El día anterior, Lucius, el niño al que acababan de recoger en el camino Candi y los militares, había convencido al señor Brahman para que le ayudara a sacar a su madre de la autocaravana.
Tipton y Lucius fueron hasta el hueco de la alambrada. Las llaves de la puerta estaban dentro de la casa. Por el momento, no era bueno regresar allí. Tipton Brahman se había arrepentido. El hombre aceptó en gran medida la petición del niño por varias razones. Una era estar más centrado, con más valor, cuando llegara el momento de tener que disparar a su señora madre. No era fácil matar a varias personas en una mañana, y menos si una de ellas era la que te había traído al mundo. Tipton imaginó por un instante el rostro que había visto en la ventana, su cuerpo sometido a trémulos movimientos y… Cualquier tipo de compasión podría ser letal.
El chico salió al camino y el viejo se puso de rodillas para intentar pasar. Nada. Demasiado pequeño. Tuvo que tirarse por completo al suelo y atravesar la valla a rastras como cuando estaba en el ejército. Al reincorporarse, maldijo durante largo rato por los cortes en las palmas de sus manos y rodillas. Se secó la frente con un pañuelo. Escozor. Levantó la camisa de cuadros azul que llevaba puesta y comprobó que se había arañado también su redonda barriga.
Tipton recogió la escopeta y miró hacia la casa. Las luces estaban encendidas. ¿Quién las habría encendido? El ventanal del primer piso, donde minutos antes había aparecido su madre de pie, ahora aparentaba ser un cuadro abstracto gobernado por grandes manchas rojas. Su madre, el ser en el que se había convertido, debía de estar buscando una salida. Los movimientos trastornados y convulsos que le había visto realizar ante la ventana le habían erizado el vello. Tanto, que aún le temblaban las piernas. Esta era la otra opción por la que había aceptado la solicitud del niño.
Tenía miedo.
—Vamos, pequeño. Busquemos a tu madre.
Atravesaron la carretera y siguieron por el sendero oscuro del río. La noche se cernía sobre ellos, era mejor no estar a la vista. Pocos metros después, cruzaron el bosquecillo y continuaron por entre las piedras y las ramas del margen izquierdo del río.
Poseía un caudal fuerte. La parte baja bañaba riveras y plantaciones de mangos y hortalizas crecían algo más arriba en la finca de los Tosen. Tipton había trabajado para ellos algún tiempo. Nadaban en el oro gracias a la desmedida explotación de los trabajadores. Cuando Tipton lideró una revuelta ante la cooperativa, lo despidieron. Consiguieron una buena remuneración, pero cayó el noventa por ciento de los trabajadores. Un tiempo después, aquellos huertos se llenaron de inmigrantes. Los podías ver cerca del camino a cualquier hora de la tarde. O en bicicletas. Buscaban donde vivir. Un par de ellos fueron a casa de Tipton para alquilar habitación pero el viejo les negó el alojamiento. Aun cuando le hacía falta el dinero. Lo último que oyó decir fue que, a un precio abusivo, cobijaban a algunos en los sótanos de las fábricas y se lo restaban del sueldo.
El bosquecillo era largo, limpio y agradable. La temperatura se reducía allí lo bastante como para que hiciera fresco en los momentos en los que el sol estaba en lo más alto. No había pájaros en la rivera. Ni siquiera insectos a la vista. El estrecho y silencioso camino se volvió más lúgubre cuando se percataron de la luna llena anaranjada sobre el horizonte.
—Tengo miedo —dijo Lucius.
—Yo también, hijo —respondió el hombre.
Delante, blanca inmaculada, vieron la parte posterior de la autocaravana. Una tercera parte de ella se apartaba de los árboles. Una lona verde llegaba hasta pocos metros de la orilla. Multitud de accesorios yacían tirados por el verde pastizal: sillas, mesas de plástico, dos neveras, un sofá y una tumbona hinchable, un hornillo de cocina, una bombona… Una pelota danzaba en una pequeña piscina de plástico.
El muchacho no hablaba mucho. Su rostro estaba tenso y sus ojos eran sombríos, como si estuvieran dentro de una jaula de circo. Parecía no querer separarse de Tipton más de un metro, se ponía nervioso cuando este se alejaba.
Cruzaron la frontera.
—¿Cuántos viajabais en la caravana? —se oyó a Tipton en la oscuridad.
—Cuatro.
—¿Y dónde decías que estaba tu madre?
Lucius se paró y miró a la sombra del viejo.
—La Four Winds tiene seis plazas. La cama de mis padres está en el altillo y tiene cierre por dentro. Lo puso papá y no me quiso decir por qué. Cuando mi padre mordió a mi tía, yo venía de buscar insectos en el bosque. Mi madre me miró asustada desde arriba, se encerró y me gritó que saliera corriendo y pidiera ayuda.
—¿Dices que solo erais cuatro?
—Sí.
—Tu padre, tu madre, tú y…
—La joven a la que disparaste.
—Ah, es verdad. Lo siento, chico. ¿Tu tía, no?
—Sí.
Tipton sintió malestar, pero también cierto alivio. En teoría, nada podía ir peor.
Solo tenía que entrar y ayudar a la madre del niño. Después, ya vería. Pese a todo, no podía bajar la guardia. El margen del río se había vuelto un lugar tremendamente inhóspito y cien mil ojos parecían estar observándoles desde las sombras. Una quietud vejatoria poseía al merendero. El mismo lugar que tantas sonrisas y fiestas había albergado en los días de verano.
Una débil brisa soplaba y de pronto algo gimió a lo lejos como un espíritu inquieto. Tipton asintió para darse ánimos. Cruzaron a toda prisa en dirección a la puerta lateral de la caravana, que permanecía encajada. El niño la abrió, pero Tipton lo apartó con el brazo.
—¿Por qué? —protestó el niño.
—Deja que yo entre primero.
Lucius estiró la mano y encendió la luz interior del vehículo. Luego, se retiró. Tipton se notó más nervioso que nunca. Subió un par de peldaños y asomó la cabeza hacia la pequeña sala de estar. Una mesa redonda en el centro, sangre sobre ella como si la hubiese utilizado un carnicero. Un televisor de color rojo emitiendo solo estática. Los cristales, que servían como ventana al exterior, rotos. La abertura que estaba enfrente, agrietada, como si una persona de gran envergadura hubiese salido por ella. La parte superior de las paredes estaban llenas de pequeños armarios y puertas correderas. Todas cerradas. A su derecha, un cristal opaco de color gris separaba el habitáculo motor de la estancia.
Un golpe hizo que Tipton saltara hacia atrás.
Otro golpe.
Dos más.
Procedían del compartimiento grande, provisto de puertas de madera, que se abría sobre el asiento del conductor. Lo que fuera daba golpes allí dentro.
El niño subió a la autocaravana.
—Mamá, abre. Soy Lucius. Traigo ayuda.
Los golpes enmudecieron.
—¿Qué estás haciendo, chico? —susurró el viejo—. Espera fuera…
—Mi madre está ahí. No hay nada que temer. ¿Mamá?
El niño se acercó hacia la pared y tiró de algo ubicado en una ranura, lo que hizo aparecer una escalerilla de un disimulado recoveco. Subió por ella, se arrastró hacia la izquierda y aporreó las puertas.
—¡Mamá, abre! ¡Soy Lucius!
En el interior, un golpe, un grito. Un fuerte alarido. Muchos más golpes. El rugido de los muertos.
Lucius saltó de la escalera y se puso tras el viejo.
—¿Por qué grita así? ¡Ella estaba bien!
—Sal de aquí.
—Pero no… Mi madre no…
—No debes ver esto, chico. Yo seré el primero en avisarte si todo va bien. Ahora, espera fuera, te digo.
Lucius salió de la autocaravana echándose las manos a la cara para llorar. Había algo siniestro en aquella situación. Tipton tuvo la sensación de que el niño no lo había contado todo. Quizás su madre había sido asesinada y después de todo, el pequeño no quería creerlo. O tal vez era cierto todo lo que había contado y la mujer había muerto asfixiada allí dentro. ¿Era alguien capaz de morir asfixiado sabiendo que solo tenía que abrir un pestillo para evitarlo? En tal caso, ¿por qué no era capaz de abrir la portezuela? ¿Los muertos no pensaban? ¿No recordaban? Cabía la posibilidad de que estuviera viva, le había dicho al niño.
«Estoy dejándome arrastrar por la imaginación», se dijo el viejo.
Decidió que sería conveniente terminar pronto con aquella situación y salir de la encerrona cuanto antes.
Un golpe.
Dos más.
Algo arañando la madera.
Tipton se acercó e intentó abrir empujando con la mano. Sonó un roce metálico contra la madera. Volvió a empujar con todas sus fuerzas y la portezuela se abrió. Tipton se echó a un lado y encañonó el hueco. Vio un colchón y sábanas revueltas. Una mano. Uñas moradas y…
—¿Señora?
Un grito estremecedor. Muy despacio fue apareciendo un rostro. El pelo largo caía enmarañado por una pequeña cabeza femenina. La frente gobernada por arrugas y sudor. Cuencas negras y puntos blancos como ojos. Un líquido blanquecino resbalando por boca y nariz. Un gimoteo como pregunta, un suspiro, un llanto débil.
Un grito de horror.
Tipton disparó a la cabeza y la sangre bañó la oscuridad del compartimiento.
—¡No!
Sobre la ventana agrietada del otro lado asomaba Lucius. Tipton no había reparado en el niño. El muchacho abandonó la abertura de un salto y le oyó cómo corría e intentaba negar lo que acababa de ver.
—¡Maldita sea! ¡No tenías que mirar!
Tipton se giró para salir de la autocaravana cuando algo saltó sobre su cuello. Sintió un fuerte escozor bajo la mandíbula y en su hombro izquierdo. Le mordió con fuerza, y unas manitas se agarraron como tenazas a su carne. Mordió, mordió y mordió. Tipton recordó los finos dientes de algunos peces y qué se sentía cuando te mordían el dedo. No había dolor, bocados inofensivos, pero ahora era todo lo contrario. Lo que empezó por una simple sensación molesta en milésimas de segundo se había convertido en un tormento. No podía gritar. Miedo. Lo que fuera, no medía más de un puño, tenía una fuerza horrible y mientras más esfuerzo hacía para retirarlo, más mordía. Sentía sus diminutas uñas ancladas en su piel. Si seguía así, en poco tiempo perdería el gaznate, si no conseguía quitárselo de encima… No podía. La sangre lo estaba ahogando. El intenso flujo en su garganta inundaba su tráquea y empantanaba sus pulmones. Terminaba, se acababa la vida. No había aire. Hizo el mayor de los esfuerzos y consiguió arrancarlo de su carne. La sensación al tener entre sus manos aquel ser pequeño y humanoide, de pupilas totalmente verdes, le repugnó. Tipton recordó por un momento cómo le gustaba meter los dedos entre las pechugas de pollo cuando fileteaba. Era lo mismo. La misma impresión. Pero… ahora algo era diferente, porque sus sentidos le abandonaban: su vista empezaba a menguar, su paladar era asquerosamente dulce, su tacto y olfato desaparecían, y poco a poco todo era silencio. Exánime, muy débil, tiró el feto al suelo y lo extirpó con el pie.
Tipton cayó después.
«Tendré que vivir con él», pensó Lucius, apoyado en el árbol.
Nunca tuvo miedo a la oscuridad y no lo iba a tener ahora. Intentaba no llorar, pero las lágrimas brotaban solas de sus pequeños ojos azules. Había tenido la esperanza de que su madre estuviese viva. De que no hubiese muerto aún. El día anterior también olía a cera, todos olían a cera, pero… Jolín, alguna vez se tenía que equivocar, ¿no? Mientras cenaban la noche anterior, su padre (amargado como siempre con los problemas de la vida de adulto) salió a fumar. Lucius le confesó entonces a su madre que toda la autocaravana olía a cera. Su madre lo calmó. Le acarició el cabello con una mano y con la otra hizo lo mismo con su barriga.
El futuro hermanito había crecido considerablemente en los últimos meses.
—¿Por qué tenemos que morir, mamá?
Su madre no era de los adultos que mentían a los niños.
—Porque es así y así será por siempre, hijo. Cada uno estamos hechos para vivir ciertos años. Cada persona, un destino. No hay que preocuparse por la muerte, tu abuelo siempre me decía que nunca se muere del todo. La energía no desaparece, se transforma. La cuestión es que tienes que ser feliz siempre que puedas. Ahora dime: eso de que todos olamos a cera de pronto… es un poco extraño, ¿no? ¿Hueles tú también a cera? —Sí.
Entonces su padre entró en la autocaravana empapado en sangre. Dando tumbos y echando una especie de espuma por la boca. Algo le había mordido en el bosque. Fue hasta el fregadero y se echó agua. Mucha agua. Hasta que se desparramó en el suelo. La madre de Lucius dijo algo sobre unas pastillas y un matrimonio acabado. Su padre se giró y entonces comprobaron que se estaba muriendo. Cuando se alzó, mordió a tía Paula. La madre de Lucius había subido al altillo a por unas sábanas cuando empezó el horror. A Lucius le habían ordenado que esperara fuera, pero cuando oyó el grito de su padre, corrió a ver…
Lucius consiguió enajenarse de sus recuerdos. Desde el árbol en el que se encontraba podía ver el interior de la autocaravana. Gracias a la luz pudo ver cómo el viejo salía por la puerta del otro lado. Por cómo se movía, tuvo el presentimiento de que algo no iba bien. Lucius decidió subir al árbol y esperar. Estaba muy oscuro, pero ya había trepado a ese tronco, el día que habían llegado al merendero, por lo que no le fue difícil hacerlo en la oscuridad.
Desde allí arriba no podía ver la roulotte. Sabía que el viejo lo estaba buscando. Tampoco lo veía a él. Las ramas lo impedían. La copa del árbol era ancha y espesa. A ello se sumaba la falta de luz. Ni siquiera era capaz de concretar dónde estaba ahora mismo situada la autocaravana. ¿Por qué no lo llamaba? ¿Por qué no decía algo?
Se limpió las lágrimas y comenzó a bajar cuando de pronto apareció la silueta del viejo abajo. Sus movimientos eran raudos. Daba vueltas sobre sí mismo como un depredador buscando a su presa. El fuerte olor a cera le puso más nervioso. El hombre olisqueaba el aire y se giraba. Olisqueaba y se giraba. Lucius oyó que alguien gritaba a lo lejos. Pero el viejo ni se inmutó. Otro deambulaba por ahí. Lucius recordó a la madre del hombre en la ventana. Cómo había golpeado el cristal sin sentir daño y cómo restregaba la sangre. ¿Era ella?
El abuelo de Lucius era médico. Quizás en este momento estaba investigando una cura contra aquella enfermedad que poseía a los muertos y no los dejaba descansar en paz. A su abuelo Tab le encantaban los animales. Siempre le regalaba documentales de lobos porque ese era su animal preferido. «Su mayor virtud es que huelen la sangre a kilómetros», decía. Depredadores que perseguían a sus presas a través de los bosques…
El corazón le latió con fuerza. El chico cruzó de una rama a otra porque la suya se estaba doblando. El hombre viejo había desaparecido. Durante largo tiempo no volvió a verlo. Había escuchado sus pasos alejándose. Decidió escapar. El viejo no tenía su arma ya. Seguramente estaba en la caravana. Pero lo último que deseaba Lucius era entrar en el lugar que apestaba a cera. No sabía qué había ocurrido, pero ese hombre ahora era uno de ellos. Así que empezó a bajar del árbol intentando hacer el menor ruido.
Cuando llegó al suelo, echó a correr.
El bosquecillo se disolvía a la vez que se ajustaba a la carretera. Había corrido en dirección contraria a la casa del hombre. Algo le decía que los monstruos deambulaban por allí. Corrió agachado por el merendero sangriento. De vez en cuando, se escuchaba un grito. Los monstruos no encontraban a su trofeo. Tuvo que reducir el ritmo porque no podía más. Una débil brisa recorrió el terreno y entonces un murmullo reinó a su alrededor. A cada paso, se escuchaba mejor. Era como si cantidad de gente hablara en voz baja. Lucius pensó entonces en acercarse más al río. El peligro se cernía sobre el camino. Al otro lado del río todo era campo. Fincas con cientos de árboles frutales que le impedían ver en la distancia. Desde allí los veía unos metros por encima de él. Sus sombras se perdían en el brillo de la noche y las montañas.
Se acercó a la orilla del río y metió las piernas. Mojó sus manos y se enjuagó con el agua helada. Desprendería menos olor, lo había visto en las películas. El olfato de los monstruos sería inútil a partir de ahora. Pero tampoco podía parar demasiado, las piernas se le congelaban. Mejor sería cruzar al otro lado.
No era muy profundo. Lo sabía. Sujetándose a las piedras lo consiguió. La orilla era breve allí. Con urgencia, el reborde se elevaba hacia lo alto, creando una gran pared de tierra que lo protegía. Lo pensó bien, no subiría más. Huiría río adelante por esa ribera. Algo le decía que no debía subir. Correr junto al riachuelo le hizo sentirse acompañado.
De nuevo, el murmullo. Los gritos hacía rato que no se escuchaban. Lucius se palpó la camiseta. El frío se había instalado en su pecho. Se tapó la boca para que nadie le oyera toser. El frío de la sierra sobre su piel. Hambre. Sueño. Sed. La luna observándole en la bóveda celeste con una sonrisa malévola…
El murmullo.
Lo pensó mejor. No se resistió más. Tal vez pudieran ayudarle. Lucius escaló por la pared de tierra hasta el labrantío. Nadie le avisó de que a ese lado había cientos de ellos.