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Mientras retiraba de las mesas los platos y cubiertos del desayuno, Justine se detuvo para charlar con algunos huéspedes. Había una pareja de ancianos venidos de Victoria, unos recién casados de Wyoming en su luna de miel y una familia de Arizona compuesta por cuatro miembros.

La familia incluía a dos chicos que estaban ocupados devorando las tortitas de calabaza de Zoë. Los niños se llevaban un par de años; dos torbellinos que no veían la hora de que los dejaran sueltos.

—¿Qué tal el desayuno? —preguntó Justine a los niños.

—Estaba bueno —dijo el hermano mayor.

—El sirope sabe un poco raro —contestó el pequeño con un bocado de tortita en la boca.

Había llenado su plato de sirope hasta tal punto que las tortitas prácticamente flotaban en él. Un mechón de pelo pegajoso despuntaba en su frente y otro colgaba a uno de los lados de su cabeza.

Justine sonrió.

—Eso seguramente se deba a que es auténtico. La mayoría del sirope que puedes comprar en las tiendas no lleva ni una pizca de arce. No es más que sirope de maíz y condimentos.

—Pues me gusta más —dijo el niño con la boca llena.

—Hudson —le regañó su madre—, ¡compórtate! —Miró a Justine, como disculpándose—. Lo ha ensuciado todo.

—No pasa nada —dijo Justine, e hizo un gesto en dirección al plato vacío—. ¿Puedo cogerlo?

—Sí, gracias.

La mujer se volvió hacia sus hijos mientras Justine le retiraba el plato y el vaso. El padre de los niños, que estaba hablando por el móvil, hizo una pausa en su conversación, lo suficientemente larga para decirle a Justine:

—Puede coger los míos también. Y tráigame un té Earl Grey con leche desnatada. Pero rápido, que pronto tendremos que marcharnos.

—Por supuesto —dijo Justine afablemente—. ¿Quiere que se lo traiga en una taza de plástico para que se lo pueda llevar?

El hombre asintió con un breve cabeceo y un gruñido y retomó su conversación por el móvil.

Cuando Justine se dirigía a la cocina alguien apareció en la puerta del comedor.

—Disculpe.

Quien hablaba era una joven que vestía un ceñido traje de chaqueta negro y unos zapatos de tacón de una altura razonable. Llevaba su cobrizo pelo en una media melena que le llegaba hasta los hombros. Su rostro era de facciones delicadas, y sus ojos de un azul luminoso. No llevaba joyas, salvo por una fina cadena de oro alrededor del cuello. A juzgar por su aspecto, Justine habría esperado un claro acento británico. En cambio hablaba con el típico deje de Virginia Occidental, tan pronunciado y grueso como el aceite de un motor diésel.

—Querría registrarme, pero no hay nadie en la oficina.

—Disculpe —dijo Justine—, en este momento vamos un poco escasos de personal. Mi ayudante durante los desayunos no ha podido venir esta mañana. ¿Forma parte del grupo que tenía que llegar esta mañana?

La mujer asintió cautelosamente con la cabeza.

—Inari Enterprises. Soy Priscilla Fiveash.

Justine reconoció el nombre. Era la executive assistant que se haría cargo del registro por adelantado de Jason Black y de su séquito.

—Estaré lista en unos diez minutos. ¿Le apetece una taza de café mientras espera?

—No, gracias. —La joven no parecía antipática sino más bien precavida, y mantenía sus emociones bien amarradas y atadas con un doble nudo—. ¿Hay algún lugar desde donde pueda hacer unas cuantas llamadas en privado?

—Por supuesto, puede utilizar el despacho. La puerta está abierta.

—¿Y mi té? —preguntó irritado el padre de los dos niños desde su mesa.

—Ahora mismo —dijo Justine. Pero antes de abandonar la sala se detuvo un momento para decirle a la mujer—. Fiveash. Es un apellido poco frecuente. ¿Es inglés, o tal vez irlandés?

—Me han contado que proviene de Inglaterra. De una aldea que ya no existe, con cinco fresnos en el medio.

Sonaba como un nombre de la Tradición. Los fresnos eran casi tan poderosos como los robles. Y el número cinco era especialmente significativo para los miembros del convenio, cuyo símbolo era la estrella de cinco puntas envuelta en un círculo. Aunque Justine estaba tentada de seguir haciéndole preguntas, se contuvo y en su lugar sonrió y se dirigió a la cocina.

Poco después oyó unos sonidos alarmantes provenientes del comedor. El grito de una madre, el estrépito de platos y cubiertos, una silla volcada. Justine giró rápidamente sobre los talones y volvió sobre sus pasos a toda prisa. Dejó la pila de platos de cualquier manera sobre una mesa.

Lo que pasaba era que el pequeño de los chicos se había atragantado. Sus ojos estaban abiertos como platos, llenos de pánico, y se agarraba el cuello con las dos manos. Su madre le golpeaba la espalda con impotencia.

Priscilla ya había llegado al lado del muchacho. Se colocó detrás de él, cerró los brazos a su alrededor y movió su puño hacia arriba y luego hacia dentro en un movimiento brusco. Repitió el procedimiento tres veces más, pero no hubo manera de desalojar la obstrucción. El rostro del niño se había tornado gris, sus labios se movían en espasmos.

—Le está haciendo daño —chilló la madre—. ¡Ya basta, le está haciendo daño!

—¡Se está asfixiando! —espetó el padre. Sus manos se cerraron al mirar a Priscilla—. ¿Sabe usted qué demonios está haciendo?

Priscilla no contestó. Su boca se había contraído, su rostro estaba blanco salvo por dos manchas rojas en lo alto de los pómulos. Su mirada se cruzó con la de Justine.

—No quiere soltarse —dijo—. Es posible que se haya atascado a lo largo de todo el esófago.

—Llame al 911.

Al tiempo que Priscilla se acercaba a su bolso y hurgaba en él en busca de su móvil, Justine la sustituyó y agarró al chico jadeante por la espalda. Lo intentó con un par de tirones en un ángulo inclinado hacia la parte superior de su abdomen y masculló unas cuantas palabras entre dientes.

—Sílfides del aire, os invoco, ayudadle a respirar, que así sea.

El tapón de comida fue expulsado de golpe. El niño dejó de retorcerse y empezó a inspirar grandes bocanadas de aire. Sus padres corrieron hacia él y lo cogieron en brazos; la madre entre sollozos pero agradecida.

Justine se retiró un mechón de pelo que se le había soltado de la coleta. Soltó un suspiro tembloroso en un intento de calmar la cadencia desbocada de su corazón.

Los zapatos negros de tacón de Priscilla entraron en su campo de visión. Justine alzó la vista con una débil sonrisa en los labios. El alivio la había vaciado de todas sus fuerzas hasta dejarla tan floja como una funda de almohada en un tendedero.

Los ojos azules como una piedra lunar la miraron intensamente.

—Desde luego tienes una extraña manera de realizar la maniobra de Heimlich —dijo Priscilla.

Una vez superada la gran conmoción y retirado el desayuno, Justine se sentó con Priscilla en el pequeño despacho. La posada estaría alquilada al completo durante los próximos cinco días, ocupada por media docena de empleados y compañeros de Inari Gaming Enterprises, un grupo de desarrollo interno de una gran compañía de software. El resto de las estancias de la posada permanecerían desocupadas a pesar de que habían pagado por ellas.

—Jason es muy celoso de su privacidad —le había explicado Priscilla, algo que apenas había sorprendido a Justine. Era público y notorio que Jason Black, creador del video-juego más exitoso jamás lanzado, era una persona esquiva y huidiza. Nunca acudía a actos promocionales. Rechazaba todas las peticiones de entrevista de los medios de comunicación audiovisuales y solo aceptaba ocasionalmente alguna entrevista en la prensa escrita a condición de que no se tocara su vida privada ni se le tomaran fotografías.

De hecho, a Justine, a Zoë y a las dos mujeres que ayudaban en la limpieza se les había exigido que firmaran un acuerdo de confidencialidad por adelantado. Como consecuencia, se les había prohibido legalmente revelar cualquier detalle acerca de Jason Black. Si revelaban aunque solo fuera el color de sus calcetines, se interpondría una demanda tras otra hasta el fin de los tiempos.

Después de introducir su nombre en unos cuantos buscadores de Internet, Justine había encontrado toneladas de información acerca de la compañía de juegos y de sus logros, pero tan solo un escaso puñado de datos acerca del hombre en sí. Se había criado en California y había sido admitido en la USC, la Universidad de San Francisco, gracias a una beca de fútbol. Entrado el segundo año de universidad, había cogido una excedencia y se había ido a vivir, entre todos los lugares posibles, a un monasterio zen, cerca del parque nacional de Los Padres. Estuvo desaparecido durante un par de años y nunca retomó los estudios. Después había solicitado un empleo en la división de desarrollo de juegos de una compañía de software. Tras varios éxitos, aceptó otro empleo en Inari Software para dirigir su división de videojuegos y se convirtió en el jefe de proyectos y de programadores de los videojuegos más vendidos de todos los tiempos.

En cuanto a la vida personal de Jason Black, se sabía que había tenido unas cuantas relaciones discretas, pero nunca había estado prometido ni se había casado. Había algunas fotos inocentes de él en la red, subiendo o bajando de un coche, acompañando a alguien en un acto social, pero en la mayoría de ellas no se veía su rostro. Era evidente que sentía aversión a las cámaras. La mejor de ellas había sido pixelada.

—¿Por qué tiene tanto miedo a exponerse al público? —le preguntó Justine a Priscilla.

—Buena pregunta, pero no te lo sabría decir.

—¿Es guapo?

—Demasiado guapo para su propio bien —dijo una enigmática Priscilla.

Justine levantó las cejas.

—¿Estás liada con él?

El resoplido unido a un repentino brote de risa en la expresión de Priscilla no contenía ni pizca de alegría.

—Desde luego que no. Mi trabajo es demasiado importante para mí, nunca lo arriesgaría por nada en el mundo. Además, él y yo no encajaríamos.

—¿Por qué no?

Priscilla empezó a enumerar las razones con los dedos.

—Está demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Y básicamente no me fío de él. —Sacó una tableta electrónica de su maletín y abrió un archivo—. Aquí está la lista actualizada para la habitación de Jason. Repasémosla.

—Ya nos hemos encargado de ello. Me enviaste la lista actualizada por correo electrónico hace un par de días.

—Ésta es la lista actualizada.

Jason Black exigía una habitación en la segunda planta con vistas al oeste y con una temperatura constante de veinte grados. Una cama extragrande con sábanas de hilo y almohadas de plumón de ganso. Dos botellas de agua mineral fría cada mañana en su habitación, junto con un batido que fuera saludable. También exigía dos toallas de baño blancas por día. Jabón y champú sin perfume. Una lámpara de LED sobre la mesa de su habitación, Wi-Fi, un arreglo floral blanco y una caja de tapones para los oídos de gomaespuma sobre la mesita de noche. Un surtido de fruta orgánica sin encerar. Nada de diarios ni de revistas, prefería el formato digital. Y cada noche, a las nueve, le llevarían dos chupitos de vodka Stolichnaya a su habitación.

—¿Por qué dos? —preguntó Justine.

Priscilla se encogió de hombros.

—No suelo preguntarle a Jason por qué quiere las cosas. Le pone de mal humor, y de todos modos nunca me lo cuenta.

—Es bueno saberlo. —Justine volvió a centrarse en la lista—. Creo que lo tengo todo. Salvo el arreglo floral. ¿Qué tipo de flores blancas? ¿Margaritas? ¿Azucenas?

—Eso lo decides tú. Aunque nada que huela demasiado fuerte.

—Tengo que hacerte una pregunta más. ¿Sabías que cada una de las habitaciones de la posada está dedicada a un artista? Verás, hay dos habitaciones en la segunda planta que dan al oeste. Una está dedicada a Roy Lichtenstein, y la otra, a Gustave Klimt. ¿Cuál de ellas crees que preferirá el señor Black?

Mientras se retiraba un mechón de pelo cobrizo detrás de la oreja con mucho cuidado, Priscilla sopesó qué sería lo mejor.

—Para mí las dos suenan a alguna cosa por la que tienes que tomar antibióticos —dijo—. ¿Me podrías decir algo acerca de los artistas? No sé nada sobre arte.

A Justine le gustaba su franqueza.

—Roy Lichtenstein era un artista pop estadounidense. Sus cuadros más célebres parecen tiras sacadas de un cómic, con tipografía y bocadillos para los diálogos. Su obra tiene más que ver con la ironía y la técnica que con las emociones. En cambio, Klimt es todo sensualidad. Fue un pintor austríaco del siglo XIX y su estilo pictórico se engloba en el movimiento conocido como art nouveau o modernismo, con líneas y curvas inspiradas en las xilografías japonesas. Su cuadro más conocido es El beso, hay una reproducción de él en la habitación. Así pues, ¿qué artista crees que se adaptará mejor a los gustos del señor Black? ¿Lichtenstein o Klimt?

Priscilla frunció el ceño, mientras Justine esperaba pacientemente.

—Klimt —dijo al final la mujer, y entrecerró los ojos—. Pero no saques conclusiones precipitadas sobre ello.

—Firmé el contrato de confidencialidad —le recordó Justine—. Pero aunque no lo hubiera hecho, no tendrías nada de que preocuparte. Soy buena guardando secretos.

—Me lo imagino. —Tras una pausa, Priscilla le lanzó una mirada escrutadora y preguntó—: ¿Qué es una sílfide, por cierto?

Así que había oído el conjuro. Justine respondió con aparente indiferencia.

—Un espíritu elemental que representa el aire. Hay otra que representa la tierra; otra, el agua; etcétera.

—¿Eres de esas ecologistas?

Justine sonrió.

—Nunca he abrazado un árbol, si te refieres a eso, pero he descubierto que son buenos oyentes. ¿De qué religión eres?

—Me educaron en la Iglesia de los Ángeles en Llamas.

—No estoy al tanto de esa iglesia.

—Predican la abstención sexual y el Apocalipsis. Y nuestro pastor estaba convencido de que Satanás introdujo fósiles de dinosaurios en la tierra para engañar a la gente. —No sin cierto orgullo, Priscilla añadió—: Fui exorcizada dos veces antes de cumplir los quince.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Me pillaron escuchando música rock.

—¿Las dos veces?

—El primer exorcismo no funcionó. —Priscilla se detuvo cuando sonó un tono de llamada desde las profundidades de su bolso. Sacó el móvil y echó un vistazo a la diminuta pantalla—. Tengo algunos correos electrónicos y textos de los que tengo que ocuparme.

—De momento puedes quedarte en el despacho, si quieres. Mientras tanto te prepararé una de las habitaciones.

—Gracias. Si no te importa, me gustaría recoger todas las llaves de las habitaciones en cuanto estén listas.

—De acuerdo. Normalmente acompaño a nuestros huéspedes a sus habitaciones cuando llegan.

—Jason prefiere que de eso me ocupe yo. No le va mucho la cháchara.

—No pasa nada. Me mantendré al margen cuando lleguen.

—Gracias. —Priscilla bajó la cabeza y empezó a escribir en el móvil—. ¿Qué habitación piensas darme a mí? —preguntó sin levantar la mirada.

—Degas —dijo Justine—. Un impresionista francés que pintaba bailarinas de ballet. No es la habitación más grande que tenemos, pero es la más bonita. Montones de encaje blanco, rosas de color rosa y una araña de cristal en el techo.

Priscilla no interrumpió la escritura.

—¿Qué te lleva a pensar que me gustaría una habitación de estilo femenino y delicado?

—Porque vi el salvapantallas de tu tableta. —Justine arqueó las cejas provocativamente—. ¿Una hilera de gatitos sentados sobre un piano? ¿De veras?

Cuando la mirada consternada de la joven se cruzó con la suya, Justine no pudo hacer más que reírse.

—No te preocupes. No se lo diré a nadie.