En cierto modo, pensaba Ben, cuando por fin llegaran los problemas —y graves—, estaría preparado y los afrontaría con cabeza. El atardecer había alargado las sombras. Pese a lo avanzado del año, el frío seguía sin acosar a los pueblos de las montañas. Ben tuvo una sensación muy extraña. Sentía que el tiempo se le terminaba.
—Mitch, ¿me oyes? Soy Ben —dijo al walkie—. ¿Mitch?
—Qué cabrón. Se ha llevado la moto —oyó decir a Fele.
—Ya sabía yo que ese tipo no era trigo limpio —apostilló Samuel Day. Ben, algo abatido, le devolvió el walkie al ex policía—. Montaos en el coche —continuó Day—. Si seguimos todo recto, en esa dirección —señaló hacia el campo—, le cogeremos. Ben intervino.
—El pobre hombre solo desea ir en busca de su familia.
—Se lleva nuestra moto, por si no te has dado cuenta.
—No es nuestra, es de John Middles y… ¿para qué la queremos?
—¿De qué coño estás hablando? —gritó el del sombrero vaquero—. Ese hijo de perra nos la ha jugado. Nos ha mentido. Si nos hubiera dicho la verdad podría haber hecho lo que quisiera. Lo que le saliera de los cojones. Me importa un carajo. Pero no era de fiar. Lo sabía. Ni siquiera me miraba a la cara cuando hablaba. Todo esto lo tenía pensado de antemano. Debería haberme dado cuenta… —Day cogió aire y escupió al suelo—. Incluso si me lo hubiera pedido en el pueblo, le hubiera dejado llevarse un coche, qué coño… ¿Qué cojones sé si tiene pensado ir en busca de su familia o no? Él vino a nosotros. ¿Quién se cree que es para darnos la patada de esa manera? Te diré cual es la causa de todo esto, Ben Respibi. Por si no lo sabes. La gente es perra y mala.
—¿Qué quieres decir?
—Sí, amigo. La gente va a lo suyo. La gente es mala por naturaleza. Lo sé de muy buena mano. Lo he visto durante mis veinte años de servicio en la policía. No te puedes ni imaginar de lo que somos capaces con tal de ser mejor que el de al lado. De pisarlo. Por eso estamos siendo castigados de este modo. Tenía que pasar algún día, ¿no te parece? Si no hubieran sido los muertos, serían terremotos, huracanes, tsunamis o alguna mierda de esas. Tenía que pasar. Así que mejor será que montemos en el coche y vayamos a darle un par de hostias a ese cabrón… Con eso me quedaré tranquilo.
—No, Samuel Day. No pienso hacerlo —aquietó el vigilante—. Te conozco desde hace tiempo. Sabes que te respeto. Pero la ira habla por ti ahora mismo, así que tienes que calmarte. Pensar en frío. Déjalo correr.
—¿Qué… cómo… estás… diciendo?
—No estás siendo consecuente, Samuel. Además, no creo en nada de lo que has dicho —confesó Ben—. Quiero creer que somos buenas personas. Que nuestro instinto es luchar por un mundo mejor. Sí, Mitch nos ha engañado, ¿y qué?
—Ah, no recordaba que eras amiguito de ese tipo.
—¿Quién no mira por el bien de su familia, Samuel? Es normal. Quiere calmar su agonía. Saber si su mujer y sus hijas están vivas. Tiene un plan y no nos lo dijo. No está bien esconder la verdad a la gente, en eso estoy contigo. No es el mejor modo de hacer amigos. Cierto también. Pero dime, ¿no harías tú lo mismo por salvar a Vivian y a Eva?
—No nombres a mi hija.
Samuel Day levantó los puños y se acercó al vigilante.
Ben le miró a los ojos.
—No quiero decir nada que te haga daño. Solo quiero que te pongas en la piel de Mitch. Se ha llevado la moto. ¡Ya está! De todos modos, fue idea suya traerla. No lo pensamos hasta que él mencionó el asunto. Qué más da si se la ha llevado. Que se vaya al carajo.
—Si nos ponemos a perseguirle se hará de noche —añadió Fele.
—Hemos venido a buscar comida, ¿no? —continuó Ben—. Hemos tenido suerte. Nos dijo que había una plataforma de supermercados PANDA un poco más adelante. Nos ha dicho exactamente dónde está. Cojamos lo que podamos y salgamos pitando de aquí. Volveremos con los camiones. Olvídate de ese militar, coño. No lo conviertas en algo personal.
Fele estaba apoyado sobre el coche y se hurgaba los dientes con una ramita que había cogido del suelo. Los observaba cabizbajo. Si Ben y Samuel se enzarzaran en una pelea, probablemente se quedaría quieto.
Samuel Day no apartaba los ojos de Ben. Pero inesperadamente el rostro del ex policía mostró sensatez.
O eso pareció.
—La gente es perra y mala, Ben. Te lo demostraré en cuanto tenga la oportunidad —murmuró.
Ben Respibi prefirió que la discusión terminara allí.
—Entonces, qué —Fele tomó parte en el asunto—. ¿Nos fiamos del tipo ese y entramos ahí sin saber si es verdad todo lo que dijo?
Samuel Day, que aún permanecía a pocos centímetros de Ben mirándole directamente con sus ojos de zorro viejo, se encogió de hombros.
—No tiene por qué mentirnos —contestó Ben.
—Eres demasiado confiado para trabajar en Seguridad —le espetó el ex policía. Y se fue hasta el coche—. ¡Vamos! No vamos a estar aquí todo el día.
Fele rápidamente se introdujo en la parte de atrás. Ben esperaba no equivocarse. No quería darle la razón a alguien que no confiaba en los demás.
Circularon por la Avenida C buscando la calle Trébol. Samuel Day conducía con la pistola en la mano derecha. Ben sujetaba la suya con ambas manos y no quitaba ojo a lo que ocurría al otro lado de las ventanillas. Day le había preguntado a Fele si sabía conducir. Una pregunta idiota que habían pasado por alto al principio, dijo. Pues si no sabía, ¿para qué le habían llevado?
—¿Veis algo? Comunicadme cualquier movimiento con antelación. Solo tengo dos ojos y los vuestros deberían valer para algo —dijo Day.
Atravesaron lentamente la calle Violeta, donde la mayoría de las naves industriales estaban pintadas de azul. No había nada que no se pudiera denominar como basura. Mientras avanzaban, vieron lo que pudiera haber sido un perro muerto en el arcén derecho. Las moscas se cebaban con sus despojos. Había cantidad de manchas oscuras en el suelo. Un olor muy fuerte se coló por las rendijas del coche.
—¿A qué huele? —preguntó Fele, acercándose al hueco entre los asientos delanteros.
—A esto se refería, Mitch —respondió Ben.
Samuel Day giró la cabeza hacia él lentamente como la de un muñeco. Redujo la velocidad y curvó suavemente la boca.
—A mí no me huele a gas —dijo.
—A mí tampoco —contestó Ben, poniéndose de su parte—. Pero es un hedor extraño, apesta aunque…
No supo como terminar aquella frase. El aire seguía viciado pese a flotar sobre calles muy amplias. La peste debía de ser tremendamente desagradable fuera. Ellos tenían todas las ventanillas cerradas e incluso Day había pulsado el botón para cerrar todos los circuitos de ventilación. Pero aun así apestaba. Fue entonces cuando comenzaron a ver cuerpos masacrados. No tuvieron para comentarlo pues estaban por todos lados. Brazos, piernas, torsos… casi todos quemados. Monos de trabajo azul tiznados y rostros borrados a mordiscos.
Llegaron a la calle Trébol. Una calle vacía.
—¿Dónde está la multitud que decía…? —replicó Day con gusto.
PANDA CENTRAL MARKET ocupaba toda el ala derecha. La cabeza del oso panda chupaba bambú en lo más alto. Tenían dos entradas para camiones. Portones de chapa roja cerradas a cal y canto y muelles de descarga. Para entrar a los muelles, antes había que atravesar una cancela de circuito electrónico que tenía unos cincuenta metros de largo. Dos puertas pequeñitas para entrar a las oficinas. En el control no había nadie.
—Habló de peligro en las calles siguientes. En esta comentó que estaba todo despejado —musitó Ben.
—¿Seguro? —dijo Fele.
Menuda compañía.
—¿Acaso no lo ves? —indicó Ben con la pistola—. ¿Cómo lo haremos? —dijo a Samuel—. Tal vez podamos abrir esa larga cancela roja desde el control.
Samuel Day se mesó la perilla y se ajustó el gorro de vaquero.
—Dijimos que esto sería únicamente una misión de reconocimiento —contestó—. Vamos a echar un ojo hasta donde podamos. Eso es todo. Vemos si está todo despejado dentro, pillamos algo y nos largamos de aquí. No me gusta. Además, no me fío de estas calles. No sabemos a dónde nos llevan. Mejor será que Fele nos espere con el coche aquí en la avenida. ¡Fele! ¡Ponte al volante y no apagues el motor! ¡En cuanto nos bajemos, da la vuelta y espéranos con el coche en la misma dirección a por donde hemos venido! ¡Y no nos falles, campeón!
Fele asintió.
—Tengo la sensación de que esto es una encerrona —insistió el ex policía—. Tengo la sensación de que no… no estamos solos.
Aquellas palabras le pusieron los pelos de punta a Ben.
—No había pensado en esa posibilidad. —Ben se agachó para observar los ventanales superiores de la nave—. Puede que haya gente escondida ahí dentro.
—Entonces todo se iría al garete, Respibi. Una de las fuentes de mi teoría es que la gente tampoco comparte la comida.
—En eso estamos de acuerdo —confirmó Ben.
El ex policía y el vigilante bajaron del vehículo. Fele se situó en el asiento del conductor sin salir del coche. Le costó bastante trabajo. Pero el panorama no estaba para salir fuera. El hedor se hizo insoportable en cuanto abrieron las puertas. Una conjunción de especies nauseabundas les inundó y tuvieron que taparse con fuerza narices y bocas.
—Esto no tiene sentido. La comida ahí dentro debe de estar podrida.
—Ya que estamos aquí, lo comprobaremos.
Detrás de ellos, el todoterreno fue avanzando y dando la vuelta. Ben y Day se miraron y observaron el coche antes de seguir. Un cosquilleo les empantanó el estómago. ¿Y si a aquel gilipollas le daba por irse? ¡No habían pensado en eso!
—Vamos. Rápido —ordenó Samuel Day.
Corrieron con las pistolas en alto y la cara tapada, similares a un escuadrón de reconocimiento. Llegaron hasta el control y saltaron sobre el torno de paso para el personal de a pie. Samuel Day observó por una ventana el interior del control de accesos. Comprobó que no había nadie. Luego se dirigió hacia la puerta y la abrió para que pasara Ben. El olor perdió algo de fuerza allí dentro y pudieron coger aire.
En la caseta, el suelo era parqué y los monitores estaban apagados. Había una puerta al fondo que debía ser el cuarto de baño. Ben le señaló con la cabeza, pues Day no parecía haberla visto. Se dirigieron hacia allí, uno abrió y el otro apuntó. Un váter vacío y un lavabo. Se acercaron de nuevo al puesto de mando y Day habló:
—Tú sabrás cómo funciona esto.
Ben asintió con la cabeza mientras buscaba el interruptor que abriera la cancela de entrada. Debía ser algo tan simple como un interruptor de luz o un botón grande fácil de localizar. Vio un pulsador en la pared, entre el escritorio y el marco de la ventana. Lo pulsó y fuera se oyó un crujido. La gran masa de hierro abriéndose como si llevara centenares de años cerrada.
Cuando completó el proceso, se oyó un fuerte golpe.
—Joder. Qué mierda de instalaciones —comentó Ben.
Pero Samuel Day estaba mirando hacia las puertas pequeñas de enfrente. Parecían bien cerradas. Las dos pequeñas y rojas. Tras ellas, supuestamente la entrada al edificio para el personal. La otra quizás llevará a las naves de carga y descarga o al lugar destinado para recepción de mercancías.
—Vamos a entrar —dijo el ex policía.
Volvieron a taparse las bocas con las camisas. Ben corrió detrás del policía jubilado, observando a cada lado. Subieron los escalones y llegaron al breve descansillo de las escaleras.
—¡Cúbreme! —alertó Day en voz baja—. ¡Abriré y entraré!
Ben se colocó a un lado y desde allí miró hacia la cámara de seguridad que había sobre ellos en la jamba de entrada. ¿Se había movido? No podía ser. El circuito cerrado de televisión estaba apagado. Él mismo lo había comprobado en la caseta. A no ser que aquellas cámaras no estuvieran dirigidas desde allí… Pero no. Tenía que haber sido un efecto óptico. Sus ojos la habían detectado por sorpresa y le habían dado esa impresión.
Samuel Day agarró el pomo de la puerta y esta se abrió. No estaba cerrada. La puerta contaba con una cerradura, pero aun así estaba abierta. El ex policía apuntó dentro con su arma. Ben lo miraba y pretendía ver en sus ojos lo que había dentro.
—Está oscuro. Un pasillo largo. Una escalera a la izquierda —dijo Day—. ¿Entramos?
Ben observó desde aquella altura a Fele en el todoterreno. Les miraba tras la ventanilla. Ben le hizo un gesto para que estuviera alerta. Atento porque iban a entrar y nadie sabía como tendrían que salir de ese lugar tan inhóspito. Pero Fele no entendía sus gestos. Y Ben desestimó seguir perdiendo el tiempo.
—Entremos —contestó Ben y se puso detrás del viejo.
El ex policía avanzó unos pasos en la oscuridad. Ben le siguió a medio metro, muy atento al pasillo que les esperaba en la oscuridad. A la izquierda, una escalera subía y allí… Unas sombras saltaron sobre ellos. Eran muchos. Las armas volaron de sus manos y cantidad de puños y pies les golpearon. Les daban patadas, los tiraron al suelo y cantidad de manos los sujetaban mientras otras les introducían trapos en la boca para evitar que gritaran. Seguían golpeándolos. Ben calculó unas diez personas pegándoles solo a él. Mamporros sin compasión en cabeza, cuerpo y piernas. Le pisaron una rodilla. Luego, la otra. Apenas podía ver a Day entre tantos palos. La sangre le caía por la cabeza y por la espalda. Los orificios naturales del cuerpo le dolían. Las hemorragias no pudieron reprimirse. La gente que había decidido masacrarlos de esa manera no parecía muerta. Aunque algunos de ellos se habían lanzado a morderles y otros los habían apartado. Sin embargo, pudo distinguir la palabra «Hambre» en varias ocasiones. También proferían palabras ininteligibles. Gestos grotescos como de animales o… ¿caníbales?
En la oscuridad, en la paliza que seguían sufriendo, seguía reinando una palabra en el aire: «Hambre». Aquellos seres demacrados, despeinados, de uñas largas, estaban vivos, pero continuaban lanzando patadas, puñetazos y arañazos. Tal vez intentaban dejarlos inconscientes para hacer con ellos… Dios sabe qué. Dos tipos robustos, duros de roer, como eran Ben Respibi y Samuel Day se mantenían en el suelo sufriendo la marabunta de palos, mientras se miraban uno a otro a los ojos, ahogados en el tremebundo dolor. Mientras las lágrimas se mezclaban con la sangre y se sentían desfallecer, Ben Respibi creyó leer algo en la mirada de su compañero tumbado en el suelo.
«Te lo dije, Ben. La gente es perra y mala».
Perra y mala.
Fele los vio desaparecer tras la puerta roja. Escuchó un ruido y la puerta se cerró. Después creyó oír un alboroto, pero… no estaba seguro. ¿Sucedía de verdad o solo era en su imaginación? Quizás hubiesen tropezado con algo. Sí, eso podría ser. Podían ser mil cosas.
Le habían dicho que no se moviera de allí y eso era precisamente lo que iba a hacer.
Pero aquellos tipos solo miraban por su conveniencia. Ni siquiera le habían dado un arma. Le habían dejado allí, con la única misión de pisar el acelerador si había que salir corriendo. ¡Qué difícil! ¿Acaso le tomaban por un estúpido? El ex policía ese ni siquiera era del pueblo y ya le hablaba con desprecio. Como todos los demás. Incluso su propio abuelo, el viejo Tinny, cada vez que tenía oportunidad le dejaba en ridículo delante de todos.
Lo que tenía que hacer era largarse y mandarlos a todos a tomar por el culo, como había hecho el tipo de la moto. Tenía el coche —ahora era suyo—, el mapa… Pero, ¿dónde iría? Solo conocía a gente en Pont de Flaque, el pueblo de su abuela. Allí tenía primos. Gente que le trataba bien. Entonces, ¿qué hacía? ¿Dejarlos tirados? ¿Tenía huevos?
No.
Él era una buena persona de esas que hablaba Ben Respibi. Fele Burham sí confiaba en el prójimo. Aunque muchas veces le criticaban, sabía que no había maldad en ellos. Las canciones que amaba hablaban de un mundo mejor. John Lennon, uno de sus ídolos, abogaba por cambiar el pensamiento humano. No a las guerras. Dirás que soy un soñador pero no soy el único. Imagina a la gente viviendo toda la vida en paz. No necesitas una espada para cortar dos flores…
Fele era así. Así tenía que ser todo el mundo. Vive y deja vivir.
Miró a la puerta roja y la encontró cerrada. ¿Por qué habían cerrado si tenían que salir corriendo? ¿No era más fácil…? Algo ocurría. Estaba claro. ¿Cómo no se había dado cuenta? Miró por el retrovisor antes de dar marcha atrás y vio a los muertos acercándose al coche. Gritó como una niña y se tapó la boca.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento! —sollozó, mientras metía la primera marcha, pero el motor se caló.
Los muertos entraban por las ventanas. Subían a la parte de atrás. Uno rompió el cristal trasero y lo agarró por el cuello. Otro asomó por su ventana después de destrozarla con la cabeza. Acto seguido, le mordió el pecho, arrancándole un buen trozo de teta. Volvió a arrancar, pese al dolor que sentía en todo el cuerpo, y aceleró. El coche avanzaba a trompicones. Notó que ya no tenía fuerzas ni para gritar, era imposible. Una chica de pelo rojo le estaba mordiendo el mismísimo pómulo y no podía quitársela de encima. Fele no conseguía que el coche cogiera velocidad. Tenía demasiados cuerpos encima. Se llamaba Fele Burham Hopgood.
Y murió en COSYPOL.