Susanah seguía llorando.

—¡Dios mío! ¿Cómo dice? —preguntó Max Rodríguez con una voz chillona, casi histérica. La expresión de su cara cambió de furia a pura confusión.

—Sé que es un puto problema —aseguró Samuel Day—. Ya lo sé. Deje de recordármelo, joder. No he podido… ¿Usted podría haberlo hecho? No he podido disparar a mi hija.

La estancia, en completo silencio. El padre Mile miró a su alrededor durante un instante. Notó el frío de la noche entrando en la sala. Probablemente, a través de la parte más alta de la linterna en la cúpula de la iglesia. Observó a los habitantes del pueblo uno por uno. Contempló infinitud de estados de ánimo. Indecisos, aterrados, sollozando, confusos, en alerta, nerviosos; dormidos como el viejo Tinny, despreocupados como los niños Zack y Jason. Max Rodríguez estaba junto a su hermano Terens, el cual le sujetaba fuertemente la mano. No hacía mucho que el pobre Terens había vuelto a vivir con su hermano. Lo habían despedido de la fábrica por negligencia. Algo que hizo (o no hizo) mató a dos hombres. Terens volvió roto. Y, desde entonces, siempre andaba absorto en sus pensamientos. Nada de esto del fin del mundo parecía ir con él, y su hermano Max… Los habitantes del pueblo sabían que navegaba en una constante crisis histérica. Desde que comenzaron los problemas, le era imposible localizar a su hija Sara, que estudiaba en la ciudad.

—Pero su hija ya está muerta —recriminó Max sin ningún miramiento—. ¡Nos pone en peligro a todos si la deja deambular por el pueblo!

Vivian Day lloró con más fuerza.

Algunas mujeres tuvieron que agarrarla para que no cayera al suelo. Parecía a punto de desvanecerse. Samuel Day bajó corriendo del altar en dirección a Max con los puños en alto. Unos cuantos hombres se abalanzaron sobre él y lo detuvieron.

El padre Mile les recriminó desde el altar:

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Estamos en la casa de Dios!

—¡Te voy a romper la cabeza, maldito cabrón! —gritaba Samuel Day.

Ben Respibi fue el primero en sujetar al ex policía.

—¡Tranquilízate hombre! —dijo Ben e hizo presión sobre sus hombros—. En parte, tiene parte de razón…

—¿Cómo?

—Verás, no podemos dejarla entre nosotros en ese estado. Y lo sabes.

—¡Para que lo sepáis, he encerrado a mi propia hija en el sótano! —chilló el ex policía con lágrimas en los ojos—. ¡Ami hija, joder!

Entre el tumulto, Samuel Day se echó a llorar. La gente lo ayudó a que se sentara. Su mujer se abrió paso para llegar hasta él. Lo abrazó. La tristeza invadió la iglesia. Los que aún tenían familia pensaban en los suyos. Max miró a su hermano Terens y vio como este se movía atrás y adelante con las manos entre las piernas. Los niños se observaron consternados. Cada uno de los habitantes del pueblo tenía razones por las que afligirse. Max dejó a Terens con su vecino John Middles y se acercó hasta los Day y les pidió perdón. Ben Respibi cruzó la mirada con el padre Mile. Tenían el mismo brillo en los ojos: el que nace cuando te quedas solo en el mundo y tienes que defenderte por ti mismo ante los males de la tierra. Por lo menos hasta el día en que mueras.

Si mueres.

—Tened cuidado.

Diez minutos más tarde, los hombres habían decidido salir a inspeccionar las alambradas.

Unas semanas atrás, Samuel Day seleccionó a los hombres que eran mañosos y sabían soldar. Comentó el tema con los hermanos Braun, los cuales poseían grúas de carga y gracias a su ayuda, y a una buena colaboración, cercaron el pueblo en poco tiempo. Por suerte, en la salida nordeste del pueblo había una infinitud de vallas amontonadas y sin colocar en lo que esperaba ser unas extraordinarias instalaciones deportivas. La obra llevaba paralizada más de dos años. Problemas entre el alcalde Barres y la constructora. Day y algunos hombres habían cargado las vallas en los camiones. Miguel Braun y su hermano más joven Pat, las habían recolocado con la ayuda de las grúas. De tal modo que pudieron acabarlo todo en un par de días, trabajando a destajo.

Trabajo de auténticos profesionales.

Rotten era ahora un centro amurallado, aislado de la barbarie, por el que se había colado una chica muerta.

Se despidieron en el porche de la iglesia. Samuel Day besó a su mujer y ella insistió en que tuvieran cuidado. Ben Respibi, Jimmy Laymon, Max Rodríguez y Zack Snyder padre se habían unido a la expedición. Tenían que comprobar el perímetro. Debían asegurarse de que la pequeña Susanah únicamente lloraba por la llegada de Eva.

—Cerrad bien todas las puertas —indicó Jimmy Laymon—. No salgáis por nada del mundo. Esperad a que volvamos sanos y salvos —dijo con aire de superioridad.

Los demás se miraron.

Sonrieron.

Los cinco hombres subieron al Nissan Navara y se ovillaron en sus chaquetones. El frío era el principal enemigo en aquellas montañas. Frío seco que penetraba en los huesos y se estancaba en el cuerpo. Samuel Day, al volante, avanzó lentamente con el todoterreno por la avenida. Lentamente, hasta girar por donde empezaban los árboles. Cruzaron el parque y no vieron el menor indicio en las vallas. Llevaban las luces apagadas para no ser advertidos en la lejanía. La luna llena se alzaba poderosa en el cielo. Su luz gris invadía las calles del pueblo y se inmiscuía entre las ramas de los abedules, serpenteando entre las sombras de las casas.

Ben Respibi fue el primero en romper el silencio.

—Quiero que sepáis que estamos juntos en esto.

Se giró todo lo que pudo para poder mirar a los ojos a los tres hombres que iban sentados en la parte de atrás. Ben Respibi era el más joven, pero parecía tener más autocontrol que todos ellos.

—Por desgracia —comentó Max Rodríguez.

Miraba por la ventanilla, inmerso en sus problemas.

—Nadie quiere que las cosas estén como están, Max —intervino Zack.

Zack padre tenía cara de oficinista y una media sonrisa siempre habitaba en su cara. Perdió a su mujer el día del cementerio. Él y su esposa estaban en una habitación de la clínica después de que ella se hubiera operado de un quiste el día anterior. Un tipo entró por la puerta y se abalanzó sobre ella. Zack estaba en el cuarto de baño. Su mujer decía a la gente de Zack que era asquerosamente optimista. Todos en el pueblo querían a los Snyder. Eran tremendamente encantadores con todo el mundo.

«Ni siquiera las personas como ellos están a salvo», pensó Ben.

—Esto nos ha cogido a todos por sorpresa —continuó Zack, complaciente—. Ninguno sabemos qué nos deparará el futuro. Pronto tendremos escasez de comida y agua. Yo, al menos, me he parado a pensarlo. Hay que estar muy unidos y pensar en los demás si queremos seguir adelante. Tendrás que aguantarte o…

—¿O qué?

Zack calló y desvió la mirada.

—O tendrás que marcharte —asestó Ben.

—Que tendré qué… —Max se reclinó en su asiento.

Y se detuvo.

Sus ojos y su frente se arrugaron. Levantó una ceja. Observó sus manos encallecidas por el trabajo en el campo. Treinta años, una vida. Todo por el bien de su familia. Horas, noches, durmiendo en el tractor. Frío a la intemperie recogiendo la cosecha. Nada importaba cuando las cosas iban mal. Un plato de comida caliente que no debía faltar a su mujer y a su hija. Y ahora… qué le quedaba. Miraba sus manos como si las tuviese manchadas de sangre.

—¿Sabe una cosa, señor segurata? Tiene usted toda la razón.

En la parada de autobús había dos cuerpos: Nuria y Jennifer Albo.

Jennifer estaba tendida de costado en el suelo con las piernas encogidas hacia el vientre. Los hombros hundidos hacia delante y los brazos cruzados sobre los pechos. En posición fetal, amoratada e hinchada. Los ojos, casi salidos de sus órbitas, y con cierta expresión de desaliento.

Nuria estaba sentada en el banco de la parada, con la cabeza vuelta hacia un lado y con la mano derecha sujetando un móvil sobre su regazo; como si a última hora hubiese querido pedir ayuda. Era imposible saber si lo había hecho estando viva o muerta. Los instintos de supervivencia podrían ser una incógnita en ese estado.

Ambas hermanas eran maniaco-depresivas y cuando había empezado los problemas, se habían quitado la vida con un bote de pastillas.

—Lo peor de todo son sus rostros —musitó Jimmy Laymon.

Habían aparcado en la parada al ver los cuerpos. Bajaron del coche todos, menos el huraño Max, que seguía cavilando.

—No entiendo por qué sus músculos faciales no se relajan después de la muerte —comentó Samuel Day—. No comprendo cómo pueden seguir así de tensas. ¿Quién les disparó? No sabía nada…

Los demás se encogieron de hombros.

—Aquel día la histeria se hizo con nuestro pueblo —contestó Ben—. Pudo ser cualquiera. Ni me acordaba de ellas.

—Pero ellas no son el problema —contestó Laymon—. Están… doblemente muertas. Susanah nos está avisando de otra cosa.

—Debimos de pasarlas por alto cuando incineramos los cadáveres —convino Samuel Day, aún pensando en las pobres chicas.

Cuando llegaron al pueblo y les hablaron de ellas, Eva se había interesado por las hermanas. En casa, durante la cena, sacaba el tema a relucir. Consiguió hablar con una amiga en la ciudad para que siguieran un tratamiento. Eva quería ayudarlas.

Y ahora las tres estaban muertas.

Ningún padre debería ver morir a sus hijos.

—Nadie quiso revisar tan cerca del bosque. Pasamos muy cerca cuando vinimos a colocar las vallas pero tal vez nadie las vio —comentó Zack haciendo una mueca.

—Ayudadme, vamos a ponerlas en la parte de atrás. Las dejaremos en el montículo ya que estamos aquí —ordenó Samuel.

Zack y Ben elevaron a Nuria. Laymon y Day a Jennifer.

Mientras circulaban junto al perímetro vallado buscando la rotura en la cerca, que en algún lugar debía de estar, si no, nada tendría sentido; el ex policía intentaba sintonizar algún canal en la radio del coche.

Ninguna señal. O no funcionaba, o habían dejado de emitir esos ridículos mensajes de emergencia. Ben, a su lado, y Zack en la ventanilla de atrás iluminaban con la linterna hacia el lateral buscando la abertura que seguía sin aparecer.

Llegaron al montículo y Day encendió las luces del todoterreno para iluminarlo. Al otro lado del cristal estaban los restos de lo que una vez fueron habitantes de Rotten. Polvo que ahora formaba parte de la madre tierra. Vidas extinguidas. Gente que tenía proyectos, sueños que realizar. Hijos que sacar adelante. Cenizas que se habían fundido con el entorno y se alzaban ahora sobre el llano, borrando con su calor la oscuridad de las montañas.

Dejaron los cuerpos sobre la podredumbre. Los rociaron con un bote de alcohol Sheridan s y les prendieron fuego con una cerilla. El apellido Albo se extinguió del mundo y ellos lo contemplaron.

—¿Qué ha provocado esto? —preguntó Zack Snyder.

La pregunta había surgido en el pueblo decenas de veces, pero seguía saliendo a la luz.

Jimmy Laymon se encogió de hombros.

—Quizás algún tipo de virus —dijo Ben, mirando el fuego.

—Los virus afectan a los vivos, no a los muertos. ¿Un virus que resucita a los muertos? Vamos Ben, dime algo que tenga sentido —desestimó Day.

Siguió una pausa incómoda y elocuente.

—Cuando regresaba de la presa, vi levantarse a unas treinta personas muertas en la carretera comarcal —dijo Ben—. Llegué al pueblo y corrí en busca de Joe y Sung, y os encontré a todos envueltos en una refriega contra un montón de zombis. ¿Tiene sentido eso?

—No digas eso —reprendió el ex policía.

—¿El qué?

—¡Eso!

—¿Qué?

—Eso. Esa palabra con z.

—¿Por qué no?

—Pues porque es ridículo.

—Está bien, pero no me digas que esto no es un puto virus.

Samuel Day le estaba mirando. Él dejó de hablar.

—Estoy helado. Deberíamos irnos —comentó Zack.

Quince minutos después ya habían rodeado la mayor parte del perímetro. Habían comprobado el cerco con detalle y no encontraron ninguna abertura por la que pudieran haber entrado. Seguían totalmente aislados.

Pasaron cerca de donde tenían aparcados los coches. En una de las reuniones habían acordado dejar allí los vehículos sin dueño. Las llaves puestas, una inscripción marcada con spray en el lateral, indicando cuanta gasolina quedaba en el depósito. Dispuestos para cuando pudieran necesitarlos para una posible huida.

Max Rodríguez ordenó que pararan. Les miraba con lágrimas en los ojos.

—Para el coche, por favor.

El Nissan se detuvo.

—Cuiden de mi hermano —dijo Max—. Hablen primero con Laurel-Ann. Es mejor que lo escuche de su boca. Esa chica lo hará bien. Siempre ha cuidado de nosotros sin pedir nada a cambio. Y cuidará de mi hermano mientras esté ausente.

—No puedes irte ahora, Max. Espera a que amanezca.

Max negó con la cabeza.

—Y tú, Day, te pido disculpas. Estamos exhaustos. Decimos cosas que no queremos decir… —murmuró.

—Te será muy difícil hacer el camino solo. Puede que no sobrevivas —dijo Ben.

—Tengo que ir en busca de Sara o voy a volverme loco —Max se bajó del coche y los demás le siguieron.

Uno por uno, le abrazaron. Acto seguido, Samuel le indicó un Chevrolet gris que marcaba en la puerta del conductor, con pintura blanca, 1/4.

—Es el que está mejor.

—Gracias.

Samuel Day retiró los candados que sujetaban la verja. Ben y Laymon la abrieron, y Max arrancó el Chevrolet.

Se acercó lentamente.

—¡Espera! —dijo Samuel. Levantó la pernera de su pantalón y sacó una pistola. Se la tendió a Max por la ventanilla—. Es una CZ92. Es muy pequeña. Tiene muy poco alcance. La CZ era una pistola utilizada por asesinos. Tienes que disparar muy cerca para obtener un buen rendimiento… Solo tiene dos balas.

—Dijiste que solo tenías un arma —acusó Jimmy Laymon.

—Y solo tengo una. Esta no la tenía para defenderme, Jimmy —contestó Day y observó a Max Rodríguez con seriedad—. No sé si me entiendes.

El Chevrolet gris se alejó por el camino. El Navara blanco regresó por la carretera asfaltada hasta la avenida principal. Samuel encendió las luces para ver mejor y pasó a toda velocidad por delante de la iglesia.

—¡Oye! ¿Adónde vamos? —chilló Laymon.

—Day, te has pasado la iglesia —dijo Ben.

—¿Samuel?

—Tengo que solucionar mi problema y vais a ayudarme. ¡Vamos a enterrar a mi hija de una puta vez!

Ninguno de ellos miró atrás.

Ninguno reparó en que un segundo después de dejar atrás la iglesia, el padre Mile y Drew Cassy los estaban llamando a gritos.