Cuando desperté la oscuridad de la habitación, no era más que una débil barrera contra las luces de la ciudad que se filtraban por la ventana. No me moví, con la intención de que ella no se percatara de que había vuelto en mí, hasta que no supiera dónde estaba ella. Imperceptiblemente, moví un brazo, y luego una pierna. No tenía dolor alguno. La verdad es que me había paralizado con mucho cuidado, y por tanto no se produjeron los desagradables efectos de la postparalización.
Noté que algo se movía en la silla que había al lado de la cama. Si pudiera volver la cabeza en aquella dirección, quizá pudiera averiguar dónde estaba el revólver.
Llegué al convencimiento de que había estado dormido, al menos durante diez horas.
Y no había ocurrido nada. La policía de Siskin no había venido. El operador no me había hecho desaparecer. Y lo que era más significativo, Jinx no me había paralizado de una forma mortal, siendo que en la habitación del hotel hubiera sido el modo más fácil de deshacerse de mí.
—¿Estás despierto, verdad? —sus palabras vibraron en la habitación en penumbras.
Me revolví ligeramente y luego me senté.
Ella se levantó, y encendió la luz. Después se acercó a la cama.
—¿Te encuentras mejor ahora?
No respondí.
—Comprendo lo asustado que debes estar —dijo sentándose a mi lado—. Yo también. Por eso precisamente no debíamos trabajar el uno contra el otro.
Recorrí la habitación con la vista.
—El revólver está allí —dijo señalando el brazo de la silla. Después, como para demostrar su sinceridad, fue hacia él, lo cogió y me lo ofreció.
Tal vez, después de haber despertado de mi letargo, me sentía más inclinado a creerle. Pero esta sensación se hacía más tranquilizadora teniendo el arma en mi bolsillo que no en su posesión. Lo cogí.
Se acercó a la ventana, y contempló la noche artificialmente iluminada.
—Te dejará tranquilo hasta mañana. El operador me refiero. Puse los pies sobre el suelo, para probar la resistencia de mis piernas. No notaba pesadez alguna. No quedaba la menor huella de haber sido paralizado, ni siquiera a juzgar por el dolor de cabeza que suele seguir siempre a aquel estado.
Se volvió hacia mí:
—¿Tienes hambre?
Asentí.
Fue hacia el mueble-bar y abrió la puerta. De allí sacó una bandeja con comida y la puso en una silla junto a la cama. Di unos bocados y luego dije: Evidentemente, quieres que me convenza de que me estás ayudando. Hizo un gesto con los ojos de desconfianza y respondió:
—Sí. Pero no puedo hacer nada para convencerte.
—¿Quién eres?
—Jinx. Pero no Jinx Fuller. Otra. No importa. Los nombres no importan.
—¿Y qué le ocurrió a Jinx Fuller?
—Nunca existió. No existió hasta hace unas semanas.
—Hizo un gesto antes de que pudiera protestar y añadió: —Si, ya lo sé. Se que vas a decirme que la conociste durante muchos años. Pero tal cosa no es más que debida a los efectos de la reprogramación. Mira, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. El doctor Fuller llegó a averiguar la verdadera naturaleza de su mundo. Y, desde allí, nos dimos cuenta de que el simulador del doctor Fuller era una complicación que debía ser eliminada. De modo que decidimos colocar aquí un observador que estuviera siempre a la expectativa de los acontecimientos.
—¿Decidimos? Se refiere a… ¿quién?
Ella alzó los ojos un momento:
—Los ingenieros simuelectrónicos. Y yo fui seleccionada como observador. Por medio de una retroprogramación, creamos la ilusión de que Fuller había tenido una hija.
—¡Pero si la recuerdo cuando era niña!
—Todos, cualquier unidad reaccional la recuerda como una niña. Ése era el único medio de justificar mi presencia aquí.
Comí un poco más.
Miró hacia la ventana y añadió:
—Aún faltan algunas horas hasta el amanecer. Hasta entonces estaremos a salvo.
—¿Por qué?
—Ni aun el operador puede aguantar en su puesto las veinticuatro horas del día. Este mundo es un equivalente en el tiempo al real, al auténtico.
Aunque no llegaba averiguar la razón, ella tenía que estar aquí con algún propósito: o bien para ayudar al operador a destruir el simulador de Fuller, o para llevar a cabo mi propia eliminación. No cabían más posibilidades. Pues yo me imaginaba a mí mismo descendiendo al mundo contrahecho, falseado del simulador de Fuller. Allí, me consideraba a mi mismo como la proyección de una persona real, en contraste con los caracteres puramente análogos que me rodeaban. Y me parecía imposible verme unido en algún modo con las preocupaciones e inquietudes provenientes de los asuntos insignificantes de aquellas subestimadas unidades TD.
—¿Y cuál es tu propósito al estar aquí?
—Quiero estar contigo, cariño.
¿Cariño? ¿Pero tan tonto se creía que era yo? ¿Se creía que iba a convencerme de que una persona real podría enamorarse de una unidad reaccional… una sombra simuelectrónica?
Aparentemente desmoralizada, se llevó los dedos a los labios:
—¡Oh, Doug! ¡No sabes lo salvaje e inhumano que es el operador!
—Sí que lo sé —dije amargamente.
—No me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que me acoplé contigo ayer.
—Entonces vi con claridad cuanto sucedía. Mira, tiene autoridad absoluta sobre su simulador, y por consiguiente sobre este mundo. Me imagino que se cree un dios. Al menos ha empezado a ver las cosas de esa forma.
Hizo una pausa y se quedó mirando al suelo:
—Al principio creí que era sincero, al tratar de programar la destrucción del simulador de Fuller. Tenía que serlo, porque si la máquina de Fuller llegaba a tener éxito, no habría cabida aquí para nuestro sistema de localización de datos y respuestas, a través de los encuestadores. También era sincero, me imagino respecto al hecho de quitar de en medio humanamente a cualquier unidad reaccional que se diera cuenta de su naturaleza simuelectrónica. Cuando tú le saliste al paso, quiso matarte… rápidamente, clínicamente. Pero sucedió algo. Creo que pensó en el gran placer que llegaría a sentir poniéndote tras sus pasos. Y entonces, decidió no deshacerse de ti, al menos tan rápidamente.
La interrumpí para decir como si hablara conmigo mismo:
—Collingsworth dijo que comprendía que los simuelectrónicos pudieran llegar a verse a sí mismos como dioses.
Ella me miró fijamente:
—Y recuerda, cuando Collingsworth te habló había sido programado por el operador para decirlo así.
Comí un poco más y quité la bandeja.
—Hasta ayer no me di cuenta —continuó— de que él podía haber resuelto su problema, en lo que a ti se refiere, en el momento en que hubiera querido, con el solo hecho de reorientarte. Pero no. Se recreaba en el hecho perverso de dejarte acercar cada vez más al secreto de Fuller, para después lanzarte hacia algo parecido a lo que hizo con Collingsworth.
Quedé envarado:
—¿Crees que también querrá mutilarme…?
—No lo sé. No hay manera de saber qué es lo que hará. Ésa es la razón por la que me quiero quedar aquí contigo.
—¿Y qué puedes hacer tú?
—Tal vez nada. De momento no nos queda más que esperar.
Me rodeó entre sus brazos. ¿Esperaba ella que pensara, que porque alguien allá arriba me había escogido para torturarme, iba a necesitar de su compasión?
—Jinx era una persona material. Yo no soy más que un filamento de la imaginación de alguien. ¡No puedes estar enamorada de mí!
Retrocedió unos pasos, visiblemente herida en su amor propio.
—¡Oh, pero sí que lo estoy, Doug! Es tan difícil de explicar.
Comprendí que sí que debería serlo. Se sentó en el borde de la cama y me miró con incertidumbre. Sus ojos brillaban de un modo especial. Era evidente que estaba a punto de explicarme cómo podía amarme en aquellas circunstancias.
Me metí la mano en el bolsillo y cogí el revólver, sin sacarlo. A tientas comprendí que estaba en situación de disparo. Lo saqué y me volví rápidamente hacia ella. Con los ojos desmesuradamente abiertos, hizo mención de levantarse:
—¡No, Doug…, no lo hagas!
La paralicé de un modo superficial, sobre la cabeza, y cayó inconscientemente sobre la cama. Aquello la mantendría así al menos durante una hora.
Entre tanto podría pensar, libre de la coacción de su presencia. Y casi inmediatamente vi lo que tenía que hacer a continuación.
Dándole vueltas en la cabeza a mi plan, me estuve lavando, y me afeité con la máquina del lavabo. En el autoservicio que había en la habitación, puse unas monedas en el lugar destinado a mi talla, y esperé a que saliera una cápsula envuelta en plástico.
Una vez refrescado miré la hora. Era más de media noche. Volví a la habitación y observé a Jinx. Le dejé el revólver sobre la almohada, y me arrodillé junto a la cama.
Su pelo negro brillaba de un modo por demás atractivo. Enterré mi mano en él, hasta que llegué al cuero cabelludo. Al fin encontré la sutura sagital, y la exploré detenidamente hasta que encontré la minúscula depresión que buscaba.
Sin levantar el dedo de aquel sitio, cogí el revólver y lo coloqué en el lugar exacto donde había estado mi dedo. Apreté una vez el gatillo, y luego otra vez como medida de seguridad.
Me sorprendió momentáneamente como ser irracional, el haber conseguido una acción física, sobre una proyección intangible. Pero la ilusión de la realidad, era, tenía que ser tan completa, que todas las cosas pseudofisicas, eran debidamente traducidas a efectos simuelectrónicos análogos. Las proyecciones no eran una excepción.
Me retiré un poco. Con sus centros volitivos bien paralizados, me podría creer todo lo que dijera, al menos durante varias horas.
Me incliné sobre ella:
—Jinx, ¿me oyes?
Sin abrir los ojos, asintió.
—No tienes que desaparecer —ordené—. ¿Lo entiendes? No tienes que desaparecer hasta que yo lo diga.
Asintió de nuevo.
Quince minutos después, empezó a despertar.
Yo estaba paseando frente a ella, cuando se sentó en la cama, todavía un tanto conmocionada por el último tratamiento. Sus ojos aunque ausentes, tenían lucidez.
—Levántate —dije. Y se puso en pie.
—Siéntate. Y obedeció. Era evidente que había dado en el blanco de su centro volitivo. Le lancé la primera pregunta:
—De lo que me dijiste, ¿cuántas cosas eran mentira? Sus ojos continuaban mirando hacia la nada. Su expresión era fría.
—Ninguna.
Quedé sorprendido. ¡Pero todo no podía haber sido verdad! Pensando en la primera vez que la vi, pregunté:
—¿Te acuerdas del dibujo de Aquiles y la tortuga?
—Sí.
—¿Pero después me negaste que tal dibujo hubiera existido? —No dijo nada. Y comprendí su silencio. No le había hecho una pregunta o forzado a hacer una declaración—. ¿Negaste después que hubiera existido tal dibujo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque mi propósito era sacarte de aquella pista, y bloquear tus pasos para que no llegaras al conocimiento de algo que podía ser vital.
—¿Porque eso era lo que quería el operador?
—Sólo en parte.
—¿Y por qué más?
—Porque me había enamorado de ti y no quería verte envuelto en circunstancias peligrosas.
Quedé de nuevo anonadado. Pues sabía que era imposible para ella sentir un afecto genuino hacia mí, igual que lo seria para mí, el verme amorosamente ligado a una de las unidades ID del simulador de Fuller.
—¿Y qué fue del dibujo?
—Fue desprogramado.
—¿Sobre el mismo sitio donde estaba?
—Sí.
—Explícame cómo se hizo.
—Sabíamos que estaba allí. Después de que el operador hubo preparado la muerte de Fuller, me pasé una semana anulando toda activación de memoria o recuerdo que hubiera podido quedar tras su «descubrimiento». Nosotros…
La interrumpí:
—Entonces os debisteis dar cuenta de que él había hecho partícipe de su descubrimiento a Morton Lynch.
Se quedó mirando al frente, sin responder. No había sido una pregunta.
—¿Os disteis cuenta de que había comunicado su descubrimiento a Lynch?
—Sí.
—¿Por qué no hicisteis desaparecer a Lynch inmediatamente?
—Porque hubiera sido necesario llevar a cabo la reorientación de muchas unidades reaccionales.
—Las hubierais tenido que reorientar de todos modos, cuando llegara el momento de desprogramar a Lynch —esperé dándome cuenta de inmediato que no había formulado pregunta alguna. Lo volví a repetir—: ¿Por qué no queríais reorientar a este mundo en el sentido de que Lynch no había existido nunca?
—Porque daba la impresión de que no diría una palabra de lo que Fuller le había confiado. Creíamos que al final le convenceríamos de que sólo habían sido imaginaciones suyas el hecho de que Fuller le dijera que este mundo no era… nada.
Hice una pausa para poner en orden mis pensamientos:
—Me estabas hablando de cómo había desaparecido el dibujo de Fuller. Continúa con tu explicación.
—Cuando estábamos llevando a efecto la anulación total de sus conocimientos, encontramos el dibujo. Cuando fui a Reactions a recoger sus efectos personales, tenía que buscar también otros datos que nosotros no hubiéramos captado. El operador decidió hacer desaparecer el dibujo en el preciso momento, para que pudiéramos probar la eficiencia del modulador.
De nuevo estaba paseando frente ella, satisfecho de ver que por fin me enteraba de toda la verdad. Pero quería saberlo todo.
—Eres una persona real allá arriba, ¿cómo puedes mantener una proyección de ti misma aquí? —La pregunta me la había sugerido el darme cuenta de que yo no me podía quedar indefinidamente en el simulador de Fuller.
Respondió mecánicamente, sin muestra alguna de emoción o interés.
—Cada noche, en lugar de dormir, vuelvo allí. Y durante el día, cuando veo que no es necesaria mi presencia con las unidades reaccionales de aquí, vuelvo también.
Era lógico. El tiempo de una proyección era equivalente al tiempo pasado durmiendo.
De esa forma, la necesidad biológica del descanso, estaba satisfecha. Y mientras estaba fuera de este mundo podía atender a otras necesidades físicas.
La miré para preguntar tajantemente:
—¿Y cómo explicas el que puedas estar enamorada de mí?
Sin inmutarse respondió:
—Te pareces mucho a alguien que en un tiempo amé allá arriba.
—¿A quién?
—Al operador.
No sabría describir el efecto que me produjo aquella revelación. Recordé ahora, cómo durante los procesos de acoplamiento con el operador, había tenido siempre la impresión indefinida de que entre ambos había una gran similitud. Esto lo probaba.
—¿Quién es el operador?
—Douglas Hall.
Retrocedí sin dar crédito a mis oídos.
—¿Yo?
—No.
—¡Pero si eso es lo que acabas de decir! Silencio. —¿Cómo puede el operador ser yo y no ser yo al mismo tiempo?
—Es algo como lo que hizo el doctor Fuller a Morton Lynch.
—No lo comprendo. —Al ver que no recibía respuesta alguna, insistí—: Explícamelo.
—Fuller reencarnó graciosamente a Lynch, reproduciéndolo como uno de sus caracteres en el simulador. Douglas Hall se reprodujo a sí mismo, como uno de los caracteres, de los tipos de su simulador.
—¿O sea que soy exactamente igual al operador?
—Hasta cierto punto. El parecido físico es perfecto. Pero hay divergencias en los rasgos psicológicos. Estoy convencida ahora de que el Hall de allá arriba es un megalomaníaco.
—¿Y por eso dejaste de amarle?
—No. Había dejado de amarle mucho antes. Empezó a cambiar hace años. Creo que ahora debe estar atormentando a otras unidades reaccionales también. Primero las tortura, y luego las desprograma para ocultar cualquier evidencia que pudiera quedar en sus circuitos.
Fui hacia la ventana y contemplé el cielo que comenzaba a despejar las tinieblas de la noche.
Ahora que empezaba a comprender su actitud, sus motivos, sus reacciones. Me volví hacia Jinx:
—¿Y cuándo te diste cuenta de que el operador había programado su equivalente simuelectrónico en su máquina?
—Cuando empecé a prepararme para esta proyección.
—¿Por qué crees que lo hizo?
—De momento no lo llegué a saber. Pero ahora sí. Estaba relacionado con las motivaciones del inconsciente. Una especie de efecto de Dorian Gray. Era un expediente masoquista.
—¿Cuánto tiempo he estado aquí?
—Diez años, con una retroprogramación adecuada para que no sospecharas nada.
—¿Y cuántos años hace que funciona el simulador?
—Quince.
Me senté en la silla terriblemente confundido. Los científicos se habían pasado cientos de años, examinando las rocas, estudiando las estrellas, investigando los fósiles, analizando la superficie de la luna, tratando de hallar siempre las teorías más lógicas y que venían a demostrar, por fin, que nuestro mundo existía desde hacia cinco millones de años. Y en realidad no hacía más que quince años. ¡Era horrible!
En el exterior, los primeros destellos del amanecer empezaban a aparecer en el horizonte. Casi llegaba a comprender ahora cómo Jinx había llegado a amar a alguien que no era real.
—Me viste por primera vez en el despacho de Fuller —le pregunté de pronto— y ¿te diste cuenta de que no era más el Douglas Hall de quien te habías enamorado que el que dejaste allá arriba?
—Te había visto muchas veces con anterioridad a aquella ocasión, mientras preparaba mi proyección. Y cada vez, estudiaba tus maneras, tu forma de hablar, me inmiscuía en tus pensamientos, y me convencí de que el Douglas Hall que había perdido allá arriba, estaba ahora aquí en su mismo simulador.
Me acerqué a ella y la cogí de la mano. Ella no hizo gesto alguno.
—¿Y ahora quieres quedarte aquí conmigo? —le pregunté ridiculizando ligeramente su decisión.
—Tanto como pueda. Hasta el final.
Estuve a punto de ordenarle que se fuera a su propio mundo… Pero me acordé de que no le había hecho una de las preguntas más importantes.
—¿Ha decidido el operador qué es lo que va a hacer con el simulador de Fuller?
—Ya no puede hacer nada. La situación se le ha escapado de las manos. Casi todas las unidades reaccionales de aquí, están ansiosas por luchar para proteger la máquina de Fuller porque creen que transformará su mundo en una auténtica utopía.
—¿Y entonces pues —pregunté—, va a destruirlo?
—Tiene que hacerlo. No le queda otra solución. Lo pude comprobar por mí misma la última vez que estuve allí.
Apesadumbrado, pregunté:
—¿Cuánto tiempo nos queda?
—Está esperando solamente el llevar a cabo la formalidad de consultar con sus representantes consultivos. Y lo hará esta misma mañana. Después cortará el circuito principal.