Últimamente su madre se movía mucho. Quizás estuviese mejorando, pero no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Una mezcla de miedo, aprensión e incredulidad le recorrió la espalda. La silla de ruedas estaba junto a la ventana. Era como si su madre hubiese tenido un momento de iluminación con Dios, hubiese usado sus manos después de tantos años y hubiese colocado la silla al lado de la ventana para observar la carretera. Tipton se rascó la cabeza, y entonces caviló que quizás la noche anterior se le hubiese ido la mano con las cervezas y él mismo la hubiese puesto allí. Sí, la había colocado frente a la ventana para que se distrajera mirando el paisaje que tanto le gustaba admirar cuando aún estaba en sus cabales.

Sí, eso debía ser.

—Buenos días, madre. ¿Cómo se encuentra hoy? —dijo acercándose y sin esperar respuesta alguna.

Comprobó la cantidad de líquido en el gotero. Cogió su mano para examinar la vía intravenosa y comprobó que tocaba cambiar la aguja. Tipton lo hizo absorto en sus pensamientos, y cuando se quiso dar cuenta, había terminado. Se apoyó en el marco de la ventana y observó el exterior.

Ya no había tránsito en la carretera. Aunque era una vía secundaria, un lunes a las nueve de la mañana la circulación habría sido más que considerable. Aquel camino era la conexión más importante entre el pueblo y la ciudad. Los unía a través de un hermoso sendero de veintisiete kilómetros de vía verde. Valles, riachuelos, túneles bajo las montañas constituían un cúmulo de paisajes agradables a la vista. Vereda que habían transformado en calzada años atrás, pero, aun así, el entorno no había perdido su encanto. Todo lo contrario. Últimamente, se podían contar con los dedos de muchas manos los ciclistas o gente haciendo footing que pasaban por allí. O jogging, como le había corregido un joven en una ocasión. Pero ya no era así. Desde la noticia de El día que empezó todo, aquella carretera había muerto. Ya no bajaba nadie del pueblo ni subía gente de la ciudad. Al menos, que Tipton hubiera visto. No había parejas ni padres con hijos ni mochileros ni campistas ni gente haciendo deporte que pasara por allí. La carretera ciertamente había muerto.

«Esperemos que esta no se levante», era un chiste que solía contarse Tipton en soledad.

El viernes pasado… Sí, el viernes por la mañana había despertado y, al salir en busca de Neo, percibió la presencia de una caravana en el área de descanso que había a unos trescientos metros en el margen del río.

La caravana seguía allí.

No vio merodear a nadie. Estuvo bastante pendiente y, desde entonces, la escopeta fue su fiel compañera, su inseparable novia, como decían en el ejército. Todos los candados disponibles aseguraban las dos verjas de entrada a su finca. Recordó a aquel hombre que apareció una vez en moto ofreciéndole un sistema de seguridad con cámaras de vigilancia y se maldijo por no haberle hecho caso. Fue magnífica la presentación que le hizo: con tres cámaras conectadas entre sí a un circuito cerrado de televisión podía vislumbrar todo el terreno. Desde los naranjos hasta la bajada del camino de entrada. Con el zoom llegaría a ver incluso quién se acercaría desde el primer túnel, quién se marchaba por el segundo o incluso podría estudiar el comportamiento de los buitres que rondaban en círculos sobre la más alta de las buitreras. Sin embargo, le molestó el alto precio del proyecto.

El dinero. Sus malditos ahorros. ¿De qué servían los malditos ahorros cuando todo se había ido a la mierda? Había visto imágenes de la ciudad antes de que cortaran las emisiones. Ya no quedaba nada. ¿Los bancos? De pasada vio uno con las puertas destrozadas. Años y años como hormiguitas para que algún maldito hijo de puta, con excusa de la hecatombe, se hubiese llevado los ahorros de toda una vida. De toda una familia. De muchas…

Negó con la cabeza y desestimó seguir irritándose en vano.

En tiempos memorables, en aquel merendero donde se encontraba la caravana había visto pasar el día a familias, parejas y pescadores. Incluso la policía había echado a gente que pretendía acampar junto al río y las mesas de piedra pero…

Unas pisadas retumbaron abajo.

Clanc, clanc, clanc.

El sonido… El porche de entrada.

Dos golpes amortiguados, uno fuerte y un arrastrar. Pum, pum, PUM, trrrrrr…

Más tarde, intentaban abrir la puerta. Tipton fue hacia las escaleras muy despacio para que no descubrieran sus pasos. Agarró la escopeta y la amartilló contra el suelo. Regresó junto a su madre y con la mirilla comprobó la cancela de la finca. Estaba cerrada. Continuó mirando hacia un lado y dio con una parte de la alambrada rota. La hierba alta pisada hasta el embaldosado que llevaba a la casa y…

Sangre.

Asomó todo lo que pudo para ver por encima del tejadillo la mayor parte de la entrada, pero le fue imposible. Tipton notaba la presencia de alguien allá abajo. Quedó totalmente en silencio y oyó cómo ese ser olisqueaba vigorosamente el aire. Lamentos y gruñidos. Por un instante pensó en subir sobre las tejas y acabar el trabajo desde allí arriba. Meditó que las posibilidades de caer a tierra eran muchas. Además, ya no tenía la agilidad de la que disponía años atrás. Si caía, estaría totalmente indefenso, probablemente lesionado. No tendría opción.

Esperó y, a los pocos segundos, obtuvo su premio. Un hombre alto, de pelo corto y cuerpo atlético avanzó hacia la cancela dándole la espalda. Seguía husmeando el aire. Tipton reparó en sus manos manchadas de sangre, como si las hubiese metido en el bidón de desperdicios de un matadero. El muerto dio unos pasos más y se paró. Levantó la cabeza y esta vez se deleitó con la fragancia que había llegado hasta sus fosas nasales. Era como un depredador cerca de una barbacoa que doraba carne. Tipton levantó el arma y le apuntó a la cabeza. Esperaría a que se diese la vuelta. Estuviesen como estuviesen las cosas, no dispararía a nadie por la espalda. Solo quería ver su rostro y mirarle a los ojos. Así los olvidaría. El tipo de abajo bajó la cabeza y se miró las manos, levantó una y se chupó los dedos.

Tipton quiso evitar el espectáculo.

—¡Eh! ¡Oiga! —le gritó.

El hombre alto ladeó la cabeza. Dio un paso torpe hacia la izquierda y se giró. Tipton esperó unos segundos, no le miraba a él. El muerto estaba observando algo al otro lado. Siguió rápidamente su mirada para ver qué había atraído su atención. Con espanto comprobó que era una de sus ovejas. Se había escapado del redil y pastaba junto a los naranjos. El hombre alto comenzó a alterarse, a gritar con fuerza, y un tembleque se apoderó de sus manos. Su voz se ahogaba, pero resurgía otra más grave, como solo lo puede hacer la voz de un hombre adulto. Como si estuviese arrancando motores. Su cuerpo se fue irguiendo a la vez que sus pasos cogían más velocidad. Tipton apartó el carrito de su madre, bajó la escopeta y apuntó. El hombre alto se lanzó sobre la oveja pero esta se apartó de un brinco. El muerto rodó por el suelo. Tipton sabía que no le sería fácil. Lo vio posarse sobre cuatro patas como un felino y entonces llevó la mirilla del arma hasta su cabeza y disparó. La descarga retumbó en el valle. La cabeza del hombre se repartió entre pasto y árboles. El cuerpo quedó como una imposible estatua romana.

La oveja desapareció de entre los naranjos y corrió hacia el redil.

El sudor que recorría normalmente el cuello de Tipton se enfrió. Cansado y con el flequillo sudado como cuando era joven, se volvió y encontró a su madre en la silla de ruedas con la mirada perdida en el suelo. Ni siquiera un estruendo de tal calibre era capaz de alterarla. Después del accidente, le había costado bastante tiempo dejar a su madre sola. Y cuando no tenía más remedio, pensaba egoístamente, contándose a sí mismo que podría morir en cualquier momento y él no tendría por qué estar delante. Además, era inevitable tenerla con él en cada momento. Cuando bajaba al huerto a trabajar, la llevaba hasta allí. Hablaba con ella, como cuando tenía uso de razón y ella por sus propios medios cogía su silla preferida y se sentaba a coser en el porche mientras él sembraba patatas, tomates o pimientos. Aquello parecía tan remoto. Como de otra vida. Tipton llevó nuevamente la silla de ruedas hasta la ventana y le dio un beso a su madre. Luego bajó y, cuando salió al salón, atrapó la gorra que colgaba sobre el mueble. Se la colocó hacia atrás, resopló y se dispuso a salir fuera.

En el pórtico había un charco de sangre. La puerta estaba peor. Poco quedaba de su albeado original. Ahora parecía un cuadro abstracto de esos que tenían en la ciudad. Tipton avanzó hasta el camino enlosado con la escopeta en alto y apuntando a cualquier cosa que se moviera. De momento, no había ninguno más. Llegó hasta el cuerpo del hombre y lo inspeccionó con el pie. Tendría que enterrarlo. Echar tierra y fumigar toda esa parte. Se preguntó cómo habría entrado, y entonces recordó la abertura en la alambrada. Fue hacia allí. Un pequeño agujero por el que se colaban los perros le sirvió a aquel tipo para entrar. ¿Tan listos eran o la había encontrado por casualidad? Ahora la abertura se había convertido en un enorme agujero.

Oyó pasos en el camino. El chisporroteo de la grava le alertó de que alguien se acercaba. Tipton se echó hacia atrás para ver tras la cancela. Un niño venía corriendo desde el merendero. Quizás fuera el hijo del tipo sin cabeza que yacía a sus pies. Aquella caravana había traído la enfermedad a su tierra. Tenía que quemarla. Dios le enviaba pruebas. Ahora un niño. ¿Sería capaz de matar a un niño?

—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! —gritaba el crío.

Sus pasos no eran firmes. Pero su voz sí. Detrás de él, de la espesura saltó a la carretera una mujer menuda, largo pelo rizado y grandes pechos al descubierto. La mujer primero observó su entorno, como desorientada. Después echó a correr tras el niño. Mientras corría, el cuerpo de la mujer se encorvaba como el de un gato y gritaba.

Dios, cómo gritaba. Con más fuerza que el hombre antes de atacar a su oveja.

—¡Corre! ¡Corre, por Dios! ¡Corre! —indicó Tipton desde la cancela.

Junto a la verja, rebuscó en sus bolsillos. Buscaba las llaves del cerrojo. Era inútil. No las llevaba encima. No las había cogido del salón. El niño llegó hasta la cancela. Tenía la cara sucia. La sangre en su piel se había vuelta negruzca. Le habían arrancado pelo en gran parte de la cabeza.

—Ayúdeme señor —dijo al llegar y sin aliento—, mi padre se suicidó anoche. Esta mañana quiso mordernos. No comprendía… Intentamos hacerle comprender. Todas las enfermedades tienen cura, ¿no? Lo decía mi abuelo… Él puede…

—¡Calla! ¡Corre! ¡Ven por aquí! ¡Por el agujero, niño! —Tipton trotó hacia su derecha. Intentó que el niño viera la abertura en la valla. Pero el pequeño no paraba de hablar y hablar, y permaneció allí observando con terror lo que se le venía encima. La mujer desnuda de pelo rizado llegó y se abalanzó sobre el niño como una leona. Tipton regresó, sacó la culata entre los barrotes y le asestó un golpe en la cara que la tiró de espaldas.

—¡Ven niño! ¡Maldito seas! ¡Hazme caso!

Le señaló el hueco y esta vez el pequeño comprendió. La leona se estaba levantando.

«¿Qué hago, Dios? No me obligues a matar a un matrimonio el mismo día…».

Por un segundo contempló los gigantescos nubarrones que se abatían sobre el horizonte. Cómo el viento se volvía cálido, la lluvia se acercaba. Cómo olía a tierra mojada. Su madre solía decir: «Huele a verano».

«Dios, esto es para volverse loco…».

Sacó el cañón entre la alambrada y disparó a la mujer que intentaba comerse a su hijo.

Fin.

El niño se tiró al suelo tapándose los oídos como si una bomba hubiese caído del cielo. Tipton se acercó y levantó la malla.

—Pobre… Paula —gimió el niño, mirando el cuerpo. Cuando se puso en pie, parecía diez años mayor. Continuó apretándose el oído derecho. El disparo le había ensordecido.

—¿No era tu madre, hijo?

—Mi tía. Paula era mi tía.

Tipton sintió cierto alivio.

—Pero tiene usted que ayudarme —insistió el niño—. Mi madre está aún en la autocaravana. Está viva. Encerrada en el altillo. Conseguí atraer a mi padre y a mi tía para que se olvidaran de ella. Ami padre conseguí despistarlo, pero a Paula no. Con ella no pude… —El niño volvió a mirar el cuerpo sin garganta y de pronto, como si algo le hubiese asustado, se apartó de Tipton.

—¿Qué te pasa? —dijo el viejo.

—Huele usted a cera.

—¿Cómo?

El pequeño negó y miró a sus pies:

—Nada —murmuró, y se llevó las manos a la cara para llorar.

—Tranquilo. Eso no… ¿Cómo te llamas?

—Lucius.

—Mira Lucius, no sé qué está sucediendo, pero llorar no te servirá de nada.

—¿Quién es? —preguntó el chico.

—¿Quién…?

—Esa señora de ahí. ¿Por qué nos saluda? —Lucius se limpiaba y señalaba hacia la casa.

Una gota descendió del cielo y dio en la frente de Tipton Brahman. Al girarse contempló cómo su madre… Su madre estaba saludando. En realidad, no lo hacía. Aunque daba esa sensación. Tipton vio a su madre de pie, haciendo gestos con las manos y aporreando el cristal con fuerza. Gritando como uno de ellos. El pelo suelto por los constantes meneos de cabeza y la boca abierta. Tipton pensaba que lo tenía asumido. Pensaba que no lloraría el día que su madre muriera. Pensaba que debía estar cerca para cuando eso ocurriera y así poder actuar con presteza para que ella no regresara ante sus ojos.

No consiguió evitar nada de lo que tenía pensado. A lo lejos, muy a lo lejos, vio un avión entre las nubes. Oscuridad y silencio. Últimamente su madre se movía mucho. Quizás estuviese mejorando… Todo lo contrario. Una mezcla de miedo, aprensión e incredulidad le recorrió la espalda.

—Vamos hijo, tengo que matar a mi madre.