Tras el volante de su Hyundai, Sara Balaban sonrió, embebida por la belleza de las montañas y por la emoción de estar un paso más cerca de su lugar de origen. Liberation in a Dream sonaba por los cuatro altavoces y eso aumentó su excitación. Mientras se acercaba el crepúsculo, los árboles —pinos y abetos— que rodeaban a la estación parecían vestidos con el mismo fieltro que cubre las mesas del billar.

Había tardado muy poco en llegar a Winesbah. La autopista estatal estaba desierta hacia el norte. Únicamente había tenido que serpentear algunos coches a la salida de la ciudad, y cuando había llegado al paso de montaña, toda la vía había sido para ella. Cuando llegó al pueblo en el que había decidido dejar el coche para evitar la posibilidad de quedarse aislada y sin gasolina en algún punto de la Ruta Norte, solo tuvo que preguntar una vez para cerciorarse de dónde estaba la estación.

Pero no fue difícil. La cantidad de árboles descritos se apiñaban en torno a la carretera y marcaban el paso a través del campo. Sara dirigió una mirada al aparcamiento de la estación y se temió lo peor. Corrió al maletero, extrajo las dos maletas y tiró de ellas como pudo hasta la terminal de paredes blancas y grises.

Dentro, comprobó que le sería imposible atravesar las puertas que llevaban al apeadero, pues se encontraban abarrotadas por multitud de personas que se empujaban entre sí. Sara pensó que tendría la suerte de coger el primer tren sin tener que esperar, pues gracias a Meli había conseguido el billete de ida a Gregory por Internet.

Mala suerte. Decidió no esperar y salió de la estación de aquel pueblucho de mala muerte. Llevó las maletas al Hyundai y vio a muchas personas que se rendían como ella. Pero Sara Balaban no se sometía fácilmente. Así que, después de cerrar el coche, volvió y rodeó la terminal por el campo, el cual estaba lleno de grandes piedras y acechantes arbustos.

En el apeadero había más gente que dentro. El andén estaba repleto de familias. Algunos jóvenes caminaban incluso por el rail, esperando la llegada del tren. Otros se encontraban enfrente, donde empezaba el bosquecillo. Uno de los semáforos del borde se puso en rojo y algunos avisaron a los que por allí caminaban que venía el tren. Sara se maldijo por no haber cogido las maletas, aunque, ¿cómo habría podido cargar con ellas por entre las piedras que le habían robado un tacón?

Algunos empezaron a levantar la mano como quien espera en la parada del autobús. Los altavoces anunciaron la necesidad de apartarse del andén, el destino del ferrocarril y el tiempo de espera.

Dos minutos.

La multitud empezó a agolparse en las puertas. Se escuchaban insultos, un murmullo gigante como en los momentos previos a un concierto. Sara pensó en volver por las maletas corriendo e intentarlo, pero, cuando se giró, el tren salía de la curva en las montañas y se acercaba imponente.

Entonces, todo sucedió muy rápido: el tren aminoró al pasar por la estación a unos cinco metros de ella, continuó su marcha e inmediatamente, al ver como su espera no era tenida en cuenta, la muchedumbre sacó a pasear su maldad y la vileza de sus sentimientos: niños y niñas llorando, mujeres gritando, hombres destrozándolo todo…

Sara echó a correr hacia el coche.

Sarita Balaban utilizaba el apellido de su madre porque era el último recuerdo que tenía de ella. Con dieciocho años, había sido la primera habitante de Rotten que había dejado el pueblo para ir a la universidad. Desde muy pequeña había sido una niña muy lista.

Mucha culpa de ello la tenía Max Rodríguez, su padre, que aunque no había terminado sus estudios, siempre estaba con un libro en la mano. La madre de Sara había desaparecido de sus vidas por culpa de una grave enfermedad en el estómago. Por entonces, Sara, con lágrimas en los ojos, pidió a su padre ciertas cosas que no le fueron negadas por lo grave de la situación.

La primera fue poder estudiar en la universidad.

Su padre jamás había pensado en separarse de su hija, pero no se pudo negar ante aquella mirada perdida y lastimera de unos ojos que le recordaban demasiado a su esposa. Porque su hija sabía aprovechar los momentos de bajón. Los aprovechaba por encima de todo. Porque ella captaba las oportunidades con ojo clínico. Cuando las cosas cuadraban… cuadraban. Por aquella época al tío Terens lo habían despedido de su trabajo en la fábrica y volvía a vivir con ellos.

Papá ya no estaría solo.

Sara supo que su padre intentaría retenerla usando a Brota, su novio de toda la vida. No obstante, ella hizo hincapié en la prioridad de labrarse un futuro mejor y regresar al pueblo con grandes opciones empresariales para elaborar proyectos de envergadura con las vastas y desoladas tierras del abuelo. Su hija debía saber hacer frente a situaciones como una mujer moderna. No como las demás jovencitas del pueblo que allí quedaban, para tener hijos como única ilusión en la vida.

El «futuro», era la palabra más importante para un padre con respecto a su hija.

Max cogió parte de los ahorros de la familia y mandó a su hija a estudiar a la ciudad. Pero ella no olvidó a Brota. No lo dejó formalmente. Sara decidió vivir la vida de verdad. En dos años de estudios, se había acostado con cantidad de chicos. Al menos, con todos los que merecían la pena. Y cuando regresaba el fin de semana a Rotten, pues doble ración de alegría para el cuerpo. No le importaba. ¿No eran universidad y libertad palabras concordantes?

Libre de verdad. Liberation in a Dream. Maravillosa canción con la que le había conquistado Joel, el chico de la cafetería, y que ahora sonaba de nuevo en los altavoces de su coche. No había por qué preocuparse: Brota salía con Carrelson y los chicos con los que trabajaba en Vany. Salían a beber y a pasárselo bien. Seguramente acabaran de putas cada fin de semana. Eso era algo muy normal, sobre todo, entre los hombres. Se lo había dicho Maury, el chico que tocaba la guitarra en The Resurrected y al que le encantaba morder su cuello.

Sara bajó un poco la ventanilla para fumar y sonrió. Se puso el cigarro en la boca y apretó el mechero del salpicadero. Sería el último durante un tiempo. Jamás había fumado (ni lo pensaba hacer) delante de su padre.

No sentía para nada remordimientos cuando se acostaba con algún ligue en la ciudad. Siempre pensaba en Brota. O, al menos, la mayoría de las veces. Porque con él se había iniciado. Era importante. Brota había sido su primer amor y eso era imborrable. En su corazón estaba grabada a fuego aquella primera vez en el bosque de los abedules sobre la roca del pescador. Pocos segundos, mucha intensidad. Cuando se lo había contado a Lisi, Tami y Osman en la universidad habían flipado. Sin embargo, ellos le advirtieron que fuera había todo un mundo por descubrir y cada relación era diferente. Sobre todo, los comienzos. Ninguno se parecía a los demás.

«Es aterrador querer olvidarse de ese cosquilleo que se siente cuando quedas para verte con alguien por primera vez», decía Osman con su voz amanerada.

Conocías gente nueva, que tenía aficiones nuevas, que amaba el mar por encima de todo, que soñaba con vivir en Nueva York algún día, que lloraba con una canción en un concierto… Cada relación era diferente.

Y Sarita Balaban decidió probar. Y le gustó. Era su secreto. Pero cuando no se podía ser más feliz —porque los primeros años de carrera le estaban pareciendo un paseo—, habían comenzado los disturbios. El mundo había cambiado de la noche a la mañana. La confusión había llegado también a la residencia universitaria, la cual se había despoblado de una manera alarmante. Un alto porcentaje de estudiantes había optado por la primera opción que ofrecía el decano: regresar a casa junto a los familiares hasta que el gobierno estipulara ciertas pautas y poder volver a la normalidad.

Sara regresaba a casa.

Con los pies descalzos, los vaqueros y la blusa de estilo montañero que le regaló su padre, conducía a más de ciento treinta kilómetros por hora a través de la Ronda Norte en dirección a Rotten.

La autopista estaba en su mayor parte desierta. Unos diez kilómetros después, pasó fugazmente junto a seis coches abandonados en la carretera. Un par de ellos estrellados contra el murete de contención y los otros, abandonados con las puertas abiertas como si sus ocupantes hubieran huido de algo a la desesperada. La imagen era sobrecogedora, pero Sara se llenó de valor.

La idea era coger el tren en Winesbah, recoger a Brenda en May y regresar a Rotten como hacían algunos fines de semana cuando el mundo iba bien. Los móviles hacía tiempo que habían dejado de funcionar. Aun así, tenía la esperanza de ver a su amiga en esa estación como tantas otras veces y abrazarla. Abrazarla como su mejor amiga que era. Por un momento pensó que jamás volvería a verla. Sí. Brenda podría estar muerta. Muerta y resu…

El mechero saltó en el salpicadero. Sara lo atrapó y encendió el pitillo. Lo saboreó y con la misma mano puso la radio.

Interferencias.

Y.

Noticias.

Interferencias.

Apagó la radio y puso música. ¿Cómo se permitían inducir el miedo por la radio? La desazón que transmitía aquel mensaje le recordó que la mayor parte de las gasolineras habían cerrado. Se la estaba jugando, pero no tenía otro remedio. No sabía en qué punto el coche la dejaría tirada. Con toda seguridad iba a ser en medio de la nada. Antes de meterse en la autopista había tenido la esperanza de ver a más gente en la carretera. Con un poco de suerte, haría autoestop y alguien terminaría llevándola.

Pero la suerte no está cuando más la necesitas. Y seguía sin ver un alma. Sara estaba sorprendida y complacida ante la facilidad con que había llegado hasta las montañas. Recordó no pasarse y salir por el desvío donde estaba el cartel azul con la caravana del desguace de Quinton en lo alto. No sabía si acelerar mucho, para después ir jugando con el punto muerto, u olvidarse de todo y que la suerte dispusiera su camino.

Optó por lo primero y puso el Hyundai a su máxima velocidad para después quitar las marchas. La carretera comarcal descendía suavemente y el crepúsculo se hizo por un momento más luminoso. El valle de las sombras se quedaba atrás. Notó cómo se le taponaban los oídos y tragó saliva. Dejó atrás una pronunciada curva que le hizo recordar el sueño que tenía últimamente —en el cual moriría en un accidente de coche— y levantó un poco el pie del acelerador.

La música había terminado hacía una media hora. El modo continuo no estaba activado y el aparato se había apagado. Los indicadores del cuentakilómetros llegaron al máximo por un segundo, una luz roja se encendió en el indicador de gasolina y Sara profirió un gritito. Entraba en reserva.

Recordó las palabras de su padre diciéndole una y otra vez que nunca dejara el Hyundai en reserva, porque el depósito de ese coche tenía muy poca capacidad.

Casi en el horizonte vislumbró el cartel azul y la caravana, pero no redujo aún. Siguió hasta llegar a la vía del desguace, salió por ella y aceleró suavemente al pasar por la entrada. No se veía a nadie y todo estaba cerrado a cal y canto.

El coche alcanzó de nuevo velocidad y entonces el camino se bifurcó: hacia la izquierda y en dirección recta. Siguió hacia delante acelerando, la espalda sudándole a mares y, unos cinco minutos después, atisbó el primer túnel bajo la montaña. Debía atravesar siete. El tercero y el cuarto eran los más largos. Daba pavor pasar por ellos caminando. De pequeña, con los del pueblo, se convirtió en un rito entre padres e hijos llegar hasta allí y atravesarlos todos andando. Con amigos te lo pasabas bien, recorrías la vía verde de la que todos los habitantes de aquellos pueblos estaban orgullosos. Estuvo muy de moda durante un tiempo e incluso venía gente de la ciudad para hacerlo. Pero todo se fue al traste el día que la hija de los Cleber desapareció y no pudieron encontrarla. Desde entonces, se prohibió el paso peatonal. Pese a que los túneles contaban con aceras e interruptores de luz al principio y al final. De un tiempo a esta parte, eran muy transitados por ciclistas.

El motor se paró. El volante se bloqueó a escasos metros del pasaje. Sara se quedó atónita mirando el agujero. No había nadie dentro. Era muy corto y se podía ver el otro lado con claridad. No más de trescientos metros podría tener el primer túnel. Sin embargo, le inquietó pensar en cómo se defendería los próximos once kilómetros y medio que le restaban hasta su pueblo.

«Y andando».

—Oh, no… —se quejó.

El lugar parecía muerto. Cuando había vuelto otras veces en coche siempre había algo de tránsito por aquel lugar. En la bifurcación anterior, hacia la izquierda, había un bar de carreteras que por lo que ella sabía, había tenido mucho éxito por estar al comienzo de la vía verde. Aquel bar era uno de los culpables de que estos caminos siempre tuvieran circulación.

Ahora estaba cerrado.

Bajó del coche con los sentidos a flor de piel. Sacó las maletas de la parte de atrás y de la más pequeña extrajo unos botines y se los puso.

«Estoy preciosa».

—Vale, coño. Vamos a hacerlo.

Llegó ante la señal de prohibición, al principio del túnel. Subió las maletas al pavimento y comenzó a caminar bajo la montaña. Sintió la humedad de años atrás, que le despertó recuerdos. Cada pocos segundos se giraba. El Hyundai le observaba solitario, discordante con el entorno en el que lo habían abandonado. Pasó por delante de uno de los descansillos del muro donde resplandecían los focos que iluminaban el interior. Miró de soslayo. Sabía que no habría nadie, pero era de rigor mirar ahí dentro. Cuando se tiene miedo, todos son ruidos. Atravesó otros dos y salió del túnel.

Miró en ambas direcciones otra vez y no vio a nadie. Algunos árboles trepaban por el monte y la observaban con aire de superioridad. Un perro ladró un par de veces en la lejanía y Sara no supo si asustarse o sentirse arropada.

—Qué extraño —dijo.

Continuó por la carretera con mil ojos sobre su entorno. El día se marchaba. La noche llamaba a la puerta. El frío repentino bajó de las lomas y navegó por los caminos. Hacia el este, sobre el frondoso valle, en un descanso de vegetación, pudo ver el carril de las vías férreas antes de que las sombras lo abordaran.

Dejó muy atrás el primer túnel, perdió de vista el Hyundai. A paso ligero intentó pensar qué haría cuando fuera noche cerrada. Lo mejor era seguir caminando pues como no hubiera luz, lo iba a pasar realmente mal. No podía parar. No podía estarse quieta. Sus tobillos temblaban por el ritmo fatídico que llevaban sus botines. Le entraron ganas de llorar. Y lloró. El perro volvió a ladrar sobre el ocaso y ella se limpió los ojos llenos de rímel. Quizás aquel perro bajara de algún sitio y le atacara. Aunque aquel ladrido que entonaba tenía un tono de aviso. Como cuando lo emitían para alertar a sus dueños de que se acercaba alguien. Probablemente la estaba oliendo. Allí arriba debía de haber alguna finca.

Paró un segundo. Del camino cogió una piedra y la colocó sobre una de las maletas. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz. Se limpió el rabillo de los ojos y… Cuando miró al segundo túnel, allí estaban.

Tres tipos esperaban junto a una cerca en la entrada. Dos llevaban cascos de protección. Uno tocaba la pared en el interior del túnel con ambas manos, como si la estuviera alisando. Sara siguió hacia ellos. Sonrió cuando apreció al otro lado un coche azul aparcado sobre la cuneta. Sonrió con fervor. Ellos la llevarían a casa.

«¿Ves como todo no es tan malo, tonta?».

Al parecer aún no la habían visto. Sara pensó qué demonios podrían estar haciendo tres obreros allí a esa hora. Obviamente, algo en el túnel, se dijo. Pero la situación actual en todo el país no era muy halagüeña como para trabajar y echar horas por amor al arte. Se estaba dejando llevar por el miedo. Le asustó pensar que tal vez quisieran violarla. Tres hombres en mitad de la sierra y ella. ¿Y qué podía hacer?

Mientras no intentaran hacerle daño…

Anduvo lentamente hacia ellos y pasó cerca de un pequeño precipicio a su izquierda. Al llegar a su altura se apartó rápidamente. La valla de protección estaba rota. Abajo, hasta donde alcanzaba su vista, se abatía un mar verde y oscuro. Calculó unos veinte metros de altura en aquel barranco. Lo dicho: abajo, espesura.

Observó como los hombres empezaban a caminar hacia el otro lado del túnel. Quizás habían terminado su turno y se marchaban. Los tres se alejaban. No iban juntos. Cada uno por su lado. Se dirigían hacia el coche. Caminaban de un modo extraño. Era como si no quisieran andar y algo les empujara.

—¿Oigan? ¡Perdonen! —gritó.

Nada.

Gritó más fuerte.

Uno se giró.

Y olió.

Arrastraba la pierna como si no le quedaran nervios en ella. Empezó a aligerar el paso en su dirección. Gruñendo. Gritando. Aterrador, como solo lo puede ser el grito de un hombre.

Sara soltó las maletas y se tapó la boca. ¿Y ahora qué? Los otros dos también empezaron a correr hacia ella. Ambos adelantaron al cojo. Sara se dio cuenta de que uno de ellos no iba vestido de obrero sino con traje de chaqueta. De su pecho y su cuello empezó a manar sangre. Mientras los otros intentaban ganar la carrera, el cuello de este se desgarró y el cuerpo cayó estrepitosamente al suelo.

Pero quedaban más. Uno con mono de trabajo azul que en pocos segundos estaría sobre ella. ¿Por qué gritaban de esa forma? Sara cogió la piedra de la maleta y echó a correr hacia el primer túnel. Por un segundo, quiso esperarle cerca del precipicio y hacerle caer. Lo pensó un miserable segundo. Pero tuvo miedo de que no funcionara. ¿Qué posibilidades tenía una chica como ella contra un hombre?

Había luna llena. El camino era transitable. La frescura del aire llenaba de pasión los corazones del bosque. Sara corrió con todas sus fuerzas hasta que se le salió un botín, tropezó y cayó. La piedra que llevaba en las manos desapareció entre los setos. Detrás, oyó el grito de la bestia y poco después sintió el peso sobre ella. El mordisco. Dolor. Quemazón y ardor excesivo. Pero la muerte no le acompañó hasta diez minutos más tarde.

El perro volvió a ladrar en la lejanía de las montañas.