Mediodía.

Pequeñas nubes negras rondaban el horizonte. El levantamiento de los muertos no era el único caso extraño que había asolado al mundo: se oían rumores de lo más inverosímiles. Un padre y su hija se habían unido a la larga fila que se extendía en el puerto de la ciudad. El gobierno había fletado cantidad de barcos para la salvación.

Un tiempo después de que más gente se fuera uniendo a la cola, la gente empezó a hablar. Comentaban aquellos hechos extraños en los que se habían visto involucrados.

—Es usted enormemente gracioso —dijo una señora a un hombre de pelo desaliñado que era el centro de la conversación.

El hombre no pasaba del metro sesenta, vestía traje de chaqueta y contaba unos minutos antes que se había encontrado en el campo a una mujer que había sufrido veintitrés partos seguidos.

Juraba que era cierto.

La cola avanzó un poco más y el padre y la hija se acercaron más al grupo. La sensación de estar con mucha gente, de oír hablar a varias personas, emocionaba. Conversar unía a las personas. Lo que había comentado aquel hombre sobre el sufrimiento irrepetible de una mujer bajo un árbol, había despertado la atención de la gente. Tendían a juntarse más y más, como si hiciera frío.

—Yo le creo —dijo una chica con gafas, bajita y de grandes pechos—. El mundo está cambiando, no me cabe la menor duda.

—Algo está pasando, no le digo que no. Eso está claro —saltó de nuevo la incrédula señora—. Pero veintitrés partos seguidos… Vamos, por Dios, la mujer acabaría…

—La mujer acabó muerta. Y todo lo que conlleva esa palabra hoy en día. Nadie puede soportar tanto dolor —dijo el hombre de pelo desaliñado, rizándose las greñas con un dedo—. Creí que lo había entendido. No pudimos hacer nada por ella.

—Esa frase se le da muy bien a los médicos. ¿No será uno de ellos?

—Soy médico, sí. Trabajaba en el Departamento de Investigación del Núcleo.

La mujer le miró con indiferencia.

—Los cuerpos están cada vez en mayor estado de descomposición —dijo un viejo más adelante—. Apestan. Por eso sabemos que están muertos.

Nadie entendió a qué venía ese comentario. El viejo parecía mentalmente afectado. Se tocaba incesantemente el cogote con cierto nerviosismo.

La cola siguió avanzando.

—Cuenta lo de los perros, papá —dijo la hija al padre.

Algunos se giraron y observaron al hombre y a su hija. La mujer que se había comportado de modo despectivo con el médico se les acercó y, reparando sin miramientos en el tullido aspecto de la niña, le acarició la cabeza.

—Pobrecita mía —dijo.

—¿Pobrecita por qué? —preguntó la pequeña.

La mujer se encogió de hombros y miró al padre. El hombre no dijo nada. No tenía por qué contarle lo que le había ocurrido a su hija en el brazo. El padre odiaba a la gente tan entrometida. Ya las odiaba antes de que el mundo cambiara y en estos tiempos, el respeto por la intimidad se había fosilizado.

Les miraban. Esperaban que el padre hablara sobre los perros. Pero en los ojos del hombre encontraron la negativa del padre.

—En Fivemont —dijo una chica de pelo muy corto y mallas negras hechas jirones— yo misma contemplé cómo mi novio muerto se quedaba horas y horas frente a un espejo.

—Los espejos los dejan sumamente petrificados, sí —contestó el de al lado.

—Pero yo no lo sabía. Mientras recogía mis cosas tranquilamente para marcharme, él ni se inmutó.

El padre de la niña sintió como le tiraban del pantalón.

—Cuenta lo de los perros, papá —murmuró la pequeña.

El padre negó con la cabeza.

Con cada avance de la cola, la gente se animaba.

—Yo he escuchado que, en algunas ciudades costeras, la gente se suicida en masa como los lemmings —comentó un niño de unos catorce años, cuya madre le pasaba la mano por los hombros.

—¿Lemmings? ¿Eso no era un videojuego? —contestó un joven—. Mi hermano y yo… —Pero no dijo nada más.

—Creo que sí —continuó el niño—. Pero los lemmings existen —explicó a todos—. Son una especie de roedores que habitan en las praderas. Se alimentan de yerbajos, raíces y pequeños frutos. Sus hembras producen frecuentes explosiones demográficas, por lo que los machos se suicidan en masa arrojándose al mar. Es un mecanismo de autorregulación de la naturaleza.

Una bandada de gaviotas graznó sobre sus cabezas y se perdió entre las nubes.

—Va a ser biólogo… —murmuró la madre orgullosa, como si el mundo no hubiera cambiado lo más mínimo y pudiera elegir universidad.

—Sí, he oído algo de eso, amiguito —alegó el médico.

Avanzaron aún más hasta el comienzo de la pasarela que llevaba a la cubierta del transatlántico. Desde donde se encontraban, era imposible ver al otro lado del río. El buque ocupaba toda visión. Había hombres a la entrada del puente de abordo. Vestían de color blanco e iban tomando nota de los pasajeros que subían a bordo.

A través de los panfletos que habían lanzado los aviones, la gente supo que el gobierno fletaría barcos para que la gente que lo deseara abandonara el país. Se comentaba que la idea era despoblar el continente entero para su posterior limpieza. No era obligatorio desertar. Dependía de lo tranquilo que se quisiera vivir. Estas dos frases parecían haber sido escritas con una especial sutileza en los folletos. La palabra «desertar» se explotaba hasta la saciedad. Una especie de rencor subyacía en el uso de aquellas columnas escritas en papel. Era como si el gobierno hubiese sido obligado por la comunidad internacional a evacuar a sus habitantes, pero en realidad no quisieran hacerlo. La población poco sabía. Los más informados eran escasos. Los mismos que habían optado por volver a encender la radio después de mucho tiempo y habían encontrado una emisora, cuya voz de mujer les ponía al tanto de otras muchas noticias.

Los destinos en los puntos de embarque se llevaban a cabo, según el empadronamiento o el lugar de procedencia.

—Usted, médico —dijo la señora del principio—, ¿qué más sabe? Cuéntenos algo de lo que han descubierto usted y sus amigos.

—Señora…, mis amigos murieron hace tiempo.

El hombre movió lentamente la cabeza como si quisiera alejarse de esos recuerdos. Luego, encaró los ojos de buey del barco y murmuró algo.

—¿Cómo dice?

—Algunos de los que regresan son diferentes.

—Diferentes. Sí, está claro.

—Algunos de ellos, y no me preguntes por qué, actuaban de modo fantasmagórico. —El médico era nuevamente el centro de atención. El hombre arrugó el entrecejo como si ni él mismo pudiera dar una explicación a lo que iba a contar—. Algunos regresaban, pero se comportaban de forma extraña… Se paseaban, por decirlo de algún modo. No nos atacaban. Actos sin explicación. Eran como fantasmas que habían vuelto por tener algo pendiente. Mi teoría…, bueno, es como si solo hubiera resucitado una parte de su cerebro, ¿no creen? Una muy distinta de la que engendra ansia y ganas de comer carne humana.

—O solo carne.

—Cierto. Mire, se vieron casos de muertos que, después de alzarse, regresaban a sus casas, abrían la puerta y visitaban a sus familias. Como si fuera algo que tuvieran grabado aquí dentro. —El médico se tocó la sien—. Un bucle, quizás. Como si la muerte hubiese sido unas vacaciones y, al terminar, desearan volver a donde de verdad se sentían a gusto.

—A casa.

—Exacto.

—No conozco ninguno de esos.

—Yo sí —dijo alguien en la cola.

—Y yo —respondió una mujer con muletas a la que le faltaba una pierna—. O sea…, quiero decir, el que yo vi, se dedicaba a ir al cine de mi pueblo y se sentaba a ver películas.

—Eso es verdad —intervino una joven pareja—. Nosotros descubrimos a un señor que vivía enfrente de nuestra casa, el cual abría su negocio por la mañana, se sentaba en el mostrador y cuando se hacía de noche, cerraba y se iba. Tenía una librería.

—A eso me refiero, ¿ves? —continuó el médico—. De esos comportamientos hablo. Cuando lo que fuera despertó a esas pobres personas, una parte distinta de su cerebro empezó a funcionar. Otro campo. Pongamos… la memoria. Al resucitar, realizan la actividad más común en sus vidas o la que más practicaron mientras fueron felices. O incluso, como dice ella, a algunos les daba por ir a trabajar o pasearse por los lugares por los que más les gustaba hacerlo… Es un hecho extraño, sin duda —concluyó.

La fila progresó hasta llegar a pocos metros de la pasarela. Guardaron silencio mientras los primeros decían sus nombres a los hombres vestidos de blanco.

—¡Cuenta lo de los perros, papá! —pidió la niña por última vez.

—Arriba lo haré. Deja de repetirlo.

Después de comprobar que el cuarto de baño no tenía ducha, Drew Cassy se miró al espejo y vio sus lágrimas caer. Casi todo su pelo era blanco. Después de los acontecimientos que le habían perturbado los últimos años, desde que abandonó el pueblo donde había vivido la mejor época de su vida, había dejado de preocuparle tener que teñirse el pelo a cada momento. Decidió que ya nada merecía la pena. Nunca más volvería a estar mona para un hombre. «Seducir», se había vuelto una borrosa palabra en su diccionario particular. Una de las razones por las que lloraba bajo la luz mortecina de aquel espejo, en este momento, en aquel cuarto de baño apretado y con olor a lavanda.

Avanzar fue una tortura. En dos días habían recorrido más de treinta kilómetros. Tenía las piernas destrozadas. Aunque había conseguido sentarse en un bordillo mientras los demás esperaban en la cola, aún arrastraba los pies al caminar. Deseaba ducharse, asearse con agua limpia, aunque estuviera muy fría… Le daba igual. Deseaba poder dormir tranquilamente y despertarse sin sobresaltos, el suficiente tiempo para recuperar fuerzas y desechar un poco de pesimismo.

Deseaba y deseaba. Todo lo que había deseado durante tanto tiempo parecía haberse hecho realidad.

—Ya vale, ya ha pasado todo —dijo Drew al espejo. Y el espejo le mostró sus labios quemados, estropeados por el viento. Ojos rojos cargados de lágrimas.

Un no parar.

La niña quería que contara lo que les había sucedido unos meses atrás en un pueblo del sur. Un lugar agradable y con cierto encanto. Un lugar rodeado de coches muertos donde habían buscado cobijo en una noche de tormenta. Ella y su padre se habían ocultado en el desguace, bajo los incesantes golpes de la lluvia en techos y capós. Desde allí vieron algo que su padre, sobretodo, no pudo creer. Vieron que, extrañamente, cientos de perros asistían a lo que parecía ser una misa.

Entonces su padre tuvo que contarle que significaba la palabra «misa».

Pero su padre era reacio a hablar de ello con las demás personas. Parecía desconfiar de todo el mundo. Quizás había nacido así o se había vuelto raro con el tiempo. No lo sabía. Ella era aún pequeña para preocuparse por esas cosas. Sin embargo, el rostro de su padre había cambiado. Era otro desde que habían subido al barco. Ahora charlaba con todos, abrazaba a unos cuantos y daba la mano a muchos. Si la pequeña supiera lo que significaba, hubiera tenido la sensación de que habían ganado una guerra. Empezaba una nueva vida. Su padre se lo había dicho.

«Una vez en el barco. Mar adentro. Empieza una nueva vida para nosotros».

La pequeña aporreó la puerta. No podía aguantar más. Se estaba orinando. También tenía retorcijones, pero estaba tranquila. Al principio, se tocó la parte baja de la barriga con miedo. Pero no, no eran náuseas.

—No lo son —se repitió a sí misma.

Simplemente, se iba a hacer pis encima, si aquella mujer de pelo blanco que había entrado en el cuarto de baño antes que ella no salía pronto.

—¿Le queda mucho? —dijo a la puerta, y la volvió a aporrear.

Oyó el sonido de una cisterna y cómo abrían el pestillo. La mujer de pelo blanco salió.

—Todo para ti… —dijo la mujer, sujetándole la puerta. Pero no pudo terminar la frase. Observaba con tristeza a la niña mutilada que tenía delante.

—¿Has estado llorando? —le preguntó la niña.

Drew se encogió de hombros.

—¿Cómo te sientes?

—Como una mierda —contestó Drew, con una honestidad brutal.

—No te preocupes por mi brazo. Soy manca desde que nací. Estoy acostumbrada a esto. Mi padre dice que no tuve tiempo de aprender a hacer nada con las dos manos, así que… —sonrió.

Drew sonrió con ella.

—¿Estás sola?

—No, con mi padre. Está allí hablando con todos. Ahora es feliz. Les está contando lo de los perros.

—¿Qué perros?

—Acércate. Él lo cuenta mejor. Es muy bueno contando historias. Además, es un buen papá. Aunque no quiere que lo llame así. Quiere que lo llame por su nombre.

—¿Y cómo se llama?

—Mitch.

Drew se conmovió. Lentamente, se apoyó en la pared y descansó el cuerpo.

—Perdón —dijo la niña, abriéndose paso—, no puedo más. Me meo.

La niña entró y cerró la puerta.

Drew observó al padre de la niña. Estaba de pie en el pasillo dándole la espalda. Gesticulaba con las manos y atendía a preguntas de los que le rodeaban. Drew empezó a sentir algo extraño en su vientre. ¡No podía ser! ¡Tenía que ser otro Mitch! No, no podía… Lo examinó bien. Allí, de espaldas. Se parecía. Podría ser. Pero… Algo le decía que era él. Su aspecto, su forma de moverse eran muy similares al hombre que una vez conoció y que desapareció de su vida en un abrir y cerrar de ojos. Aquel militar que salió de expedición con los del pueblo. El caso es que se parecía y no se parecía. El hombre del pasillo había perdido pelo. Desde allí, Drew podía ver claramente cómo los focos interiores del camarote de recepción iluminaban su resplandeciente coronilla. Estaba muy delgado, se había vuelto muy moreno de piel y los gemelos, en sus piernas, eran fuertes como los de un corredor olímpico. Su cabeza… sí, tal vez, se hubiese rapado el pelo. Hombres y mujeres lo hacían para combatir la enorme plaga de piojos que se había desatado.

La puerta del cuarto de baño se abrió y salió la niña.

—Ups, la cisterna —dijo la pequeña, y se volvió para tirar de ella. Cuando regresó se fijó en Drew—. ¿Me estás esperando?

—Puede —sonrió—. ¿Sabes que soy adivina?

—¿Qué es eso?

—Adivina, significa que puedo acertar cosas sobre ti.

—¿Quieres decir que tienes poderes?

—Sí —Drew arqueó las cejas varias veces.

—Yo también tengo.

—No me digas. ¿Y qué puedes hacer tú que los demás no? Si me lo cuentas, adivinaré cosas sobre ti y digamos… sobre tu padre —señaló.

La niña miró hacia atrás para comprobar que su padre seguía allí.

—Me parece bien —sonrió—. ¿Empiezo yo?

—De acuerdo —animó Drew.

—Mi padre dice que soy una especie de radar. No sé muy bien qué significa esa palabra, pero cuando los muertos están cerca, siento náuseas y vomito. Se me saltan las lágrimas también.

La niña asintió con la cabeza, corroborando el hecho.

Drew hizo una mueca. No podía ser… La niña no era morena. No se parecía a Mitch. Era muy blanquita, rubia, con los ojos pardos del color de la dehesa. Su falda vaquera, sus zapatillas de marca y su camiseta dos tallas más grandes, disimulaban muy bien su tullimiento. La pequeña tendía a ocultar la falta de su brazo derecho. Cuando Drew se acercaba, la pequeña escondía su manquedad. Se protegía y se giraba. Lo que Drew estaba pensando no podía ser cierto. Sería el colmo, algo imposible de creer. Esa niña no podía ser… No podía ser.

—Te toca.

—¿Cómo? Ah, sí… —Drew se había agachado para hablar con ella. Salió de su aturdimiento cuando la pequeña le tocó la frente con un dedo—. Es… maravilloso que puedas hacer eso. El que esté cerca de ti estará a salvo. —Drew recordó a su amigo Nehemías Mile, el cura. ¿Dónde estaba? ¿Se encontraba en el barco? Desde allí no podía verlo.

Quizás Mitch lo supiera.

—Te toca —repitió la niña—. ¡Venga, deprisa, que me va a llamar mi padre!

—Voy a adivinar algo sobre ti.

—¿Sobre mí o sobre mi padre?

—Sobre ti. Viendo esos ojos tan bonitos que tienes, aseguraría que tu nombre empieza por S.

La niña rio y se tocó la barriga.

—¿No? —se preguntó Drew—. ¿No es cierto?

—Vaya poder más malo que tienes… —Volvió a reír la niña— La primera en la frente —dijo, golpeándosela y riendo.

Drew recordó haber oído esa misma frase en boca de Mitch. Estaba segura de que eran ellos. ¿Pero entonces…?

—La primera en la frente —repitió Drew—. Una expresión que usa mucho tu padre.

La pequeña dejó de reír y la miró con suspense directamente a los ojos.

—Eso sí es verdad. Pero no es difícil de adivinar —replicó.

—Cierto. Está bien, me has pillado. Mis poderes son muy malos. ¿Me dices cómo te llamas entonces?

Drew levantó la cabeza hacia el pasillo. Mitch las estaba observando. Tenía la mano sobre la frente como si no pudiese creer lo que estaba viendo. Drew sintió cómo se posaban en ella aquellos dulces ojos negros que le volvieron loca una vez. Siempre le gustó como la miraba ese hombre. Acechaban su silueta adulterada por el paso del tiempo, su pelo blanco y corto, las interminables lágrimas de su cara.

«¿Eres tú?», murmuraban los labios del hombre.

«Mitch, amor mío», los de la mujer.

Notó que el barco comenzó a moverse. En el camarote empezó a sonar un fino hilo musical. Una canción que les había perseguido todo el tiempo. Una canción que hablaba de estar triste, de alejarse de las nubes negras, de la pérdida de tiempo, de las sonrisas gratuitas de color arco iris…, pero, sobre todo, de encontrar el camino a casa.

La niña aún no había reparado en que su padre estaba detrás.

—Me llamo Rotten —dijo la pequeña.

Así que quizás mañana encontraremos el camino a casa, decía la canción.