—¿Y ahora han resucitado como los de Thriller?
—Bueno, estos no bailan.
A Candi no le gustaba el sarcasmo. Solía pagar con la misma moneda cuando alguien le hablaba mal. También ella estaba aturdida, dolorida, fuera de sitio. Lo que había ocurrido en las últimas horas ni siquiera se parecía a una pesadilla. No sabía cómo explicarlo. Mucho peor. Era imposible describir qué se sentía al ver cómo gente muerta se ponía en pie y empezaba a caminar. Demasiado irreal. Nada creíble, hasta que uno de ellos intenta morderte. Pero, ¿por qué?
El chico de color y ropas estrafalarias le miraba en la oscuridad. Una cortinilla de luz se colaba entre las ramas del matorral. La luna llena reinaba en lo más alto. Recordó haber visto a ese chico —ropa y peinado eran inolvidables— en el vagón del tren.
Candi se consideraba una mujer fuerte. Pero ahora era incapaz de concebir lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Aquel chico y ella se habían agarrado inconscientemente de la mano y habían escapado de aquel caos corriendo entre muertos que intentaban alcanzarlos. Oyeron disparos. Algún superviviente del tren debía de ir armado y se había puesto disparar a diestro y siniestro.
Ella y el chico negro habían saltado del vagón convertido en chatarra enlatada. Huyeron campo a través. Y se habían topado con las ruinas de una casa. Menos que eso: tres paredes sin techo que parecían mordidas por los grandes brazos de un árbol que nacía como una garra desde el suelo.
Entraron. El chico subió como un gato por el tronco que llevaba hasta lo más alto de una de las paredes. Allí se sentó a vigilar el apocalíptico horizonte. Un segundo después, el joven bajó la vista. ¿Se le notaba mucho lo anonadada que estaba? ¿Lo torpe que se sentía? Quizás no. ¿No? Ni siquiera podía decir ahora mismo dónde había nacido o el nombre de sus padres.
Los ojos del chico refulgían en la oscuridad.
Candi miró de reojo al de la blusa de flores amarillas y violetas, y se alegró al comprobar que ya no la miraba.
—¿Qué pasa ahí fuera?
—Lo más importa es que no se acercan —dijo el chico.
—¿Sí?
—Un apocalíptico horizonte…
Era extraño. Las mismas palabras que se le habían ocurrido a ella. ¿Telepatía?
—¿Cómo dices?
—De momento estamos a salvo de la pesadilla.
Candi observó el interior del arbusto. Lo que habían elegido como refugio era fácil de atravesar. Oyó crujir algo y se dio la vuelta. Las ramas se mecían con el vientecillo y algo chascaba en alguna parte. Quizás un ratón, un conejo, una rama rota o algo peor. Las ramas se movieron con más fuerza. Candi pudo comprobar con más calma que tanto ajetreo se debía al constante movimiento del chico en la rama superior.
—Hay hormigas —decía, sacudiéndose las manos—. Me llamo Nelson.
—Candi Staton.
Nelson parecía un grumete subido a un mástil.
—¿Cuánto crees que va a durar?
Por un instante, Candi tuvo la certeza de que los dos se habían buscado mutuamente. Dos almas con rumbos diferentes, empujadas a unirse por un incidente inesperado. Según había oído, era casi imposible salir airoso de un accidente de tren. Pero se alegraba tanto de no estar sola…
—No sé muy bien qué está pasando —contestó Candi.
Oyó cómo Nelson tragaba saliva.
—Los muertos han vuelto a la vida —narró el chico—. Un virus infeccioso les hace levantarse de sus tumbas. Un meteorito está pasando cerca de la órbita terrestre. El agua de los pozos ha sido contaminada por un extraño líquido verde que los vuelve loco y deseosos de carne cruda… Algo así ha debido de pasar. ¿Nunca has ido al cine?
Nelson era especial. Parecía estar gozando del momento. No se le veía afectado en lo más mínimo. Cuando hablaba, sus dientes relucían. Sus palabras separaban del momento al interlocutor y lo desplazaban a una existencia real y efectiva. Era una sensación muy extraña ver disfrutar a alguien con lo que estaba cayendo fuera.
—Pues no. Nunca tuve tiempo de ir al cine —musitó Candi.
Se oyeron voces.
Pisadas.
Gente corriendo.
Maldiciones.
Cada vez más cerca.
—¡Qué mierda! —masculló Nelson—. Pero si no había… —Y saltó de la rama.
Ambos se dieron la mano. La espectral luz de la luna incidía sobre ellos como si estuviesen en un escenario.
—¿Tenemos que salir de aquí? —cuestionó Candi.
El tono de voz de Nelson descendió hasta el murmullo:
—Alguien se acercaba… No he podido verlos bien.
Nelson tiró de su mano, pero Candi se soltó.
—¡Nos cogerán! ¡Aquí estamos atrapados! —dijo Candi y se dio la vuelta para salir.
Alguien entró y chocó con ella.
Candi cayó al suelo y gritó.
—¡No, joder! ¿También aquí? —dijo la sombra de cabeza rapada que había entrado.
Levantó su arma para golpearla y otra figura apareció por la abertura.
—¡Sal de ahí, soldado! ¡Sigamos! —alentó.
—¡No, joder! ¡Es un buen sitio! ¡Son solo dos, señor! ¡Acabemos con ellos! —El tipo con cabeza rapada pisó a Candi en el estómago y entonces reparó en Nelson, que yacía asustado con las manos en alto y gritaba como una mujer. Gritaba como si fuesen a fusilarlo. Como uno de… como uno de esos seres.
—¡Cállate!
El otro hombre entró en el arbusto y apartó al que había entrado primero. Llevaban trajes mimetizados. Eran militares. Al acercarse al claro, Nelson y Candi pudieron verlo con claridad. Nelson mantuvo las manos levantadas y Candi se quejaba de la presión en el estómago por parte del soldado.
—Por favor, no nos matéis —dijo Nelson.
—Son gente normal. Baja el arma —ordenó el recién llegado.
—Que son… —El soldado quitó el pie de Candi y se apartó.
—Soy capitán del ejército, de la 5a Compañía de Apoyo del Tercio de Infantería. ¿Quiénes sois? —dijo el otro.
—Por favor, no nos matéis —repitió Nelson.
—Permanezca usted tranquilo. Debido a la situación le hemos confundido con… uno de ellos, ya sabe. Me llamo Mitch Wailer y este es… —Mitch no sabía su nombre.
—Bala.
—¿Bala? —cuestionó Nelson más calmado, a la vez que ayudaba a Candi a levantarse.
—¿Algún problema, pipiolo?
Mitch levantó la mano y retuvo a Bala. El soldado se dio la vuelta y se colocó en la abertura, observando el exterior.
Nelson y Candi se presentaron.
—¿Cómo está? —preguntó Mitch a Candi.
—Dolorida.
Mitch asintió y le sujetó amablemente un brazo:
—¿Iban en el tren?
—Sí, pero nunca supimos hacia dónde… —intervino Nelson.
—¡Capitán, joder, ya vienen! ¡Tenemos compañía!
Candi sintió de nuevo el aire pesado, suspendido. La tremenda oscuridad cerniéndose fuera. Gritos en la noche. Fue la última en salir de entre las ramas. Venían muchos de ellos corriendo. Candi huyó y pronto rebasó al capitán y al soldado, los cuales aguantaron la posición con las bayonetas en alto para que ella fuera delante. Un hombre y una mujer de unos treinta años llegaron a toda velocidad y los soldados ensartaron con la bayoneta a los dementes. Bala levantó a la chica por los aires y le partió el cuello. Aun así, empezó a levantarse de nuevo. Mitch no pudo con el peso de su enemigo y, después de trincharlo, lo desplazó hacia un lado.
—¡Muere desgraciada! ¡Muérete! —gritaba Bala, con la cara salpicada de sangre.
Mitch tiró de él y echaron a correr detrás de Nelson y Candi.
Venían más.
Candi atravesaba el campo con la mente en blanco. Bajo la luna llena se sentía perseguida como un ratoncito pequeño bajo la atenta mirada de los búhos. No quería mirar atrás. No podía mirar. Sus pies se hundían en el barro con cada zancada. Su cuerpo era doblemente pesado. No había sitio donde esconderse. Oía los gritos de Nelson más adelante y se preguntó cómo le quedaban fuerzas para gritar. Para chillar como una chica. Era gracioso: ella ni siquiera podía hacerlo. También escuchaba los alaridos de aquel soldado detrás. Mataba, daba golpes con desesperación. Palabras que acariciaban la locura… Y ella, mientras tanto, sentía cómo las piedras hendían en sus pies y abrían caminos para la sangre.
Candi corría. Por primera vez en mucho tiempo, agradeció las constantes tardes de verano en las que sus amigas quedaban para tomar café y ella tenía que llegar más tarde para aprovechar el poco tiempo libre del que disponía para correr por el paseo marítimo. En ello le iba la vida ahora. Quizás podía pasar por una de las mujeres más veloces del momento. El miedo la ayudaba. Sí: el pánico era su reactor. Ser la más rápida tenía beneficios. Siempre los tenía. En todas las historias. Hasta que llegaba el cansancio y la punzada en el costado. Tu mundo feliz desaparecía y los demás te adelantaban. Nelson, Mitch y Bala por encima de los demás. Gacelas humanas subiendo por el terraplén.
—¡Corre, mujer! ¡No te rindas!
—¡Venga, señora!
Recordó aquellos sueños tan comunes en los que intentabas correr y el suelo era blando, donde los pasos se acortaban y no progresabas. En los que nunca llegabas a la meta. En los que peleabas con alguien y tus puños no hacían daño. En los que los malos intentaban cogerte y nada podía frenar su avance.
«Me atraparán… Me atraparán y no puedo hacer nada».
Delante de ella se fue dibujando la pendiente. Una zanja oscura que se elevaba unos tres metros. Un rellano en lo más alto que pudiera ser la salvación para unos y la muerte para otros. Gracias al ímpetu, los tres hombres subieron de una tacada. Pero Candi dudó y no llegó ni a la mitad. Los militares hablaban entre ellos a gritos. Uno sujetó al otro y este bajó un poco en el terraplén y le tendió una mano a Candi.
—¡Vamos, no te pares! ¡Coge impulso!
Por un momento, Candi tuvo la esperanza de no estar siendo perseguida. Ese tipo de sueños hipócritas que tienen los humanos en los momentos cruciales. ¿Por qué? ¿Nos gusta rendirnos fácilmente? Al ver cómo los soldados intentaban ayudarla tan desesperadamente, sintió cada vez más cerca a los lobos. Una gallinita devorada por una manada de lobos.
«No puedo hacer nada».
Dio dos pasos, no más, sobre la pendiente. Mitch no pudo sujetarla. Candi resbaló y dio de bruces en la tierra. Empezó a llorar, pero sintió como unos fuertes brazos la sujetaban y tiraban de ella hacia arriba. El capitán había bajado aún más, arriesgando su vida.
—¡Muévete, mujer, no te rindas ahora, por lo que más quieras! —gritaba el hombre.
En ese momento entendió que aquel hombre y ella…
—¡Venga, coño! ¡Ya están aquí, joder! —gritó el tal Bala—. ¡Me cago en la bruja! ¡Vamos a morir todos por su culpa!
—¡Tira de mí, tira de mí, imbécil! —le ordenó su capitán.
Una voz lejana anunció:
—¡Corred, por el amor de Dios, no os lo vais a creer! ¡Viene un coche!
—¡Maldito maricón! —añadió Bala—. ¡Ayúdanos!
Candi trastabilló, pero rápidamente controló su cuerpo. Por una milésima de segundo contempló por el rabillo del ojo a los lobos. Estaban a punto de saltar sobre ella. Arriba, se oyó un frenazo y un golpe que sonó como si alguien estrujara una bolsa de papel.
Un derrape.
Una polvareda.
Llegaron a lo más alto del camino y Nelson ya no estaba. Metros más adelante había un coche rodeado de una nube de polvo y luces rojas. De pronto, encendió las luces de emergencia. La blusa de flores amarillas y violetas, o lo que podía ser Nelson —si Nelson fuera un muñeco—, estaba tirado a su vera. Un tipo alto, vestido con un mono de trabajo azul, se bajó del coche. Cuando vio cómo los militares y Candi corrían hacia él, se asustó y les apuntó con una pistola.
—¿Qué? ¡No dispare! —gritó Mitch—. ¡Tranquilo! ¡Soy capitán del ejército! ¡Baje el arma! —dijo a la vez que le apuntaba con su fusil.
Candi y el soldado Bala esperaron a un lado.
El amasijo en el que se había convertido Nelson, se estaba moviendo en el suelo.
—Perdónenme… Apareció de pronto… No lo he visto —decía el hombre—. Llevaba las luces apagadas para evitar que me vieran los muertos… ¿Hay… hay muertos por aquí? —El hombre giró la cabeza a un lado y pareció divisar algo tras ellos.
Se metió corriendo en el vehículo y los demás echaron a correr hacia él. Mitch llegó hasta la ventanilla y lo cogió por el cuello.
—¡No se te ocurra dejarnos aquí, cabrón!
—¡Subid, hostia puta! ¡Subid! ¡Están ahí!
Candi y Bala entraron por la puerta de atrás del coche donde subieron el cuerpo destrozado de Nelson. Al girarse vieron llegar a un hombre calvo con la cuenca del ojo izquierdo borrada. Bala lo apartó de una patada en el estómago mientras el coche echaba a andar. Venían más. Mujeres, hombres y niños.
—¡Vámonos de aquí, joder! —gritó el soldado.
Pero el calvo se levantó y corrió hasta la ventanilla del conductor como si no recordara la presa más cercana. Rompió el cristal con la cabeza e intentó morder al conductor.
Por el otro lado, los cristales del coche también sucumbieron ante los golpes de dos chicas de pelo quemado. Mitch empezó a derramar ráfagas de fogueo en sus caras y sus rostros volvieron a quemarse. Se hicieron a un lado y cayeron junto a los arbustos. El motor rugió con fuerza y el acelerador llegó a su tope. Los muertos que llegaban no pudieron alcanzarlos.
—¿Está vivo? —preguntó el conductor, mirando por el retrovisor a Candi y Bala—. ¡Por favor, decidme que no lo he matado!
Nadie contestó.