Solo media hora después de abandonar Rotten, los miembros de la expedición llegaban a Cosy. Todos los ocupantes del vehículo de los Sickly estaban sorprendidos y complacidos ante la facilidad con que habían realizado el viaje. La carretera comarcal ascendía suavemente y el día se había vuelto cada vez más caluroso. Parecía como si estuviesen en algunas de esas poblaciones del sur donde siempre se disfrutaba del buen tiempo y la playa.
—Tengo los oídos taponados —dijo Fele, bostezando para equilibrar la presión. Comentario típico y repetitivo.
Al abandonar el pueblo, los carriles se habían acentuado hacia lo más alto. La vía había aguantado a media altura, recorriendo faldas de montañas teñidas de verde, para después atravesar puentes de roca y desfiladeros. También túneles de medio kilómetro de largo con el interior iluminado.
En una curva habían parado a orinar. Samuel Day había aparcado en el sentido contrario. Llevaban recorridos unos veinte kilómetros y no se habían topado con nadie. No encontraron indicios de civilización en el trayecto recorrido hasta ahora. Ben Respibi y Fele orientaban sus chorros hacia el vacío. Mitch observaba a cada lado de la carretera.
—¡Day! —llamó Ben.
El ex policía caminó hacia él, mientras Ben se abrochaba el pantalón. Los demás se acercaron.
—¿Conocíais este sitio?
Abajo, una carretera vieja atravesaba un pueblo. Por llamarlo de alguna manera, porque en realidad no eran más de cinco casas acompañando a lo que debió ser una de las carreteras viejas de las montañas.
Había más negocios que casas.
—He pasado por aquí cientos de veces y jamás me di cuenta de que había un pueblo ahí abajo —dijo Ben—. Deberíamos ir a ver. Echar una ojeada.
Samuel Day negó con la cabeza.
—Pero, ¿esto es Cosy? —quiso saber Fele.
—Está claro que no.
Samuel Day cruzó el arcén quebrado, observó en derredor y volvió.
—No se ve ninguna bajada —dijo—. Es extraño.
Se acercó a otra parte del balcón de tierra.
—Tienen un tanque que alimenta los surtidores —señaló Mitch. Una estación de servicio, decorada en naranja y azul, yacía bajo los árboles.
—La he visto —contestó Day—. Esa es la razón por la que me gustaría saber cómo se llega a ese pueblucho.
Los surtidores con sus mangueras en su sitio, puertas y ventanas de las casas intactas. Todo cerrado. Ningún ser vivo rondando las calles. Tampoco muerto. Un enorme taller de coches elevándose hacia lo más alto. Una puerta corredera abierta. Un morro de camión. Una cabina blanca. En la entrada, un armario metálico adosado a la pared vomitando herramientas hacia el suelo.
—Tenemos que irnos —comentó el ex policía.
—Sí, no podemos perder más tiempo —secundó Ben.
—Buena idea —sonrió Fele.
El mapa del polígono se limitaba a rótulos en madera donde iba escrito el nombre de cada fábrica y el ramo al que pertenecía. El nombre del polígono destacaba a buena altura. Lo habían encontrado una veintena de kilómetros más al oeste. La autovía había descendido en picado hacia una explanada que alcanzaba el horizonte, por no decir el infinito. El sol se acercaba a la hora del té cuando llegaron a la llanura entre los montes.
En el margen izquierdo de la carretera, tan alargada y ancha que se asemejaba a una pista de aterrizaje, aparecieron los primeros chalets. La arquitectura era algo ecléctica, pero todas las casas estaban edificadas según el estilo de construcción de alguna región de montaña, con abundante uso del granito, pizarra, ladrillo, madera y las vigas a la vista. Como ojos, ventanas de doble hoja y cristales emplomados y coloreados.
A lo lejos, se había empezado a construir el primer edificio de plantas, del cual solo pervivía su esqueleto.
La parte habitable mostraba balcones en primeras plantas, con alféizares llenos de flores y porches de entrada ocultos entre los setos. Como seguridad, puertas de hierro herméticas con cámaras de vigilancia en sus bordes; enfocando la rotonda principal y más allá del control de accesos.
Al otro lado, el polígono industrial rotulado como COSYPOL. Samuel Day paró el coche justo a la entrada.
—¿Oléis eso?
—Es asqueroso —dijo Fele, el cual no paraba de crujirse los dedos de las manos, mover las rodillas, rascarse las espalda…
—Que huela a podrido, en teoría, debería ser lógico —convino Ben—. Mucho de lo que hay a nuestro alrededor ha tenido tiempo de descomponerse. —Ben se fijó en que Mitch no le prestaba atención—. ¿No? Qué opinas, capitán.
Mitch se olvidó del panorama tras la ventanilla y contestó lo que realmente estaba pensando.
—Es muy raro que en esa urbanización no haya nadie.
—A eso me refería —continuó Ben—. Los frigoríficos, neveras, esas cosas. O los congeladores y despensas que pueda haber cerca, en su mayoría, tienen que estar repletos de gusanos. Es normal que huela a podrido. Sobre todo, si no hay electricidad. La gente que haya muerto por aquí ayudará con sus hedores, está claro. Pero si alguien sobrevivió no creo que viera esto como un lugar seguro. Se han ido.
—Tal vez…
—De todas formas, no se nos ha perdido nada ahí —intervino Samuel Day—. Venimos a buscar comida. Esto es una misión de reconocimiento, como bien dijo este hombre. Recorreremos las calles del polígono. Despacio… Y si encontramos problemas, pisamos el acelerador.
Samuel Day miraba por el espejo retrovisor a Mitch, capitán de las fuerzas armadas, cuyo comportamiento parecía más bien el de un tímido soldado. Day esperaba que ese tipo abandonara de una vez su retraimiento y le ayudara. Que diera su opinión. Le había gustado la idea que había tenido de llevar una moto a la misión. Una aptitud así necesitaba. Ideas. Se estaba quedando corto. Ben Respibi le ayudaba en todo lo que podía. Era un buen compañero. No obstante, su entrenamiento de vigilante era escaso para situaciones tan extremas como las que estaban viviendo. ¿Quién mejor que un capitán de una unidad de fusileros del ejército para ayudarle?
Mitch tenía los brazos cruzados y miraba por la ventanilla. El coche de los Sickly avanzó por la calle de entrada Magnolia, la cual llevaba directamente hacia una de las avenidas principales. La C. Las calles transversales tenían nombres de flores y las cuatro longitudinales estaban compuestas de las iniciales del lugar. Samuel Day volvió a parar el coche en la entrada de la avenida. El polígono industrial se extendía ante ellos vacío. De lado a lado, había contenedores de basura volcados y coches abandonados. A media altura, una de las fábricas lanzaba humo negro. Hacía viento allí arriba y se disipaba rápidamente, pero los gases eran negros como los de un gran incendio.
—Salgamos —ordenó Samuel Day.
Todos y cada uno observaron con detenimiento a su alrededor antes de abandonar el coche. Era un lugar amplio y aún no habían visto a nadie desde que abandonaron Rotten. Al ser un sitio bastante espacioso, tenían la tranquilidad de que si alguien intentara acercarse a ellos, tendrían tiempo de pensar y hacer mil cosas.
Samuel Day agarró el mapa de la puerta del coche y lo abrió sobre el capó.
—Según esto, este lugar es bastante accesible. No hay callejones sin salida ni nada por el estilo.
Los demás se acercaron al ex policía y miraron el mapa. Day, el tío del sombrero de vaquero, había tenido la genial idea de traer un mapa. Un mapa de los pueblos de la vía verde en el que todos los municipios estaban claramente representados de forma gráfica y métrica. Aparecían también las fincas, los nombres de los parques naturales y los arroyos. Los pueblos desde Winnesbah hasta Umedie, conocido como el último lugar verde de la región. Por supuesto, también Cosy, Gregory, May, Rotten, Pont de Flaque y… Vany.
Mitch pensó en hacerse con el mapa.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Ben.
—Lo cogí de la tienda de souvenirs de Clen.
Mitch se acercó un poco más al papel. Samuel Day tenía puesto el dedo sobre el lugar donde estaba marcado el polígono en el que se encontraban.
—Las calles parecen estar magníficamente representadas —comunicó el ex poli—. Trece transversales, y aquí hay… una, dos, tres, cuatro y… cinco. Cinco avenidas principales.
—Eso no es lo que dice el itinerario en la entrada —replicó Mitch, observando disimuladamente otra cosa en el papel.
—No creo que los mapas estos publicitarios estén fielmente realizados —declinó Ben.
—Sí, es muy difícil —dijo Fele, intentando seguir la conversación.
—Estén bien o mal, lo mejor será que vayamos en coche y así, si hay que salir pitando, lo haremos todos juntos. Nos olvidamos de los problemas y buscamos otra solución.
Mitch se alejó y se encaminó hacia la lúgubre avenida.
—Pese a ser un sitio grande, las calles no son anchas. Si hay algún problema, no podrás dar la vuelta. Estaremos atrapados. Y los coches, marcha atrás, ya sabes que no superan los cuarenta kilómetros por hora. —Mitch tuvo la sensación de que estaba en medio de unos de esos exámenes orales con los que tuvo que lidiar en la escuela de oficiales—. Lo veo una tontería, y más teniendo en cuenta que hemos traído la moto para este momento.
Samuel miró a Ben. El vigilante se encogió de hombros.
—Yo iré —dijo Mitch—. Me manejo muy bien en moto. Haré una pasada y miraré en cada calle. Durante el trayecto, tendré en cuenta si alguna de estas fábricas tiene en su interior lo que venimos buscando y entonces volveré y trazaremos un plan de acercamiento. Pero lo primero es descartar el peligro, ¿no creen?
—Yo veo bien que vaya él —dijo Fele.
Bajaron la moto de la parte de atrás de la camioneta. Mitch la arrancó y mostró indicios de tener experiencia con ella.
—Espera —dijo el viejo ex policía, y se introdujo en el vehículo y extrajo algo de la guantera—. Toma. Tendrás que ir contándonos lo que ves —dijo ofreciéndole un walkie-talkie—. Así todo esto será más rápido.
—Eres una caja de sorpresas, Day.
—Tengo un arma encima, si te la ofrezco nosotros dependeremos de las dos balas que le quedan a Ben…
—No quiero dejaros así —contestó Mitch, rehusando el arma. Algo extraño brillaba en sus ojos—. Quedaos las armas. El walkie… si queréis me lo llevo, pero para mí también es innecesario. Esto va a ser coser y cantar. Ya lo veréis.
La moto echó a rodar lentamente por la avenida.
«¿Qué estás haciendo?», se dijo mientras avanzaba. «¿De verdad lo harás?».
Frenó ante una señal de stop en el primer cruce. La calle Violeta se extendía a mano derecha, entre cantidad de naves industriales con puerta azul. Abiertas, en ocasiones, cerradas en la mayoría de los casos. Hacia la izquierda, lo mismo, pero en menos cantidad. Como colofón, la carretera vasta y larga por la que habían llegado. Miró en ambas direcciones y siguió.
—¡Nada! —dijo al walkie.
—Recibido.
Mientras avanzaba en la moto, casi al ralentí, contempló una vez más lo que podría ser un fiel reflejo de cualquier calle en cualquier parte del mundo: furgonetas, camiones volcados, basura por doquier, despojos comidos por moscas… y manchas. Cantidad de manchas oscuras por el suelo. Gasoil, aceite o en un porcentaje muy alto: sangre. Farolas despidiendo arcos eléctricos. Atmósfera enrarecida. Aire viciado pese a estar en calles amplias… ¿Gas?
Mitch asintió sin darse cuenta a la vez que recordaba: el metilmercaptano era un hedor desagradable. Asimilaba la peste a huevos podridos si se llegaba a inhalar un contenido muy alto. El metilmercaptano se utilizaba como aditivo para el gas natural, propano y butano. Su fetidez ayudaba a detectar los escapes. Porque el gas no tiene olor.
Cogió el walkie.
—¿Me recibes?
—Sí.
—Hay un olor a gas muy fuerte en toda la avenida. Es el mal olor del que hablábamos antes. Puede ser peligroso disparar un arma en esta zona…
No hubo respuesta.
—¿Me has recibido?
—Sí. Lo tendremos en cuenta.
Tuvo que salirse en ocasiones de la vía para no pisar los cuerpos masacrados. Pudo identificar algunos de ellos como hombres robustos en descomposición. A uno le habían devorado la barriga, a otro la cara y de otro solo quedaba el tren superior. Tenían puesto lo que una vez fueron monos de trabajo de color azul y que ahora habían pasado a ser grises. La mayoría de los cuerpos estaban a pocos metros de la entrada a EVOY ERC. Lo que aparecía como Empresa de Transporte Urgente de Paquetería y Mensajería (con cobertura nacional).
Frenó en el próximo cruce y apoyó los pies. En el ala derecha de la calle Trébol, en la acera de enfrente, la totalidad de sus puertas eran rojas. La pared estaba pintada de amarillo, donde multitud de litros de pintura habían sido volcados para beneficio de los mosquitos. El encabezamiento PANDA CENTRAL MARKET brillaba en lo más alto de cada uno de los techos a dos aguas azules. La conocida cabecita del oso panda chupando una ramita de bambú también. Un edén de posibilidades para los habitantes de Rotten a pocos pasos de Mitch.
Pero Mitch siguió adelante.
—¡Nada! —dijo al walkie.
—Recibido.