La niña había dejado de llorar. Se había dormido. La criatura estaba muy acalorada, sudaba, tenía el pelo mojado y sobre su frente se apelmazaba un pequeño mechón de pelo. En sus párpados había aparecido un leve color morado y su piel se volvía algo amarilla. Su minúscula nariz emitía un sonido leve y ronco. El padre Mile la miró un par de veces más, la arropó y comprobó que la ventana estaba bien cerrada. Enchufó el vigilabebés, ajustó la cámara y cogió el receptor.

Alguien lo esperaba en la escalera.

—Es usted un buen hombre —dijo Drew.

—Es muy pequeña. Necesita una madre, señora Cassy.

—Señorita.

—Perdón. Lo que quiero decir es que debería tener una mujer a su lado. El mundo tiene que seguir adelante y nuestra fuerza depende de las mujeres. De las madres y los niños. Ellos son el futuro de nuestra existencia —dijo Mile mirando la cuna—. Susanah es el único bebé del pueblo.

—Cierto. Pero este pueblo ya no tenía futuro mucho antes de esta crisis que estamos viviendo. Lo normal es que los jóvenes hagan vida en la ciudad. Los sitios como este no sobreviven. Y si lo hacen, es como lugar de descanso para gente jubilada.

—Señorita Cassy: yo no le hablo del futuro del pueblo, sino del de toda la humanidad.

—No se ponga… ¿Acaso cree que esto es el fin del mundo?

—Si no lo es, se parece mucho.

—¿Qué dice la Biblia?

—Ya poco importa.

—¿Cómo puede decir eso?

El padre Mile le hizo una señal con la mano para que se alejaran de la habitación. A Susanah le increpaba el más leve ruido.

Cuando salieron, el cura comprobó el vigilabebés y vio a la niña bien dormidita en la pequeña pantalla.

—Lo que quiero decir es que no quiero ponerme a interpretar las palabras del libro santo cuando en realidad ya estamos viviendo el infierno. Las sagradas escrituras son un modelo a seguir para cualquier creyente. Los primeros cristianos se reunían para celebrar la eucaristía en cualquier lugar, juntos como hermanos. No necesitaban nada más que pronunciar el sacramento, tener pan y vino para convertirlo en cuerpo y sangre de Cristo. Esa es la verdadera idea que muchos han olvidado. La iglesia no es un baluarte contra el mal. La Biblia no es la solución a la vida. Son hechos, los cuales sirven como ejemplo para encontrar el camino.

—Ah —murmuró Drew—. Entonces, ya nada importa.

—Sí que importa —señaló a la habitación y luego al receptor se veía a Susanah—. Ellos importan.

Drew Cassy asintió. No supo qué contestar. No había ninguna inflexión en la voz de aquel hombre. Observó que sus ojos estaban llorosos, cómo su labio temblaba al hablar. Desprendía sabiduría a través de sus ojos arrugados y tristes. Sus palabras podían desestabilizar a cualquier cristiano. No había seguridad en ellas. Drew no se consideraba creyente acérrima, pero ahora que estaban a solas, esperaba alguna mención a la esperanza. Sin embargo, tuvo la sensación de que el padre Mile estaba en peor situación que ella. Lo estaba pasando mal. Su voz ronca…

«Su muro de creencias se ha venido abajo», pensó.

—Nehemías, dígame una cosa —inquirió—. ¿De verdad piensa que esa niña nos avisa con sus lloros cuando los muertos están cerca?

El cura exhaló una bocanada profunda que no se había dado cuenta que había estado aguantando. La comisura de sus labios se convirtió en una oscura mueca.

—Es usted muy tenaz. Tal vez crea algo, si le digo que la madre del bebé regresó a por ella el día del cementerio. La encontré junto a Susanah. Casi se la… Ya me entiende. Casi la mata. Me interpuse en su camino, tuve que hacer lo que nunca creí que haría a un ser humano. Vivo o muerto. Yul, el padre de Susanah, murió poco antes de que naciera la niña, ¿lo recuerdas?

—Sí, claro. Murió electrocutado mientras trabajaba. Era instalador eléctrico, creo. Salió en los periódicos locales.

—Me parece que sí. Tuve que deshacerme de él también. Matarlos… a los dos. A la madre y al padre de la niña. A su padre me lo encontré en el jardín trasero de la iglesia una tarde mientras podaba los setos. Susanah lloraba como nunca lo había hecho y, gracias a ello, pude salvarla.

—Pero pudo ser…

—Tengo una sotana llena de sangre que me aleja de Dios, señorita Cassy. Ya no la llevo. Prefiero esta bata blanca, aún por manchar. Si sigo vistiéndola es para evitar vuestras preguntas. Ya tengo suficientes preguntas en mi interior… Mi alma se llena de espinas.

Drew le cogió la mano al ver sus lágrimas.

—Nehemías, usted obró bien —le dijo—. Quiero que me perdone si he sido demasiado directa. Usted hizo lo correcto, de eso no me cabe la menor duda. Pero tiene que seguir siendo fuerte. No solo por mí, sino por muchos de los de ahí fuera. La mayoría creen en sus palabras. Harán lo que usted diga. Debemos usar eso por el bien de todos, ¿no cree?

El padre Mile se encogió de hombros.

Drew le puso el brazo por encima. Odiaba ver a un hombre llorar. Los hombres no deberían poder llorar. Imponía mucho verlos. Y el hecho se volvía más turbador a mayor edad. Sujetos el uno al otro, bajaron las escaleras. Abajo había un gran murmullo. La gente parecía inquieta. Mile y Drew atravesaron el pasillo de lamas de madera blanca y entraron en la sala principal.

El cura se limpió la cara con el brazo y volvió a comprobar que Susanah estaba bien a través del vigilabebés. El paso de las horas había cansado a la gente, que ahora se arremolinaba junto al portón. Algunos tiraban del cerrojo, pero estaba cerrado con llave. Se habían formado grupos de charla. Al verle, el señor Burke, de larga melena india y piel rojiza, le dijo:

—¡Ábranos, padre! Queremos irnos ya. La niña ha debido equivocarse otra vez. Esto cada vez se parece más al cuento de Pedrito y el lobo.

Mile sacó las llaves del bolsillo y pidió paso.

—¿Por qué tardan tanto? —preguntó alguien.

André Prod levantó las manos y pidió silencio. La gente calló. Pensaban que André iba a comunicar algo importante. Pero no dijo nada. Únicamente se llevó el dedo índice al oído para indicarles que escucharan. Poco a poco se hizo más intenso el sonido del motor de un coche. André fue hasta uno de los ventanales y gritó:

—¡Son ellos! ¡Abra la puerta, padre Mile! ¡Ya están aquí!

La gente acudió hacia la entrada.

—¡Sí! ¡Que nos digan si estamos seguros en nuestras casas!

—¡Eso! ¡Que nos digan de una puñetera vez!

—¡Por favor, dejen paso al padre Mile para que pueda abrir! —dijo Drew Cassy, introduciéndose en el tumulto—. ¡Vamos! ¡Todos tenemos ganas de irnos a casa!

—Está claro.

—Yo, por lo menos, no pienso irme a casa hasta que Samuel y Ben me confirmen que estamos seguros —dijo una señora.

La muchedumbre se alejó reticente de la puerta.

—Es verdad.

—Pero está amaneciendo ya, llevamos muchas horas aquí.

El padre Mile encontró la llave y abrió la puerta. Al salir, observó a un lado y a otro, y comprobó que en la parte del exterior del edificio no había nadie. Drew le siguió. El vehículo de Samuel Day se acercaba por la avenida a gran velocidad. Mile y Drew le hicieron señas, pero el coche pasó de largo.

—¿Dónde van? —preguntó Drew.

—Creo que puedo imaginarlo. Si no han encontrado a nadie, Samuel Day, ya sabe por qué llora Susanah —contestó el cura.

Esperaron un momento hasta que el coche se perdió por el fondo. Mile y Drew se aventuraron hasta la acera más próxima, reparando con mil ojos a su alrededor. Matt Mane y André Prod fueron las únicas personas que se dignaron a salir con total convicción tras ellos.

Matt Mane era un hombre bajo, fuerte, de pelo castaño, con complexión de culturista y que, a pesar de haber pasado los cuarenta, seguía pretendiendo a chicas jóvenes en pubs y discotecas. Mediante un examen de reválida, al que decidió presentarse en el último momento, obtuvo una plaza de administrativo en el ayuntamiento de un pueblo perdido de la sierra llamado Rotten. Por él, abandonó su empleo de toda la vida como encargado de supermercado en la ciudad. Le salió bien. O no. El día que empezó todo, el mismísimo alcalde de Rotten quiso morderle. Hagart subía corriendo por el hall y Matt bajaba. Sus miradas se cruzaron. E instintivamente tuvo que darle una patada en el pecho para apartarlo. El alcalde cayó y se partió el cuello. Minutos después, cuando pudo reaccionar ante lo que sus ojos vislumbraban por las enormes cristaleras del edificio, Matt tuvo la genial idea de advertir a todo el mundo, la obligatoriedad de cerrar todas las puertas de los edificios antes de salir.

«Fui previsor. Como en los incendios, hay que dejar el mal dentro», contestó orgulloso cuando le preguntaron cómo se le había ocurrido.

André Prod era el panadero del pueblo. Al igual que muchos, tenía a sus hijos fuera. Era viejo, septuagenario. Sus tres hijos eran bastante mayores. Su mujer le abandonó poco después de parir al menor. Nadie sabía por qué. Tampoco nadie sabía por qué André Prod no era visitado por sus hijos. Era una bellísima persona. Su único defecto, que hacía buenas migas con Matt.

Alguien cerró el portón de la iglesia.

—¡Menuda panda de idiotas! —comentó Drew—. ¡Llevan todo el día contradiciéndose!

—Es normal, guapa. Están asustados —dijo Matt, cuando llegaron.

—Dime algo que no sepa, por favor.

—Pues que en el fondo estás enamorada de mí.

—Debe de ser muy en el fondo.

André y el padre Mile sonrieron.

—Padre, ¿por qué han pasado de largo? —quiso saber André.

—No lo sé.

—Van a casa de los Day —dijo Drew, y vio como Matt abría la boca como un bobo—. Sí: van a hacer algo con su hija.

—No creo que Day vaya a matarla —dijo Matt, cruzándose de brazos.

—Yo tampoco lo creo —dijo André.

—Quizás haya convencido a los demás para que lo hagan, ¿no creen?

El sol tempranero anunciaba un día más cálido que el anterior. El viento del oeste no soplaba con tanta fuerza. El cielo era tan azul como brillante, y las nubes se habían esfumado. Una tímida y minúscula luna se podía ver aún en la lejana bóveda celeste. Eran casi las ocho de la mañana cuando un Chevrolet gris apareció por el camino de entrada a Rotten. El coche siguió en línea recta, a toda velocidad. El motor, rugiendo como un dragón, directo a la verja de contención. Pocos fueron los segundos que tuvieron Mile, Drew, André y Matt para asimilar la situación. El vehículo circulaba a más de cien kilómetros por hora. Su destino ya era inevitable. Por la forma en que hacía eses, algo debía ocurrir en su interior. André y Matt recularon hasta la iglesia. Drew tiró del brazo de Mile.

—Vamos dentro, padre.

—¡No!

—¡No sabemos quiénes son!

—Ese coche… lo he visto antes. Es de alguien del pueblo. ¡Quizás necesite ayuda!

—Pero… ¡No tenemos con qué defendernos!

El Chevrolet atravesó la valla y la destrozó por completo. El capó pandeó hacia arriba, encorvándose como una hoja de papel. Una humareda gris brotó de la chapa. Las ruedas rechinaron como un gato pisado, pero continuó avanzando a gran velocidad y virando, como si en su interior se estuviese librando una batalla.

Se dirigía hacia ellos por la vía de sentido contrario. Drew temía por el bajo estado de ánimo de Mile. La dejadez que parecía poseerle. Él mismo se lo había aclarado en el campanario. «Alguien que no desea vivir se vuelve demasiado peligroso», pensó, mirándole a la cara. El flequillo cano del hombre le caía por los ojos y se los ocultaba. Después de la conversación que habían mantenido, se sintió muy unida al sacerdote. Quizás porque se había sincerado con ella. Tal vez porque sabía su secreto. Drew se apartó unos metros cuando el coche se acercaba a ellos, pero no podía dejar a Mile solo.

La puerta de la iglesia se abrió y Matt y el panadero desaparecieron. Luego, cerraron el portón. Multitud de rostros asomaban por las ventanas.

—¡Nehemías, por lo que más quieras! —gritó Drew y le tendió una mano, como si estuviera a punto de saltar al vacío.

—Ve dentro, mujer. No te preocupes.

El Chevrolet derrapó a pocos metros de la acera. Un repugnante olor a goma quemada inundó la zona por unos segundos. Las puertas traseras se abrieron casi al instante en el que se frenaba. Un hombre vestido de militar y una mujer rubia, de pelo corto, salieron como expulsados. El parabrisas delantero estaba manchado de sangre, y se distinguía forcejeo en la parte delantera. El militar dio la vuelta y corrió hacia la puerta del conductor y la abrió. Otro militar más joven se sujetaba la garganta y pataleaba junto al volante. En su pecho, todo era sangre. El que había abierto la puerta tiró de él, desde el asiento del copiloto algo saltó sobre sus piernas y lo sujetó con fuerza, pero el militar zarandeó el cuerpo de su compañero y consiguió arrancarlo de sus garras. Acto seguido, dejó caer el cuerpo en la carretera.

Cerró la puerta del coche de una patada. Y una cabeza se estrelló en el cristal. Se oyó un grito agudo y débil.

—¡Venga conmigo, vamos dentro! —gritó Drew a Candi, la mujer rubia de pelo corto, estupefacta en la acera.

Ambas mujeres corrieron por la acera hacia la iglesia, la cual las engulló. Mile intentó seguirlas, pero sus pies se habían vuelto estáticos como el hielo. Sin embargo, su boca aún funcionaba:

—¿Es uno de ellos? —preguntó. Pero el militar, con aire autoritario, no contestó. Lo que hizo fue recuperar su fusil en el que resplandecía una afilada bayoneta, y dio la vuelta al coche hacia la puerta del copiloto para enfrentarse a lo que fuera que había allí dentro.

La abrió y se alejó.

El vehículo se movió.

El padre Mile seguía sin verlo. El militar fue retirándose dando sendos pasos atrás. O no se atrevía, o prefería esperar a que le atacaran primero. Poco a poco comenzó a verse una figura pequeña como la de… ¡Un niño!

—¡Por el amor de Dios! —gritó el cura, cuando el militar preparó el arma.

El militar corrió a su lado y colocó la bayoneta como defensa.

—Es mejor no separarnos.

—¿Está usted seguro de que el niño…?

El niño, de un salto, se posó en el abollado capó y enseñó los nudillos rotos. Crujían cuando los movía. Enseñó los dientes como una bestia. El extinguido instinto animal del hombre surgía en el interior del niño. Sus finos músculos se tensaron.

—Me llamo Mitch Wailer, ¿de verdad cree que eso es un niño? —le dijo el militar.

—O al menos lo fue. Soy el padre Mile.

—Entonces, ¿usted por qué opta? Le aseguro que no se irá. Vendrá a por nosotros. No se cansará. ¿Qué dice su religión sobre esto?

Maldita pregunta.

—Tiene usted razón. Hágalo cuanto antes.

—No son muy inteligentes —dijo Mitch, como si hubiese combatido con un millar de muertos—, pero sí rápidos. Y no parecen sentir cansancio ni dolor. Esperemos a ver qué hace.

Como si hubiese estado esperando una señal, el harapiento niño saltó del coche y cayó al suelo. Su tobillo izquierdo se torció, crujió, pero el pequeño ser no hizo el más mínimo gesto de dolor. Dio un paso, pero no pudo avanzar apoyando los dos pies. Aunque el dolor no fuera con él, la estabilidad la había perdido. Todo ello repercutía en limitarse a cojear y en chillar como un espíritu inquieto.

«Esto también me perseguirá el resto de mis días», pensó Mitch.

«¿Por qué espera tanto?», meditó el cura.

De pronto, se oyó otro coche. También a gran velocidad. Mile miró a la entrada del pueblo y vio las vallas rotas. Pero era desde el otro lado de la avenida por donde aparecía el vehículo de Samuel Day.

«Bien».

El todoterreno frenó en seco junto al humeante Chevrolet. Ahora sí, el niño reparó en ellos y escudriñó a un lado y a otro para ver por qué bando decantarse. Samuel Day, Ben Respibi, Jimmy Laymon y Zack Snyder bajaron del coche. Solo Day y Ben avanzaron hacia el niño, ambos encañonándolo con sus armas, como a un fugado de la cárcel.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Day.

—Sí, dónde está Max —inquirió Ben.

Al oír sus palabras, Mile recordó a Max Rodríguez. Buena pregunta: ¿dónde estaba?

El ex policía fue rodeando poco a poco al niño. El engendro miraba a un lado y a otro y bufaba. Por su pequeña boca resbalaban fluidos. Como un animal acorralado al que apuntan con un arma, el niño se decantó por Day y empezó a caminar hacia él.

—Maldita sea, niños no. ¡Leche puta! ¡Niños no!

Y disparó. El cuerpo decapitado cayó sobre el asfalto.

Los seis hombres se observaron entre sí. El padre Mile se persignó y oyó por primera vez como Susanah lloraba a través del vigilabebés. Mitch bajó la bayoneta y pensó en sus hijas. Ben negó con la cabeza y chascó con la lengua. Zack Snyder se apartó a un lado para vomitar. Jimmy Laymon dio una patada a la puerta del Navara y esta se cerró. Y Samuel Day, mirando al suelo aletargado, como alguien que por fin ha superado una prueba, dijo:

—Rápido. Tenemos que cerrar la valla.