A mitad de la tarde, en el mismo momento en que a Fele le rugía el estómago y veía alejarse a Mitch con la moto como en el final de una película, Nelson reía y contaba anécdotas a las señoras.
Lo estaba pasando muy bien. Comía, picoteaba de aquí y de allá, y bebía más y más ese vino delicioso que no quita la sed, sino todo lo contrario. Nelson se interesó por saber de dónde procedía y, confusamente, alguien le comentó algo sobre una buena reserva encontrada en una bodega de una de las casas que permanecían vacías.
Lo que realmente divertía a Nelson era el rumbo que había tomado la conversación en el pequeño grupo que se había formado al final de la hilera de mesas, donde él se encontraba arrimado con su silla de ruedas. Prestia le había suministrado un par de pastillas blancas, rajadas por la mitad, y una capsula roja. Le había dicho que se las tomara y que no bebiera alcohol, pero Nelson solo había hecho caso a lo primero.
Aquella reunión se había convertido en el momento más agradable de su vida en mucho tiempo. Recordó las tardes en las que iba a visitar a su abuela, y cómo debatía ciertos temas en un jardín gobernado por cantidad de flores y una brisa embadurnada del dulce olor de las damas de noche. Con mujeres de edades muy similares a las que tenía delante.
De eso hacía más de diez años. Todas habían muerto ya. Incluso su abuela. Aunque nunca le hubiese abandonado, y siempre la sintiera a su lado. Allí donde estaba su olor.
Prestia había sacado a la luz, de un modo sugestivo, la antigua profesión de Nelson y las señoras se habían interesado de un modo alarmante. Habían acercado sus butacas para verle mejor. Era como si Prestia supiera que aquello les iba a gustar.
Nelson no tuvo más remedio que empezar a leer algunas manos y echar cartas para quedar bien. Los hombres más cercanos observaban de lejos y con desdén. Algunos ponían en entredicho su masculinidad.
Podía sentirlo.
—No me toques los huevos —dijo Maia con voz grave. La gemela mayor de las hermanas Durango provocó que todas las presentes rieran a carcajadas.
—No hay que ser adivino para saber que a mi hermana no le van los hombres —comentó Julia.
Julia Durango había ido a su casa por las cartas del tarot. Las gemelas vivían muy cerca de donde estaban celebrando la barbacoa. Nelson divisó cómo se perdía en una casita de color vainilla y vallado blanco, y regresaba a los poco minutos.
Las hermanas creían más en la cartomancia. De vez en cuando se daban sus escapaditas a la ciudad y visitaban a una pitonisa amiga y oriunda del pueblo. Muchas de aquellas mujeres se apuntaban a la excursión que dirigían las gemelas. Nelson pudo imaginarlas, todas subidas en el mismo autobús como quien va de excursión a la playa, vociferando y con sus abanicos en movimiento.
Nelson observó sus rostros cuando sacó La Muerte. Algunas se alteraron, otras se llevaron la mano a la boca y contuvieron el aliento.
Prestia lanzó una exclamación.
—Por supuesto que voy a morir. Como todas vosotras. O es que pensáis que sois elfas de los anillos esos —riñó Maia.
—Al contrario de lo que muchos creen, esto no significa que vayas a morir, chica —respondió Nelson.
—Uy, chica. Me gusta como suena eso. Sigue hablando, campeón —bromeó Maia.
—Según el orden en el que ha salido y lo que querías saber, La Muerte está señalando el alejamiento de un familiar cercano —dijo Nelson.
Las gemelas se miraron y esta vez fue Julia la que no pudo callarse.
—Pues vuelven a equivocarse las cartas, querido. Mi hermana y yo no nos hemos separado desde que vimos la luz en el cuarenta y siete.
—Ni las siamesas van a cagar tan juntas como nosotras —apostilló Maia.
Nelson estaba acostumbrado a la ironía. A la presunción por parte del informado. Hacía mucho, pero que mucho tiempo, que no exponía su don en el cara a cara. Nelson trabajaba para la televisión. En horas en las que un porcentaje bastante alto de la población estaba dormida para ir a trabajar al día siguiente. Horas en las que solo los desesperados, deprimidos e inmersos en la preocupación, no podían dormir pensando en qué les depararía el futuro sobre trabajo, amor y dinero. Llamaban a la línea 800 sin importarle el coste de la factura, con tal de encontrar el sosiego en palabras de un vidente.
—¿Ella es la única familia que tienes? —preguntó Nelson a Maia.
Las gemelas se miraron. Todos a su alrededor negaron con la cabeza. La sonrisa se les había disipado del rostro. Maia se puso en pie rápidamente y escudriñó entre la gente.
—¡Laurel! ¿Dónde está, Laurel-Ann, hostia puta? —gritó, y se fue en busca de su sobrina mesa por mesa.
Nelson se acercó a Prestia y esta le susurró:
—Laurel-Ann es su sobrina.
Maia recorrió a todos los presentes y fue preguntando hasta dar con alguien que la llamó con el dedo. El hombre era rechoncho y tenía un sombrero de paja en la cabeza. Se acariciaba el bigote mientras hablaban, y luego comenzó a señalar hacia las casas. Por último, se encogió de hombros y la despidió con un gesto.
Maia regresó, cogió una loncha de jamón york y dos rodajas de tomate y se las metió en un pan.
—Por lo visto, ha ido en busca del palomito de Terens. No sé qué le pica a la niña con el deprimido del pueblo. Pero si encima no le echa cuenta… Madre de Dios.
—Déjalos, que ellos saben lo que hacen —manifestó la vieja Chidi.
Maia asintió y señaló a Nelson con su índice.
—Y tú no vuelvas a asustarme. ¡Cabroncete!
Nelson se arrellanó en su silla, sin aliento. Los dolores eran como ecos en sus piernas. No sentía la cadera, no sabía si era por el efecto de las pastillas o porque jamás las volvería a sentir. Se lo preguntó a Prestia, pero la estudiante de enfermería no le respondió. Fue a ayudar a los que sacaban la merienda de unas cajas.
Frente a él seguían los comentarios. Preguntas y respuestas silbaban por cada lado como balas en un frente. Advirtió que tenía vacía la copa. La llenó, la vació de un trago y se relamió.
—Aterradora sí que lo es —respondió.
—Exacto. A eso me refería.
Un hombre muy risueño, con gafas con cristales pequeños y gran aumento, al que llamaban Ost, se acercó y preguntó cómo deseaban el café los presentes. También apuntó un par infusiones. Más tarde, presentó dos pequeñas bandejas circulares con magdalenas, croissants, bizcotelas, galletas y bollitos de leche.
Algunos hombres se quejaron de que aún no habían terminado de almorzar, pero Ost dejó de lado el tema en defensa de las mujeres y las bromas surgieron de nuevo. Ninguna de ellas negó la agradable servidumbre que ofrecía aquel apuesto señor que se ofrecía a hacer de camarero durante la merienda.
—Pobre Ost, con lo que quería a su mujer —comentó Marcia a los presentes. Las mujeres asintieron cabizbajas.
Nelson quiso decir que estaba encantado. La mayoría de las que le acompañaban eran aficionadas a cualquier tema relacionado con la parapsicología. Algunas contaron sus propias experiencias sobrenaturales. Prestia también parecía ser fan de todo ello. Aunque, como le confesó una de las presentes a Nelson, algunas historias eran menos creíbles que un chimpancé asistiendo a misa.
La mujer de Samuel Day pasó cerca y Prestia le ofreció sentarse con ellas para disfrutar de la tarde.
—Cuando necesite una amiga como usted, me sentaré en el váter y cagaré una —le contestó la mujer del ex policía.
Prestia se encogió de hombros y murmuró cuando se fue:
—Está muy nerviosa.
Los aldeanos de Rotten gozaban de un extraño comportamiento. No parecían tener miedo a la situación en la que se habían visto envueltos desde lo que todos llamaban «El Día del Cementerio». O al menos, no daban la impresión de pensar en ello constantemente como lo hacía Nelson.
Y por supuesto, la mujer de Samuel Day.
La vieja Chidi, con más arrugas que un sharpei, devoró ávidamente dos bizcotelas, una magdalena, dos galletas y un pequeño panecillo relleno de requesón que había traído Ost en su segunda vuelta. Chidi se limpió la boca con un pañuelo bordado y añadió:
—Creo que es el momento ideal para realizar una sesión de planchette.
Era evidente que había pasado mucho tiempo desde que Nelson viera por última vez un tablero ouija. La señora de las arrugas la había llamado de un modo extraño. Algo que parecía francés. Y en efecto lo era, pues Chidi recordó a todos que había nacido en la ciudad de la torre. Nelson vio desde su silla cómo sus acompañantes se llenaban de emoción con la idea de hacer una sesión de ouija. Chidi ordenó a algunos hombres que les dispusieran una mesa algo apartados de los demás, con sillas para todo el que quisiera asistir al evento.
Algún que otro se acercó con ganas de mofarse y Chidi los expulsó directamente. Mientras Prestia conducía su sillita de ruedas hasta el lugar, Nelson sintió como si estuviera viviendo un sueño. Vislumbró que todos ellos eran simples marionetas del destino. Un destino fabricado, pero inamovible. Multitud de personas indefensas ante el trágico final que se avecinaba.
Por un momento vio cómo ardían las casas, el centro comercial y el bosque. Y de pronto, estaba en el asiento trasero de un coche, acurrucado y medio muerto. ¿Eso había sucedido ya o iba a suceder? Prestia lo sujetaba para que no cayese por la multitud de baches que estaban sufriendo. Un árbol, humo… ¿un barco?
El miedo a la muerte, a lo que acechaba fuera, parecía haberse diluido como azúcar en agua caliente. Entusiasmadas, las cinco mujeres colocaban el dedo índice sobre el vaso. Le habían preguntado a Nelson si sabía dirigir una sesión, daba la sensación de que lo hacían frecuentemente, pero que había pasado tiempo desde la última vez.
Tal vez creyesen ver una luz al final del túnel de preguntas que todo el mundo se hacía sobre el levantamiento de los muertos.
—Nelson, querido, cuando tú quieras —informó Julia.
Nelson la miró desconcertado. Aquella mujer de pelo recogido y cano, había pronunciado las mismas palabras de su abuela. «Nelson, querido…». Nelson miró a Julia a los ojos y despertó cuando su hermana Maia chasqueó los dedos para sacarlo de su ensoñación. El cielo aún rebosaba claridad. Una luz tenue. Las nubes se habían disuelto y poco a poco iban tiñéndose de rojo. Se había vertido sangre en algún sitio.
—Hola. ¿Hay alguien? —invocó Nelson.
Prestia lo miraba con expectación. Sentía sus amargos ojos verdes clavados en él. Notó cómo se ruborizaba. Nelson jamás había sentido nada igual por una chica.
—¿Hay alguien ahí?
El vaso no se movió. Marcia dijo algo en voz baja pero Nelson no pudo oírlo.
«Esto no va a funcionar».
—Hola, esperamos una respuesta. ¿Quién eres?
Un grupo de hombres reían al fondo. La situación no era la adecuada. No había ambiente. Nelson pensó que eso sería una buena excusa para poder dejarlo. Sin embargo, un vientecillo frío removió las copas de los árboles en la avenida y todo el mundo calló. El viento también sacudía las vallas y el sonido de la muerte llegó hasta ellos. El hierro en movimiento.
No obstante, seguía haciendo calor.
La mujer de Samuel Day los observaba desde las mesas con los brazos cruzados. Negaba cada poco y hablaba con una mujer muy bajita y delgada. La indignación era el color de su aura. La próxima vez que Nelson fue a mirarla, vio que se marchaba de la barbacoa y nadie la seguía.
—Esperamos una respuesta. ¿Hay alguien ahí? —dijo Nelson y miró por primera vez la tabla.
El vaso se movió. Después, se separó un poco del centro. Las mujeres sonrieron y una de ellas estuvo a punto de aplaudir. Otra, agarró su silla con la mano libre que le quedaba y se acercó un poco más a la mesa.
Empezaba la función.
—Dinos quién eres, por favor —insistió Nelson.
El vaso empezó a moverse de un lado a otro, lentamente. Entre tantos brazos, Nelson no pudo ver nada. Los movimientos adquirieron velocidad. Más tarde, lentos otra vez.
Había escrito bastante.
—¿Qué ha contestado? —preguntó Nelson.
—Por qué quieres hablar —dijo Chidi.
—¿Qué?
—Ha escrito: P-O-R-Q-U-É-Q-U-I-E-R-E-S-H-A-B-L-A-R
Nelson arrugó el entrecejo. ¿Era una pregunta o una afirmación? Recordó que había que ser directo. Conversaciones puntuales. Preguntas concisas. Solo lo que se quisiera obtener.
—¿Cuál es tu nombre?
Las mujeres fueron deletreando hasta completar la palabra:
—M-U-E-R-T-O
Prestia le miró encogida. Nelson puso una mano en su hombro. Ella se la agarró. Estaba temblando.
—Queremos saber tu nombre. Dinos tu nombre, por favor.
—Muerto —dijo Julia, después de los respectivos movimientos.
Quizás hubiera demasiada sugestión en el ambiente. Estaba claro que esa palabra navegaba en el subconsciente de todos; pero no solo de ellos, sino probablemente de todos los habitantes del planeta.
Nelson pensó en abandonar. Lo que había comenzado como un día placentero y jovial podría acabar tornándose en desgracia.
—¿Queréis saber algo en especial? —les preguntó Nelson a las mujeres—. No sé cuál es el objetivo de esto.
La vieja Chidi lo observó con su característico tembleque y se señaló el pecho.
Era una idea macabra realizar una ouija en un mundo donde los muertos caminaban. Demasiado siniestro para ser verdad. Lo peor es que la idea había llegado de esa mujer que le miraba con ojos hundidos o, por qué no decirlo, enterrados.
Nelson cedió la palabra a la vieja con una reverencia. Se dispuso a ser solamente espectador. Nelson tenía que hacer algo. Se habían contagiado. Estaba nervioso como cuando presentía…
—Vamos, nos lo estamos pasando bien —instó Maia—. No perdamos el ritmo.
—Hola, soy Chidi. ¿Te conozco? —preguntó la nueva portavoz de la tabla.
El vaso se movió hacia él SÍ. Nelson se inclinó para verlo.
—¿Quién eres?
Las demás asistentes miraron a Chidi con atención. Había un tono mesiánico en sus palabras.
—H-A-M-B-R-E
Marcia profirió un gritito.
—¡¿Por qué no nos dejáis en paz?! —gritó Maia, como si el juego de mesa pudiera responder.
Su hermana la calmó.
—Compórtate —le reprendió una de las mujeres allí sentadas cuyo nombre desconocía Nelson.
—Recordad: no soltéis el vaso hasta que termine la sesión —dijo Chidi—. Tranquilizaos, coñe.
El vaso se movió lentamente hacia el NO.
—¿Cuándo os marcharéis? —cuestionó Chidi.
El vaso regresó al centro. Permaneció allí. La mujer esperó, como se solía hacer en estos casos.
—¿Os marcharéis?
Ningún movimiento.
—¿Alguien va a morir?
El vaso quieto.
—¿Cuánto durará esto?
Vuelta a la inseguridad.
—H-A-S-T-A-Q-U-E-E-L-C-U-E-R-P-O-A-G-U-A-N-T-E
Maia rio. Las demás sofocaron la risa. Aquella respuesta hizo que se relajara el ambiente.
—¡Dejad de reír, coñe! —riñó Chidi.
Hasta Nelson había sonreído con aquella respuesta. El vaso arrancó con fuerza otra vez y las mujeres intentaron no quitar el dedo del vaso.
Prestia observó por primera vez en su vida que aquello era real. Se veía claramente que los dedos perseguían al vaso y no al revés. El recipiente marcó las letras:
—M-E-M-I-R-A-N
—¿Quién te mira?
—B-A-N-S-K-Y
—¿Bansky? ¿El tío de los helados? —cuestionó Maia a su alrededor.
—¡Silencio!
—Qué raro —replicó su hermana Julia.
Prestia se puso en pie y miró a la gente en las mesas. Las mujeres sentadas ante la tabla también lo hicieron desde su sitio.
—¿Bansky ha venido a la barbacoa?
—NO —leyeron en el tablero.
—¿Cómo sabe entonces…?
Chidi volvió a mandar silencio. El vaso se movió por última vez.
—E-S-T-A-M-O-S-D-E-N-T-R-O-H-A-M-B-R-E
Chidi cerró la sesión de forma muy profesional. Las mujeres regresaron a la hilera de mesas y un par de hombres las ayudaron con las sillas.
Nelson comentó un par de ideas para tranquilizar a sus acompañantes, pero las mujeres parecieron no oírle. El hecho de que la tabla hubiese nombrado a ese tal Bansky les había afectado. En sus rostros había dudas. Nelson conocía aquellos comportamientos temerosos. Eran expresiones sujetas al sentimiento. Se comportaban como si un vidente hubiese acertado algo de su vida particular, algo con lo que no contaban. Algo tan importante que la afirmación se convertía en una flecha imparable directa a su tranquilidad.
Mientras volvían, la gente les preguntaba. Ellas nos contestaban. «¿Qué ha pasado?». «¿Todo va bien?». Era evidente que no. Nelson oteó una nube inmensa. Un rayo surcó velozmente el cielo, que se había vuelto plomizo en un abrir y cerrar de ojos.
—Pero mujer, no te preocupes por eso.
—¿Cómo se os ocurre jugar a esos jueguecitos?
—Desde luego, ya no sois unas niñas, eh.
—Si fuera cierto, habrían aparecido…
Nelson no oyó cómo acababa aquella frase. El rumor que se cernía en el aire. Un lamento, acompañado de un fuerte olor a descomposición, lo inundó todo. El hedor impregnó la comida y muchos taparon sus bocas. La gente miró hacia las vallas de la salida del pueblo esperando encontrar algo. Preguntas al viento. Algunos de ellos buscaron a John Middles. En sus mentes permanecían las palabras de Samuel Day, pero el sustituto del ex policía no estaba. De pronto, se oyó un disparo en el centro comercial. Otros dos. Un grito y un cañonazo a lo lejos. Nadie vio que una figura moribunda caía desde el balcón del centro comercial, pues ninguno podía quitar ojo a las vallas que rodeaban el pueblo.
—¡Venid! ¡Venid y mirad! ¡Ya vienen! —gritó Jason, y dejó caer inconscientemente la pelota de sus manos.
El niño señalaba hacia al fondo como si se acercara un desfile. Luego, echó a correr por la calles en dirección a la iglesia. Los demás se dejaron llevar por las palabras del niño y se dirigieron a la avenida. Drew Cassy, Candi Staton, Berta Aure, Nelson y Prestia, las hermanas Durango, Pepo y su hija Cristal, Marcia y su marido, Pome Anderson y su pamela de alto standing, los inseparables Matt Mane y André Prod, Jimmy Laymon, Ost, Chidi, la chismosa de Sheridan y su perro Tip, Lim y su lienzo donde había pintado a los que habían asistido a la barbacoa, el viejo Tinny a duras penas… y otros muchos se fueron congregando para ver la multitud que se acercaba. Decenas de muertos deambulaban por la avenida principal. Habían roto el cerco. Algunos iban desperdigados y otros, en grupo.
Pero siempre hacia delante, avanzaban a marchas forzadas y se arrastraban por la acera. Esqueléticos e inmundos como adictos callejeros. La brisa secular empujaba su lamento, sus gemidos, los huesos desparramados y colgantes. No hacía falta acercarse demasiado para reconocer sus caras.
—¡Oh, no!
Llegaban más por las vallas alzadas tras el centro comercial. Por los laterales. Aquello eran terraplenes, caídas a gran altura, debía ser imposible… Los que se acercaban por allí se aferraban a las hendiduras y gemían.
—Es una guerra donde se cambia de bando fácilmente… —comentó un habitante de Rotten ante lo que se acercaba.
El olor cada vez era más desagradable y penetrante. El avance era lento en la mayoría. Los más rápidos se habían introducido en las casas. Uno de ellos perseguía a un perro. Por lo que se podía apreciar, no era gente del pueblo. Aunque entre ellos fue apareciendo algún que otro rostro conocido. El asombro acometió a los que aún no habían decidido echar a correr.
—Están desnudos como perros —dijo una mujer.
Entre los muertos estaba Max Rodríguez, que había salido en busca de su hija Sara. Su hija venía por el otro lado de la calle con los hombros llenos de sangre. Nehemías Mile, el cura, venía con ropa de paisano y traía la camisa rota y el pecho literalmente abierto. Algunos se fijaron en Terens Rodríguez y en que, donde debía estar su nariz, ahora solo había un agujero rosa.
—Es como si pidieran ayuda —comentó alguien.
Mujeres bien vestidas y con las cabezas medio colgando. Un hombre sin brazos que cuando intentaba correr, se caía. Vieron figuras con la mayoría de sus miembros quemados. Otros estaban completamente desnudos y desfigurados de pies a cabeza. No parecía que hubiera un solo trozo de piel que no hubiera quedado completamente abrasado en la mayoría de ellos. Sus cabellos habían desaparecido. Niños sin manos. Caras sin mandíbula. Carne podrida. Una danza macabra.
El turno de Rotten.
—Nunca termina, ¿verdad? Nunca va a terminar —dijo Zack Snyder y se sacó la pistola del cinturón y empezó a disparar.
Ahora sí, los que quedaban echaron a correr. Drew, Candi y Prestia empujaron el carrito de Nelson en dirección a un coche.