A Justine le daba absolutamente igual el precio que tuviera que pagar por deshacerse del maleficio. Haría lo que fuera por conseguirlo. «Y así sea». Un ardiente sentimiento de injusticia la inundó. Había pasado los últimos años esperando y deseando algo que nunca iba a pasar. Porque alguien ya había tomado la decisión por ella, sin tener en cuenta lo que ella había querido o con lo que ella había soñado.
Descubriría quién era el responsable. Le daría la vuelta al maleficio y se lo lanzaría a él. Le…
Sus planes de venganza se desvanecieron cuando parpadeó con fuerza contra un picor de ojos. Apretó las palmas de las manos contra sus parpados. Un tremendo dolor de cabeza le latía detrás de la frente y las sienes, la clase de dolor que ninguna medicina podía aliviar.
Pensó por un instante en llamar a su madre, aunque llevaban cuatro años distanciadas. A pesar de que sabía que no serviría para nada. Marigold no se mostraría compasiva, y aunque supiera algo respecto al maleficio jamás lo admitiría.
Algunas mujeres ofrecían un amor incondicional a sus hijos. Sin embargo, Marigold le había dado afecto como quien reparte fichas en un juego, reteniéndolo cada vez que Justine no estaba de acuerdo con ella. Puesto que la educación tradicional no interesaba a Marigold, había hecho todo lo que estuvo en sus manos por convencer a Justine de que no fuera a la escuela profesional. Había ridiculizado y criticado el empleo de oficinista que había conseguido Justine en un hotel. Sin embargo, la gota que colmó el vaso fue la decisión de Justine de comprar la posada.
—¿Por qué siempre has sido tan difícil? —se había quejado Marigold—. Nunca has querido hacer la única cosa para la que realmente sirves. ¿De verdad me estás diciendo que tu mayor sueño son las tareas domésticas? ¿Limpiar váteres y cambiar sábanas sucias?
—Lo siento —le había contestado Justine—. Sé que sería mucho más fácil para las dos si hubiera acabado haciendo lo que se suponía que haría. No pertenezco a ningún lado, ni al mundo mágico ni al mundo normal. Pero si tengo que elegir, éste me hace más feliz. Me gusta cuidar de la gente. No me importa limpiar detrás de ella. Y quiero tener un lugar que sea enteramente mío, para que no tenga que volver a mudarme nunca más.
—Hay más cosas además de pensar solo en lo que tú quieres —había replicado Marigold—. Nuestro círculo es la hermandad más antigua de la Costa Oeste. En cuanto hayas sido iniciada en él, seremos un total de trece. Ya sabes lo que eso significa.
Sí, Justine lo sabía. Trece brujas en un aquelarre daría como resultado un poder mucho mayor que la suma de sus partes. Y se había sentido terriblemente egoísta por no querer unirse a ellas, por primar sus propias necesidades por encima de las de las demás. Sin embargo, sabía que por mucho que lo intentara nunca sería como ellas. Una vida era tremendamente larga para ser miserable.
—El problema es —había dicho Justine— que no me interesa aprender más de lo que ya sé acerca del arte de la magia.
Con ello se había ganado una mirada desdeñosa.
—¿Estás satisfecha conociendo un puñado de hechizos de botella y de runas de cristal? ¿Teniendo apenas suficientes habilidades mágicas para entretener a unos niños en una fiesta de cumpleaños?
—No lo olvides, también sé hacer animales con globos —había contestado Justine con la esperanza de arrancarle una sonrisa.
Sin embargo, Marigold no se había inmutado.
—Nunca te habría tenido de haber pensado que cabía la posibilidad de que no quisieras formar parte de la hermandad. Nunca he conocido, ni siquiera he oído hablar, de una bruja nata que le haya dado la espalda a la magia.
El punto muerto al que habían llegado fue insalvable. Marigold estaba convencida de que los planes que tenía para la vida de Justine eran infinitamente mejores que cualquiera que ésta pudiera elaborar. Justine intentó hacerle comprender que cada ser humano tiene derecho a tomar sus propias decisiones, pero al final se dio cuenta de que si Marigold hubiera sido capaz de entenderlo de entrada, nunca habría intentado controlarla de aquella manera.
Y si Marigold no podía tener la clase de hija que quería, no quería tener ninguna.
Así pues, Justine había desarrollado una relación ambivalente con la magia que era, intrínsecamente, un «o todo o nada». Intentar seguir siendo una diletante de la magia era como intentar estar solo un poco embarazada.
Volvió a leer el conjuro. Si no estaba equivocada y lo había leído bien, había que ejecutar el ritual a medianoche y con la luna menguante. Tenía sentido: la última fase antes de luna nueva era ideal para las desapariciones, las liberaciones, las revocaciones. Si quería romper un maleficio tan fuerte como ése, lo mejor sería que se aplicara a fondo.
Una vez de pie, Justine se acercó al antiguo escritorio frente a la ventana para consultar una web de fases lunares en su portátil.
Quiso la suerte que aquella noche fuera la última del cuarto menguante. Si no intentaba romper el maleficio en ese momento, tendría que esperar un mes entero para poder volverlo a intentar. Justine estaba segura de que no podría esperar tanto tiempo. Cada célula de su cuerpo reclamaba a gritos que entrara en acción. Se sentía fuera de rumbo, como una cometa a punto de escapar de su órbita solar y precipitarse en el espacio.
Llamaría a Rosemary y a Sage para pedirles consejo, aunque tal vez intentaran disuadirla o al menos le pedirían que esperara, y Justine no estaba dispuesta a que la hicieran cambiar de opinión por ningún motivo. Ni siquiera por uno bueno. Tenía que romper el maleficio cuanto antes.
Durante el resto de la tarde, Justine estuvo estudiando el conjuro y hojeando el libro. Si realmente iba a hacerlo, tendría que hacerlo bien. Había muchos factores a tener en cuenta en el arte de la magia. Si cualquiera de los pasos de un conjuro se realizaba de forma desordenada, si las palabras se pronunciaban mal o se dejaba alguna fuera, si la concentración del hechicero se resentía, si sus habilidades mágicas eran pobres, el conjuro podía no funcionar. O podía tener el efecto contrario, o actuar sobre la persona equivocada. Un error aparentemente menor, como utilizar una vela hecha de parafina en lugar de cera de abeja, podía traer consecuencias nefastas.
Justine se concentró con tal fuerza en el libro que cuando sonó su teléfono móvil dio un respingo. Alargó la mano para cogerlo mientras su corazón se desbocaba y leyó el nombre de la persona que la llamaba.
—Hola, Priscilla —dijo—. ¿Qué tal todo?
—Todo bien. Los instalé a todos en sus habitaciones y luego se fueron a cenar al Downrigger. La mayoría ya ha vuelto. Te llamaba para recordarte que tienes que subir el vodka a la habitación de Jason dentro de un cuarto de hora.
—¡Oh! —exclamó Justine, y bajó la mirada hacia su camiseta y sus tejanos, que no se había cambiado desde que limpiara las habitaciones por la mañana. Olía a amoníaco y a cera para suelos. Las rodillas de los tejanos estaban sucias y su cola de caballo se había soltado—. Pensé que tal vez te lo habría pedido a ti —dijo, esperanzada.
—Pues no, quiere que lo hagas tú.
Justine soltó un suspiro inaudible.
—Iré enseguida.
—A las nueve en punto —le recordó Priscilla—. No le gusta que la gente llegue tarde.
—Allí estaré. Adiós.
Cuando hubo finalizado la llamada, Justine se fue directamente al baño, se quitó la ropa y se metió en la ducha. Tras un breve pero concienzudo repaso con el guante de crin, salió de la ducha y se secó el pelo con una toalla.
Rebuscó en el armario hasta que encontró un vestido de punto sin mangas con un cinturón ajustable y unas sandalias planas de color blanco. Se recogió el pelo en una coleta baja, se pasó el bálsamo por los labios y se aplicó un poco de máscara en las pestañas superiores.
Al cruzar el pequeño patio, Justine echó un vistazo furtivo hacia la ventana de la segunda planta, pero estaba vacía. Tenía que reconocerlo: sentía curiosidad por Jason Black, ese hombre que mantenía su vida privada bajo tan estricto control.
Entró en la cocina de la posada por la puerta trasera y sacó la botella de Stolichnaya del congelador. Sirvió dos copitas de vodka helada y las dispuso sobre una pequeña bandeja de pla ta con bordes altos llena de hielo picado. Después salió con la bandeja y subió la escalera con mucho cuidado.
El silencio que reinaba en la posada solo era interrumpido por algún que otro ruido discreto: un cajón que se abría o se cerraba, el timbre amortiguado de un teléfono. Cuando Justine estaba a punto de llegar a la habitación Klimt, oyó la voz de un hombre en el interior. Parecía que estaba en medio de una conversación telefónica. ¿Debería llamar a la puerta? No quería interrumpirlo, pero eran las nueve en punto. Obligó a sus facciones a adoptar una máscara educada y golpeteó suavemente la puerta con los nudillos.
Unos pasos se acercaron al umbral.
Se abrió la puerta. Justine sintió un breve y mareante impacto al ver unos ojos hostiles acompañados de duros rasgos faciales y un alborotado y sexy pelo negro y corto. La invitó a entrar con un gesto e hizo una breve pausa para decirle a Justine:
—No se vaya todavía.
La miró fijamente.
La mirada se prolongó durante apenas medio segundo, pero casi bastó para hacer retroceder a Justine. Sus ojos insondables, astutos y opacos como la melaza de caña de azúcar, podían haber pertenecido al mismísimo Lucifer.
Justine respondió con un aturdido cabeceo y consiguió dejar la bandeja sobre la mesa sin derramar nada. Sentía tal agitación que tardó un minuto en darse cuenta de que aquel hombre estaba hablando en japonés. Su voz era hipnotizadora, la de un barítono envuelta en sombras.
Perpleja y sin saber qué hacer, se acercó a una de las ventanas y miró al exterior. La luz menguante del atardecer teñía el horizonte del color del melón, mientras más arriba se oscurecía hasta adoptar el tono de una ciruela negra. La fisura de la luna creciente brillaba blanca y clara como un zarpazo en el cielo.
Una noche ideal para la magia.
Volvió a poner toda la atención en Jason Black, que caminaba a paso lento de un lado a otro mientras hablaba. Era un hombre alto, elegante y esbelto. Sus movimientos, relajadamente atléticos, dejaban traslucir su musculatura por debajo de una camisa de un blanco impecable y de unos pantalones caquis. Se inclinó sobre la mesa y garabateó unas cuantas palabras en un bloc de notas. Un reloj de acero inoxidable de la marca Swiss Army relucía en su muñeca.
Su rostro, de pómulos pronunciados, podía haber sido esculpido en ámbar. La erosión en las comisuras exteriores de sus ojos delataba noches de insomnio y días llenos de agitación. A pesar de que las líneas de su boca eran despiadadas, sus labios parecían suaves, como si su superficie hubiera sido moldeada con erótica ternura.
—Discúlpame —dijo, y apagó el teléfono al tiempo que se acercaba a Justine—. Tokio va dieciséis horas por delante de nosotros. Tenía que ocuparme de una última llamada.
Sus modos eran relajados, pero Justine tuvo que combatir el instinto que le pedía a gritos alejarse de él. Aunque sabía que no suponía una amenaza para ella, sus sentidos le decían que era una criatura peligrosa, un tigre detrás de una pared de cristal fino.
—Por supuesto —dijo Justine—. Su Stoli está justo allí.
—Gracias. —Su mirada no se apartó de ella. Le tendió la mano—. Jason.
—Justine. —Sus dedos fueron engullidos por un profundo apretón que envió una oleada de calor hasta su codo—. Espero que la habitación sea de su agrado.
—Sí. Aunque… —Soltó su mano y dijo—: Siento curiosidad por saber una cosa. —Hizo un gesto con la cabeza hacia la maceta de loza que había sobre la mesa. Contenía una orquídea mariposa de dos tallos, cada uno de ellos con una inflorescencia de flores blancas como la nieve—. Pedí un arreglo floral blanco. Pero esto…
—¿No le gusta? Lo siento. Mañana por la mañana le traeré otro.
—No. Yo…
—No es ningún problema.
—Justine. —Jason Black levantó la mano en un gesto apremiante, habitual en un hombre que no está acostumbrado a que lo interrumpan. Ella se calló inmediatamente—. Me gusta la orquídea —dijo él—. Solo quería saber por qué la has elegido.
—Bueno, verá, creo que es más bonita una planta viva en la habitación que un ramo de flores cortadas. Y pensé que una orquídea combinaría muy bien con la obra de Klimt.
—Así es. Limpio, elegante… —Se produjo una pausa apenas perceptible—. Sugerente.
Justine esbozó una sonrisa irónica. La flor de la orquídea, de pétalos afelpados que semejaban labios y pliegues prietos y delicadas aberturas, no se alejaba mucho de ser una flor pornográfica.
—Si no desea nada más —dijo Justine—, me retiro.
—¿Tienes que estar en algún lugar a una hora determinada?
Justine lo miró, ligeramente confusa.
—En realidad no.
—Entonces, quédate.
Justine parpadeó y entrelazó los dedos.
—Me han dicho que no le gusta demasiado el hablar por hablar.
—No es hablar por hablar si se trata de alguien con quien quiero charlar.
Justine le lanzó una sonrisa neutra.
—Pero quizás esté cansado.
—Siempre lo estoy. —Jason agarró el respaldo de la silla, la levantó con una sola mano y la dejó cerca de la cama. Se sentó en el borde del colchón e hizo un gesto hacia la silla—. Toma asiento.
Otra orden. Justine estaba medio divertida, medio molesta; era evidente que Jason estaba demasiado acostumbrado a decirle a la gente lo que tenía que hacer. ¿Por qué quería hablar con ella? ¿Acaso esperaba averiguar algo acerca de Zoë o de Alex, algo que pudiera utilizar durante las negociaciones por la urbanización de Dream Lake?
—Solo unos minutos —dijo Justine, y se sentó—. Ha sido un día muy largo.
Juntó las rodillas y posó las manos en el regazo, dispuesta a escucharle.
Jason Black era de una belleza tan oscura, tan sorprendente en su fría confianza en sí mismo, que parecía ser más bien una figura salida de la fantasía que un ser humano. Parecía tener unos treinta y pocos años y gastaba un aire de desencanto a prueba de balas. «Demasiado guapo para su propio bien», fue como lo había expresado Priscilla, cuando, en realidad, sería más acertado decir que era demasiado guapo para el bien de los demás.
—¿Por qué se aloja aquí? —preguntó Justine, sin ambages—. Podía haber fletado un yate de lujo y haberlo atracado en el puerto. O haberse alojado en el ático de un hotel de Seattle y haber volado hasta aquí sin tener que pernoctar.
—No me van los yates de lujo. Y la posada me pareció el lugar adecuado para unas vacaciones mientras negociamos las condiciones para el proyecto de Dream Lake.
Justine no pudo más que sonreír.
—Usted no está de vacaciones.
Una de sus oscuras cejas se levantó levemente.
—¿No lo estoy?
—No, unas vacaciones consisten en pasar días enteros sin hacer nada productivo. En tomar fotos del paisaje, o comprar cosas que no necesitas, en comer y beber demasiado, en irse a dormir tarde.
—Eso suena… —Jason se detuvo a fin de buscar la palabra adecuada—. Grotesco.
—No le gusta relajarse —estableció Justine, no era una pregunta.
—No le veo la gracia.
—Tal vez la gracia esté en que de vez en cuando debería tomarse un descanso y echar la vista atrás para disfrutar de lo que ha conseguido.
—No he conseguido lo suficiente para ser capaz de disfrutarlo.
—Está a la cabeza de una gran compañía y es inmensamente rico. La mayoría de la gente no se quejaría de estar en su lugar.
—Lo que quise decir —aclaró él, sin levantar la voz— es que no es mérito mío que la compañía sea exitosa. Tengo un buen equipo. Y hemos tenido algo de suerte. —Cogió una de las copitas de vodka y le acercó la bandeja de plata—. Por favor.
Justine parpadeó.
—¿Me está pidiendo que tome una copa con usted?
—Sí.
Justine soltó una risa de desconcierto.
Los ojos de Jason se entrecerraron.
—¿Le parece gracioso?
—Normalmente, cuando se invita a una persona a hacer algo, no se le dan órdenes. Siéntate aquí, haz esto, toma aquello…
—¿Cómo quieres que te lo diga?
—Podría intentarlo con un: ¿Le gustaría tomarse la otra copita de vodka?
—Pero si te lo preguntara de esa manera, a lo mejor me rechazarías.
—¿Alguna vez lo han rechazado? —preguntó Justine, escéptica.
—Alguna vez ha ocurrido.
—Me cuesta creerlo. En cualquier caso, no se me da bien obedecer órdenes. Necesito que me pidan las cosas.
La mirada de Jason estaba puesta firmemente en Justine.
—¿Quieres quedarte para tomar una copa conmigo? —preguntó al rato.
Un intenso calor inundó las mejillas de Justine hasta que sintió que su piel se tersaba y adoptaba un leve brillo.
—Sí, con mucho gusto. —Justine alargó la mano para coger la copita de vodka—. ¿Suele tomarse las dos?
—A veces me basta con una. Me ayuda a desconectar al final del día. Si sigo sin poder dormirme, me tomo una segunda.
—¿Alguna vez lo ha intentado con una infusión? ¿O un baño caliente?
—Lo he probado todo. Pastillas, relajación progresiva, música para dormir, libros de golf. He contado ovejas hasta que incluso las ovejas eran incapaces de mantenerse despiertas.
—¿Cuánto tiempo hace que sufre de insomnio?
—Desde que nací. —En sus labios se dibujó una delicada sonrisa—. Pero tiene sus ventajas. Soy un as del Scrabble online. Y he podido disfrutar de unos maravillosos amaneceres.
—A lo mejor tiene la suerte de poder dormir mientras esté aquí. La isla es muy tranquila, sobre todo de noche.
—Eso espero. —Sin embargo, no sonaba muy convencido. No eran precisamente los factores externos los que lo mantenían en vela.
Justine se llevó la copita a la nariz, inspiró con cautela y detectó un olor ligeramente dulce, como a heno recién cortado.
—Nunca había tomado vodka a secas antes. —Un sorbito del líquido helado prendió fuego a su labio superior—. ¡Guau! Esto quema.
—No lo sorbas. Tómalo de un solo trago.
—No puedo —protestó Justine.
—Sí que puedes. Suelta el aire, bébetelo y espera entre diez y quince segundos antes de respirar. Así evitas que arda.
A fin de demostrarlo, se tragó el chupito rápidamente. Justine vio cómo el trago bajaba por la parte delantera de su garganta, donde su piel bronceada era fina y delicada.
Justine apartó la mirada y se concentró en la copita que tenía en la mano.
—Allá voy —dijo, y soltó aire. Después de tragar el vodka intentó contener la respiración, pero sus pulmones se contrajeron como si estuvieran a punto de explotar. Se rindió, resolló y se arrepintió al instante, pues un frío ardor le había dejado la garganta chamuscada. Se estaba asfixiando y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Has respirado demasiado pronto —dijo Jason.
Se le escapó una tos entremezclada con la risa antes de poder responder.
—Tengo la costumbre de necesitar coger aire a intervalos regulares. —Justine movió la cabeza y se secó los ojos—. ¿Por qué vodka? El vino es mucho más agradable.
—El vodka es eficaz. Con el vino se tarda mucho más tiempo.
—Tiene razón —dijo Justine—. El Cabernet es repugnante e ineficaz. No entiendo que haya podido perder el tiempo de esta manera.
Jason prosiguió, sin darse por enterado.
—El vodka también hace que la comida sepa mejor.
—¿De veras? ¿Cómo es eso?
—El alcohol etílico es un disolvente de saborizantes. Si se come algo justo después de tomar un sorbo de vodka, el sabor se intensifica y dura más tiempo en las papilas gustativas.
Justine estaba intrigada.
—Me gustaría probarlo.
—Funciona sobre todo con la comida picante y salada. Como el caviar y el salmón ahumado.
—No tenemos caviar. Pero casi siempre estamos en disposición de organizar un plato frío. —Justine observó su rostro inescrutable—. Me imagino que no fue a cenar con los demás, ¿verdad? Apuesto a que se quedó en la habitación haciendo llamadas.
—Me quedé aquí —admitió.
—¿Tiene hambre?
Por lo visto, la pregunta merecía ser estudiada a fondo.
—Podría comer algo —dijo, finalmente.
Sin duda, era la persona más precavida que había conocido jamás. ¿Alguna vez se relajaba y se dejaba llevar? Resultaba difícil imaginárselo. Justine se preguntó cómo sonaría su risa.
—Me preguntaba —dijo con cautela, siguiendo un repentino impulso—, ¿cuándo fue la última vez que saqueó una despensa?
—No lo recuerdo.
—¿Por qué no me acompaña abajo? Yo también tengo hambre. Encontraremos algo para comer. Además, le debo una segunda copita de vodka.
Para su sorpresa, y sin duda para la de él, aceptó.