El método era análogo al de Fuller.
A la mañana siguiente, dejé mi vehículo en un aparcamiento público dos manzanas más allá del edificio de la Asociación de Encuestadores. El resto del camino lo hice sobre el transportador público, y durante el camino me puse en la manga el único objeto que me podía asegurar la entrada sin otros requisitos al cuartel general de la ARM… el brazalete que había arrebatado al encuestador que había venido a advertirme unos días atrás.
De todos modos, en la entrada no había ningún guardia que solicitara la identidad de los encuestadores que entraban constantemente hacia sus puestos de trabajo. Pero antes de que mi presencia pudiera elevar sospechas me recordé a mí mismo que la ARM no era ninguna organización secreta, y que no tenía nada, al menos ostensible, que esconder.
En el vestíbulo central, busqué en la guía directoria, hasta que encontré lo que buscaba: «Despacho del presidente… 3407».
Mi plan era muy simple. Me limitaría a preguntar por el secretario de cada jefe de departamento, para anunciarle que un nuevo monitor-encuestador de Suprema Realidad, Inc., se hallaba en visita de inspección en la Asociación. Si había una Unidad de Contacto allí, con el simple nombre de la firma que yo decía representar se descubriría.
En el piso treinta y cuatro, salí del ascensor y me metí inmediatamente tras una enorme y preciosa maceta rebosante de plantas naturales.
Dos hombres acababan de salir del despacho del presidente.
Pero en el mismo momento en que trataba de esconderme, me di cuenta de que uno de ellos me había visto y me había reconocido.
¡Y aquél mismo era la Unidad de Contacto!
Tenía que serlo. Pues era Avery Collingsworth.
Collingsworth se acercó tras el jarrón, y nuestros ojos se encontraron; los suyos inexpresivos, y los míos buscando desesperadamente una puerta de escape. Pero no la había.
El otro hombre había vuelto sobre sus pasos, para meterse en el despacho del presidente.
—Te he estado esperando —dijo tranquilamente Collingsworth.
El instinto me decía, me apremiaba a matarle, rápidamente, antes de que pudiera advertir al operador de la Suprema Realidad. Pero me limité a quedarme pegado, inmóvil contra la pared.
—Sabía que llegarías a deducir que la Asociación de Encuestadores era el factótum del operador en este mundo —dijo el psicólogo—. Hicieras lo que hicieras tenías que venir aquí en busca de tu Unidad de Contacto. ¿No es cierto, Doug?
Incapaz de pronunciar palabra, asentí.
Él sonrió ligeramente. Su expresión, unida a la suavidad de su pelo blanco y la tersura de sus facciones le daba una extraña apariencia de querubín.
—De manera que viniste aquí y me encontraste —continuó—. Me temía que ocurriría esto. Pero no creo que las cosas cambien mucho con ello. Porque, como verás es demasiado tarde.
—¿Pero no va a denunciarme? —le pregunté con cierto soplo de esperanza.
—¿Que si voy a delatarte? —rió—. Doug, tu mente no sale nunca de los mismos problemas. No comprendes que…
El hombre que antes iba con él, hizo su segunda aparición saliendo del despacho del presidente. Esta vez llevaba a cuatro encuestadores de aspecto desastrado con él.
Pero Collingsworth se interpuso:
—No será necesario —dijo.
—¡Pero usted dijo que formaba parte de Reactíons!
—Y posiblemente es de Reactions todavía. Pero no le durará mucho. Siskin ya le ha dado la patada y le ha hecho patinar un poco.
El hombre me miró de un modo especulativo:
—¿Éste es Hall? —Collingsworth asintió:
—Douglas Hall. Antiguo director técnico de REIN. Doug, Vernon Carr. Como sabes, Carr es el presidente de la ARM.
El hombre extendió la mano. Pero yo retrocedí. Casi no había oído la conversación. En cambio había pasado por mi memoria el momento final en que me vería sumido en la desaparición. ¿Me llegaría sin previo aviso? ¿O tal vez se acoplaría primero el operador conmigo para verificar mi incorregibilidad?
—Debe perdonar a Hall; está fuera de sí —me disculpó Avery—. Por de pronto él ya tiene sus propios problemas. Y Siskin no es que le haya facilitado mucho las cosas, que digamos.
—¿Qué va a hacer con él? —preguntó Carr.
Collingsworth me tomó por el brazo, me condujo a lo largo del pasillo hasta que llegamos ante una puerta cerrada:
—Antes de decidirlo, me gustaría hablar a solas con él. Abrió la puerta y entramos en una sala de conferencias, con su enorme mesa de caoba, circundada por dos filas de sillas vacías.
Entonces lo comprendí. ¡Tenía que estar a solas para que no hubiera testigos de mi desprogramación!
Me giré de repente y me lancé hacia la puerta. Pero estaba cerrada.
—Tómatelo con calma —dijo Collingsworth pausadamente—. Yo no soy la Unidad de Contacto.
Me quedé paralizado sin querer dar crédito a mis oídos, mientras le miraba con los ojos desorbitados:
—¿Que no es usted?
—Si lo fuera, ya te habría hecho desaparecer hace mucho tiempo, teniendo en cuenta lo obstinado que eres en tus convicciones.
—Entonces, ¿qué es lo que está haciendo aquí?
—Olvídate de tu maldita obsesión. Tienes que mirar este asunto de un modo racional. ¿No es perfectamente comprensible que mis simpatías hacia Horace Siskin son nulas por completo? Abreviando, soy un agente, de acuerdo, pero no en el sentido que tú te lo imaginas. Estoy alistado en el ARM, porque me di cuenta de que es la única organización lo suficientemente fuerte como para luchar contra el simulador de Siskin.
Dando un suspiro de alivio, pero consternado al mismo tiempo, me dirigí hacia una de las sillas para sentarme.
Collingsworth se acercó y se quedó a mi lado:
—He estado trabajando con los encuestadores, y dándoles información paso a paso de todos los movimientos de Siskin. Ésa es la razón por la cual la ARM ha reaccionado inmediatamente después de que Siskin anunciara cualquier noticia perjudicial para ellos por parte del Simulacron-3.
—¿Fue usted el que colocó la bomba en el Simulador?
—Sí, pero créeme, hijo, yo no sabía que tú estuvieras en la sala de transmutaciones cuando estalló.
Un tanto incrédulo repetí:
—¿Ha estado usted espiando contra Siskin?
—Es un hombre corrompido. Doug. Me di cuenta de cuál era su propósito cuando le vi con Hartson. Pero yo ya estaba trabajando con Vernon Carr mucho antes. Tuve el sentido común suficiente como para darme cuenta de que no se podía, apretando simplemente un botón, un conmutador simuelectrónico, dejar sin trabajo a millones de hombres a lo largo y a lo ancho de toda la nación.
Convencido al fin, de que después de todo no era la Unidad de Contacto, perdieron interés para mí sus explicaciones. Pero él confundió mi silencio, interpretándolo como escepticismo.
¡Podemos luchar contra él, hijo! ¡Tenemos aliados en todas partes, y a muchos de los cuales ni siquiera conocemos! Por ejemplo: Siskin y los suyos, están haciendo todo lo posible para introducir en la legislación actual, un apartado que prohíba las encuestas públicas. ¿Y qué ocurre? Que un simple papel garabateado que se tenía que haber convertido en ley, pierde su interés y queda anulado, al menos, de momento.
Casi salté de la silla:
—¡Avery! ¿No se da cuenta de lo que eso significa? ¿No se da cuenta de quién es su aliado en el Congreso?
Quedó sorprendido, perplejo.
—¡El operador del otro Mundo! —señalé—. Tenía que haberme dado cuenta mucho antes. ¿No lo comprende? La Suprema Realidad no trata solamente de reorientar o desprogramar a cualquiera que empiece a ver claro en este tinglado. Eso no es más que uno de sus propósitos. ¡Su meta primordial es el simulador! ¡Lo quieren destruir!
—¡Oh, por los clavos de Cristo, hijo! —se lamentó—. Siéntate y…
—¡No, espere! ¡Eso es, Avery! ¡Usted no colocó la bomba para proteger los intereses de la ARM! ¡Lo hizo porque le fue así programado, ordenado por el operador!
Impaciente, me preguntó:
—Entonces, ¿por qué no me programaron para colocar otra y otra, y otra basta que lo consiguiera?
—Porque todo lo que hagan aquí abajo, en nuestro mundo, tiene que ser realizado dentro de una estructura razonable tanto en la causa como en el efecto. Después de que Siskin redoblara los efectivos de seguridad en REIN, no era muy probable que un atentado terminara con éxito.
—Doug —me interrumpió apaciguador— escucha…
—¡No! ¡Escuche usted! La Suprema Realidad no quiere que lleguemos a poner en funcionamiento nuestro simulador. ¿Por qué? Porque eso dejaría fuera de combate a la ARM, y a todos sus monitores de reacción. Y a ellos eso no les interesa porque los «papagayos», los encuestadores, son su sistema para introducir el estímulo de reacción buscada dentro de este mundo.
—Realmente, Doug, yo…
Me puse a pasear por delante de él:
—De modo que están haciendo todo lo posible para eliminar el simulador de Fuller. Le programaron a usted para que dejara caer la bomba. Fracasó. Programaron a todos los agentes de ARM. Creyeron que las revueltas, las huelgas, las violencias, saldrían adelante en la empresa. Pero Siskin echó mano de lo que él considera la estrategia, lanzando a la opinión pública contra los agitadores. Y ahora la cosa está en tablas. Por eso han actuado sobre mí más tarde. El operador no ha tenido tiempo de cerciorarse y ver si yo estoy dispuesto a creer que cuanto me sucedía era consecuencia de un estado agudo de pseudoparanoia.
—Lo único que haces es racionalizar tus alucinaciones.
—¡Porras! ¡Ahora lo entiendo todo perfectamente! ¡Y veo que no soy yo el único que está en peligro!
Sonrió antes de responder:
—¿Quién más hay en peligro? ¿Yo? ¿Por qué me han contaminado con conceptos prohibidos?
—No. No sólo usted. ¡El mundo entero!
—¡Oh, vamos! —pero profundas arrugas de su frente comenzaban a revelar su duda.
—Mire. El operador ha tratado de eliminar el Simulacron-3 por todos los medios razonables… por subversión, por ataques directos de la ARM, por la legislación. Pero todos sus esfuerzos han fracasado. No pueden reprogramar a Siskin porque entonces el partido continuaría la labor de Siskin. No pueden reprogramar el partido porque miles de entidades reaccionales quedarían envueltas en ello.
»Y hace muchos días que no se han dado a conocer en nada. Lo cual significa solamente una cosa: ¡Están planeando un ataque final, de un modo u otro, contra el simulador! ¡Y si salen de la empresa con éxito nuestro mundo estará de nuevo a salvo!
»Pero si fracasan…
Collingsworth se inclinó hacia delante en la silla:
—¿Qué?
Quedé pensativo y continué:
—Si fracasan no hay más que un recurso: ¡Tendrá que destruir todo el complejo! ¡Eliminar totalmente todo circuito reaccional! ¡Desconectar su simulador —nuestro mundo— y volver a empezar de nuevo a partir de la nada!
Collingsworth entrecruzó las manos. Y asustado me di cuenta de que había conseguido convencerle de mi caso. Las desastrosas consecuencias vinieron a mi mente al instante:
La atención del operador no estaba centrada en mí en aquel momento. ¡Pero tal vez lo estaba sobre Avery! A Collingsworth se le había programado insidiosamente para sabotear el simulador; y para ayudar a los encuestadores en su ataque sobre Reactions Inc.; y hasta incluso para que dentro de toda aquella apariencia de realidad llegara a intentar convencer de que yo no era más que una víctima de la pseudoparanoia.
Y si en lugar de eso, el operador se diera cuenta de que yo había convencido a Collingsworth, entonces reconocería lo infructuoso de intentar mantenerme alejado de toda preocupación por tales asuntos. Y entonces, se produciría una desprogramación total, ¡tanto para Avery como para mí!
Collingsworth alzó la cabeza y sus ojos se fijaron en los míos:
—Uno de los test de un sistema de lógicas —dijo pausadamente—, es saber si las predicciones se acomodan a la realidad. Por eso estaba yo tan seguro de que había diagnosticado correctamente sobre tus síntomas. Sin embargo, hace un momento, con aquello de que el operador, podía estar preparando un ataque final, me hiciste ver…
La puerta se abrió de pronto, acompañada del chirrido de los goznes que funcionaban automáticamente. Vernon Carr irrumpió en la habitación:
—Pero… ¡Avery! ¿Se da cuenta de la hora que es?
—Sí —respondió éste de un modo casi automático.
—Avery —le rogué poniendo en mis palabras toda la vehemencia—, ¡olvide todo lo que he dicho! —sonreí tratando de quitarle importancia al asunto—. ¿No comprende que trataba solamente de exponerle una situación posible… y mostrarle…?
No sirvió de nada. Le había convencido. Y el próximo acoplamiento entre el operador y él o yo sería fatal para ambos.
—Bueno, ¿qué es lo que vamos a hacer con Hall? —preguntó Carr. Collingsworth se encogió de hombros y respondió:
—No tiene mucha importancia… ahora ya no la tiene.
La preocupación quedó demostrada en las facciones aguileñas de Carr, pero tal exteorización no duró más que un momento. Al fin sonrió y dijo:
—Pues claro que sí tiene usted razón. Eso es, Avery. O triunfamos y destruimos el simulador dentro de media hora, o habremos fracasado. Lo que haga Hall de aquí a esa media hora no cambia en absoluto las cosas.
Fue directamente hacia uno de los muros, y descorrió un par de cortinas, dejando al descubierto una enorme pantalla de televisión. En cierto modo presentía por qué razón Collingsworth se había mostrado tan impresionado por lo que le había dicho.
Carr conectó el aparato y toda la habitación se vio inmediatamente inundada de todo un pandemónium de ruidos, chillidos y contrastes de luz.
Desde un lugar predominante, la cámara ofrecía una visión perfecta de todo el edificio de REIN. El edificio estaba rodeado de un auténtico mar de encuestadores que se abalanzaban hacia la entrada y eran repelidos una y otra vez. Cada avalancha tenía que franquear tupidos cordones de policías, armados con revólveres de efectos paralizantes, y luego con miles de ciudadanos civiles que les respaldaban.
Por encima se oía el zumbido de los coches que hacían la rueda alrededor del tumulto, como aves de rapiña avizorando su presa, mientras los altavoces lanzaban al aire la voz de Siskin, exhortando ardientemente a los defensores. Les recordaba a los policías y a los civiles que el Simulacron-3 era la mayor y más grande invención de la raza humana, la cual sería destruida si se dejaban vencer por los atacantes.
Las descargas paralizantes barrían a las fuerzas atacantes, que venían a reemplazar a los caídos. Y mientras observaba el despliegue de aquellas fuerzas, veía nuevos aerobuses que se posaban sobre la retaguardia para facilitar refuerzos.
El edificio de Reactions a su vez, refulgía con los estallidos de los proyectiles que no podía atajar el contraataque.
Vernon Carr se movía nervioso frente a la pantalla de televisión gesticulando de un modo agresivo:
—¡Lo conseguiremos, Avery! —gritaba.
Collingsworth y yo nos limitamos a mirarnos, sirviendo nuestro mutuo silencio de puente de comunicación.
De todos modos, no me interesaba en absoluto aquella contienda. No es porque no fuera la batalla más crucial jamás habida. Pues lo era. Se trataba de la existencia de un mundo entero —de un universo simuelectrónico— ya que si los encuestadores ganaban y destruían el simulador de Fuller, el operador de aquella Suprema Realidad se sentiría satisfecho y dejaría sobrevivir su creación.
Pero, tal vez porque las prendas en juego eran tan importantes me sentí incapaz de continuar observando aquella batalla. O quizás era porque sabía, que en aquellas circunstancias, el operador haría un acoplamiento inmediato entre él y Avery. Y lo que ocurriera entonces no podía ser más que el final de ambos.
Me acerqué a la puerta, todavía abierta tras la irrupción de Carr, y salí al pasillo.
Sumido en un mar de confusiones y temores pulsé el botón para llamar el ascensor.
Salí a la calle, y me dirigí hacia la explanada de aparcamientos. Atravesé un sector del edificio donde había un grupo de gente apiñada alrededor de un televisor público, donde se desplegaba un auténtico panorama de violencia perfectamente captado por las cámaras situadas sobre el edificio de Reactions. Pero apenas lo miré. No quería saber cuál era la situación del combate.
A media manzana del aparcamiento me detuve ante un psychorama. Miré casi sin ver a los vocingleros situados en la puerta, que con sus alabanzas del espectáculo que se podía ver en el interior trataban de atraer a los paseantes para poder admirar al «más famoso poeticastro de nuestro Tiempo… Ragir Rojasta».
El empleado con uniforme llamaba a los transeúntes:
—¡Vamos, amigos! La sesión matinal acaba de empezar.
Mi mente era un laberinto tortuoso, llena, transida de pensamientos horribles. Tenía que hallar un medio de despojarme de aquellas ideas para poder decidir lo que tenía que hacer en aquel momento… si es que había algo a hacer. El echar a correr no tenía objeto alguno. No había lugar donde poder esconderse. Se me podía acoplar y desprogramar en cualquier sitio. Por tanto decidí pagar mi entrada y entrar en el local.
Me situé en el primer asiento libre que encontré en el tercio circular de asientos y miré con indiferencia hacia el estrado central que daba vueltas.
Ragir Rojasta estaba sentado, embutido en su resplandeciente túnica oriental, y con un turbante adornando su cabeza. Los brazos cruzados, mientras que la rotación de la plataforma le hacía mostrarse constantemente frente al auditorio.
No tenía que cerrar los ojos para verme transportado ante la esencia conceptualizada de la poesía de Rojasta. A mi alrededor, como si no estuviera en un psychorama, pude sentir el murmullo del agua y apreciar su humedad, estimé la desolación de la soledad y la inmensidad de las profundidades submarinas.
Después, se produjo la transición brusca y violenta, de la humedad a la más agobiante sequía, de la soledad aplastante, al más reconfortante sentido de confraternización, de la aridez al verdor de las campiñas.
Tan hipnótica era la proyección de Rojasta que me vi absorbido irresistiblemente en el espíritu de su lectura. Y reconocí el extracto:
De entre muchas
Una joya del más puro resplandor sereno
La oscuridad de los abismos insondables
Del océano soporta
De entre muchas
Una flor, nacida para no ser nunca admirada.
Consume su dulzura bajo el aire del desierto.
Evidentemente, era la Elegía, de Gray.
Y de pronto estábamos mirando la profunda vegetación de que flaqueaba uno de los canales de Marte. Las aguas discurrían ante la sempiterna presencia de miles de…
Poco después terminó todo y las luces principales inundaron el recinto de Psychorama. Una pantalla de televisión de cuatro caras descendió sobre el centro de la plataforma, dando al poco cada uno de los lados una imagen nítida de la actividad que se desarrollaba en Reactions Inc.
Parecía que se había restablecido un poco el orden. Los encuestadores caían a docenas bajo el fuego de efectos paralizadores que les descargaban desde lo alto del edificio.
Las tropas federales habían entrado en acción. Se hallaban sobre el tejado. Eran traídos a cientos por los aerobuses del Ejército.
La ARM había perdido.
El operador había perdido.
El Mundo Supremo había fracasado en su último desesperado intento por destruir el simulador de Fuller dentro de los límites de un sistema racional.
Yo sabía lo que eso significaba.
Había que desprogramar, destruir, aniquilar, reducir a la nada al mundo entero, para que un nuevo sistema de complejo simuelectrónico se pudiera programar de nuevo.
Continué sentado sumido en mis preocupaciones. ¿Se llevaría a efecto inmediatamente la desprogramación universal? ¿O tendría que consultar el operador primeramente a un grupo especial de consejeros, o ante una mesa redonda de directores?
Al menos, me consolé a mí mismo, no tenía que preocuparme más por verme obligado a desaparecer individualmente, o a ser escrutado a través de un acoplamiento. Si había que vaciar cada circuito, yo no haría más que ir con todos los demás.
Y entonces, en el mismo momento en que me convencí a mí mismo de que ya no era yo un candidato para un tratamiento especial por parte del operador, ocurrió todo.
Los detalles visuales del Psychorama se hicieron borrosos, y el tercio de asientos que había a mí alrededor se alargó, se contrajo, y se retorció ante mis ojos. Me retorcí sobre mí mismo, y traté de salir de aquel lugar. El oleaje que parecía azotar mis oídos, se convirtió en un zumbido atronador que gradualmente fue reduciendo su intensidad para convertirse en una especie de risa arrolladora.
Me quedé recostado sobre la pared, incapaz de dar un solo paso, y convencido de que en aquel momento el operador trataba de obtener el máximo de información sondeando en mi mente. Y la risa, como un componente de un acoplamiento irracional, se convirtió en algo parecido al repiqueteo de un timbal agudo en mi cabeza, llena de sarcasmo y sadismo.
Después se fue y mi mente quedó liberada.
Salí a la calle, y al momento, un coche, con emblemas pintados sobre los lados, tomó tierra en la calle, precisamente frente a mí.
—¡Ahí está! —gritó el chófer uniformado.
Se produjo una descarga de efectos paralizantes, que podía haber sido mortal por su intensidad, pero que pasó por encima de mi hombro, arañando cemento de la pared donde fue a dar.
Di media vuelta y me volví a meter en el local.
—¡Alto, Hall! —me gritó alguien—. ¡Está usted arrestado por el asesinato de Fuller!
¿Habría sido este último acontecimiento motivado por Siskin? ¿Había decidido por fin abandonar los lazos de seguridad que había tendido sobre mí? ¿O acaso era esto un resultado de la programación del operador? ¿Se estaba quizá recreando en los medios convencionales de apoderarse y disponer de mí, independientemente de que tendría que desprogramar pronto a todo el complejo simuelectrónico?
Dos disparos más sonaron tras de mí, en el momento en que me internaba en el psychorama.
Di un rodeo rápido alrededor de las butacas, y me escabullí por una salida posterior yendo a parar a la explanada de aparcamiento. Al cabo de unos segundos estaba en mí coche, elevándome alto, muy alto, a toda velocidad.