CAPÍTULO IV

Toda una sucesión de pesadillas invadieron mi mente hasta las primeras horas de la mañana. Por consiguiente, dormí más de la cuenta, y tuve que salir de casa sin haber tomado el desayuno.

Sin embargo, volando hacia la parte baja de la ciudad, traté de evitar los lugares de mayor afluencia de tráfico, aun a expensas de arriesgarme a retrasarme más, y entre tanto mi pensamiento no podía apartarse del accidente de la noche anterior. ¿Había sido todo ello un accidente normal? ¿O acaso el coche aéreo había simulado estar fuera de control?

Quise alejar de mí las sospechas. El accidente no podía haber sido intencionado. Pero por otra parte, el doctor Fuller había sido víctima de un fatal accidente que todavía no había podido ser probado… Y por otra parte estaba la desaparición de Lynch. ¿No habría habido algún propósito indescifrable tras aquello también? ¿Y cómo se podía explicar que tres personas, las amistades más intimas de Lynch, aseguraban no haber oído hablar nunca de él?

¿Tenían algo que ver todos estos hechos increíbles con la información que Fuller había proporcionado a Lynch?

Traté de reestructurar todos los hechos para formar una perspectiva racional, pero no pude. No venía a mi mente, más que la placa existente en el trofeo, al lado de un dibujo hecho con tinta roja, y un hombrecillo sentado sobre el taburete de un fumadero, el cual, según Limpy, era el jefe de seguridad de REIN.

Todo ello me daba la impresión de ser… poco menos que… extrafísico. Intenté con todas mis fuerzas en no pensar en una posibilidad tal. ¿Pero qué otra cosa podía ser?

De cualquier modo, había una cosa que parecía ser cierta: Fuller y Lynch, estaban envueltos en la «información secreta» y el «descubrimiento básico»… llámesele como quiera. ¿Y qué ocurriría si yo llegara a averiguar tales datos? ¿O al menos continuar mostrando interés en ello? ¿Habría sido el incidente del coche aéreo un aviso?

Conduje mi coche hacia el aparcamiento de REIN, y lo coloqué en el lugar previamente asignado para él. Tan pronto como apagué el contacto del motor, llegó hasta mí el ruido de un torbellino frente al edificio.

El número de los encuestadores amotinados se habla triplicado. Pero continuaban manteniéndose en orden. Los disturbios más importantes eran producidos por un grupo de la muchedumbre que había tomado una actitud más bien desafiante respecto a la policía.

A medida que me iba acercando a la entrada del edificio, pasé cerca de un hombre de rostro encarnado que gritaba con un amplificador:

—¡Abajo el Reactions! ¡No hemos sufrido una depresión económica en treinta años. Una máquina que obtenga directamente la opinión pública, significará un total colapso económico!

El sargento de la brigada de policías se acercó a mí:

—¿Es usted Douglas Hall? Cuando asentí, añadió: —Le escoltaré hasta la entrada.

Puso en marcha su generador portátil, y noté cómo si una fuerza de gran consideración repeliera todo cuanto se interpusiera entre nuestro camino.

—No parece que tienen mucha prisa ustedes en acabar con esta manifestación —me lamenté mientras le seguía hacia la entrada.

—Están ustedes suficientemente protegidos. De todos modos, si no les dejamos manifestarse un poco se ponen todavía más calientes y puede tener peores consecuencias.

En el interior, todo era normal. No había la menor indicación de que a menos de cien metros se estuviera armando semejante alboroto por culpa nuestra. Desde luego, los días que quedaban de trabajo para cumplir con el plazo previsto de funcionamiento de la máquina requerían tal indiferencia.

Fui directamente al departamento de personal. En el archivo dedicado a la L, no había ningún Morton Lynch.

En la O, encontré a «Oadsen, Joseph M. Director de la Seguridad Interna». La fecha de iniciación en el trabajo databa del 11 de septiembre de 2029… o sea, cinco años antes.

—¿Le ocurre algo, míster Hall?

Me volví para mirar a la encargada de los archivos.

—¿Está esto al día?

—Sí, señor —respondió orgullosa—, lo repaso cada semana.

—¿Hemos tenido alguna queja de Joe Oadsen?

—¡Oh, no, señor! Sólo testimonios de reconocimiento. Se lleva bien con todo el mundo. ¿No es verdad míster Oadsen? —sonrió dulcemente hacia alguien por encima de mi hombro.

Me di la vuelta. El hombre de rostro enjuto estaba allí.

Él musitó:

—¿Alguien tiene algo en contra mía, Doug? No respondí por el momento, pero por fin conseguí decir un débil: «No».

—Así me gusta —respondió, seguramente sin darle importancia al asunto—. A propósito, Helen le da las gracias por las truchas que le mandó usted desde el lago. Si no tiene nada que hacer el viernes por la tarde, acérquese por casa, y charlaremos y tomaremos algo. Además, Junior nunca se cansa de oír hablar de simuelectrónicas. Le dejó usted verdaderamente fascinado con este tema.

Joe Oadsen, Helen, Junior… estas palabras sonaban en mis oídos como nombres exóticos de nativos extraños, pertenecientes a algún mundo todavía no descubierto, de algún punto lejano de nuestra galaxia. Y lo que dijo de las truchas… pero… pero si yo no había atrapado un solo pescado en todo el mes que estuve en el lago. ¡O al menos, no me acuerdo de haberlo hecho!

En estos momentos no se me ocurría más que otra prueba. Dejé a Oadsen y la señorita de los archivos, mirándose sorprendido el uno al otro, y me dirigí al pasillo que debía conducirme al departamento de funciones generadoras de Chuck Whitney.

Le encontré con la cabeza materialmente enterrada entre integradores de referencia.

Le di un ligero golpe en la espalda y se irguió rápidamente.

—Chuck, yo…

—Sí, Doug, ¿qué hay? —su rostro franco, amistoso, curtido por el sol y el aire en sus días libres, reflejaba buen humor, hasta que poco a poco fue cambiando su expresión al verme a mí, y entró en un gesto de duda.

Al cabo de un momento preguntó:

—¿Le ocurre algo?

—Se trata de… Morton Lynch —dije con cierto resquemor—. ¿Nunca oyó hablar de él?

¿De quién?

—Morton Lynch —repetí, perdidas ya las esperanzas—. Morton, la seguridad… Oh, no importa. Olvídelo.

Un momento después me dirigí hacia mi despacho y al pasar por la sala de recepción, oí un dulce:

—Buenos días, míster Hall.

Miré en un instante dos veces, ya que mis ojos no lo creían, a la recepcionista. Miss Boykins no estaba. En su lugar se hallaba Dorothy Ford, tan rubia como siempre, mirándome un tanto divertida:

—¿Sorprendido? —murmuró.

—¿Dónde está miss Boykins?

Mister Siskin la llamó. Y ahora está contenta, así lo espero, de hallarse tan terriblemente cerca del Gran Pequeñito.

—¿Es un traslado definitivo?

Se echó hacia atrás un mechón de pelo que le caía por la sien. De todos modos, no me resultaba tan frívola e ineficaz como me lo había parecido en la reunión de Siskin. Se miró las manos y dijo sugestivamente:

—¿Creo que no le importara el cambio, verdad Doug?

Pero sí que me importaba. Y creo que se lo dije bien claro cuando yendo hacia mi despacho, respondí:

—Ya me acostumbraré.

No me gustaba que Siskin estuviera siempre metiendo su zarpa en todo lo que dependía de él, y yo era uno más que dependía de su voluntad. Era evidente que él iba a disponer y asignar funciones en cuanto el simulador de medio ambiente pudiera funcionar normalmente. Y no me cabía la menor duda de que rechazaría mi recomendación para hacer solamente un uso parcial del sistema en la investigación sociológica… al igual que había ocurrido con Fuller cuando le dio un rotundo «no» sobre el mismo asunto.

En mi caso, de todos modos, tenía que haber tranquilidad… tranquilidad, y desde luego, una especie de diversión, de distracción interesante. Había que admitir, que miss Boykins, no es que fuera precisamente la antítesis de la fealdad, pero era eficiente y agradable. Por el contrario, la versátil Dorothy Ford, era capaz de ser útil a una multitud enorme de cosas… y entre ellas la de tener siempre un «ojo encima de mí» en beneficio del Establecimiento Siskin.

Sin embargo, tales reflexiones, no consiguieron ocupar mi atención durante mucho tiempo, y el enigma de Lynch me atrajo como un imán.

Hice funcionar el videófono y por fin, el teniente McBain apareció en la pantalla.

Después de identificarme, dijo:

—Respecto a mi denuncia sobre Morton Lynch…

—¿Qué departamento es el que solicita usted?

—El de Personas Desaparecidas, por supuesto. Yo…

—¿Cuándo presentó usted la denuncia? ¿De qué se trata?

Me costó tragar saliva. Pero su reacción no era algo que me cogiera muy de sorpresa:

—Morton Lynch —dije, e hice una pausa—. En la reunión de Siskin. La desaparición. Usted vino aquí a Reactions y…

—Lo siento, míster Hall, pero sin duda me ha confundido usted con alguna otra persona. Este departamento no ha registrado nunca tal denuncia.

Unos minutos más tarde estaba yo mirando todavía a la pantalla apagada.

Me senté en mi sillón y abrí el cajón de la mesa. La copia que yo había sacado del artículo del Evening Press estaba allí.

Lo tomé con angustia entre mis manos y leí la parte final del artículo de Etan Walters.

Hablaba de un modo sarcástico de la última puesta en escena en el teatro de la Comunidad.

No decía ni una palabra de Morton Lynch y de la reunión en Siskin.

El timbre del intercomunicador, vibró varias veces, y al final accioné el botón y respondí sin mirar a la pantalla:

—¿Sí, miss Ford?

—Míster Siskin está aquí y quiere verle.

Una vez más venía acompañado. En esta ocasión venía con un hombre impecablemente vestido, y cuya altura y empaque, hacían que el «muñequito» de Dorothy pareciese todavía más minúsculo en comparación.

—Doug —dijo Siskin—. ¡Quiero presentarle a alguien que no ha estado aquí! ¿Comprendido? Nunca ha estado aquí. En cuanto nos vayamos, es como si este hombre no hubiera existido, en lo que a usted respecta.

Me puse en pie, y me sobresaltó el paralelo existente entre lo que me estaba proponiendo y lo que le había ocurrido a Lynch.

—Douglas Hall, Wayne Hartson —nos presentó.

Tendí mi mano, e inmediatamente quedó casi estrujada entre la del recién llegado.

—¿Trabajaré con Hall? —preguntó Hartson.

—Sólo en el caso de que todo quede bien aclarado. Sólo si Doug comprende que lo que estamos haciendo es lo mejor.

Hartson frunció el ceño:

—Creí que todo estaba suficientemente claro, dentro de su organización.

Entonces comprendí la conexión existente en todo aquello. Wayne Hartson, era una de las figuras políticas más fuertes de la nación.

—Sin Hartson —continuó Siskin hablando casi en un susurro— la administración no podría funcionar. Naturalmente, sus contacto son siempre bajo mano, puesto que aparentemente se dedica exclusivamente a la relación entre el partido y el gobierno.

Llamó Dorothy y su imagen apareció en la pantalla del intercomunicador:

—El monitor de Reacciones número 3471-C, al videófono, para míster Hall.

Un destello de rabia apareció en los ojos de Siskin, y él mismo fue hacia el aparato:

—Dígale… —Pero el resto de la muchacha había sido reemplazado por el encuestador:

—Estoy llevando a cabo un estudio sobre las preferencias de los hombres como regalo de Navidad —comenzó.

—Y eso —refunfuñó Siskin—, ¿es una investigación prioritaria?

—No, señor. Pero…

—Míster Hall se niega a responder. Tome los datos necesarios de esta llamada y pase la multa correspondiente.

Siskin apagó la pantalla y sonrió ligeramente.

—Acerca de míster Hartson —dije preparándome para lo que se avecinaba. Hartson tomó una silla, se sentó con las piernas cruzadas, y adoptó una expresión paciente.

Siskin sin dejar de pasear, me miraba de vez en cuando mientras decía:

—Ya hemos hablado de esto anteriormente, Doug, y sé que no esta muy de acuerdo conmigo. ¡Pero, Santo Dios, chico, Reactions se puede convertir en lo más importante, en la cosa más grande de la nación! Después, en cuanto hayamos recobrado nuestras inversiones, haré construir para usted otro simulador, para que lo utilice, única y exclusivamente con fines de investigación.

»Ésta es, Doug, la parte más importante del sistema. Y no la podemos despreciar. Y no estoy muy seguro de que no sea un beneficio para la nación.

Hartson intervino:

—Podemos, antes de dos años, derrotar totalmente al otro partido, si jugamos nuestras bazas como es debido —dijo con franqueza.

Siskin se inclinó sobre la mesa:

—¿Y sabe quién va a decirles qué carta es la que tienen que jugar, en cada elección local y nacional? El simulador que he construido para usted.

Me sentí un tanto incómodo ante tanto entusiasmo:

—¿Y qué les va a ustedes en todo esto?

—¿Que qué nos va a nosotros? —detuvo sus pasos y sus ojos refulgían de nerviosismo—. Pues yo se lo diré, muchacho. No está lejos el día, en que todo el sistema complejo de la opinión pública, y me refiero a los encuestadores, sea legalmente prohibido y desautorizado por ser un hecho insoportable y molesto para la masa pública en general.

Hartson carraspeó un poco antes de intervenir:

—Y habrá llegado el momento de aplicar los procedimientos secretos de Reactions.

—Continuará habiendo necesidad de la opinión pública, porque en términos generales siempre la ha habido. Pero —hizo un gesto de convencimiento y aseveración de sus propias palabras— no veo cómo se va a poder satisfacer tal necesidad, si no instituimos una franquicia federal para REIN.

—¿No lo comprende, Doug? —decía Siskin aferrándose a la mesa—. Habrá simuladores Siskin-Hall en todas las ciudades. Es tanto como crear un mundo totalmente nuevo. ¡Y entonces, cuando hayamos conseguido nuestros propósitos, podrá usted tener todo un complejo de fundaciones simuelectrónicas para investigar y hallar la manera de hacer un mundo mejor, más noble, más justo, y más humano!

Quizá le debiera haber dicho que buscara a otro simuelectrónico. ¿Pero qué habría conseguido con ello? Sí, como creía Fuller, Siskin y el partido estaban tramando una traición a nivel sin precedentes, ¿de qué hubiera servido que abandonara la posición estratégica que ocupaba?

—¿Y qué es lo que quieren que haga yo? —pregunté.

—Seguir adelante en el perfeccionamiento del proyecto. Tratar de conseguir algunos contratos comerciales. Eso nos daría la oportunidad de probar la potencia de nuestro sistema. Y entre tanto ya puede ir pensando el medio de cambiar completamente la programación de la maquina, para convertirla en un medio ambiente orientado políticamente.

Dorothy interrumpió nuestra conversación en el intercomunicador.

—Míster Hall, míster Whitney está preparando una programación de un nuevo grupo de unidades de reacción. Quiere saber si puede ir usted allí.

Yendo hacia el departamento de funciones generativas, me encontré en el pasillo con Avery Collingsworth.

—Acabo de darle a Whitney el visto bueno final sobre el estado psicológico de esas cuarenta y siete nuevas unidades ID —me dijo—. Aquí tienes un esquema, por si quieres verificarlas.

Le dije que no merecía la pena:

—No será necesario. Nunca he puesto en duda sus apreciaciones.

—Alguna vez me podría equivocar —sonrió.

—Estoy seguro de que no. Quedó dudando un momento, y yo traté de marcharme sin darle tiempo a pensar si me habría recobrado de lo ocurrido en el fumadero. Me cogió por el brazo amablemente:

—¿Te encuentras ya bien?

—Desde luego —dije forzando una sonrisa—. De lo de anoche en Limpy’s…, creo que bebí mucho mientras le esperaba.

Hizo una mueca de agrado y continuó su marcha por el pasillo.

Antes de llegar al departamento de Whitney, quedé envarado, totalmente erguido, y fui a dar contra el muro. Allí estaba de nuevo… el zumbido de un mar embravecido estallando en mis oídos, latidos arrítmicos en mis sienes… Pero hice cuanto pude para no perder el conocimiento. Por fin los muros, parecieron recobrar su verticalidad, y me quedé inmóvil y asustado. Miré hacia ambos lados del pasillo por si alguien me había visto, y continué mi marcha hacia la sala de funciones generativas.

Chuck Whitney, me recibió con alegría:

—¡Las cuarenta y siete unidades ID se han integrado de maravilla! —exclamó.

—¿Se integraron con facilidad?

—Sin el menor atisbo de duda o vacilación. Simulador de población común: nueve mil ciento treinta y seis.

Tomamos el ascensor para ir a una de las naves ID del segundo piso. Me acerqué al reducto de unidades más próximo. Al mirar hacia la parte que contenía las recién añadidas entidades, me detuve, un tanto impresionado.

Contemplé las miríadas de luces de función positiva, que refulgían sobre dos de los paneles. Sus bombillas correspondientes parecían encenderse y apagarse en perfecta armonía. Y me fijé en un par de unidades de reacción en análogo contacto. Quizá fueran, un hombre y una mujer. Habían nacido codo a codo. Y tal vez estarían pensando en la estructura de realidad que nosotros les habíamos dado.

Ahora comprendía, sin lugar a dudas, por qué Fuller se refería siempre a aquellos caracteres de su generador en los términos de «mi gentecita».

Chuck interrumpió mis pensamientos:

—Puedo mostrarle otros circuitos de distintas características —sugirió—, si quiere proseguir la verificación.

Desde uno de los altavoces de la pared, llegó hasta nosotros la voz de Dorothy Ford:

—Míster Hall, está aquí el capitán de Policía Farnstock que quiere verle. Le está esperando en la sala de funciones.

Tomamos el ascensor de bajada, y Farnstock, mostrando sus credenciales se acercó hacia nosotros:

—¿Hall? —preguntó mirando a Whitney.

—No —corrigió Chuck—. Yo soy Whitney. Éste es Hall.

Quedé sorprendido, aunque sólo de momento, al ver que no me había reconocido. Al fin y al cabo, el teniente McBain, una hora antes, ¿no había actuado como si nunca hubiera oído hablar de mí?

Chuck salió de la habitación y el capitán dijo:

—Quería hacerle unas cuantas preguntas acerca de la muerte del doctor Fuller.

—¿Por qué? —respondí sorprendido—. El médico forense dijo que había sido un accidente, ¿no es eso?

El capitán se mostraba impasible.

—No solemos conformarnos con eso. Le seré sincero, míster Hall. Está dentro de lo posible que lo que le ocurrió a Fuller, no fuera un accidente. Y ya sé que usted tenía unos días de descanso por aquellas fechas.

Empecé a pensar. No porque estaba siendo interrogado por la policía, acerca de un caso que hasta entonces no habían mostrado ningún interés, iba yo a ser un asesino.

Más bien pensé que quizás algunas de las pruebas, empezaban a revelarse ahora como sospechosas, y todo comenzaba a salir a la luz de un modo insospechado.

Fuller estaba muerto; Lynch, desaparecido; desaparecido y olvidado. Y todo a causa de cierta información «básica» de la que estaba yo tratando de saber el máximo posible. Y entretanto, casi me habían matado a mí. Y ahora esto… una repentina investigación por parte de la policía. ¿No era todo aquello una primorosa maniobra para quitarme de en medio? ¿Pero cómo? ¿Y quién era el responsable de todo ello?

—¿Y bien? —intervino nuevamente Farnstock.

—Pues ya se lo dije. Estuve en la cabaña que tengo cerca del lago.

—¿Qué quiere decir con eso de que ya me lo dijo?

—Nada, nada. Estuve en mi cabaña.

—¿Y había alguien con usted?

—No.

—Entonces no tiene usted ningún medio de probar que se hallaba lejos de aquí cuando el doctor Fuller murió. O de que no se movió de la cabaña.

—¿Y por qué tengo yo que demostrar nada? Fuller era mi mejor amigo.

Él sonrió de un modo un tanto burlesco:

—¿Como un padre?

Miró a su alrededor como si quisiera alcanzar con la vista todo el edificio, y no solamente la sala de funciones generativas:

—¿Le va bien a usted aquí, eh? Director técnico. Un buen cargo, en una de las mejores empresas del siglo veintiuno.

Tratando de hablar con el mayor sosiego dije:

—Hay un almacén de aprovisionamientos a media milla de la cabaña, donde yo compraba las cosas que necesitaba, casi todos los días. El registro de ventas le demostrará cuándo y cuántas veces hubo que hacer un cargo a mi cuenta particular.

—Ya lo veremos —respondió—. Entretanto no se aleje mucho de los lugares donde sabemos que podemos ir a buscarle.