Brian necesitaba compañía. Alguien a quien contarle lo que había hecho. No todo el mundo tenía el honor de matar a su madre, aunque tampoco era algo de lo que se pudiera estar orgulloso. Sin embargo, había pensado multitud de veces en cómo de bueno sería el momento en que su madre dejara de dar tanto por el culo. Y ahora, el asunto no se parecía en nada.

Sentía una punzada de dolor en el centro de su corazón. Una aguja que entraba y salía. Entraba y salía. Con cada extracción, le quitaba el aire. Se quedaba sin él. Se estaba ahogando. Asfixiando. El corazón se le encogía, las lágrimas caían por su cara picada y las rodillas le temblaban. La cabeza le dolía tanto que ni siquiera se podía concentrar en andar como es debido. Lo que hacía era arrastrarse por las galerías del centro comercial y llorar.

Excepto por las lágrimas, era como uno de esos muertos vivientes que iban deshaciendo la especie humana con sus mordiscos. Por su cabeza pasaban tantos y tantos recuerdos que apenas podía pararse a vislumbrar uno en concreto. Arrugó el entrecejo para soportar otra punzada y se vio con pocos años sujeto a la pierna de su madre. Inseparable de aquella fuente de calor. Del cuerpo que le había traído al mundo. Se vio llorando y pataleando en el recibidor de casa de sus abuelos. Brian quería estar con su madre siempre. Siempre a su lado.

Y solo había un modo de cumplir su deseo.

Tenía que subir el Ak-47 hasta su garganta y apretar el gatillo. Tan fácil como eso. Ahora estabas a un lado del plano terrenal, al instante, del otro. De ese modo, podría estar sujeto a la pierna de su madre hasta el fin de los tiempos. Las miles de preocupaciones que te acosaban día a día cuando te empeñabas en vivir se reducen a nada cuando te empeñas en morir.

Pero tenía que hacerlo bien. Relacionar las ideas con el suicidio, le hizo meditar más pausadamente sus siguiente pasos. Decidió hacer las cosas con cabeza por una vez en su puñetera vida. Tenía tiempo. Subió las escaleras y recorrió el último pasillo que transitaría en su vida, antes de volver al lado de su querida madre.

La sensación de absurdo se había intensificado y Brian no pudo dejar de sonreír mientras observaba a los gilipollas de sus vecinos haciendo una barbacoa en el aparcamiento del centro comercial. Lo que hizo fue esconderse dentro de una de las pequeñas casetas de los centros de transformación eléctrica con los que contaba el edificio en la azotea. Y, desde allí, fue apuntando con su arma a todos y cada uno, viendo sus caras. Sorteando a cual de ellos le volaría primero la cabeza.

Podía aniquilarlos a todos con unos cuantos clics. Sería un buen entrenamiento. Una buena partida de Call of Duty. Sin comerlo ni beberlo se había convertido en dueño y señor de sus vidas, y le encantaba. En este momento era relativamente fácil divertirse matando, como en aquella película del francotirador que dedicó toda una tarde a cargarse a niñatos universitarios desde lo alto de un edificio.

Niñatos que lo merecían.

Mientras deslizaba la mira telescópica de un lado a otro, vio a Dany Barres junto a su madre. Estaba sentado en un bordillo, fumaba un cigarrillo y se rascaba la entrepierna. Brian se había olvidado por completo de Dany. Con ese cabrón se había reído mucho. Era el único colega que le quedaba en estos tiempos de soledad. De vez en cuando, le echaba la llave y le dejaba colarse en el centro comercial. Veían juntos cantidad de películas porno en el invernadero. Era un tío que manejaba la X-Box como nadie. Se sabía cantidad de trucos. Una noche, en la que el tiempo había sorprendido de la noche a la mañana y había hecho un calor de mil demonios, habían estado hasta altas horas de la madrugada en la azotea mirando a las estrellas y comentando el número de chicas que se habían follado y la cantidad de perradas que les habían hecho a cada una en la cama. Era un tío de puta madre. La última vez, Dany trajo para compartir con él diez gramos de cocaína que había conseguido birlar en el almacén de la comisaría, donde ya no quedaba nadie. Era un cabrón enrollado. Lo menos que podía hacer era invitarlo a subir para que disfrutara a su lado.

Brian le advirtió a Dany por el balcón que debía subir por las escaleras de emergencias sin pasar por la planta baja. Tiró la llave y esperó en la azotea a que apareciera por las puertas correderas del centro comercial.

—O te pego un tiro, ¿entendido? —le dijo.

—Que sí, tío.

El maricón estaba tardando. Brian entró en el invernadero para observar las cámaras. No lo encontró en ninguno de los cuadros de televisión. Eso significaba que estaba subiendo por las escaleras de emergencia, tal y como le había ordenado. Una de las cámaras enfocaba perfectamente el charco de sangre en el que se había convertido su madre en la planta baja. La bilis le subió de nuevo por la garganta al recordar el olor acre que le había inundado justo después de abrirle la cabeza.

Dany abrió la puerta del invernadero.

Brian se giró de un salto y apuntó con el arma al flacucho de pelo rapado. Dany profirió un leve gritito. Su boca se abría como la de un estúpido en un circo. Brian se dio cuenta de la pinta de sádico que debía tener con tanta sangre en su camiseta y en el pantalón de chándal. Dejó de apuntarle con el arma, que parecía bañada en ketchup.

—¿Qué coño te pasa, tío? Me has dado un susto de muerte.

—¿Qué… has… hecho?

—He matado a mi madre —contestó Brian y tragó saliva. Intentó contener las lágrimas, pero las hijas de puta se le escapaban—. He tenido que hacerlo, joder. —Brian se tapó la boca y pudo sentir la sangre caliente mojando sus labios.

Le gustó.

—¿Pero…? ¿Se te ha ido la perola, cabrón?

—¡No, hijo puta! —Brian le apuntó con la escopeta de nuevo. Dany se tapó el rostro como quien intenta evitar un guantazo. Brian no disparó. De momento—. ¡Se había convertido en… en un puto muerto viviente, y me atacó! ¡No me provoques, eh! —Simuló que el arma era un estoque y que se lo clavaría si no se callaba—. ¡No me tientes, joder, que te mato!

—Vale… vale, tío. No me mates, colega. Yo no tengo la culpa, joder. Por favor, no me hagas nada. Lo siento.

Brian se acercó a él. Era unos veinte centímetros más alto que el hijo de alcalde muerto. Brian se vio a sí mismo sonriendo en el espejo de enfrente. Con aquella sonrisa tenía cierto aire al villano de Batman. Se acercó aún más y le susurró al oído:

—Ven conmigo, Dany. Vamos a divertirnos.

—La idea es esta: tú me vas dando pistas sobre el que te gustaría ver muerto, y yo… —decía Brian al salir del invernadero.

Ambos se echaron hacia atrás del susto. Una figura se acercaba hacia ellos como en uno de esos dibujos manga en los que el sol tapa sus rasgos para causar mayor conmoción. Era un hombre. Su caminar, natural y humano. Los dos amigos se agarraron temerosos uno a otro por un instante, pero Brian reaccionó pronto y escupió el miedo, apartando a Dany de un empujón.

—¡Quieto! ¡Alto o disparo! —Brian levantó la mirilla de la escopeta en dirección a la cabeza del extraño y caviló en lo poco creíbles que habían sonado aquellas palabras.

El hombre dio un paso más y se paró, junto a una de las claraboyas que ejercían como respiradero para la ventilación del edificio. El hombre levantó las manos.

—Tranquilo, chico. Puedes bajar eso. Soy un vecino del pueblo.

—No te conozco.

—Soy John Middles. Conozco a tus padres.

—Es cierto, tío —intervino Dany—. Es del pueblo. ¿Cómo que no le conoces? Vive en…

—¡Callaros los dos, hijos de puta! —gritó Brian—. ¡Los dos! ¡Por lo que a mí respecta, no le conozco! ¡Se ha colado en mi casa sin permiso! —aulló. El solo hecho de que aquel tipo, fuera quien fuera, hubiese llegado hasta allí sin permiso, le ponía de los nervios—. ¿Qué coño haces aquí, eh? ¿Quién te ha dado permiso para entrar, capullo?

—Solo quiero hablar contigo, Brian —contestó Middles, en tono negociador—. Vengo a proponerte una…

—¡Cállate cabrón! ¿Vas armado? ¡Quítate el pantalón!

—¿Qué? Solo quiero hablar. Si no quieres, me marcho y ya está. Quiero proponerte…

—¡Qué te qiiiiitees el pantalón, perro! —chilló.

Notó como Dany Barres se alejaba poco a poco de él. Podía notarse a sí mismo en una fase de shock incontrolable. El éxtasis que llenaba de adrenalina su cuerpo era brutal. Y aún no se había metido nada.

—Tío, yo me piro —dijo Dany—. Juro que no diré nada de esto a nadie. Tengo que ir con mi vieja, ya sabes.

Brian solo tuvo que mirarlo para saber que no debía dar ni un paso más.

—¡Vamos, cabrón! —dijo Brian a Middles—. ¡Quiero que te pongas en bolas! ¿No me has oído? ¡Quiero ver con mis propios ojos que no vas armado! ¡No vais a quedaros con el negocio de mis padres, bastardos de mierda!

Middles saltó detrás de la claraboya y Brian disparó.

Unas gotas de sangre cayeron más allá como una lluvia corta.

—Maldita sea… —Brian llevó la escopeta a su hombro y adoptó la postura de combate militar que tanto le gustaba de los videojuegos.

Dany se acercó a él y le agarró el brazo.

—¿Qué estás haciendo, tío?

—¡Calla!

—Deja que me pire, al menos. Yo no pinto nada aquí —imploró Dany.

—Vas a ayudarme a matar a ese cabrón. Luego, podrás irte con tu puta madre.

—Pero ya le has dado. Mira la sangre.

—Aún está vivo. Lo…

Brian oyó el disparo y una milésima después, contempló la llamarada. Acto seguido, sintió como el pecho le ardía. Más bien, el estómago. Más bien, el dolor se concentraba en la entrepierna.

—¡No!

El impacto no lo derribó, pero tuvo la certeza de que iba a morir. Moriría por culpa de… ¡Claro! Eso era. Dany era el cebo. El estúpido cabrón que habían enviado para distraerlo. Dany. El cebo para acabar con él y quedarse con el centro comercial de sus padres. Dany echó a correr.

—¡No, no, no!

Brian levantó el arma, que parecía haberse fusionado a su brazo, y le reventó la espalda a su amigo de un cañonazo. Luego, se giró y siguió disparando en dirección a la claraboya, mientras se iba acercando. Disparaba. Disparaba. Disparaba. Cayó en la cuenta de que, así, aquel tío no se asomaría. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Más disparos. Más disparos. Sintió como la sangre desaparecía de su mitad inferior. El cuerpo se le helaba. Un frío repentino le recorría las piernas, pero aun así, siguió disparando. Perdía mucha sangre. Se moría, joder. Se moría. Y no quería morir aún. Mejor dicho, no quería que nadie le matara. Nadie tenía el derecho de quitarle la vida a nadie. Nadie debería quitar de en medio a un Sarmiento. Siguió disparando y, cuando asomó a la claraboya, encontró al tal Middles con los oídos tapados y encogido como un perrito. Un revolver a su lado.

Antes de que dijera nada, lo cosió a balazos.

—¡Los buenos no siempre ganan! ¡Mírate como bailas, cabrón!

Cinco, seis, siete… Y dejó de contar. Treinta balas tenía el cargador del Ak-47.

«¿Cuántas balas le quedaban?».

—Da igual, joder. Me estoy muriendo de todas formas —murmuró y tiró el fusil a un lado.

Siguió caminando mientras pudo. Pensó en echarse sobre su cama en el invernadero, morir con algo bello sonando en su equipo de alta fidelidad.

Entonces, oyó el rumor que se cernía en el aire y que lo inundaba todo. El lamento venía acompañado de un fuerte olor a descomposición. El alboroto llegaba por la avenida. Brian se giró arrastrando las piernas como uno de ellos y vio cómo manaba de él el líquido más preciado de todo ser humano. Marchó en dirección al balcón. La multitud se acercaba. El desfile de los muertos acometía la avenida principal. Habían roto el cerco. Algunos iban desperdigados y otros en grupo. Avanzaban a marchas forzadas y se arrastraban por la acera. Esqueléticos e inmundos como adictos callejeros. La brisa secular empujaba su lamento, sus gemidos, los huesos desparramados y colgantes. El olor se volvía más desagradable y penetrante. Brian aspiró hondo como si quisiera infectarse con ese hedor.

—Me gusta —dijo feliz.

Y se lanzó por el balcón.