Los idiranos ya se hallaban en guerra, pues habían emprendido la conquista de todas las especies a las que consideraban inferiores y las subyugaban para incorporarlas a un imperio primariamente religioso que, casualmente, también era un imperio comercial. Su especie tuvo muy claro desde el principio que su Jihad para «calmar, integrar e instruir» a esas especies y colocarlas bajo la atención directa del ojo de su Dios tenía que continuar y expandirse, pues de lo contrario carecería de significado. Un alto o una moratoria —cosa que podía tener una lógica muy considerable dentro de una expansión continuada, tanto en términos militares como comerciales y administrativos—, negaría dicha hegemonización militante en tanto que concepto religioso. El celo se impuso al pragmatismo y lo eliminó; como ocurría en la Cultura, lo importante era el principio.
El alto mando idirano consideraba la guerra desde mucho antes de que fuese declarada como una continuación de las hostilidades permanentes exigidas por la colonización teológica y disciplinaria, y enfrentarse a las capacidades tecnológicas relativamente equivalentes a las de su especie que poseía la Cultura sólo exigió una escalada del conflicto armado limitada, tanto en el aspecto cualitativo como en el cuantitativo.
La especie idirana como un todo dio por sentado que la Cultura se retiraría después de haber hecho aquel gesto simbólico, pero algunos de los políticos idiranos que tomaban las decisiones previeron que en el caso de que la Cultura demostrara estar tan decidida como en el «peor posible» de todos los escenarios extrapolados, se podía alcanzar un acuerdo políticamente juicioso que permitiría salvar la cara a ambos bandos y encerraría ventajas para los dos. Dicho acuerdo requeriría un pacto o tratado en el que los idiranos accederían a limitar o reducir la velocidad de su expansión durante un cierto período de tiempo, permitiendo con ello que la Cultura se atribuyera un éxito no demasiado considerable. Aparte de ello, el pacto o tratado les proporcionaría a) una excusa religiosamente justificable para la consolidación, gracias a la cual la maquinaria militar idirana podría recuperar el aliento, y que dejaría sin argumentos a los idiranos que se oponían a la expansión de su especie basándose en la velocidad y crueldad con que se estaba llevando a cabo, y b) ofrecería otra razón más para aumentar los gastos militares con el fin de garantizar que en la próxima confrontación con la Cultura —o con cualquier otro oponente—, sería posible obtener una victoria rápida y destruir al enemigo gracias a la decisiva superioridad militar alcanzada. Sólo las partes más fervientes y fanáticas de la sociedad idirana estuvieron a favor de o llegaron a contemplar la posibilidad de una guerra de exterminio total, y aun así se limitaron a aconsejar la continuación de las hostilidades contra la Cultura después de y pese a las vacilaciones y disensiones que debilitarían a la Cultura, y al intento de pedir una paz honrosa con Idir que —ellos también— creían acabaría siendo inevitable.
Los idiranos extrajeron estas conclusiones «sin pérdidas» de la extrapolación sobre el curso más probable de los acontecimientos, y declararon la guerra a la Cultura sin vacilación y sin ninguna clase de dudas o temores sobre el resultado final.
Como mucho, es posible que los idiranos pensaran que la guerra dio comienzo en una atmósfera de incomprensión mutua. No podían haber previsto el hecho de que su enemigo poseía una comprensión casi perfecta de su especie, en tanto que ellos no habían sabido aquilatar las fuerzas de la creencia, la necesidad —incluso el miedo—, y la moral que estaban operando en el interior de la Cultura.