Entrada la tarde, Justine estaba sentada en la cocina tomando té de menta mientras Zoë hacía el inventario del frigorífico y de la despensa.
—¿Tienes todo lo que necesitas para mañana por la mañana? —preguntó Justine—. He acabado de limpiar las habitaciones, así que estoy libre para hacer cualquier recado.
—Estamos abastecidas. —Zoë le pasó un cartón—. Echa un vistazo a esto. La granja de calle abajo ha añadido un par de gallinas araucanas a su gallinero.
Tres huevos de un turquesa pálido destacaban de entre los demás.
—¡Son fantásticos! —exclamó Justine—. Zoë, deberíamos tener nuestro propio gallinero.
—No, desde luego que no.
—Piensa en los huevos que tendríamos gratis.
—Piensa en el hedor y en el ruido. Tendríamos que construir un corral. Los gastos que tendríamos teniendo gallinas contrarrestaría todo el dinero que pudiéramos ahorrarnos con los huevos.
—Una gallina. Sería como tener una mascota.
—Estaría muy sola.
—De acuerdo, pues dos gallinas. Podría llamarlas Thelma y Louise.
—No vamos a comprar ninguna gallina —dijo Zoë en un tono de voz suave pero inflexible—. Ya tienes más que suficiente con lo que tienes. Apenas das abasto con el huerto tal como está. Y no creo que necesites una mascota. Como solías decirme antes de que conociera a Alex: lo que necesitas es un novio.
Justine bajó la cabeza.
—No vale la pena —dijo, abatida, mientras observaba cómo su aliento a menta se condensaba en el aire—. Acabaría de la misma manera que con Duane. A partir de ahora renuncio a los hombres. Tal vez debería hacerme monja.
—No eres católica.
—Tendré que convertirme —dijo Justine, todavía pensativa. Suspiró cuando le vino a la mente otra idea—. Pero entonces seguramente tendría que ponerme el hábito. Y ese sombrero flexible.
—El griñón —dijo Zoë—. Y no lo olvides: tendrías que vivir en un convento. Todo mujeres y un montón de jardinería.
«Pues entonces tal vez debería unirme al aquelarre», pensó Justine, con aire sombrío.
A esas alturas de su vida, Justine ya debería haber sido iniciada en el Círculo de Crystal Cove, la Cueva de Cristal. Su madre, Marigold, pertenecía a él, y el resto del aquelarre eran parientes honorarios, todas conocían a Justine desde siempre. Sin embargo, por mucho que Justine las quisiera, nunca había querido ser una de ellas. Le gustaba lanzar algún conjuro ocasional o hacer una poción de vez en cuando, pero la idea de centrar toda su vida en el estudio y la práctica de la magia no le resultaba en absoluto atractiva.
Desgraciadamente, la reticencia de Justine había provocado una ruptura entre ella y Marigold, que duraba ya al menos cuatro años y que no tenía visos de arreglarse. Mientras tanto, Justine había recibido el apoyo de Rosemary y de Sage, una pareja de artesanas entradas en años que eran lo más parecido a una familia que tenía. Las dos mujeres vivían juntas en un faro en la isla de Cauldron, donde el difunto marido de Sage había ocupado el puesto de farero.
Se enderezó en la silla cuando oyó ruido de gente que entraba en la posada: voces, el traqueteo de las ruedas de las maletas…
—Los huéspedes están aquí —dijo Zoë—. Iré contigo a darles la bienvenida.
—No, se supone que debemos guardar las distancias. Priscilla los llevará a sus habitaciones. Tiene las llaves.
Zoë parecía confusa.
—¿Estás diciendo que no debemos darles la bienvenida?
Justine asintió con la cabeza.
—El señor Black solo está por sus negocios. No quiere que se le moleste con convencionalismos triviales como saludar, apretones de manos y cháchara. El grupo bajará a desayunar por la mañana, pero él quiere que le subamos un batido saludable a su habitación a las seis. Priscilla me dijo que te enviaría las instrucciones por correo electrónico.
Zoë se acercó al mostrador para coger su teléfono y revisar los correos.
—Sí, aquí está. —Zoë volvió a leer el correo, sorprendida—. Tiene que haber un error.
—¿Por qué?
—Espinacas, proteínas en polvo, mantequilla de cacahuete, leche de soja… No quiero contarte el resto, ya tienes el estómago descompuesto.
Justine sonrió al ver la consternación grabada en el rostro de Zoë.
—Suena como una variación del batido de frutas del Monstruo Verde. Duane los tomaba a todas horas.
—Eso tendrá el aspecto de un batido de barro.
—Creo que se trata de hacerlo tan nutritivo y asqueroso como sea posible.
—Ningún problema. —Zoë arrugó la nariz al tiempo que repasaba la receta—. Creí que iba a conocer al señor Black, puesto que está negociando con Alex. Ahora ya no estoy segura de querer conocerlo.
—Zoë, si ese trato se cierra, tú y Alex ganaréis tanto dinero que querrás ponerle su nombre a tu primer hijo.
El motivo de la visita de Jason Black a la isla era inspeccionar una parcela de veinte acres donde pensaba construir una zona residencial. A pesar de que la crisis inmobiliaria lo había dejado seco desde un punto de vista financiero, Alex había conseguido conservar las tierras de Dream Lake.
El verano anterior, un agente inmobiliario se había puesto en contacto con Alex y le había hecho una oferta por el terreno de Dream Lake. Al parecer, Jason Black tenía intención de fundar un lugar de retiro destinado a la formación, la innovación y la inspiración. Esa urbanización incluiría varios edificios e instalaciones, todos ellos de bajo impacto ambiental. Alex tenía la certificación LEED, es decir, que podía construir de acuerdo con los requisitos medioambientales y de eficiencia energética más estrictos. Por ende, las negociaciones incluían la condición de que, además de venderle la propiedad, Alex sería el contratista y jefe de obra del nuevo proyecto.
Justine esperaba que cerraran el trato, por Alex, pero sobre todo por Zoë. Después de los duros tiempos que Zoë había atravesado, incluida la muerte de su abuela, estaba necesitada de un poco de suerte.
Además, Justine tenía un interés personal en el trato: el verano anterior había comprado y restaurado una casita de campo en la carretera de Dream Lake. Todas las ventanas y puertas estaban cegadas y la casa se caía a pedazos por culpa de décadas de abandono y negligencia. Zoë había querido trasladarse allí con su abuela, a quien le habían diagnosticado demencia vascular. A fin de echarles una mano, Justine compró la casa de campo y pagó las reparaciones, y luego cedió gratuitamente el lugar a Zoë y a su abuela.
Si finalmente el terreno de Dream Lake se convertía en un exclusivo retiro y en centro de formación, el valor de la casita de campo de Justine, que limitaba con la propiedad, subiría considerablemente. Todos ganaban con ello.
—Le dije a Alex que el señor Black debía de ser una excelente persona —le contó Zoë a Justine—, porque la idea de crear un centro de formación es un objetivo muy noble.
Justine le lanzó una sonrisa llena de cariño.
—¿Y qué te respondió Alex?
—Me dijo que no tenía nada de noble. El señor Black lo hace para poder desgravar. Pero sigo intentando concederle el beneficio de la duda.
Justine no pudo más que reír.
—Supongo que es posible que a Jason Black todavía le quede alguna cualidad que le salve de la quema. Aunque yo no pondría la mano en el fuego por ello. —Se bebió el resto de su té de un trago, se levantó y se acercó al lavaplatos para dejar la taza—. Iré a dejar un poco de vino y un tentempié en la sala de estar.
—No, déjame a mí. Ya has trabajado suficiente por hoy, limpiando todas las habitaciones con la única ayuda de Annette. ¿Te has enterado de lo que le pasa a Nita? ¿Sabes si es la típica gripe estomacal?
—Me temo que no será tan pasajero —dijo Justine con una sonrisa—. Me envió un SMS hace un rato. Eran náuseas matutinas.
—¿Está embarazada? ¡Oh, eso es fantástico! Le organizaremos una fiesta baby shower. ¿Crees que tendremos que contratar a alguien para que la sustituya pasado el primer trimestre?
—No, estamos a las puertas de la temporada invernal, así que el trabajo bajará. Y yo puedo hacerme cargo de sus tareas perfectamente. —Justine soltó un suspiro—. No se puede decir precisamente que tenga una gran vida privada que se interponga con el trabajo.
—Vete a casa y descansa. Y llévate esto.
Zoë se fue a la despensa y sacó un recipiente de plástico con restos del té de la tarde del día anterior: galletitas cubiertas de arándanos, mantecados, pastelitos de melaza, bollitos al estilo francés y emparedados con capas de mermelada de moras casera. Era un milagro que hubiera quedado algo; las pastas de Zoë eran tan deliciosas que normalmente los clientes que acudían a las meriendas de la posada no mostraban ningún escrúpulo a la hora de meterse alguna pasta en el interior de sus bolsos y en sus bolsillos. Una vez, Justine había visto a un hombre llenar su gorra de béisbol con media docena de galletas de mantequilla de cacahuete.
Sostenía el tupper como si contuviera un órgano donado que le salvaría la vida.
—¿Qué tipo de vino es el mejor para acompañar las pastas?
Zoe se dirigió a la nevera y sacó una botella de Gewurztraminer.
—No bebas demasiado. Recuerda: es posible que esta noche tengas que subirle su vodka al señor Black.
—Seguramente querrá que lo haga Priscilla. Pero, por si acaso, estaré atenta.
Zoe la miró con un gesto cariñoso.
—Ya veo que has decidido algunas cosas, pero no puedes rendirte de esta manera. Cuando ya no hay motivo para la esperanza es cuando más tienes que luchar.
—De acuerdo, Mary Poppins.
Le dio un rápido abrazo a Zoë antes de salir por la puerta trasera.
Atravesó el patio y dejó atrás el huerto de hierbas aromáticas que separaba la casita del edificio principal. Originalmente había servido de retiro para escritores, en los tiempos en que la posada era una residencia privada. Ahora, Justine vivía en esa diminuta vivienda de dos habitaciones.
—Hay suficiente espacio aquí para un gallinero —dijo Justine, aunque Zoë no la podía oír.
La tarde estaba muy avanzada. La luz sesgada atravesaba las rojizas ramas de un solitario madroño y bañaba de oro los corimbos marrones de los alisos. El aroma de los macizos del huerto de hierbas aromáticas atravesaba las barreras que conformaban los vallados para el control de plagas.
Justine se había enamorado de la antigua casa señorial en cuanto la vio y la había comprado a buen precio. Había pintado las habitaciones y había decorado cada una de ellas inspirándose en diferentes artistas, entre ellos Van Gogh y Leonardo DaVinci, y en algún momento sintió que por fin estaba creando su propio mundo, un lugar tranquilo y acogedor donde la gente podía relajarse, dormir y comer bien.
Tras una infancia de constante deambular de un lado a otro, la sensación de tener un hogar le resultaba profundamente satisfactoria. Justine conocía prácticamente a todo el mundo en la isla. Su vida estaba llena de toda clase de amor. Amaba a sus amigos, la posada, las islas, los paseos por los bosques donde abundaban los pinos, los helechos y las mahonias. Amaba la manera en que las puestas de sol sobre Friday Harbor parecían fundirse con el océano. Teniendo todo eso, no tenía derecho a pedir nada más.
Se detuvo en el umbral de la puerta de la casita y una sonrisa arqueó sus labios al ver un decepcionado conejo de color castaño que miraba las plantas que no podía alcanzar a través de la malla de acero.
—Lo siento, amigo. Pero después de lo que le hiciste a mi perejil en junio, no me lo puedes recriminar.
Se disponía a agarrar el pomo de la puerta cuando de pronto vaciló. Sus sentidos habían advertido algo extraño. Alguien la observaba.
Una rápida mirada por encima del hombro le reveló que no había nadie.
Dirigió toda su atención hacia una de las ventanas de la segunda planta de la posada, su mirada se detuvo en la oscura y esbelta silueta de un hombre. Enseguida supo de quién se trataba.
Su inmovilidad tenía algo de depredadora, algo de inquietante pero paciente turbación. El cuello frío y húmedo de la botella de vino dejó caer unas gotas de condensación sobre el círculo que formaban sus dedos apretados. No sin cierto esfuerzo, se sacudió de encima aquella sensación y se volvió. El conejo salió disparado en busca de refugio en su madriguera.
Justine entró en la casita y cerró la puerta principal que había pintado de color azul cielo por ambos lados. Los muebles estaban confortablemente gastados, con capas de pintura que asomaban a través de los rasguños. La tapicería era de lino estampado con clásicos motivos florales. Una jarapa de color rosa y beis cubría el suelo de madera.
Una vez hubo dejado el vino y las pastas sobre una mesa de bistró, Justine se dirigió al dormitorio. Se sentó en el suelo al lado de la cama, sacó el libro de conjuros y lo dejó en su regazo. Un lento y agitado suspiro salió de sus labios.
«¿Qué me pasa?».
Había sentido ese dolor antes, pero nunca tan intenso. Cuando Justine retiró la tela de lino, ascendió un maravilloso perfume, dulce como la miel, de hierbas verdes, de lavanda, de cera de vela. La tela, con su orillo deshilachado y sus antiguas marcas de dedos, cayó y reveló un libro encuadernado en cuero con los bordes de las páginas hechos jirones. La encuadernación de cuero resplandecía como la piel de las ciruelas y las cerezas negras. Había un dibujo de una esfera de reloj grabada en la portada con una pequeña cerradura en el centro.
Siguió las líneas de la palabra que adornaba el lomo del libro: Triscaideca. Significaba grupo de trece, un número que une su multiplicidad en una sola unidad. El viejo libro tenía más de dos siglos de antigüedad y estaba lleno de hechizos, rituales y secretos.
Normalmente se solía quemar el grimorio una vez muerta su propietaria, pero unos cuantos, como el Triscaideca, eran demasiado poderosos para ser destruidos. Esos volúmenes raros y venerados pasaban de generación en generación. Puesto que un grimorio prefería quedarse con su guardián, era prácticamente imposible robar uno. Pero incluso si alguien conseguía tal proeza, él o ella jamás sería capaz de abrir el libro sin una llave.
—Nunca leas la página trece —le había advertido su madre el día que le había traspasado el libro de conjuros a Justine.
—¿Qué contiene la página trece?
—Es distinta a todas las demás. Te muestra cómo conseguir lo que tu corazón anhela.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—Nunca sale como esperabas… —le había dicho Marigold—. La página trece solo te enseña una lección: cuidado con lo que deseas.
Justine había mirado el grimorio con una sonrisa de reprobación y lo había empujado con despreocupación.
—Tú nunca me meterías en líos, ¿verdad?
Y le había parecido que la tapa del Triscaideca se había combado, como si le devolviera la sonrisa.
En aquel momento, mientras miraba el libro de conjuros con aire de culpabilidad, sabía que lo que estaba considerando hacer estaba mal. Pero no pretendía hacerle daño a nadie. No pedía nada fuera de lo normal. ¿Realmente era tan terrible querer cambiar su propio corazón?
«Debería dejar las cosas tal como están», pensó, preocupada.
Salvo que dejar las cosas tal como estaban tan solo era una opción siempre y cuando las cosas estuvieran mínimamente bien. Pero en el caso de Justine no lo estaban. Y si no hacía algo al respecto, nunca lo estarían.
Metió la mano por debajo del cuello de su camiseta y sacó la llave de cobre que colgaba de una cadena. Se inclinó hacia delante y abrió el Triscaideca. El libro crujió al instante y las páginas se abrieron, echándole el aroma resinoso a pergamino y tinta. Las páginas de papel telado revelaron una profusión de ilustraciones multicolores: amarillo girasol, azul pavo real, rojo medieval, negro de hollín, esmeralda profundo.
El lomo del volumen se hundió abruptamente al llegar a la página trece. A diferencia del resto del libro, esta página estaba en blanco. Sin embargo, ante la mirada curiosa de Justine empezaron a aparecer símbolos aleatoriamente, como burbujas de champán que suben a la superficie. Se estaba formando un hechizo. Justine miró fijamente la página mientras sentía que su pulso golpeaba con fuerza en la base de su garganta.
La primera línea, escrita con una caligrafía compleja y arcaica, la desconcertó:
«Romper un maleficio».
Justine apenas sabía nada de maleficios, solo que la mayor parte de la veces eran un hechizo de por vida. El esfuerzo que requería romperlo era tan complejo y peligroso que los resultados eran potencialmente peores que el maleficio original. En general, a la infortunada víctima de un maleficio solía convenirle más aprender a vivir con él que intentar romperlo.
—Esto no puede estar bien —dijo Justine, perpleja—. Esto no solucionará mi problema. ¿Qué tiene que ver un maleficio con todo esto?
La página se rizó visiblemente, como para decirle «mírame». De pronto cayó en la cuenta: ésta era la respuesta.
Las palabras daban vueltas en su cabeza con extrañas variaciones en el énfasis: ésta era la respuesta, ésta era la respuesta…
—¿Me han echado una maldición? —preguntó al rato, en medio del silencio protector—. No es posible.
Pero lo era.
Alguien la había condenado a la soledad de por vida. ¿Quién podía haberle hecho algo así? ¿Y por qué? Ella nunca le había hecho daño a nadie. No se lo merecía. Nadie se lo merecía.
De pronto se agolparon demasiados sentimientos en su interior. Su caja torácica era demasiado pequeña para contenerlos, la presión aumentaba detrás de las costillas. Tembló, respiró y esperó, hasta que la conmoción y el dolor quedaron reducidos a un núcleo de furia candente.
Se necesitaban habilidades y poderes considerables para lanzar un hechizo que durase toda la vida. Probablemente, el autor había tenido que sacrificar para siempre parte de su poder, lo que de por sí suponía un freno suficiente para que lanzar un maleficio fuera un acto tremendamente infrecuente.
Eso significaba que quien lo había hecho odiaba a Justine.
Sin embargo, un maleficio no era irrompible. Nada lo era. Y por mucho que le costara, Justine estaba decidida a romper ése.