Justine cogió el plato, lo llevó a la nevera y lo dejó en uno de los estantes.
—Me voy a casa. Tengo que levantarme temprano y todavía tengo un par de cosas que debo hacer esta noche.
—¿Como por ejemplo?
—No es asunto tuyo —dijo secamente—. Sal de la cocina, por favor, para que pueda apagar las luces.
Jason se levantó y trasladó la botella de vodka y las dos copitas a la encimera.
—¿Te rajas antes de acabar el juego? Me debes una respuesta, o tendrás que aceptar el castigo.
—Bueno, no puedo contestarte. Y puesto que no me he vestido por capas y ya tienes mis zapatos, no puedo aceptar la penalización. Es una situación sin salida.
Ambos sabían que ella quería que la liberara del compromiso. Un caballero lo hubiera hecho.
—Acordamos las reglas —le recordó él.
—Sí, pero el propósito de todo esto era saber algo el uno del otro y pasar un rato agradable.
—¿Qué querías que te preguntara? Me interesa lo que te hace sentir incómoda.
—En este momento, eso serías tú.
Jason se acercó a ella y su mirada se clavó en su pulso que latía fuertemente en la base de su cuello.
—Si no quieres darme una respuesta, cumple con el castigo —dijo en voz baja.
Justine lo encaró y se apretó contra la encimera como si la necesitara para mantener el equilibrio. El profundo y agridulce castaño de sus ojos, abiertos de par en par, se desbordaba en una mezcla de terror y curiosidad. Puesto que Jason estaba muy cerca, se dio cuenta de que estaba temblando.
—Tócame y te denuncio —dijo Justine con brusquedad.
—No pienso coger tu vestido.
Jason levantó lentamente la mano y pasó las puntas de sus dedos por su cuello. Su piel era sedosa e increíblemente fina. Con mucho cuidado hundió el pulgar en la concavidad de la parte delantera de su cuello, donde latía el pánico.
Justine se puso rígida; el rostro turbado y encendido.
—Lo haré —masculló. Era evidente que había llegado a algún tipo de conclusión. Metió la mano por debajo del hombro del vestido sin mangas, agarró el fino tirante blanco del sujetador con el pulgar y lo retiró. Con un rápido movimiento metió el codo por el tirante. Después de repetir la misma operación en el otro lado, hurgó por debajo del escote de su vestido, desabrochó el cierre frontal y se sacó el sujetador blanco.
—Aquí tienes —dijo, con un destello desafiante en los ojos al darle el sujetador—. Game over.
Jason lo cogió automáticamente y su mano se cerró alrededor de la tela elástica. Los tirantes colgaban entre sus dedos. La prenda seguía impregnada del calor de su cuerpo.
Jason no era capaz de apartar la mirada de la parte delantera de su vestido donde sus pezones se apretujaban visiblemente contra la fina tela de algodón. El pequeño acto de destapar algo privado, sosteniendo una prenda de vestir que hacía un instante la había envuelto de manera íntima, revolvió los más soeces pensamientos en su interior. Quería tocarla, provocarla. Quería tenerla debajo de su cuerpo, ruborizada y retorciéndose. La excitación dilató sus venas, sus carnes se hincharon. En breves segundos sería evidente si no le ponía remedio rápidamente.
Se acercó a la mesa, se agachó para recoger las sandalias desechadas y se las llevó junto con el sujetador y la flor origami que había plegado.
—Solo pretendía soltarte el pelo —dijo mansamente, lo cual era cierto. Ella, que tenía las mejillas encendidas, le lanzó una mirada huraña.
—Buenas noches —dijo, y señaló la puerta que conducía al vestíbulo—. Tendrás que encontrar tu habitación por ti mismo.
Jason contuvo una sonrisa, disfrutaba de su evidente incomodidad.
—¿Me traerás mi batido mañana por la mañana?
—No, se lo daré a Priscilla. —Se detuvo al llegar a la puerta trasera con la mano puesta sobre los interruptores de la luz—. Vete.
Jason se dirigió amablemente al umbral opuesto.
—Buenas noches —dijo, justo en el momento en que se apagaron las luces y la puerta trasera se cerraba con firmeza.
Jason comenzó a subir la escalera a paso lento. Su mente estaba ocupada con las revelaciones de Justine Hoffman.
Él ya sabía más de Justine de lo que ella jamás se hubiera imaginado, sin duda mucho más de lo que a ella le hubiera gustado. Había resultado fácil destapar la información básica: fecha de nacimiento, anteriores lugares de residencia —había muchos—, nivel de formación —una diplomatura en gestión hotelera de una escuela profesional—, situación financiera —modesta y llevada con gran cautela.
Pero el esqueleto de conocimientos fácticos no alcanzaba para explicar la singularidad de una mujer como Justine. Vivaz, radiante, con el espíritu abierto de una aventurera. Y sin embargo aquella mujer transmitía una sensación de solidez, había encontrado su lugar en el mundo y se sentía feliz allí.
Feliz, pero no del todo satisfecha. Él quería, por instinto, llenar ese espacio que había entre lo que ella tenía y lo que necesitaba.
La irresistible atracción que sentía por ella era una complicación del todo indeseada. Le llevaba a reflexionar acerca de la necesidad que tenía de utilizarla, de arrebatarle lo que ella más quería.
Sin embargo, Jason necesitaba la magia en su sentido más literal, y ésa solo podía venir de una bruja, de un libro de conjuros y de una llave.
Justine se sentía perturbada y vacía cuando entró en su casa. No estaba del todo segura de lo que acababa de suceder, tan solo sabía que había puesto en marcha un juego trivial y que Jason lo había convertido en algo amenazador. Algo sexual.
Su mirada se fue hacia el reloj de pared. Faltaba un cuarto de hora para la medianoche.
Justo el tiempo suficiente para preparar el hechizo.
Los pensamientos acerca de Jason Black abandonaron su mente cuando echó una ojeada al espacio oscuro debajo de su cama donde la aguardaba el Triscaideca.
«¿Realmente voy a hacerlo?».
Tenía que intentarlo. No tenía elección, ahora que conocía la existencia de un maleficio, no podría descansar hasta que lo hubiera roto.
Se acercó al armario de su habitación para sacar una escoba con el palo de cedro. Un perfume a canela ascendió cuando empezó a barrer el suelo en el sentido de las agujas del reloj, «a contramano», como se solía llamar en el culto. La escoba ritual se llevaría las energías negativas.
Tras unos minutos de vigoroso barrido, Justine devolvió la escoba al armario y se puso de puntillas para coger algo del estante superior. Bajó un frasco de cristal lleno de una mezcla de piedras y cristales: cuarzos, calcitas, piritas, obsidianas, ágatas, turquesas y demás variedades que distribuyó alrededor de una vela. Después de encender la vela, Justine dejó el frasco en el suelo. El último elemento, necesario para lanzar un conjuro, consistía en crear una zona protegida. Sacó un rollo de cuerda de cáñamo del armario y desenrolló lo justo para formar un gran círculo en el suelo.
Retiró el Triscaideca de debajo de la cama. El libro estaba caliente y vibrante al tacto. Después de sacar el libro de su envoltorio, lo trasladó al centro del círculo y se sentó con él en el regazo.
Agarró la fina cadena que llevaba alrededor del cuello, sacó la llave de debajo de su camisa y abrió el libro de conjuros. Se abrió inmediatamente en la página trece. Justine pasó los dedos por el papel de pergamino a medida que aparecían las palabras. Siempre se había preguntado por qué alguien lanzaba un maleficio que estaba destinado a acabar en catástrofe, y de pronto lo comprendió: a veces uno quiere algo con tanto fervor que dejan de importarle las consecuencias.
Se concentró en la llama de la vela, en la oscilación azul de su centro, la resplandeciente capa amarilla alrededor, la cumbre blanca y danzante. Tenía la boca seca. Estaba nerviosa. No porque temiera que no fuera a poder romper el maleficio, sino porque sabía que lo lograría. Y ya nada volvería a ser igual.
Leyó el ritual de eliminación una vez, dos veces, tres.
Pero no era suficiente. Su corazón seguía siendo un nudo apretado y seco. Nada había cambiado.
Se necesitaba algo más.
Una lágrima rodó por su mejilla mientras mecía el libro de conjuros en su regazo. Recordó haber observado a Marigold en medio de un acto particularmente delicado de un conjuro. «Éste es el meollo de la magia —le había contado Marigold en una ocasión, al tiempo que hundía la mano en un cuenco lleno de piedras y cristales—. Todo cogido de la tierra: piedras, fibras, raíces, éstas son las herramientas de nuestro arte. Deja que su energía te guíe. Cuando un conjuro no funciona, significa que no te estás centrando con claridad en tu objetivo. Usa los cristales tal como indican los espíritus».
Justine siguió su instinto y apagó la llama de la vela de un soplo, vertió el contenido del tarro en un montón en el suelo y lo peinó con los dedos. Cerró los ojos y eligió uno que parecía especialmente vibrante, dejando que su energía le cantara.
Una hematita de superficie plateada y suave. Era una piedra fácil de magnetizar, ideal para mejorar la circulación de la sangre y para convertir la energía negativa en amor.
Apretó la hematita contra el centro de su pecho, sobre su corazón. Lo cubrió firmemente con la palma de su mano.
—Ayudadme, espíritus —dijo humildemente, y tragó saliva para deshacer el nudo que se había formado en su garganta—. Necesito amar a alguien. Aunque sea por poco tiempo. Porque un solo día de algo maravilloso es mejor que una eternidad de nada en especial.
Poco a poco, un resplandor blanco se fue densificando al otro lado de la ventana. Luz de luna. Se rompió en varios rayos, finas franjas plateadas que atravesaban el cristal y bajaban por la pared y se extendían por el suelo. La luz se movió hacia sus dedos separados y se deslizó a través del círculo.
Justine se sentía mareada, como si no pudiera seguir el ritmo de su propio latido. Sus pensamientos se alejaron a toda prisa y quedaron fuera de su alcance, raudos como colibríes. Cerró los ojos para apartar esa sensación de caída lenta. Una voltereta entre las nubes, la medianoche y los delicados sueños de amor.
Podía llevar echada allí minutos o quizás horas. Al final, la luz de la luna la había despertado, bailando sobre sus párpados y jugando con sus pestañas hasta que despertó. Descubrió que estaba echada de lado, en el suelo, su cabeza descansaba sobre el libro de conjuros. Sentía en sus mejillas el tacto suave de las páginas, que desprendían un fresco aroma a clavos. Tenía frío, pero era una sensación agradable, como inspirar aire fresco después de haber estado atrapada bajo una asfixiante manta. Se sentía vulnerable. Se sentía… libre.
Abrió los dedos y miró fijamente la hematita plateada que guardaba en la palma de la mano.
Un maleficio contenido en una piedra.