Pasaron varios días antes de que yo pudiera profundizar más en el enigma Lynch-Fuller y el guerrero griego. No es que mi inquietud no me impulsara a ello; más bien era debido a que me acuciaba la necesidad de dar una forma definitiva al simulador del medio ambiente, y llegar a integrar todas sus funciones.
Siskin me daba una prisa terrible. Quería que todo el sistema estuviera a punto para hacer una demostración en el plazo máximo de tres semanas, a pesar de que había todavía que incorporar a la máquina más de mil circuitos de reacciones subjetivas, para pasar de una «Población» primaria a una acumulación de más de diez mil.
Puesto que nuestra simulación de un sistema social tenía que llegar a formar una «comunidad» por sí misma, había que acoplar miles de circuitos primarios a sus respectivos pares de tipo físico. Este trabajo incluía toda una serie de detalles que comprendían entre otros, transportes, escuelas, casas, jardines públicos, animales domésticos, organización gubernativa empresas comerciales, parques, y tantas y tantas instituciones necesarias en cualquier área metropolitana. Naturalmente, todo ello estaba hecho de un modo simuelectrónico.
El resultado final, era la analogía electromatemática de una ciudad de tipo medio, ubicada de un modo insospechado en un mundo contrahecho y falseado. Al principio, me parecía imposible llegar a creer que, dentro de miles de cables, de millares de inductores y potenciómetros de precisión, de un sinfín de transistores y generadores de función, dentro de todos sus componentes, reposara una comunidad entera, siempre a punto para responder a cualquier interrogante que sobre la reacción de la gente ante un hecho determinado se pudiera plantear de un modo estimulativo a sus cerebros mecánicos.
Hasta que no intervine de lleno en uno de los circuitos, y vi con mis propios ojos el resultado de la operación, no me convencí.
Casi completamente exhausto, tras un día muy pródigo en actividad, traté de relajarme, puse los pies sobre la mesa, e hice cuanto me fue posible por alejar mi pensamiento del simulador.
Pero, al olvidar esto, no había más que otra cosa que pudiera venir a mi memoria…
Morton Lynch y Hannon Fuller, un guerrero griego, una tortuga arrastrándose, y una jovencita llamada Jinx, que se había hecho mayor, como de un día para otro, convirtiéndose en una señorita muy atractiva, pero desde luego muy olvidadiza.
Me incliné hacia delante, y accioné un botón del intercomunicador: La pantalla dio en seguida la imagen de un hombre de pelo blanco, de mejillas enjutas, y cuyo rostro evidenciaba la fatiga.
—Avery —dije—, tengo que hablar con usted.
—Por todos los santos… ahora no, hijo. Estoy muy cansado. ¿No puede esperar lo que me tengas que decir?
Avery Collingsworth —delante de su nombre había un doctor en física— se reservaba el privilegio de llamarme siempre «hijo», aun a pesar de que formaba parte de los hombres que había a mis órdenes. Pero a mí no me importaba en absoluto, puesto que anteriormente yo había sido su alumno, en sus clases de fisicoelectrónicas. Como resultado de tal asociación, él formaba parte del cuadro psicológico de Reacciones, Inc.
—No tiene nada que ver con REIN lo que he de decirle —le tranquilicé.
Él sonrió:
—En ese caso, puedes estar seguro de que estoy a tus órdenes. Pero te voy a poner una condición. Nos tendremos que reunir en Limpy’s. Después del trabajo de hoy, creo que necesito un… —bajó la voz— un buen cigarro.
—Nos veremos en Limpy’s dentro de quince minutos —accedí.
No soy un inveterado quebrantador de la ley. No poseo una persuasión muy firme sobre el artículo treinta y tres. Hay otros grupos de gente, que tienen otros puntos de vista, claro está. Pero para mí, el defender la postura de que la nicotina es un perjuicio enorme para la salud del individuo, y por consiguiente para la moral de la nación, no me entraba de un modo total y definitivo en la cabeza.
Pero no creo que el treinta y tres dure mucho. Ahora ya es tan poco popular como lo fuera el dieciocho hace cien años. Y no veo la razón por la cual un individuo no pueda fumar de vez en cuando, sobre todo si tiene cuidado en no soplar en dirección de las gentes afiliadas al «Salvad Nuestros Pulmones».
Al acordar la cita con Avery en el fumadero, para dentro de quince minutos, no tuve en cuenta a los CRM. No era porque tuviera miedo a tener problema alguno con los manifestantes que había enfrente. Bastante trabajo tenían con gritar desaforadamente cuando salí a la calle. Y hasta incluso se mostraron amenazantes.
Pero Siskin había hecho uso de su influencia, y había hecho que la policía montara todo un destacamento por los alrededores durante las veinticuatro horas del día.
Lo que me hizo retrasar fue todo un grupo de encuestadores de la opinión pública, que invariablemente escogían las últimas horas de la tarde para intensificar su esfuerzo, ya que era el momento en que podían caer libremente sobre las riadas de gente que salían de las oficinas y de los grandes establecimientos.
Limpy’s no está más que unas cuantas manzanas de distancia desde Reactions. Así que decidí ir a pie, lo que me hacía ser un blanco inmejorable para los encuestadores.
Y ya lo creo que me asediaron.
El primero, precisamente, quería saber lo que yo pensaba acerca del artículo treinta y tres de prohibición, y si yo tenía alguna objeción que hacer a los cigarrillos sin humo y sin nicotina.
Aún no me había liberado de aquél, cuando vino una mujer vieja, con papel y lápiz en la mano, solicitando mi opinión sobre el aumento de tarifas de viaje, en los «tour» Luna Worther. El hecho de que yo no tuviera la menor intención de hacer una excursión semejante, no importaba lo más mínimo.
Cuando terminó, me había llevado tres manzanas más allá del Limpy’s, y por tanto no me quedaba más remedio, que como había cogido poco antes la acera rodante que me transportaba a lo largo de la ciudad como las antiguas escaleras mecánicas de otros tiempos no me quedaba otra solución pues, que continuar dos manzanas más, hasta poder hacer el transbordo y tomar una plataforma de regreso.
Otro de aquellos encuestadores, se interceptó en mi camino de vuelta. Con mucha educación rechazó mi súplica de que me excusara de tales interrogatorios, haciendo valer los derechos que le otorgaba el Código de RM. Con impaciencia le dije que no creía que los stocks de productos que se pudieran hacer en Marte, tendrían una justificación en los incrementos de la demanda de consumo.
Había veces —y ésta era una de ellas— en que miraba con complacencia el momento en que las calles se verían por completo liberadas de aquellos seres entrometidos.
Con quince minutos de retraso sobre la hora acordada, llegué al Limpy’s, me reconocieron, y me hicieron pasar a una habitación medio oculta, que se abría al otro lado de un bar.
En el interior, tuve que esperar unos instantes a que mis ojos se fueran acostumbrando al azul intenso que inundaba la habitación. Un olor fuerte, aunque agradable, de tabaco quemado, cubría el ambiente. Toda la habitación estaba sumida en un ruido que recorría todas las escalas y tonos. Y de un lugar oculto entre las paredes, llegaban las notas de una canción: El humo ciega tus ojos.
Desde la barra, recorrí con la mirada todas las mesas. Avery Collingsworth no había llegado. Y me imaginé humorísticamente una escena no desprovista de cierto patetismo, en la que él, hacía cuanto podía para liberarse de uno de aquellos papagayos.
Limpy se acercó cachazudo hacia mí, por detrás de la barra. Era un hombre recio y fuerte, siempre con cara de circunstancias, que tenía un tic nervioso en el párpado izquierdo, lo cual hacía resaltar su caricaturesca apariencia.
—¿Beber o fumar? —me preguntó.
—Un poco de cada. ¿Ha visto al doctor Collingsworth?
—No, hoy no. ¿Qué va a ser?
—Scotch-asteroide, doble. Y dos cigarrillos… mentolados.
Primero me trajo los cigarrillos, empaquetados en una bolsita de plástico. Tomé uno, lo sacudí sobre la barra y me lo llevé a la boca. Inmediatamente, uno de los ayudantes de Limpy, puso ante mí un encendedor con preciosos adornos.
El humo me quemaba al entrar, pero yo hice cuanto pude para no toser. Una o dos bocanadas más, y habría salvado el escollo que traiciona al fumador poco acostumbrado. Después sentí ese agudo comezón que se pone en las narices y en el paladar, pero que resulta agradable.
Poco después mi euforia se vio acrecentada por el suave sabor del Scotch. Lo saboreé de buen grado mientras contemplaba a la gente que casi llenaban la habitación. La luz era tenue, los fumadores hablaban poco, y sólo de vez en cuando los susurros se mezclaban con la música arcaica.
Los altavoces lanzaron al aire otra canción: Dos cigarrillos en la oscuridad. Pensé de pronto en cuál sería la opinión de Jinx respecto a la prohibición treinta y tres, y me imaginé con ella descansando en un jardín privado, con el humo de un cigarrillo perdiéndose en la noche, y el reflejo carmesí de la brasa reflejándose en su rostro.
Por centésima vez llegué a la conclusión de que ella no había tenido nada que ver con la desaparición del dibujo de Fuller. La escena volvía a mi imaginación con toda claridad. Yo había visto el dibujo mientras ella caminaba hacia la puerta. Pero cuando volví a la mesa, no estaba.
Pero, si ella no estaba mezclada en todo aquello, ¿por qué había negado el conocer a Morton Lynch?
Apuré de un trago lo que quedaba del Scotch, pedí otro y continué fumando. ¡Qué sencillo sería todo si me pudiera convencer a mí mismo de que no existía el tal Morton Lynch… de que no había existido nunca! En tal caso, la muerte de Fuller, estaría totalmente fuera de sospechas, y Jinx habría quedado formidablemente al negar el haberle conocido. Pero aun así, tales cosas, no explicarían la desaparición del dibujo.
Alguien se subió al taburete que había junto al mío, y una mano cariñosa y fuerte, se apoyó sobre mi hombro:
—¡Malditos papagayos!
Me volví para mirar a Avery Collingsworth:
—¿También le atraparon a usted?
—Sólo cuatro. Uno de ellos me empezó a hablar de las Asociaciones Médicas.
—¡Hubiera preferido que me arrancaran un diente!
Limpy trajo la pipa de Collingsworth, llenó la cazoleta con una mezcla especial de la casa, y pidió un «whisky» seco.
—Avery —dije pensativamente mientras encendía la pipa—. Quisiera exponerle un jeroglífico. Es este dibujo. Un guerrero griego con una lanza, mirando al frente y con una pierna adelantada simulando la acción de caminar. Delante hay una tortuga, que va en la misma dirección. Primero: ¿qué le sugiere? Segundo: ¿ha visto algo parecido últimamente?
—No, pero ¿qué me vienes ahora con éstas, hijo? Podría estar en casa tranquilamente tomando una ducha caliente.
—El doctor Fuller me dejó ese dibujo. Estoy absolutamente seguro de que tiene un significado. Pero lo que ocurre es que no llego a hacerme una idea de lo que pudo querer decir.
—Es muy extraño…
—¿Pero le sugiere algo?
Aspiró la pipa tranquilamente y respondió:
—Quizá.
Como transcurrieran algunos segundos sin que dijera nada, le urgí:
—¿Qué le sugiere?
—Zenón.
—¿Zenón?
—La paradoja de Zenón. Aquiles y la tortuga.
Hice chasquear mis dedos, y me dije mentalmente: ¡Pues claro! Aquiles en persecución de la tortuga, incapaz de alcanzarla porque a cada paso que da cubre solamente la mitad del espacio que les separa, y la tortuga avanza siempre a una distancia proporcional.
—¿Y cree usted que puede haber alguna conexión o relación entre esta paradoja y nuestro trabajo? —le pregunté nervioso.
—Pues de un modo aparente, no. Además yo me ocupo solamente de las operaciones finales de psicoprogramación, y no podría hablar con plena autoridad de las otras fases.
—La finalidad de esta paradoja, era, si no recuerdo mal, demostrar que todo movimiento es una ilusión.
—Básicamente, así es. Pero, que yo entienda, no hay ninguna similitud entre una cosa y otra —evidentemente la paradoja de Zenón no era lo que el dibujo de Fuller quería sugerir. Extendí la mano para coger mi vaso, pero Collingsworth me detuvo:
—Yo no me tomaría muy en serio lo que Fuller hiciera o dejara de hacer en las dos últimas semanas, hijo. Te aseguro que actuó de un modo bastante extraño.
—Tal vez tenía una razón para ello.
—Una sola razón no puede explicar muchas peculiaridades.
—¿Por ejemplo…?
Se mordió los labios por un momento:
—Jugué al ajedrez con él dos noches antes de que muriera. Estuvo bebiendo incesantemente. Cosa extraña porque él nunca se comportaba así.
—Entonces, ¿cree usted que había algo que le preocupaba?
—No sabría decir qué era, pero había algo que le hacía mostrarse muy distinto a cómo solía normalmente. Empezó a hablar de temas y problemas filosóficos.
—¿Habló de la investigación y mejora de las relaciones humanas?
—¡Oh, no! Nada de eso. Bueno… bien, para ser sincero, decía que su trabajo en Reactions empezaba a dar sus frutos con lo que él llamaba «descubrimiento básico».
—¿Qué clase de descubrimiento?
—No me lo dijo.
Esto era una prueba. Lynch también había hablado del «secreto» de Fuller… información que ansiaba reservar para mí. Ahora sí que no me cabía la menor duda de que Lynch había estado en la reunión de Siskin, y de que habíamos hablado en el jardín.
Encendí mi segundo cigarrillo.
—¿Por qué estás interesado en todo esto, Doug?
—Porque no creo que la muerte de Fuller fuera un accidente.
Al cabo de un momento dijo solemnemente:
—Mira, hijo. Estoy al corriente de todos los elementos que constituyeron la unión Siskin-Fuller… investigaciones sociológicas, y todo eso. Tú sabes la influencia que Fuller tenía tanto en la parte material como orientativa de los resultados de las investigaciones. Pero también estoy seguro de que no creerás que Siskin estuviera tan desesperado como para…
—Yo no dije eso…
—Claro que no lo dijiste. Y mejor seria que no lo dijeras nunca. Siskin es un hombre poderoso, y muy vengativo.
Coloqué mi vaso vacío sobre el mostrador:
—Por otra parte, Fuller podía llegar a descubrir cosas importantísimas en las entrañas de los generadores de función. Y sin embargo, tuvo que caer sobre un cable de alta tensión.
—Un Fuller normal, sin atisbo alguno de excentricidades, sí. Pero no el Fuller que conocí durante las dos últimas semanas.
Avery al fin decidió entrar de lleno en el asunto. Dejó el vaso sobre la barra, y volvió a encender la pipa. El resplandor que salía de la cazoleta aminoraba la intensidad de sus facciones.
—Creo saber cuál era el «descubrimiento básico de Fuller».
Yo me quedé erguido.
—¿Lo sabe?
—Pues claro. Apostaría cualquier cosa a que estaba íntimamente ligado con su actitud hacia las unidades de reacción subjetivas de su estimulador. Si te acuerdas, muy a menudo se refería a tales unidades de reacción en el sentido de «gente real».
—Bueno, pero estaba bromeando.
—¿Tú crees? Me acuerdo muy bien de haberle oído decir: «¡Maldito sea! ¡No vamos a conseguir meter ningún papagayo en este aparato!».
Yo expliqué:
—Es que lo que queríamos era conseguir la opinión de nuestra máquina, sin tener que hacer uso de las unidades inquisitivas. Nuestro propósito era conocer los resultados con sólo echar una ojeada a los circuitos de vigilancia.
—¿Y por qué no iba a haber encuestadores en el mundo contrahecho de Fuller? —preguntó.
—Porque en realidad todo hubiera sido mucho más eficiente sin ellos. Y obtendremos un auténtico reflejo del comportamiento social, sin tener que recurrir a la molesta opinión oral.
—Eso es teoría. Pero cuántas veces no le oyó usted decir a Fuller: «¿No creéis que voy a consentir que vea a mi gentecita perseguida y acosada por esos malditos encuestadores, verdad?».
Tuve que reconocer que había un cierto sentido en las palabras enrevesadas y teorías de aquel proyecto. Incluso llegué a sospechar que Fuller hubiese querido dar un cierto grado de predicción y sentencia, en lo concerniente a las unidades ID, que él programaba en su simulador.
Collingsworth extendió las manos y sonrió.
—A mi juicio, el descubrimiento básico de Fuller, fue que sus entidades reactivas no eran simplemente circuitos ingeniosos en un complejo simuelectrónico, sino que por el contrario, eran reales, vivientes, personalidades pensantes. Estoy seguro de que según él, existían en un mundo solipsístico, quizá, pero no sospechando nunca que sus experiencias pasadas eran sintéticas y que su universo no era bueno, sólido, firme, ni tan siquiera material.
—No creerá que…
Sus ojos brillaron con más intensidad, al reflejarse en ellos la llama de un encendedor que tomó cuerpo a su lado.
—Muchacho, yo no soy más que un psicólogo, un perseguidor de las razones de un determinado comportamiento. Y mi filosofía nunca se separa de su fin. Pero tú, Fuller y todos los otros sois un grupo de extravagantes. Cuando empezáis a mezclar la psicología con la electrónica, no hacéis más que predisponeros a sacar conclusiones y convicciones que se salen de lo corriente. No se puede llegar a meter gente en una máquina sin pensar en la naturaleza básica de la máquina y de la gente.
La discusión nos llevaba a un terreno distinto del que más nos inquietaba. Traté de llevarlo a su cauce normal.
—Permítame que le diga que no comparto su opinión en lo que respecta al «descubrimiento básico» de Fuller. Y no la comparto porque creo que el tal descubrimiento es el mismo que el que Lynch trató de decirme la otra noche.
—¿Lynch? ¿Quién es Lynch?
La sorpresa me echó hacia atrás. Luego sonreí al pensar que seguramente le había oído decir a Linx que nunca había oído hablar de Lynch. Y a raíz de eso se permitía hacerme aquella broma.
—Hablando en serio —continué—. Si no me hubiera creído lo que Lynch me contó acerca del «secreto» de Fuller, yo no hubiera ido a la policía.
—¿Lynch? ¿La policía? ¿Pero de qué me hablas? —Empecé a sospechar que me estaba hablando en serio:
—Avery, no tengo ganas de bromas y payasadas. ¡Le estoy hablando de Morton Lynch!
El hombre sacudió la cabeza con firmeza.
—Yo no conozco a ese hombre.
—¡Lynch! —repetí casi gritando—. ¡El que se ocupaba de la seguridad en REIN! —Señalé hacia una copa de bronce que había tras de la barra.
»¡Ese Lynch! Ése, cuyo nombre figura en el trofeo por haberle derrotado a usted mismo en un torneo de habilidad en el pasado año.
Collingsworth hizo un gesto hacia el otro lado de la barra, y Limpy se acercó.
—¿Quiere decirle a míster Hall quién ha sido el jefe de la seguridad interna en su establecimiento durante los cinco últimos años?
Limpy señaló con el dedo pulgar hacia un hombre de rostro enjuto, de mediana edad, que estaba sentado en un taburete del extremo.
—Joe Oadsen.
—Y ahora, Limpy, acérquele a míster Hall ese trofeo, por favor.
Leí la inscripción:
Avery Collingsworth - junio, 2033.
La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor. Me vi transido por un sudor frío, y el olor a tabaco inundó mis pulmones mientras que el humo parecía envolverme entre tinieblas. La música llegaba hasta mí de un modo confuso, y la última cosa que recuerdo es que me puse en pie y agarrándome a la barra traté de salir al exterior.
Pero no debí perder el conocimiento del todo, porque recuerdo después que caí de bruces sobre uno de los cinturones pedestres sobre los que había llegado hasta allí. Al perder la estabilidad salí rebotado y quedé apoyado sobre el muro de un edificio, a varias manzanas de distancia del fumadero.
Naturalmente, algo más debió ocurrir, pero todo en el momento en que aparentemente yo estaba en plenas facultades. Tal vez Avery, ni siquiera se dio cuenta de que algo raro estaba sucediendo. Y allí estaba yo, consciente de nuevo, confundido y tembloroso, sin separar la mirada del profundo cielo del amanecer.
Pensé incesantemente en Lynch, en su nombre inscrito en el trofeo, y en el dibujo de Fuller. ¿Habrían realmente desaparecido todos ellos? ¿O había sido todo un producto de mi imaginación? ¿Por qué el orden y la razón parecían desmoronarse y perder consistencia a mi alrededor?
Contrito y confundido, atravesé una de las plataformas y me encaminé hacia el lado opuesto de la calle. El tráfico era casi nulo, y no se apreciaba ningún coche aéreo por la avenida central. O mejor dicho, no se apreciaba ninguno hasta que estuve a veinte pasos de ella.
En aquel instante, un vehículo salió de entre las sombras, haciendo silbar sus sirenas, como si se tratara de un caso de emergencia. Daba la impresión de que quien lo condujera, había perdido su control, y haciendo unos zigzags impresionantes, continuaba su loca carrera, hasta que cuando se hallaba cerca de mi, pareció recuperar el dominio y enfiló directamente hacia el lugar donde yo me hallaba.
Me tiré prácticamente de cabeza sobre el cinturón transportador de gran velocidad.
Pero el impacto contra el cinturón casi me devolvió, lo cual hubiera significado darme de bruces contra el coche aéreo. Pero yo me agarré con fuerza, y hasta conseguí sentarme y mirar hacia atrás.
El coche se perdía a lo lejos, en línea recta, por la extensa avenida.
Si no me hubiera alejado de su camino, a buen seguro que hubieran encontrado al día siguiente pocos restos identificables sobre la calzada.