CAPÍTULO VII

Me pasé el resto de la tarde pensando en el simulador. Para mí se había convertido en algo terrible y… en un ogro electrónico y que no pensaba más que en si mismo, y lanzándose en cierto modo contra mi mundo, para matar a Fuller y apoderarse de Lynch.

De pronto se me ocurrió pensar, que el Morton Lynch que había visto en el hotel, quizá no fuera más que una unidad reaccional que se le pareciera. A la mañana siguiente, sin embargo, fue cuando me di cuenta de que no había más que un medio de salir de dudas. Habiéndome fijado tal objetivo, me apresuré por llegar al departamento de índices ID.

En el archivo de «Ocupaciones» busqué en el capítulo de «Seguridad». No estaba dado de entrada. Partiendo de la teoría de que la vocación simuelectrónica de Lynch, podría ser equivalente a la suya en la vida real, busqué en el archivo de «Policía». Sin resultado.

Entonces, reconociendo que tal vez la cosa no fuera tan complicada como yo había creído, decidí buscarlo por un medio más directo, o sea, los archivos nominales.

La última entrada efectuada en la L era: «LYNCH, Morton-IDU-7693».

Me temblaba la mano mientras leía las anotaciones hechas sobre la ficha. La unidad IDU-7683, había sido programada tres meses antes en el simulador por el mismo doctor Fuller.

De pronto pareció que un tupido velo se corriera para dejar paso a mi memoria, y recordé una serie de cosas que anteriormente parecían no tener significado alguno.

Como si se tratara de un juego, Fuller, había modelado una unidad, rasgo a rasgo, idéntica al auténtico Lynch. Después había tratado aquella semblanza en el simulador.

Me había quedado boquiabierto. Había demostrado, por fin, que en una ocasión había habido un tal Morton Lynch.

¿O tal vez no?

Desesperado, me sumergí por enésima vez en un cúmulo de dudas: ¿No podría ser que la existencia anterior de Lynch no había sido más que un reflejo subconsciente programado para mí en la máquina? ¿No sería que el tal Lynch no había tenido vida real más que para mí?

Terriblemente nervioso, salí del edificio. Atravesé por medio de los grupos de encuestadores, con ánimo de buscar un lugar o una situación que diera solidez a mi personalidad. Mi único deseo era salir de la ciudad y perderme en el silencio de los desolados campos.

Al doblar una esquina, un encuestador me detuvo:

—Estoy haciendo una encuesta acerca de las modas en las ropas y modas masculinas —me anuncio.

Me limité a mirarle de soslayo.

—¿Está usted de acuerdo con la solapa ancha? —empezó.

Pero en cuanto desvió de mí la mirada para ponerla en el papel y el lápiz, empecé a correr por la calle.

—¡Eh, vuelva! —gritó—. ¡Le pondré una multa!

Atravesé la calle, y en una de las esquinas había un vendedor de periódicos automático que voceaba:

—¡Grave conflicto para los Encuestadores! ¡La legislación decidida a prohibir la encuesta pública!

Aun eso —aun el hecho de ver que Siskin había comenzado ya a atar los cabos en contra de la Asociación de Encuestadores— no causó efecto alguno sobre mi.

Al verme parado otro encuestador se acercó a mi. Muy despacio, casi como en un susurro me dijo:

—¡Por lo que más quiera, por su propio bien, Hall, olvide este maldito asunto!

Sorprendido por la advertencia, traté de asirle por un brazo, pero no conseguí más que quedarme con el brazalete de encuestador que ostentaba en el antebrazo, mientras que él desaparecía entre la muchedumbre.

No había sucedido tal cosa, me dije a mí mismo a punto de volverme loco. La presencia de aquel encuestador no había sido más que una imaginación mía. Pero mi falta de convicción era incomprensible puesto que yo llevaba el brazalete en el bolsillo.

Un coche aéreo se separó lentamente de entre el tráfago de coches y se acercó al lugar donde me hallaba.

—¡Doug! —me llamó Jinx alegremente—. Precisamente iba a buscarte para ver si querías venir a desayunar conmigo.

Pero cuando se dio cuenta de la palidez de mi rostro añadió:

—¡Pasa Doug! ¡Entra!

Sumiso, entré en el coche, mientras ella maniobraba para meterse en la zona de despegues. Al cabo de unos instantes habíamos dejado tierra.

Ascendimos hasta la altura máxima regulable y Jinx puso en marcha el autosistema de regulación de velocidades y alturas. Nos hallábamos muy alto, por encima de la ciudad.

—¿Y ahora —dijo con resolución—, qué es lo que ocurre? ¿Acaso has tenido una discusión con Siskin?

Abrió el sistema de ventilación y el aire fresco pareció despejar mis pensamientos.

Pero había algunas cosas, algunos pensamientos que rondaban por mi cabeza que me parecían imponderables.

—¿Doug? —ella interrogó mi silencio, mientras que una bocanada de aire azotaba su cabello.

Si de algo estaba seguro, era de que ya no había tiempo ni lugar para intrigas. Lo único que quería saber era si ella había estado fingiendo ante mí, o si no habían sido más que imaginaciones mías.

—Jinx —le dije sin ambages—, ¿qué es lo que me ocultas?

Ella apartó de mí la mirada. Y mis sospechas se reafirmaron.

—Tengo que saberlo —exclamé—. A mí me está ocurriendo algo extraño. Y por nada del mundo querría que tú te vieras envuelta en ello.

Se humedecieron sus ojos, y sus labios temblaron casi imperceptiblemente.

—De acuerdo —continué con testarudez—. Te diré varias cosas. Tu padre fue asesinado a consecuencia de una información secreta que poseía. El único hombre que sabía algo de todo ello, desapareció. Se ha atentado dos veces contra mi vida. Vi cómo una carretera desaparecía. Un encuestador, al que nunca en mi vida había visto, se acercó a mi y me dijo que abandonara todo este asunto y que me olvidara de ello.

Se puso a llorar con desconsuelo. Pero yo no me ablandé. Todo cuanto había dicho había producido un efecto en ella. No me cabía la menor duda. Ahora no le quedaba más que admitir, de un modo u otro, que ella formaba parte también de aquella situación.

—¡Oh, Doug! —suplicó—. ¿No puedes olvidarte de todo esto?

¿No era acaso lo mismo que me había propuesto el encuestador?

—¿No comprendes que no puedes continuar así? —me suplicó—. ¿No te das cuenta de lo que te estás haciendo a ti mismo?

¿Qué me estaba haciendo a mí mismo?

Entonces lo comprendí todo. ¡Ella no me había estado ocultando nada! En todos aquellos días, lo que yo había estado interpretando como una duplicidad de su personalidad y sus sentimientos, no había sido más que compasión. ¡Jinx, no había hecho más que tratar de mantenerme alejado de mis infundadas sospechas y obsesiones!

Se había dado cuenta de mi comportamiento irracional. Tal vez Collingsworth le había hablado del incidente en el Limpy’s. Y sus atenciones y muestras de afecto, no tenían más explicación que, movida por lo que en su juventud había admirado en mí, hoy, ya mujer, quería protegerme de lo que ella consideraba en mí como inestabilidad mental.

—Lo siento, Doug —susurró confundida—. Te bajaré otra vez.

No supe qué decir.

Me pasé la tarde en el Limpy’s, fumando un cigarrillo tras otro, hasta que en la boca no tuve otro sabor que el de un trapo quemado, tratando de aliviar tal sabor con un Scotch-asteroíde tras otro.

Cuando empezó a caer la tarde me puse a pasear sin dirección definida, por el corazón casi desierto de la ciudad. De vez en cuando me metía en uno de los transportadores automáticos, sin fijarme siquiera en la dirección que llevaba.

Tal vez fue el fresco de la noche el que me reanimó, haciéndome ver el lugar a donde me había llevado mi vagabundeo indefinido. Cuando llegué a la estación terminal de la plataforma, alcé la vista y me di cuenta de que me hallaba en la zona residencial no lejos de la casa de Avery Collingsworth. ¿Qué mejor destino ante tales circunstancias que la casa de un técnico en psicología?

Como es natural, Avery se sorprendió por la visita.

—Dime, ¿dónde has estado? —fue lo primero que me preguntó—. Estuve buscándote toda la tarde para que me dieras el visto bueno en una nueva composición de unidades reaccionales.

—Tuve que hacer algunas gestiones fuera de la oficina.

Naturalmente, se había dado cuenta de mi aspecto macilento. Pero, con mucha discreción y tacto no dijo nada.

La casa de Collinsgworth evidencia su estado de solterón. Daba la impresión de que su estudio no hubiera sido puesto en orden en un montón de semanas.

—¿Quieres tomar un trago? —me invitó, tras haberme sentado en un sillón.

—Scotch. Medio.

Me lo sirvió inmediatamente. Sonriendo se pasó la mano por sus cabellos sedosos y blancos:

—Junto con el Scotch te hago la oferta de que te laves si quieres para refrescarte, y una camisa limpia.

Hice una mueca de indiferencia y tomé de un trago el contenido del vaso.

Se sentó junto a mí y me dijo de buenas a primeras:

—Ahora me lo puedes contar si quieres.

No sería fácil.

—¿Zenón? ¿Alguien llamado Morton Lynch? ¿Se trata de eso?

Asentí.

—Me alegro de que hayas venido, Doug. Me alegro mucho. Hay algo más que el dibujo aquel y Lynch, ¿verdad?

—Mucho más. Pero no sabría ni cómo explicarlo.

Se recostó en su asiento:

—Me acuerdo de que hace aproximadamente una semana, cuando estábamos en el Limpy’s, dije algo acerca de entremezclar la psicología con las simuelectrónicas, y obtener una serie de resultados. Deja que me explique: No se puede meter a la gente en una máquina sin conocer antes la naturaleza básica de ambos. Supón que partimos de este punto.

Así lo hice. Se lo conté todo. Y a través de toda la explicación su expresión no cambió ni un ápice. Cuando terminé se levantó y se puso a pasear.

—Primero —dijo por fin— no tienes porqué autodespreciarte. Debes mirar este asunto desde un punto de vista objetivo. Fuller también tuvo sus problemas. Sí, es cierto, no tan acuciantes como los tuyos en este momento. Pero también es verdad, que en aquellos momentos, él no había llevado el asunto del simulador, a un punto tan avanzado como lo has hecho tú.

—¿A dónde quiere ir a parar con todo esto?

—A que el tipo de trabajo que estás haciendo no puede llegar a culminarse sin que haya consecuencias psicológicas inevitables.

—No lo comprendo.

—Doug, tú eres un dios. Tú posees el control omnipotente sobre toda una ciudad de pseudogente… sobre un mundo análogo. En algunas ocasiones tienes que tomar determinaciones que son totalmente contradictorias con tus convicciones morales… como por ejemplo, anular y eliminar una unidad ID. ¿Resultado? Remordimientos de conciencia. De modo, que en esencia, ¿qué es lo que tenemos? Altibajos. Fases de una gran alegría y regocijo, seguidas de descensos a las profundidades del autoreproche.

»¿Nunca te apercibiste de este tipo de reacción?

Me había dado cuenta de que había sufrido tales alteraciones.

—Y, ¿te das cuenta de qué clase de estado es el que te he descrito?

Asentí y susurré:

—Paranoia.

Se echó a reír inmediatamente:

—Pero no es más que una paranoia falsa… un estado inducido. Oh, pero es válida también. Y posee todos sus atributos: ilusiones de grandeza, pérdida de contacto, sospecha de persecución, alucinaciones —hizo una pausa, y luego añadió con mayor severidad—. ¿No te das cuenta de lo que está ocurriendo? Si tú anulas, que es tanto como si mataras una unidad de reacción análoga, después tienes la impresión de que has hecho desaparecer a alguien de tu propio mundo.

Aún a pesar de lo confundido que me hallaba, no pude por menos que recoger la lógica de su explicación.

—Supongamos que tiene usted razón. ¿Qué puedo hacer?

—Ya has hecho el noventa por ciento de lo que podías hacer. Porque lo más importante en este caso es saber dónde pisamos en todo momento —se levantó—. Sírvete otro trago, mientras hago una llamada por el vídeo.

Cuando volvió, no solamente me había terminado lo que me había servido, sino que estaba ya medio afeitado y lavado, en el cuarto de baño de al lado del estudio.

—¡Así me gusta! —me animó—. Te traeré una camisa limpia.

Pero cuando volvió yo había perdido de nuevo la alegría que sentía unos momentos antes:

—¿Y qué me dice de esos oscurecimientos temporales de memoria, esa amnesia, que me acecha de tanto en tanto? Eso al menos es verdad.

—Oh, estoy seguro de que son auténticos, aunque en un sentido psicosomático. Tu integridad se revela contra la idea de la psicosis. Y entonces buscas una excusa que te enjugue. Esas pérdidas de memoria ponen todo el asunto en un plano orgánico. En aquel momento no te sientes tan humillado.

Cuando terminé de arreglarme, me llevó hacia la puerta y me sugirió:

—Haz un buen uso de la camisa.

Su consejo no tuvo para mi significado alguno hasta que me encontré a Dorothy Ford aparcada frente a la casa. Y también entonces me di cuenta de su propósito al hacer la llamada por el vídeo. Todo está a punto para darme el paseo que Collingsworth creyó que necesitaba. Que ella estuviera dispuesta a efectuar una misión de casi, casi de puro compromiso, no tenía importancia. Quizás éste fuera un buen momento para estudiar de cerca a uno de los agentes incondicionales de Siskin.

Por eso no me importó.

Nos introducimos en la silenciosa oscuridad de la noche, y permanecimos sentados, suspendidos entre una panoplia de estrellas frías, y la brillante alfombra de las luces de la ciudad. Frente a la graciosa curva de la carlinga, Dorothy se mostraba como una silueta suave y tibia, llena de vitalidad y de ansiedad.

—Bueno —dijo alzando los torneados hombros—, ¿debo indicar yo el plan a seguir? ¿O acaso tiene usted ya alguna idea definida?

—¿Fue Collingsworth quien la hizo venir?

Ella asintió:

—Creyó que usted necesitaba que le echaran una mano —y sonriendo añadió—: Y creo que yo puedo salir bien del trabajo que se me ha asignado.

—Pues me parece que es una terapia bastante interesante.

—Pues claro que sí —en sus ojos se reflejaba la malicia de la broma.

De pronto quedó seria:

—Doug, ambos tenemos nuestro trabajo. Es más que evidente que el mío consiste en mantenerme siempre alerta sobre usted para que no pueda escapar del bolsillo del Gran Pequeñito. Pero no hay ninguna razón que nos impida que nos divirtamos juntos al mismo tiempo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —acepté su mano—. Así que, ¿cuál es el programa?

—¿Qué le parece algo…, auténtico?

—¿Qué? —pregunté cauteloso.

—Que si le parece bien que vayamos a sumergirnos en la corriente cortical. —Yo sonreí tolerante—. Bueno, no tome una actitud tan reservada —me urgió—. Ya sabe que no es ilegal.

—No creía que fuera usted de las personas que necesitan someterse al ESB.

—Verdaderamente, yo no lo necesito —se acercó a mí y me dio un golpecito en la mano—. Pero, querido, el doctor Collingsworth me ha dicho que usted sí.

El Corner Cortical, era un modesto edificio de una sola planta, situado entre otros dos de forma de obelisco en cuya estructura dominaba el cemento y el vidrio, y que estaba ubicándose en la parte baja de la ciudad. Fuera, jovencitos impulsivos se miraban entre sí con aspecto retador.

Cuando entramos, los clientes estaban sentados alrededor de un mostrador con paciente educación, escuchando la música o tomando unas copas. La mayor parte, eran mujeres de avanzada edad, ansiosas porque les llegara el turno, pero sin mostrar la menor inquietud. Pocos, incluidos los hombres, tenían menos de los treinta y cinco años. Lo cual demostraba el hecho que la juventud adulta, apenas sentía interés alguno por el ESB.

Esperamos solamente, el tiempo necesario para que Dorothy le dijera a la encargada que necesitábamos un circuito de triple expansión, para ambos.

Sin pérdida de tiempo nos introdujeron en una habitación con gran lujo. La música omnifónica animaba el ambiente y el aire estaba cargado de suaves perfumes.

Nos acostamos sobre un canapé de color rojo, y Dorothy apoyó la cabeza sobre mi brazo, dejando descansar la mejilla sobre mi pecho, mientras que la fragancia de su pelo perfumado llegaba inundando mi rostro. La asistenta nos puso unos almohadones, y acercó el tablero de control para ponerlo al alcance de Dorothy.

—Relájese y déjese hacer por la pequeña Dorothy —dijo manipulando en los selectores.

Al cabo de un momento noté cómo un estremecimiento que procedía de los electrodos y que accionaba sobre los centros corticales.

De pronto apareció ante mí el delicado azul del cielo, que se mecía lánguidamente, un mar esmeralda que se agitaba con suave monotonía, basta llegar a una playa de la más pura arena. Las olas me mantenían a flote, llevándome en un movimiento de vaivén, para después abandonarme de pronto y dejarme hundir hasta que los dedos pulgares de mis pies rozaban el fondo.

Aquello no era una ilusión. Era real. No cabía la menor duda de que aquella experiencia, excitaba los centros alucinatorios. La estimulación cortical era así de efectiva.

Oí una sonora carcajada metálica tras de mí, me volví, y un chapuzón de agua me dio de lleno en el rostro.

Vi a Dorothy que trataba ponerse fuera de mi alcance. Fui tras ella y se sumergió, mostrando al hacerlo la tersura y flexibilidad de su cuerpo.

Nadamos bajo el agua, y en un momento dado estuve tan cerca de ella que conseguí atraparla por un tobillo, pero se soltó y volvió a alejarse de nuevo con la facilidad de una auténtica criatura marina.

Salí a la superficie para llenar de nuevo de aire mis pulmones.

Y al hacerlo, vi a Jinx Fuller, de pie sobre la playa, erguida y preocupada, mientras miraba con atención la superficie lisa del mar.

El viento azotaba su camisa y le cubría el rostro de sus propios cabellos.

Dorothy subió a la superficie, vio a Jinx y gritó:

—¡Aquí no se está bien!

La oscuridad cubrió todos mis sentidos, y de pronto vi que Dorothy y yo nos deslizábamos sobre «skies», sobre la pendiente blanca y helada de una montaña.

Redujimos la velocidad para tomar una curva. Ella hizo un viraje falso, yo quise evitar el tropezar con ella, pero no pudiéndolo evitar caí a su lado.

Reía con todas sus fuerzas. Alzó las gafas para ponerlas sobre su frente, y rodeó mi cuello entre sus brazos.

Pero yo no miraba más que más allá… hacia Jinx. Medio escondida tras un árbol de crestas cubiertas de nieve, permanecía en silencio, testigo mudo, y pensativo.

Y en aquel momento de preocupación, noté la agradable y furtiva presencia de Dorothy, leyendo sus pensamientos, llenos de interrogantes, preocupados, y ansiosos de lanzar nuevas corrientes de excitación que llegaran hasta lo más profundo del tejido cortical.

Había olvidado los efectos recíprocos de un circuito ESB; había olvidado que aquella estimulación acoplada podía llevar consigo una enajenación involuntaria de los pensamientos del otro sujeto.

Me puse en pie sobre el canapé, y tiré a un lado mi almohada.

Dorothy, levantándose tras de mí, me hizo una mueca de indiferencia. Entonces dio un nuevo significado a una antigua frase femenina: ¿Se puede culpar a una muchacha por intentarlo?

Me limité a observar su rostro. ¿Había profundizado en mi lo suficiente como llegar a saber que yo continuaba con Siskin sólo porque mi empeño era sabotear su conspiración por con el partido?