Jason estaba sentado a la gastada mesa de madera, echando una ojeada a la cocina. Era una estancia espaciosa y alegre, con armarios pintados, empapelada con estampados retro de cerezas y con las encimeras de sílice. La gran despensa estaba llena de ingredientes para hacer pasteles, guardados en grandes tarros de cristal, y los productos enlatados estaban apilados hasta en tres y cuatro hileras.
Observaba a Justine mientras ésta sacaba frascos de conservas llenos de encurtidos y los llevaba a la mesa.
Sacó una botella de vodka Stolichnaya del congelador y la dejó frente a Jason, junto con dos copas.
—Sírvase —dijo, y se puso a cortar una baguette en delicados óvalos. Jason, apenas era capaz de apartar la mirada de ella el tiempo necesario para obedecer sus órdenes.
Hasta el momento, en el poco tiempo que hacía que se conocían, Justine Hoffman se había burlado y lo había ridiculizado de una manera en la que nadie había osado antes. No tenía ni idea de las libertades que le daba, lo fácil que hubiera sido para él aplastarla. Pero la verdad era que ella le interesaba más que cualquier otra persona desde hacía muchísimo tiempo.
Era una mujer bella y esbelta, de largo cabello oscuro y piel fina, con un rostro de delicadas facciones. Gesticulaba al hablar. De haber tenido una pizarra delante en ese momento, a esas alturas ya habría sido borrada y vuelta a llenar varias veces. A él le habría resultado molesto, si no fuera porque no podía dejar de imaginar miles de maneras de ralentizarla con su boca, sus manos, su cuerpo.
Una previa revisión de antecedentes había revelado a una mujer nada dada a los excesos. Se había criado sin un padre, lo que debería haberla hecho más propensa a tener problemas de conducta, a dejar la escuela prematuramente, a abusar del alcohol y de las drogas. Sin embargo, no había encontrado nada que lo corroborara. Ningún problema de solvencia. Ningún historial sexual prolífico, tan solo un par de relaciones tranquilas que no habían durado, ninguna de ellas, más allá de un año. Ningún antecedente de arrestos, ningún problema médico ni ninguna adicción. Únicamente una multa de aparcamiento expedida por el servicio de seguridad de su campus. Así pues, ninguna de las cosas que solían motivar a la gente, como el deseo, la codicia, el miedo; ninguna de ellas parecía estar presentes en Justine Hoffman.
Sin embargo, todo el mundo tiene algo que esconder. Y todo el mundo quiere lo que no tiene.
En el caso de Justine, Jason sabía qué era lo primero. En cambio, lo segundo era una incógnita abierta.
De pie, frente a la mesa, Justine dispuso la comida sobre un plato grande con compartimentos.
—Eres vegetariano, ¿verdad?
—Cuando puedo sí.
—¿Empezaste a serlo cuando ingresaste en el monasterio zen?
—¿Cómo es que sabes lo del monasterio?
—Aparece en tu página de Wikipedia.
Jason frunció el ceño.
—He intentado cerrar esa página. Los administradores se resisten a borrarla. Por lo visto, no les importa el derecho a la privacidad de una persona.
—Si ya es difícil para una persona normal conservar la privacidad hoy en día, debe de ser imposible para alguien como tú.
Justine desenvolvió un trozo de queso y lo dispuso sobre una tabla de cortar. Empezó a cortarlo en finas rodajas translúcidas.
—Entonces, ¿te hiciste vegetariano por razones kármicas? ¿Te dio miedo que pudieras reencarnarte en un pollo o algo parecido?
—No, era lo que nos daban de comer en el monasterio. Y me gustó.
Justine le mostró un huevo duro.
—¿Los huevos y los productos lácteos te parecen bien? —le preguntó.
—Sí, los como.
Justine llenó el plato con judías amarillas y coliflor encurtidas, almendras saladas marcona, olivas verdes españolas, rodajas finas de salmón curado casero del color del coral, triángulos transparentes de queso manchego, un tajo grueso de queso Brie, un puñado de higos secos. Acompañó el plato con una cesta de rodajas de baguette y galletitas saladas al aroma de romero.
—Bon appetit —dijo con jovialidad, y se sentó a su lado.
Mientras comían y charlaban, Jason se sorprendió disfrutando de la compañía de Justine. Era encantadora, de risa fácil, el tipo de mujer que cuestiona las tonterías. Su rostro estaba estructurado de manera tan limpia como un haikú, sus ojos eran de un castaño aterciopelado, su boca tan afelpada y rosa como la flor de un cerezo. Pero había algo en ella intrigantemente falto de sensualidad, una delicada escarcha de lejanía. Sentía deseos de atravesar aquella virginal frialdad.
—¿Cómo es que te decidiste a abrir una posada? —preguntó Jason, al tiempo que colocaba una rodaja de rábano en medio de una galletita untada de mantequilla—. A simple vista, no parece algo que una mujer soltera de tu edad quiera hacer.
—¿Por qué no?
—Es una vida muy tranquila —dijo él—. Aislada. Vives en una isla con tan solo ocho mil habitantes con residencia fija. Debes de aburrirte mucho.
—Nunca. Toda mi infancia transcurrió moviéndome de un lugar a otro. Tenía una madre soltera incapaz de quedarse quieta en un mismo sitio. Me encanta la comodidad de las cosas familiares: los amigos que veo cada día, la almohada que se amolda a mi cabeza a la perfección, mi huerto de hierbas aromáticas, mi bicicleta de montaña. He corrido por los mismos senderos y paseado por las mismas playas hasta tal punto que estoy segura de detectar cualquier alteración mínima en el paisaje. Me encanta estar ligada a un lugar como éste.
—Comprendo.
—¿De veras?
—Sí. Los japoneses creen que no elegimos el lugar, sino que el lugar nos elige a nosotros.
—¿Qué lugar te ha elegido a ti?
—Todavía no ha sucedido.
A esas alturas de su vida, seguía sin pasarle. Tenía un apartamento en la bahía de San Francisco, un piso en Nueva York y una cabaña en el lago Tahoe. Cada uno de ellos era precioso, pero ninguno le había trasladado la sensación de pertenecer a él cuando entraba por la puerta.
Justine se lo quedó mirando, reflexiva.
—¿Por qué ingresaste en el monasterio zen?
—Necesitaba encontrar la respuesta a una pregunta.
—¿Y la encontraste?
El comentario le provocó una débil sonrisa que no fue más allá de los labios.
—Encontré la respuesta. Pero también unas cuantas preguntas más.
—¿Adónde fuiste después?
Jason levantó las cejas en una expresión burlona.
—¿No aparece en la página de Wikipedia?
—No. Tu vida es un gran vacío durante un par de años. Así pues, ¿qué estuviste haciendo?
Jason vaciló. Le resultaba difícil abandonar la costumbre de proteger su vida privada, incluso queriendo hacerlo.
—Firmé un sólido acuerdo de confidencialidad —dijo Justine—. Puedes desahogarte con tranquilidad, yo no diré absolutamente nada.
—¿Qué pasa si rompes el contrato? —preguntó Jason—. ¿Prisión? ¿Una indemnización?
—¿No lo sabes? El contrato es tuyo.
—Tenemos tres versiones con diferentes letras pequeñas. Quiero saber cuál te dio Priscilla.
Justine se encogió de hombros y sonrió.
—Nunca llegué a leer la letra pequeña. Siempre trae malas noticias.
Su espontánea sonrisa lo atravesó como un rayo a cámara lenta.
No había esperado que ella pudiera provocar tal efecto en él. Nunca había sentido nada parecido antes. Había algo en ella que lo ponía en estado de alerta, que hacía que afloraran sentimientos hasta entonces desconocidos para él. Cerró los dedos alrededor de la segunda copita de vodka y se la bebió de un trago.
Justine ladeó la cabeza y lo estudió.
—¿Por qué entraste en el negocio de los videojuegos?
—Empecé como probador de juegos cuando era estudiante y desarrollé un par de juegos sencillos en 2D. Más tarde, un amigo de un amigo estaba montando un estudio y necesitaba a alguien que le echara una mano en el diseño y la programación. Finalmente fui contratado para poner en marcha la división de juegos de Inari.
—Eso explica cómo te metiste en el negocio —dijo Justine—, pero siento curiosidad por saber el porqué. ¿Qué tienen los videojuegos para ti?
—Soy una persona competitiva —admitió él—. Me gusta la estética de un juego bien diseñado. Me gusta crear mundos ficticios, fijarme retos, superar obstáculos. —Hizo una pausa—. ¿Te gusta jugar?
—No es lo mío —respondió Justine. El par de juegos que he probado son complicados y violentos, y no me gusta el sexismo implícito en ellos.
—No en los juegos que yo desarrollo. No permito las líneas argumentales que incluyen prostitución, violaciones o lenguaje degradante hacia las mujeres.
Justine no parecía estar impresionada.
—He visto algunos anuncios de Skyrebels. Es uno de los vuestros, ¿verdad? Pues la mayoría de los personajes femeninos van vestidos como putas del espacio. ¿Por qué tienen que vestir minis de cuero y botas con tacones de doce centímetros para repeler un ataque de soldados con armadura?
No carecía de razón.
—A los adolescentes masculinos les gusta —admitió Jason.
—Ya me lo imaginaba —dijo ella.
—Pero por mucho que vistan así, los personajes femeninos son tan duros como los masculinos.
—El sexismo es también presentación y tono, no solo hay que entenderlo como acciones.
—¿Eres feminista?
—Si con feminista te refieres a alguien que quiere que la traten con igualdad y respeto, pues sí, lo soy. Pero hay gente que acostumbra a pensar en las feministas como mujeres rabiosas, algo que yo no soy.
—Yo me enfadaría bastante si alguien me enviara a la guerra con botas de tacón de doce centímetros y una mini de cuero.
Justine estalló de risa y sirvió más vodka. Dio un sorbo a su copa y un mordisquito a una enorme oliva. Cuando Jason observó los movimientos de su boca, sus labios frunciéndose alrededor del fruto rollizo, tuvo una profunda y desconcertante reacción.
—¿Alguna vez has jugado a verdad o consecuencia? —preguntó Justine, al tiempo que dejaba el hueso a un lado.
—No desde el colegio —dijo Jason—. No puedo decir que lo haya echado de menos.
—Yo tampoco. Aunque… ¿Quieres que juguemos un par de rondas?
Jason se reclinó en la silla y le lanzó una mirada escrutadora. No cabía duda de que estaba convencida de que eso lo desarmaría, lo obligaría a darle un par de respuestas que, de otro modo, nunca le hubiera dado. Sin embargo, sería recíproco.
—Nunca acepto consecuencias —dijo.
—Muy bien, entonces para ti solo verdad. Pero, sobre los límites, creo que deberíamos…
—Sin límites. Si no, no vale la pena jugar.
—Sin límites —resolvió Justine, en un tono de voz ligeramente más afilado y receloso—. ¿Qué me dices de las penalizaciones?
—El que pierda una ronda tendrá que quitarse una prenda de ropa.
Tuvo la satisfacción de ver cómo los ojos de Justine se ensanchaban.
—De acuerdo —dijo ella—. Empiezo yo. Cuéntame la idea que tienes de la verdadera felicidad.
Jason alargó la mano para coger una servilleta de papel y la dobló en diagonal, utilizando la uña de su pulgar para afilar el pliegue.
—No creo en la felicidad. —Le dio la vuelta a la servilleta y la dobló en un pequeño cuadrado—. La gente cree que es feliz cuando algo así como una caja de donuts, la victoria de los Lakers sobre los Spurs o una postura sexual con algún nombre en latín hace que ciertas sustancias químicas se adhieran a unos receptores en el cerebro y provoquen impulsos eléctricos en las neuronas. Pero no es duradero. Es pasajero. No es real.
—Menudo bajón —dijo Justine, entre risas.
—Me lo has preguntado. —Jason dobló los lados de la servilleta hacia dentro a fin de formar una base triangular—. Siguiente ronda: ¿verdad o consecuencia?
—Verdad —dijo Justine rápidamente, mientras observaba los minuciosos movimientos de sus manos.
—¿Por qué rompiste con tu último novio?
Jason empezó a plegar las solapas del triángulo.
Una rápida marea rosa subió hasta el nacimiento de su cabello.
—Simplemente no funcionó.
—Eso no es una respuesta. Cuéntame por qué.
—A veces no existe un motivo definido para que dos personas rompan.
Jason se detuvo cuando se disponía a doblar las puntas de la figura de papel y le lanzó una mirada burlona.
—Siempre hay un motivo.
—Pues entonces no sé cuál es.
—Lo sabes muy bien. Sencillamente no quieres contarlo. Lo que significa que has perdido la ronda.
Jason la miró, expectante.
Con el ceño fruncido, Justine sacó el pie de una de sus delicadas sandalias blancas y la empujó hacia la silla en la que estaba sentado Jason.
La visión de su pie desnudo y precioso de largos dedos y con las uñas pintadas de un esmalte azul pálido atrapó toda la atención de Jason.
—Te toca a ti —la oyó decir, y volvió la mirada a regañadientes hacia su rostro—. ¿Dónde estuviste durante los dos años que siguieron a tu estancia en el monasterio?
Jason retiró los bordes del papel de la figura que había doblado hasta darle la forma de unos pétalos de flor.
—Me fui a vivir a casa de unos familiares en Okinawa. Mi madre era medio japonesa. Nunca había conocido a un familiar suyo, pero siempre quise hacerlo. Creí que me serviría para sentirme más cerca de ella.
Antes de que le diera tiempo a Justine a contestar, Jason le dio el origami acabado. Lo aceptó extrañada y un poco vacilante, con una mirada perpleja.
—Un lirio.
—Yuri —murmuró Jason—. El nombre viene de una palabra japonesa que describe cómo las flores se mueven al viento. ¿Verdad o consecuencia?
Justine parpadeó, su pregunta la había cogido desprevenida.
—Verdad.
—¿Qué fue lo que provocó la ruptura con tu último novio?
Justine no pudo más que abrir la boca, sorprendida.
—Ya me lo has preguntado antes.
—¿Y sigues sin querer responder?
—Así es.
—Entonces dame otra prenda de vestir.
Indignada, Justine se quitó la otra sandalia y se la dio.
—Piensas seguir preguntándome lo mismo una y otra vez, ¿verdad?
Jason asintió con la cabeza.
—Hasta que me hayas respondido o estés desnuda.
—¿No se te ocurre otra cosa que te gustaría saber de mí?
—Me temo que no. —Intentó sonar compungido—. Tengo cierta tendencia a centrarme en una sola cosa. Soy un poco obsesivo.
Justine le lanzó una mirada fulminante.
—Siguiente ronda. Dijiste que ingresaste en el monasterio zen para conocer la respuesta a una pregunta. ¿Qué descubriste?
—Descubrí —dijo Jason, sin prisa— que no tengo alma.