Al día siguiente, a las doce de la mañana aproximadamente, los esfuerzos promocionales de Siskin, estaban dando sus frutos. Por lo que yo pude ver, dos programas televisivos de la mañana, habían hecho unos comentarios, bastante unilaterales, donde se veía perfectamente la mano de Siskin, sobre el inminente desarrollo de las simuelectrónicas. Y las primeras ediciones de los tres periódicos más tempranos de la tarde, hablaban en primera plana largo y tendido, acerca de Reactions, Inc., y su «increíble» simulador total del medio ambiente, Simulacron-3.
Sólo en un rincón, sin embargo, pude hallar algo concerniente a la desaparición de Morton Lynch. Stan Walters, en el Evening Press, terminaba su comentario con estas palabras:
«Parece que la policía está dedicada hoy, aunque de un modo superficial, a la búsqueda de un tal Morton Lynch, responsable de la seguridad interna de Reactions Inc., fabulosa nueva propiedad de Horace P. Siskin. El mencionado Morton, se dice que desapareció. Apostaríamos cualquier cosa, de todos modos, a que no se va a perder mucho sueño en su búsqueda. El denunciante manifiesta, pura y simplemente, que Lynch desapareció. Como era de suponer, todo ello ocurrió en la fiesta-reunión de la pasada noche, en la mansión de Siskin. Y todo el mundo sabe que cosas más increíbles que ésta se han comentado en ocasiones, y situado los hechos además, en la citada mansión de Siskin».
Efectivamente, yo me había presentado en la comandancia de policía, con la historia.
¿Qué otra cosa podía haber hecho? El ver desaparecer a un hombre, no es una cosa de la que uno se pueda encoger de hombros y olvidarla tranquilamente.
El timbre del intercomunicador se oyó repetidamente sobre mi mesa, pero yo hice caso omiso, prefiriendo mirar hacia un carromato aéreo, que descendía pausadamente en dirección al islote central de la calle, destinado exclusivamente para aterrizajes. Manteniéndose después a una altura de seis pulgadas, el vehículo ocupó por unos instantes una posición oblicua respecto al resto del tráfico, hasta que al fin fue a situarse junto a un bordillo. Una docena de hombres, con la insignia característica del CRM sobre sus brazos, salieron al exterior.
Recorrieron inquietos de un lado a otro la acera que se extendía a lo largo del edificio REIN, mostrando pancartas donde se podía leer:
Ésa era… la respuesta inicial e impulsiva a la promesa del ahorro de mano de obra o de individuos, gracias a la aplicación de simuelectrónicas en su estado más avanzado.
No era nada nuevo. El mundo ya había atravesado por situaciones parecidas a ésta en otras ocasiones… durante el período de Automatización.
El timbre sonó con mayor insistencia, y al fin conecté el conmutador. El rostro de miss Boykins parecía que iba a salirse de la pantalla, a causa de la ansiedad e impaciencia que la embargaban.
—¡Mr. Siskin está aquí! —dijo al fin.
Realmente sorprendido por la visita, urgí al recepcionista para que le hiciera entrar.
Pero no iba solo. Me di cuenta gracias a la pantalla. Al fondo tras la imagen de miss Boykins, se distinguía al teniente McBain del Departamento de Personas Desaparecidas y al capitán Farnstock, de Homicidios. Los dos me habían visitado anteriormente en aquella misma mañana.
Conteniendo a duras penas su indignación, Siskin entró como una furia en el despacho. Tenía plegadas sus manos, formando insignificantes puños, y se adelantó hasta quedar ante mi mesa.
Se inclinó ante ella:
—¿Pero qué demonios es lo que se propone, Hall? ¿Qué significa todo eso acerca de Lynch y Fuller?
Me levanté respetuosamente:
—Me limité a decirle a la policía lo ocurrido.
—Pues eso es estúpido, y lo único que está consiguiendo es hacer el ridículo, y hacerlo hacer al establecimiento.
Dio la vuelta alrededor de la mesa, y no tuve más remedio que ofrecerle mi sillón:
—Y sin embargo… —insistí—… así es como fue.
McBain intervino:
—Por ahora es usted el único que mantiene tal teoría.
Me quedé mirando unos instantes al que había hablado y pregunté después:
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Todos los hombres de mi departamento, han estado investigando sobre el caso, e interrogando a cada uno de los invitados a la reunión. No hubo nadie que tan siquiera viera a Lynch la pasada noche.
Siskin se arrellanó sin decir palabra en el sillón y sus diminutas formas quedaron absorbidas entre los brazos curvos. Parecía disfrutar con las afirmaciones del policía.
Al fin se decidió a decir:
—Pues claro que no. Nadie le vio. Ya encontraremos a Lynch, claro que sí, ya aparecerá, cuando hayamos recorrido y husmeado en un buen número de covachas de ESB.
Se volvió hacia McBain, y añadió:
—El tipo ese es un adicto a las corrientes corticales. No sería la primera vez que ha faltado a su trabajo a causa de esto.
McBain me miró fijamente, pero al hablar se dirigía a Siskin:
—¿Está seguro de que Lynch es uno de los adictos?
—Mire, teniente, Hall está fuera de dudas —dijo Siskin anticipándose quizá a la verdadera intención del Policía—, de lo contrario no lo tendría en mi establecimiento. Tal vez bebió un poco de más la noche pasada.
—Yo no estaba borracho —protesté. Farnstock se acercó para situarse frente a mí:
—La parte de Homicidios está interesada en lo que ese tal Lynch se supone que dijo respecto al asesinato de Fuller.
—Dijo bien claramente que Fuller no había sido asesinado —le recordé. El capitán dudó unos momentos:
—Me gustaría ver el lugar dónde ocurrió el accidente, y hablar con alguien que estuviera allí.
—Ocurrió en la habitación de funciones integrativas. En aquellos días yo estaba con permiso de ausencia.
—¿Dónde?
—En una cabaña que tengo en las colinas.
—¿Había alguien con usted?
—No.
—¿Y si echáramos un vistazo a la habitación de funciones?
—Está en el departamento de Whitney —dijo Siskin—. Es el ayudante de Mr. Hall.
Apretó un botón del intercomunicador.
La pantalla se encendió, bailoteó una imagen durante unos segundos, y cuando se centró, apareció en la pantalla un joven de mi edad aproximadamente, pero con el pelo negro y ensortijado.
—¿Si, Mr. Siskin? —inquirió Chuck Whitney sorprendido.
—El teniente McBain y el capitán Farnstock estarán en el recibidor dentro de unos diez segundos. Pase a recogerles y enséñeles el departamento de funciones integrativas.
En cuanto los oficiales de policía hubieron salido. Siskin volvió más o menos a sus anteriores palabras:
—¿Pero qué demonios se propone hacer Doug? ¿Hundir el REIN antes de que ni siquiera haya sido lanzado? Dentro de un mes vamos a iniciar una campaña publicitaria para tratar de conseguir el mayor número posible de contratos comerciales. ¡Una cosa así nos hundiría! ¿Qué es lo que le hace pensar que la muerte de Fuller no fue un accidente?
—Yo no dije que no fuera un accidente.
Hizo caso omiso de la diferencia:
—Sea como sea, ¿quién hubiera querido matar a Fuller?
—Alguien que no quisiera ver llegado el éxito de Reactions.
—¿Como quién?
Indiqué con el dedo pulgar hacia la ventana:
—Ésos. —No era una acusación formal la que yo estaba haciendo. Era un medio de demostrar que la felonía no había sido totalmente descubierta.
Miró hacia donde yo le indicaba y vio, por primera vez, naturalmente, a un grupo de Monitores de Reacción. Tal circunstancia le hizo saltar de la silla:
—¡Se están manifestando, Doug! ¡Exactamente lo que esperaba! ¡Esto hará que la gente se fije todavía más en nosotros!
—Están preocupados e inquietos por lo que REIN puede significar para ellos… desde un punto de vista de desempleo —señalé.
—Bueno, pues espero que sus temores no vayan muy descaminados. El desempleo entre la asociación de encuestadores, será directamente proporcional al éxito de REIN.
Se apresuró para marchar, diciendo simplemente:
—¡Hasta la vista!
Y desde luego, se fue en el preciso momento. La habitación comenzó a dar vueltas a mí alrededor, de un modo indescriptible, alocado, viéndome inmediatamente obligado a apoyarme sobre la mesa, para sostenerme. No sin grandes esfuerzos fui acercándome al sillón, me dejé caer en él, y la cabeza me cayó irremisiblemente hacia delante.
Pocos minutos después, me encontraba bien nuevamente, quizás un tanto inseguro y abatido, pero, al menos habiendo recobrado la posesión de mis facultades.
Llegué a la conclusión de que no podía ni debía hacer caso omiso por más tiempo de los lapsus que de vez en cuando me acechaban. Y sobre todo, teniendo en cuenta, que cada vez se hacían más frecuentes, aun a pesar del mes de descanso que había pasado en la cabaña, con el que no había conseguido mitigar aquellos accesos esporádicos.
De todos modos, no le presté atención alguna. Estaba totalmente decidido a ver en qué quedaba en definitiva el affaire Reactions.
Nada ni nadie, me hubieran podido convencer de que Lynch no había desaparecido.
Aunque difícil, estaba dentro de lo posible que nadie más que yo en la reunión, se hubiera apercibido de su llegada. Pero de ahí, a que todo aquel incidente, no fuera más que un producto de mi imaginación, mediaba una distancia, y significaba otorgar una concesión, que de ningún modo podía llegar a aceptar.
Y tomando este convencimiento personal, como punto de partida, no había más remedio que hacer frente a tres incongruencias descomunales: primera, que Lynch había desaparecido realmente; segunda, que después de todo, Fuller no había muerto de un modo accidental; y, tercera, que había una especie de «secreto», tal como había apuntado Lynch, que le había costado la vida a Fuller y había terminado con la desaparición de Lynch.
Sin embargo, si quería llegar a constatar alguno de aquellos puntos, estaba visto que no me quedaría más remedio que hacerlo por mí mismo y por mis propios medios.
Había que tener en cuenta que la reacción de la policía había sido tan fría y falta de entusiasmo, como era previsible ante una denuncia tan grotesca.
Pero no transcurrió más que un día, a la mañana siguiente apareció un primer detalle, un primer cabo lógico sobre el caso. Tal circunstancia estaba ligada con el sistema de comunicación que había anteriormente existido entre Fuller y yo. Y estaba también inspirado en algo que había dicho Lynch.
Hannon Fuller y yo, acostumbrábamos, de una forma periódica, a repasar mutuamente nuestras anotaciones más recientes, sobre los trabajos que íbamos realizando. Es decir, que yo estudiaba los de Fuller, y éste los míos, con el fin primordial de coordinar nuestros esfuerzos. En el momento de hacer el pergueño de tales memorándums, utilizábamos tinta roja para las palabras, signos o frases que considerábamos dignos de mayor estudio y atención.
De acuerdo con las palabras de Lynch, Fuller le había revelado algo que entraba en el capítulo de secreto. La mala suerte quiso que tal información se la diera a él en lugar de a mí… debido a mi ausencia. Pero, por esta misma razón, era muy posible, que Fuller, hubiera tomado las medidas oportunas para que tal información llegara a mí a través, de las anotaciones de tinta roja.
Accioné inmediatamente sobre el botón de intercomunicaciones:
—Miss Boykins, ¿ha tocado alguien los efectos personales del doctor Fuller?
—No, señor. Pero lo harán en seguida. Los carpinteros y electricistas van a ir pronto a su despacho.
Entonces recordé: Aquel despacho, después de la muerte del doctor Fuller, había sido destinado a otras aplicaciones.
—Dígales que no vayan allí hasta mañana.
Cuando encontré la puerta del despacho de Fuller entreabierta, no me sorprendió en absoluto, pues habíamos utilizado la antesala de recepción de su despacho, para almacenamiento momentáneo del equipo de simuelectrónicas. Pero después de recorrer la espesa alfombra que conducía basta la puerta interior, quedé rígido por la sorpresa.
Había una mujer sentada ante la mesa, rebuscando entre un montón de papeles que tenía delante. No cabía la menor duda de que había llevado a efecto, y con rigor, una gran parte del trabajo que se había propuesto, a juzgar por los cajones, todavía abiertos y el desorden de papeles y expedientes que había encima de la mesa, Entré de puntillas en la habitación, yendo a situarme tras ella, y tratando de acercarme lo máximo posible, sin ser descubierto.
Era joven, no debía pasar de los veinte años. Sus mejillas, aun a pesar de la tensión a que estaba sometida al inspeccionar entre los objetos de Fuller, se mostraban suaves, y de un trazo armonioso. Unos labios preciosos, y ojos más bien grandes, eran los rasgos dominantes de su rostro. Si no recuerdo mal, sus ojos avellanados contrastaban con el ébano de su pelo, que a modo de cascada escapaba por debajo de un sombrero cuyo detalle más característico era la forma un tanto rara y hasta casi impertinente.
Llegué, por fin a estar situado tras ella, temiendo siempre que el menor ruido traicionara mi presencia.
Aquella chica, o bien era un agente enviado por alguna de las fundaciones de simuelectrónicas temerosa de ser barrida por Reactions, o al menos ser relegada a un plano muy discreto, o bien tenía algo que ver con el «secreto» indescifrable de Fuller.
Al parecer, la muchacha había repasado ya casi todas las anotaciones. Vi cómo giraba la antepenúltima página y la colocaba boca abajo sobre el montón que ya había inspeccionado. De pronto mis ojos cayeron sobre la última hoja.
¡Estaba en tinta roja! Pero en ella no había ni palabras ni fórmulas ni diagramas esquemáticos. No había más que un simple e insignificante dibujo. Los trazos mostraban una especie de guerrero —griego, a juzgar por la túnica, la espada y el casco— y una tortuga. Nada más. A no ser que cada una de las figuras había sido concienzudamente subrayada con trazos rojos.
Podría hacer resaltar aquí, que en todo momento en que Fuller quería llamar mi atención en algo importante, en su especie de dietario, lo subrayaba, una o dos veces, según la importancia del asunto. Por ejemplo, cuando halló la fórmula para programar las emociones características en las unidades reaccionales subjetivas del simulador, lo había subrayado cinco veces, a gruesos trazos, con tinta roja. Y bien pudo hacerlo así pues la fórmula esa, iba a ser la piedra de toque donde se basara todo el sistema.
En este caso, había subrayado al guerrero griego y la tortuga al menos cincuenta veces… ¡Hasta que traspasó el papel!
Presintiendo por fin mi presencia, la muchacha se sobresaltó. Temiendo que querría escapar hacia la puerta, la cogí por la muñeca.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —le pregunté. Ella contraía las facciones a causa de la presión intensa de mi mano. Lo más extraño era que en su rostro no había sorpresa ni temor. En lugar de ello, sus ojos se mostraban animados por una tranquila y dignificada rabieta.
—¡Me está haciendo daño, bruto! —dijo ella fríamente.
Por un momento tuve la impresión de que había visto aquellos ojos maravillosos en alguna parte, y aquella nariz más bien respingona no me era desconocida.
Aflojé la presa, pero no la solté del todo.
—Gracias, míster Hall —ya no quedaba muestra alguna de su anterior indignación—, ¿porque usted es mister Hall, verdad?
—Eso es exactamente. ¿Pero qué es lo que está usted haciendo en este despacho? ¿Qué es lo que está saqueando?
—Bueno, al menos no es usted el Douglas Hall que yo conocía.
Ligeramente, le fui soltando la muñeca.
—Que conste que no estoy escoltando. Fui escoltada hasta aquí por uno de sus guardianes.
Yo retrocedí un paso, terriblemente sorprendido:
—¿No serás…?
Sus facciones quedaron imperturbables. Y para mi, la ausencia de moderación en su expresión, era afirmación suficiente.
Me quedé mirándola fijamente, y comparaba sus facciones actuales con las de una chiquilla que solía ver ocho años atrás. «Jinx» Fuller. Y recordé que por aquel entonces ya se había mostrado terca e impulsiva en algunas ocasiones.
Recordé incluso algunos detalles: el embarazo de su padre al explicarme que su hija, muy impresionable, decía sentirse terriblemente «atraída» por su «tío» Doug; recordé también las emociones entremezcladas que aquellas palabras me produjeron en la madurez de mis veinticinco años, cuando dentro de poco tiempo iba a conseguir el título de graduado en Ciencias siguiendo las tesis del doctor Fuller. Reconociendo lo difícil que sería ejercer las funciones de padre a un viudo, Fuller había dejado a su hija bajo los cuidados de una hermana, en otra ciudad, para que allí encontrara el abrigo pseudomaterial y pudiera realizar al mismo tiempo sus estudios.
Ella me trajo nuevamente al presente:
—Soy Joan Fuller.
—¡Jinx! —exclamé.
Sus ojos se humedecieron ligeramente, y parte de la seguridad que había mostrado en sí misma se derrumbó:
—Ya había perdido las esperanzas de que alguien me volviera a llamar de ese modo.
Tomé su mano solícitamente. Después quise dar una explicación a mi rudeza anterior:
—No te había reconocido.
—Ya me hago cargo. En cuanto a mi presencia aquí me rogaron que viniera a recoger las cosas de mi padre.
Le rogué que se sentara en el sillón y yo quedé apoyado en la mesa:
—Yo me hubiera ocupado de ello. Pero nunca hubiera podido imaginar… te contaba lejos de aquí.
—He vuelto para pasar un mes.
—¿Estabas con el doctor Fuller cuando…?
Me respondió con un gesto de la cabeza, y separó la vista de mí y de todo cuanto había sobre la mesa.
Reconocí inmediatamente mi error, al hablarle de tales asuntos en aquel preciso momento. Pero no podía dejar pasar de largo la oportunidad.
—Respecto a tu padre…, ¿crees que en los últimos días estaba preocupado por algo?
Ella se volvió hacia mí como si le hubiera sorprendido la pregunta:
—No, no me di cuenta. ¿Por qué?
—No, es sólo que… —decidí mentir para evitar el hacerle daño—. Estábamos trabajando en algo muy importante, y en aquellos momentos yo me hallaba fuera. Y me interesaría saber si llegó a resolver el problema.
—¿Y ese problema estaba ligado en algo, al control de funciones?
Estudié su rostro con mucha atención.
—No, ¿por qué lo preguntas?
—¡Oh! No sé, por nada.
—Pero por alguna razón me lo habrás preguntado.
Ella dudó:
—Pues yo diría que estaba un tanto cavilante y taciturno por algo. Pasaba una cantidad de tiempo enorme encerrado en su estudio. Y vi algunos libros que trataban de ese tema sobre su mesa.
No sé por qué, me dio la impresión de que estaba tratando de ocultarme algo:
—Si no te importa, me gustaría acercarme por allí un día de estos y echar una ojeada a sus notas. ¡Quién sabe si podría encontrar lo que estoy buscando!
Esto, al menos, era más delicado que decirle de sopetón, que a mi juicio la muerte de su padre no había sido a causa de un accidente.
Abrió un bolso de plástico y comenzó a meter en él los efectos personales de Fuller: Me puede llamar cuando guste.
—Aún hay otra cosa. ¿Sabes si Morton Lynch fue a ver a tu padre a su casa recientemente?
Ella frunció el ceño:
—¿Quién?
Morton Lynch, el otro «tío» que tenías. Ella me miró con expresión indecisa: No conozco a ningún Morton Lynch.
Oculté mi perplejidad tras un gran silencio. Lynch había sido el hombre dedicado a la conservación y mantenimiento en la universidad. Se había venido con el doctor Fuller y conmigo, cuando Fuller dejó de enseñar para dedicarse a la investigación privada. Y además, había vivido con los Fuller durante más de una década, y no hacía más de dos años que había decidido trasladarse a los edificios más próximos a REIN.
—¿Que no te acuerdas de Morton Lynch? —reviví para mis adentros los imperecederos recuerdos de aquel hombre ya mayor, construyendo casas de muñecas para ella, reparándole los juguetes y llevándola sobre sus hombros para jugar a carreras, durante horas y horas.
Nunca oí hablar de él.
Preferí no insistir, y pensativamente, empecé a rebuscar entre el acopio de notas y papeles que había sobre la mesa. Me detuve cuando encontré el dibujo del guerrero griego, pero no le presté mucha atención en aquel momento.
—Jinx, ¿puedo hacer algo por ti?
Ella sonrió. Y su sonrisa me llevó de nuevo a la jovencita que había conocido con quince años. Vi en ella el perdido «interés» por mí que una vez sintiera en su vida.
—Todo irá bien —me dijo—. Papá me dejó un poco de dinero. Y por otra parte yo trabajaré haciendo uso de mi graduación en la evaluación de la opinión pública.
—¿Que vas a formar parte de los monitores de reacción?
—¡Oh, no! Es algo más que eso. Más profundo, Evaluación.
Había algo irónico en el hecho de que hubiera pasado cuatro años de su vida aprendiendo una profesión que dentro de poco iba a caer en desuso, a consecuencia del trabajo que su padre había hecho en el mismo período de tiempo.
Nuestros puntos de vista en este asunto, no coincidían. Se lo dejé entrever al decir: No hace falta que te dediques a ello, con los intereses que tienes en Reactions.
—¿El veinte por ciento de papá? No puedo cobrarlo. Oh, si, ya sé que es mío. Pero Siskin se apropió del dinero en un arreglo legal. En este caso él hizo las veces de gestor. Todos los dividendos están bajo custodia, y no puedo tocarlos, hasta que tenga treinta años.
Un verdadero lío. Y no es que hiciera falta mucha imaginación para ver los motivos.
Fuller no había sido el único en mostrar su acuerdo para que todos los esfuerzos y resultados de Reactions se dedicaran a una investigación que condujera a la elevación y mejora del espíritu humano, para intentar sacarlo de su todavía primitivo cenagal.
Había habido muchos otros votos, respaldando el de Fuller. Pero ahora, muerto éste, y Siskin arreglando las cosas para que el veinte por ciento de Fuller quedara bajo su tutela hasta que Jinx tuviera treinta años, era más que seguro y forzoso que el simulador utilizado para cualquier cosa, menos aquellas que tuvieran un sentido de provecho y de idealización.
Ella cerró su bolso de plástico:
—Siento mucho el haberme mostrado tan brusca. Pero la verdad es que estaba equivocada. Todo lo que podía pensar, después de haber leído en los periódicos algo acerca de la reunión de Siskin era que usted había querido arrebatarle el puesto a mi padre. Me tenía que haber dado cuenta antes de que estaba equivocada.
—Pues claro que lo estabas. De todos modos las cosas no van como quería el doctor Fuller. No me importa lo que ocurra. No creo que yo aguante aquí más tiempo del necesario para ver qué es lo que ocurre y cómo van las cosas, cuando el simulador se convierta en realidad. Los esfuerzos de tu padre, merecen tal satisfacción al menos.
Ella sonrió, puso el bolso bajo el brazo, y se acercó de nuevo hacia el montón de papeles en desorden. Un extremo de la página que contenía el dibujo en tinta roja, se veía asomar por debajo de otros papeles, y me dio la sensación de que el guerrero griego me estaba mirando de un modo burlón.
—Me imagino que querrá echarle una ojeada a todo esto —me dijo yendo hacia la puerta—. Le espero cuando guste en casa.
En cuanto se fue, me dirigí inmediatamente hacia la mesa, y comencé a buscar. Al cabo de unos instantes, quedó absorto, sin saber hacia dónde dirigir mi vista y mis manos.
El guerrero, ya no me miraba. Busqué y rebusqué entre todos los papeles. El dibujo no estaba allí.
Primero de un modo nervioso, después con mucho cuidado, miré y remiré todas las hojas, una y otra vez.
Volví a abrir los cajones, miré debajo de la mesa y por el suelo.
Pero el dibujo no estaba… como si nunca hubiera estado allí.