La carretera que iba desde Cosy hasta Gregory, resultó ser demoledora en todos los sentidos. El mundo, muerto por culpa de los muertos y lleno de muertos; pensamientos fatales para la cordura. Gracias al foco delantero de la motocicleta, Mitch observó lo que se cernía en la oscuridad con ojos temerosos. En cada uno de los campos, en casas cercanas a la carretera, bajo los árboles, alrededor de los huertos solares y en caminos aislados, vio muertos caminando. Mitch, en su interior, oía ecos de una canción lastimera que no se atrevió a reproducir. Su piel palidecía en la penumbra. Se inmiscuía en las tinieblas. Para ceñirse a la realidad, Mitch buscó con urgencia algo que tuviera color, pero la noche no ayudaba en lo más mínimo. Buscó movimiento, indicios de humo estático en las iluminadas nubes. Se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Paró la moto cuando creyó dejar el peligro atrás. Se quedó allí sentado viendo cómo la cenicienta luz de la luna cuajaba sobre el terreno. Ante sus ojos, un camping repleto de comecarnes.

Cuarenta minutos después llegó al término de Gregory. Observó nuevamente los campos devastados y los parques infantiles ardiendo. Sombras en los hogares. Ventanas y puertas desencajadas y rotas. Miró por el retrovisor derecho y no vio nadie en pos de él. Aceleró por el desvío a Vany.

Abrió los ojos con fuerza para combatir el sueño. El aire fresco hacía mella en su cara. Después de seguir el largo trayecto de campos cultivados y labrantíos, había llegado al cruce en el que se indicaba Presa de Negro Eagle a un lado y Stepho Vensi Containers a otro. Todo recto, a nueve kilómetros, su mujer y sus hijas.

Cientos de veces había atravesado aquel cruce. A una velocidad endiablada siempre. Los nombres en aquellos pequeños carteles le sonaban. Muchas veces se había preguntado qué diantres era aquello de Stepho Vensi Containers. Ni siquiera le había consultado a nadie a qué se dedicaba aquella empresa. Entre pregunta y destino había siempre muchos kilómetros en soledad.

Y el destino jugaba malas pasadas. También buenas. Mitch contempló la aguja del depósito. Permanecía casi en lo más alto aún. Aquella motocicleta consumía muy poco. Era una joya. Se había ido enamorando del rumor constante de su motor. Mitch no montaba en moto desde hacía bastantes años, mucho antes de casarse. Le encantaban las motos, aunque no era muy aficionado a saber de marcas, cilindrada y demás. Le gustaba la sensación de sentir el aire en su cara y llegar a cualquier sitio y aparcar en la misma puerta sin necesidad de sufrir atascos. Antes de lo que le sucedió al mundo, le había planteado varias veces a su mujer comprarse una moto en condiciones para ir a la base.

Tenía el depósito casi lleno. Todo el tiempo del mundo. Quizás este momento era un buen momento. Por supuesto que no iba a entrar en ningún edificio ni recinto a investigar qué se ocultaba dentro. Él no. Un solo vistazo al exterior, eso pretendía hacer. Quitarse el gusanillo. Seguir una corazonada que le había asaltado al volver a leer aquel nombre, en aquel letrero del cruce en el que se encontraba ahora mismo.

Giró por la carretera que llevaba a Stepho Vensi Containers y se topó con el riguroso control de accesos y un vallado de tubos cilíndricos y lacados que delimitaban el lugar como en un parque temático. Una pequeña vía lo bordeaba y se dirigía hacia el aparcamiento exterior. Dos coches le miraban de forma afligida desde ese lugar. Como perritos sin dueño.

Volvió al recinto y contempló el edificio de cristal. Probablemente, durante el día, de color azul claro. A estas horas, gris oscuro. Cinco plantas lo alzaban del suelo como un sepulcro vidriado. Permanecía indemne al mundo exterior. Oficinas vacías de humanidad, repletas de tecnología. Cuando Mitch bajó la vista para ver el amplio recorrido que separaba el edificio del control de accesos, se topó con una señal grande que contenía una letra H de color blanco y una flecha azul hacia la derecha. Una marabunta de nervios surgió de su estómago. Mitch recorrió la valla con impaciencia. Allí podía estar la solución a todos sus problemas… De momento. No se podía ver al otro lado del vallado cilíndrico a no ser que estuvieras justo frente a él. Tampoco podía pasar una persona adulta entre los barrotes. Era un sistema curioso de protección, porque no ocultaba el interior. Pero no era una mala medida de seguridad.

Lo encontró. La sonrisa se dibujó en su cara después de mucho tiempo. El edificio reflejaba la luna en todo su esplendor. Stepho Vensi Containers contaba con un helipuerto. Y lo más importante: con un helicóptero. Uno privado. Uno de la firma Robinson Helicopter Co, un R66 Turbine blanco, que brillaba como si estuviese esperando a que lo estrenasen.

Desde donde Mitch se había posicionado, no se veía a nadie en su interior. Tampoco alrededor. Mitch había dejado la motocicleta en marcha sobre el pie y en dirección al cruce. La observó desde allí. Nadie a su alrededor. Y tardó muy poco en saltar la valla. Una vez dentro, corrió hacia el helicóptero por el pavimento. La cabeza agachada, como si el rotor del enorme aparato estuviese girando. Abrió la puerta y se coló en el asiento del piloto. Recorrió con la vista el enorme edificio y cómo seguían observándole aquellos cristales opacos. Demasiado silencio.

Sabía pilotarlo. Mitch había llevado helicópteros en el ejército, la mayoría de las veces durante las maniobras internacionales. Los AS-330 Puma, o «Superpumas», como los llamaban los soldados rasos. Uno, de uso privado, como el que tenía entre sus manos, no debía ser nada complicado en comparación. Además, nada de lo que aparecía en el cuadro de mandos le era desconocido. Así que apretó el distintivo verde y vio que las agujas se movieron en los contadores. Magnífico. Nivel alto en el depósito.

La suerte estaba de cara.

—Esto no puede estar pasando —murmuró.

Había quebrado el silencio en el interior de la aeronave y eso le asustó. Cayó en la cuenta de que había bajado la guardia como un soldado novato. Lentamente, miró hacia atrás, y dio gracias a Dios por no encontrar a nadie. Levantó una lona acartonada que tapaba algo, en la parte posterior de los asientos, y encontró armas. Unas quince escopetas y fusiles, y varias Glock 17 o 18 con sus cargadores. Comprobó una de cada y se sorprendió al ver que estaban cargadas. Percibió que de las paredes colgaban garrafas de algún líquido inflamable, equipos antidisturbios, cascos, cuerdas, linternas… El interior de aquel helicóptero parecía preparado para efectuar salidas de reconocimiento o asalto. Regresó a la parte delantera y apretó el botón azul, agarró la palanca de control. Dejó los cascos a un lado: no necesitaba la radio. De momento. El rotor horizontal empezó a ganar fuerza sobre el aparato. Las hélices adquirían potencia. Entonces Mitch tuvo que volver a coger los cascos y ponérselos para no dañar sus oídos.

Mientras se preparaba para despegar, a pocos metros del aparato, vio chispas en el suelo. Algunas se acercaban demasiado al fuselaje. Una bala entró por el cristal y se introdujo en el asiento del copiloto. Mitch vio los fogonazos en la azotea del edificio. El R66 alcanzó la fuerza de sustentación deseada y Mitch tiró de la palanca de mando hacia atrás para despegar cuanto antes; la puerta de la cabina derecha estaba siendo acribillada. Le estaban disparando desde el edificio. Iban a matarle o a hacer que el aparato explosionara antes de que pudiera marcharse.

El helicóptero se elevó y se inclinó, dando paso al vuelo de translación y adquiriendo velocidad. El plato cíclico siguió rechazando las balas.

Demasiado húmedo como para encender una lumbre. Mitch aterrizó el R66 en el campo de fútbol de Vany que estaba a la entrada. No apagó el rotor. Tenía que echar un vistazo rápido. Podría venir alguien y llevarse el helicóptero y dejarlo a su suerte sin vehículo para desplazarse. Pero las posibilidades eran pocas. No había encontrado movimiento en el pueblo, desde el aire. Y apostaría a que, en dicho lugar, entre los pocos supervivientes que pudiera haber, la posibilidad de que alguien tuviera la instrucción para llevar semejante aparato era nula.

Mitch tenía que correr con todas sus fuerzas. El ruido del rotor no solo atraería a los muertos. La casa de su suegra estaba a la entrada del pueblo. Pocos metros más allá de la muralla del campo de fútbol que tenía delante. Era la primera casa que daba paso al puente sobre el río. De hecho, todos la conocían como La calle del agua.

De su casa, al otro lado del patio de la casa de su suegra, quedaba en pie la fachada. Mientras había descendido con el helicóptero, las esperanzas en su interior habían evacuado. Aunque era noche cerrada, la luna dejaba ver con toda claridad como el pueblo yacía sobre sus cenizas. Cenizas de un mundo difunto, acosado por el tiempo.

Había empezado a llover. No había optimismo en el panorama que pretendía visitar, pero tenía que comprobarlo. Tenía que ser rápido. Tenía que correr con todas sus fuerzas. En aquella desolación, no había movimiento. Ya lo había pensado. Saltó la pared del campo de fútbol y, una vez en la carretera, se dirigió hacia la avenida en la que el tormento y los despojos de seres indefinibles, abundaban.

La lluvia se convirtió de pronto en aguacero. Mitch no se puso a cubierto porque no había lugar para ello y además, nada importaba ya. Recorrió con la vista la región y el camino que se iluminaba al sur. De pie, a merced del viento y del agua, buscó la casa que albergó las vidas de las mujeres que le habían pertenecido.

No encontró nada. Solo una pared tiznada, limpiándose bajo el chaparrón. Nunca hubo terremotos a destacar en la zona. Sin embargo, Vany parecía haber sucumbido a una bola de acero en llamas gigante. A Mitch le llenaba de temor pensar en su mujer y sus hijas, y si aún estaban vivas en algún lugar. Quizás sería preferible que estuviesen muertas a que deambulasen solas entre lo que deparaba fuera.

Apretó los dientes mientras le caían lágrimas invisibles bajo la lluvia. Desde allí, miró con atención los restos calcinados de lo que una vez fue una aldea agradable y acogedora. Le rompía el corazón como echaba humo el puesto de perritos calientes de la señora Bo, dos calles más adelante. Regresó a paso lento bajo el aguacero, el cual comenzó a transformarse en llovizna mientras despuntaba el alba. Un nuevo día gris. Mitch no se molestó en buscar más a su familia. No se sintió capaz. A veces, era mejor no saber. Se agachó para toser y tosió durante mucho rato. El helicóptero lo reclamaba al fondo. Mientras vomitaba, deseó poder morir ahora en ese instante. Allí mismo. Llevaba día y medio sin comer y su estómago rugía, se quejaba y regurgitaba. Sus fuerzas se disipaban. Las rodillas le temblaban. Mitch gritó, y levantó la cara al nuevo día.

Se dirigió al campo de fútbol.

Algo en su interior le advirtió de que en Rotten había ocurrido algo. Por eso, cuando atravesó las montañas y contempló el valle y los restos de aquel pueblecito bajo él, no se sorprendió.

Excepto por los muertos, no había ningún movimiento. Los merodeadores habían conseguido entrar. No vio a Ben Respibi ni al ex policía por ningún sitio. Había coches volcados, en llamas. Las casas, muchas, ardiendo. Sangre por doquier en la carretera. Dio varias pasadas con el helicóptero reconociendo la zona. Los muertos que no tenían sus bocas ocupadas, alzaron la mirada. Levantaron los brazos queriendo alcanzarlo.

—Os gustaría, ¿verdad? ¡Perros del infierno!

Mitch deseó poder contar bajo su mando con uno de esos Superpumas. Nada de helicópteros privados. Un Superpuma de la categoría SAR, a ser posible. Con motores turbomeca y una buena dotación armamentística para reventar todo bajo su morro.

Recordó entonces que tenía armas en la parte de atrás. Le valdrían para un futuro. De nada servía ponerse a disparar ahora, así que dirigió el aparato hacia el sur y voló por encima de las casas, atento por si encontraba a alguien vivo en el pueblo. Alguien a quien pudiera rescatar. Nadie que no se moviera entre espasmos y ojos nublados.

Utilizó la fuerza de sustentación inclinada para evitar el torreón de la iglesia, cuando reparó en algo: en el patio trasero con el que contaba la iglesia —un lugar lleno de lápidas pequeñas de color negro—, había una mesa de madera y, sobre ella, un capazo de bebé. Uno de esos cestos de mimbre que se acondicionaba como cuna para los niños recién nacidos.

«¡Se está moviendo!».

Mitch aprovechó la inercia para voltear la aeronave y dar otra pasada.

¡Cierto!, comprobó. La cuna se movía. ¿Un bebé? No recordaba haber visto ninguno entre los habitantes del pueblo. ¿En la iglesia? ¿Qué hacía una capota de bebé en el jardín trasero de la iglesia? Los muertos no pensaban. No podía ser una trampa. Lo que más le extrañaba era que los muertos no transitaran esa parte. Desde allí podía verlos lejos, en el otro lado, cercanos al centro comercial, en el aparcamiento donde se había celebrado la comida y que ahora se había convertido en una barbacoa humana. Allí había carne. Quizás fuera eso.

El peligro estaba lejos. Tenía armas. Buenas armas. Ametralladoras que destrozarían a un elefante en pocos segundos. Solo tenía que buscar un sitio para aterrizar. Un sitio seguro y con un cien por cien de posibilidades. No había tiempo. Mitch seguía sobrevolando la iglesia y los muertos habían empezado a acercarse al escuchar el ruido. Podía alejarse. Volver en otro momento. Hacer un asalto relámpago con todos los contratiempos planeados. Pero no había tiempo. Podían coger al bebé y… ¡Dios!

Mitch descendió el aparato en plena avenida. Tenía que hacerlo con suavidad y lentamente para evitar sucesos inoportunos. Necesitaba posar el helicóptero lo más cercano posible a la iglesia. Los muertos comenzaban a asomarse a lo lejos como si el circo llegara a la ciudad. Reaccionaban como si sus envoltorios humanos no reconocieran el sonido, aunque su constancia les atraía. Una milésima de segundo después de posar el helicóptero, Mitch cogió el primer subfusil, comprobó el cargador, abrió la puerta de la cabina y corrió por el lateral. Por nada del mundo pensaba entrar en la iglesia. Atravesaría la callejuela que había visto, saltaría el murete y… Con el corazón en un puño, apuntó a cada esquina, a cada recoveco, destrozaría a quien se atreviera a asomarse por allí en aquel momento.

Escuchó al bebé llorar. El vientecillo de la mañana portaba sal, recordaba al mar y acunaba el lamento del bebé. El rectángulo de terreno con el que contaba la parte de atrás de la iglesia, era un recortado murete blanco a media altura y una pequeña portezuela de madera. Ya lo había visto.

Saltó el murete y se acercó al capazo. Seguía moviéndose. Cuando se asomó, se sintió desfallecer. El bebé estaba bañado en sangre. Le faltaba parte del cuerpo y la sangre le estaba ahogando. ¡Pero aún estaba vivo!

Mitch soltó el subfusil en la mesa y lo levantó. El líquido resbaló por sus manos y el bebé vomitó algo blanco. Mitch tuvo la esperanza de que fuera leche. Mitch había realizado torniquetes, pero nunca a algo tan pequeñito y frágil. La niña —porque era niña— lloraba y se amorataba por momentos. Mitch cogió la toca de hilo que la protegía y la rajó por la parte menos manchada. Intentó contener la hemorragia del modo más profesional posible, pero el bebé se había desmayado en sus brazos. Cerró los ojitos. Tal vez hubiera muerto. Quizás despertara y le mordiera el cuello con su boquita de tres centímetros. A Mitch le daba igual. Mitch tenía el miedo metido en el cuerpo como nunca lo había sufrido. No se quitó al bebé de su hombro, de esa tierna postura en la que tantas veces había paseado a su hija a altas horas de la madrugada cuando tenía gases y no podía dormir.

Cuando la puerta de la iglesia se abrió.

El que una vez había sido cura del pueblo ladeó la cabeza. Mitch le abrió el pecho con la primera ráfaga y siguió hasta el cerebro.

Luego, salió corriendo con la niña al hombro. Saltó otra vez el murete y encontró muchos de ellos saliendo por las calles. Fue reventando sus cabezas con cada descarga. El helicóptero esperaba al final de la calle. Nunca unos cincuenta metros fueron tan largos para él. Llegó a la avenida y vio a la muchedumbre acercándose a las aspas. Dio gracias, porque la mayoría apenas tuviera fuerzas para caminar. Muchos de ellos aparecían tullidos y desmembrados. La fuerza del viento que producían las aspas del helicóptero no era ninguna ventaja para los muertos. Mitch apuntó con el arma a algunos y salvó de su maldición a muchos. Un hombre que el día anterior le había ofrecido una hamburguesa y una cerveza en la barbacoa, ahora reclamaba su carne. Encontró gente del pueblo, pero también a muchos otros que no había visto en su vida. Recordó entonces el accidente de tren. El cúmulo de acontecimientos que le habían llevado allí. Quizás los muertos en el accidente habían encontrado el camino hacia el pueblo y habían desatado la barbarie. Rotten se había convertido en un autentico averno. Un lugar destinado al eterno castigo de los condenados. Un infierno con una princesita a la que salvar.

Mitch se elevó sobre todos ellos, con la niña a su lado y disparando cada poco con el fusil, buscó con urgencia un lugar para aterrizar entre las montañas. Aquella niña era lo único que le quedaba. Tenía que salvarla. Era la única razón que le quedaba para seguir viviendo.