Las farolas de las calles y las demás luces se apagaron, dejando el pueblo sumido en total oscuridad. Cuatro días después de que Mitch y Candi hubieran entrado en Rotten, el ochenta por ciento de las casas esperaban a sus dueños. No quedaba una sola tienda con alimentos. Los comestibles yacían amontonados en la frescura de las criptas de la iglesia. Allí se distribuía la comida de cada una de las despensas de los supervivientes.
De la farmacia de Gavin, cuyo dueño cerró sus puertas el fatídico día avisando de que jamás volvería, también habían sido requisados todos los medicamentos.
Si paseabas por la avenida principal podías ver cerrado el almacén de productos agrícolas de Goodstone, la ferretería, la tienda de muebles de Wellington y Moody, y el Café Little. Incluso las tiendas de souvenirs que circundaban la plaza y el ayuntamiento, hasta finalizar en la escuela de primaria, construida en cincuenta años atrás. El mobiliario y los libros de la escuela habían sido trasladados a un establecimiento provisional en el jardín trasero de la iglesia para que, si todo volvía a la normalidad algún día, se pudiera comenzar un nuevo año escolar.
Tiendas y locales abandonados, diez casas desiertas por una ocupada, jardines y caminos descuidados. Los niños que habían sobrevivido se podían contar con los dedos de una mano. Los adultos eran más, pero a cada paso, menos. En el lugar conocido por muchos como el primer pueblo de la vía verde, la mayoría de la gente era de edad avanzada. Era difícil morir aquí. Nadie lo quiso nunca. Sin embargo, hubo una vez un tiempo en que la vejez era un periodo de la vida en el que se aceptaba la muerte. Un paso adelante. No al miedo. Asimilación. Mas ya nadie quería morir. Odiaban verse en el otro lado. Saben lo que venía después.
Con algo relacionado con la muerte y con Mabel Trish estaba soñando Brian cuando despertó. Intentó recordar qué hacía la puta de su ex novia, después de tantos años, en sus sueños. Las imágenes fueron difusas y se disiparon con mayor rapidez cuando intentó recordarlas. Instintivamente, pataleó para bajar a Mira de la cama, pero la perra no estaba. Lo que cayó al suelo fue la manta.
Brian cogió el mando de la mesilla y encendió el Combo Audio 4. Los tambores de Down with the sickness comenzaron a retumbar en los cuatro bafles y en el amplificador de 500W de potencia. Aluminio y cristales bailaban al compás. Tal vez si subía el volumen podría destruir aquella habitación.
«Sería un buen final».
Pensó en ducharse. Hacía tiempo que no lo hacía. Para ello tendría que salir del centro comercial e ir a su casa. Podría ser una buena idea salir y ver si alguno de esos cabrones del pueblo se le acercaba en plan chulo. Por supuesto, llevaría su arma. Quizás varias, ya que no sabía si habían atrapado a esa chica, muerta o no. Los peligros se habían multiplicado en el exterior.
No comprendía cómo podían ser tan imbéciles. Él no tendría compasión. El que se cruzara en su camino estaba listo, ya estuviera muerto o vivo. No había leyes, no quedaba policía, nada de reglas. Hasta que el mundo se restableciera se imponía la ley del más fuerte. Y el más fuerte era el que tenía más balas.
Primero se puso la sudadera y luego los pantalones del chándal. Las zapatillas. Su gorra de NYC. Cogió el rifle y estiró la correa para colgárselo en la espalda como hacían los soldados en las guardias. Agarró el walkie y la gran argolla colmada de llaves y echó un ojo a las cámaras de vigilancia, contemplando las mismas imágenes de siempre. Apagó el equipo de música y salió a la azotea y orinó en una de las esquinas del muro. Caminó hasta la entrada al supermercado y las puertas correderas se abrieron.
Las galerías habían perdido todo pulimento. Ya no brillaban, aunque el enlosado de mármol seguía siendo blanco y bello. Los locales yacían cerrados. La pizzería tenía echada la reja hasta la mitad porque Brian utilizaba su congelador para mantener pizzas y helados. Ahora no le apetecía. Quería un café bien calentito, con un croissant con jamón y queso, de la cafetería. Mientras caminaba hacia las escaleras observó el ascensor que tantos dolores de cabeza y dinero le había costado a su padre.
«Y, ¿para qué?».
Se apoyó en el pasamano que daba a la abertura central, desde la que se podía ver todas las plantas del edificio. Miró de reojo, pero no asomó del todo. Tenía miedo. Era una tontería. Lo sabía. Era imbécil. Estaba bien protegido. Tenía armas de fuego. Pero desde que se había enterado de que los muertos estaban al acecho, tenía pánico a asomarse por el ojo patio interior, pues el solo hecho de pensar en asomarse a la baranda y verlos por allí subiendo…
«Ufff. Vaya repelo».
Brian se había encargado personalmente de comprobar todos los accesos al centro comercial. Lo había hecho una y otra vez. Incluso, algunos días, varias veces. Por un tiempo se obsesionó con ello. Los del pueblo habían rodeado toda la aldea con vallas. ¿Eso los salvaría? Habían tenido varios casos en que los muertos habían aparecido de forma aislada y aporreaban el alambre. Muertos demasiado lentos y fáciles de matar. Brian no sabía darle explicación a por qué algunos cadáveres se arrastraban lentamente y otros corrían como velocistas. El caso es que el cercado, por el momento, había salvado a la gente de Rotten.
«O no», pensó, recordando a la muerta que viera días antes y que se había librado de una bala suya por milímetros.
Brian llegó hasta las escaleras. Allí los pasillos se unían y formaban un círculo sobre el ascensor que él mismo había inutilizado con la llave de seguridad. Cogió el walkie de su bolsillo y subió el volumen: ¡Kkrrrssss! ¡Kkrrrssss!
Se lo llevó a la boca.
—¡Chist! —susurró—. ¡Escucha! ¿Me oyes? ¿Mamá?
Unos segundos más.
Nada.
—Mamá, ¿me oyes? Voy para allá. Que bajo. Siempre dices que te avise antes para no asustarte. Te estoy avisando. Voy para abajo. —Solo silencio—. Pues eso, que voy para allá —terminó.
Miró el reloj digital que había sobre un arco romano de poliuretano al fondo. Las once. El arco reposaba allí desde poco antes de cerrar todo el establecimiento. La promoción de publicidad giraba en torno al Imperio Romano. Con un ticket de compra del supermercado podías tocar las reliquias y hacerte fotos con aquellas piezas de colección, bastante antiguas. Por los recovecos del edificio se repartieron espadas, cascos, escudos, togas y capas. También restos de piedra del Coliseo romano e incluso una cuadriga a tamaño real reposaba en la planta baja para que se subieran los niños.
Permanecían. Con toda la que estaba cayendo por entonces, los promotores no habían pasado a retirarlas. Un tipo de pelo muy negro y ojos pintados había asegurado al padre de Brian que, pese a ser imitaciones, eran muy caras y debían tratarse como verdaderas reliquias.
Allí estaban, oxidándose.
Las once.
«Probablemente, esté dormida frente al televisor».
—¿Mira? —gritó Brian. Recordó que aún no la había visto aquella mañana. Además, aprovechó para hacerse oír y que su madre, si no había escuchado el walkie, le oyera.
—¡Mira ven aquí! ¿Mira?
Había huellas de la perra por las escaleras. Detrás, comprobó que también por los corredores. Las huellas apenas eran manchas. Cientos de deditos dejaban su impronta sobre la piedra, pero había que agacharse para visualizarlos con exactitud.
—¿Mira? ¡Ven aquí, Mira!
Mira no aparecía.
«Debe de estar haciendo de las suyas».
Llegó a la primera planta y contempló lo desierto que estaba todo. Siguió bajando. En la planta baja, las escaleras se topaban directamente con la cafetería. Brian no fue tras la barra como hacía normalmente. No quería perder tiempo. Fue a la máquina de café express, sacó la argolla de llaves de su bolsillo y abrió la portezuela iluminada. Apretó un par de muelles por detrás de la máquina y pulsó lo que quería tomar.
—¿Mira? —llamó una vez más.
Normalmente, cuando la llamaba, poco después empezaba a escucharse cómo sus uñas resbalaban contra los azulejos, intentando correr hacia él. Luego, se exhibía de un lado para otro, con su lengua ladeada sobresaliéndole en la boca y los ojos vidriosos. Buscando algo para morder, algo con lo que jugar con su amo. Pero Mira no aparecía. El croissant con jamón tendría que esperar. Para ello tendría que ir al supermercado. Y entre que la mierda de la perra no respondía a su llamada, su madre tampoco, y el irritante ruido de la máquina de café no paraba de menear el vaso; se estaba poniendo nervioso.
Colocó el rifle en su hombro y avanzó apuntando con él por el pasaje.
Su mirada se detuvo en la tienda de muebles. Multitud de veces le había dicho su padre al gilipollas de Muebles Kenemore que los enseres no podían sobresalir del local. El tío, con tal de que la gente reparara en sus sofás, dormitorios y colchones, los colocaba casi en el pasillo. A saber dónde estaba también ahora el puto Kenemore.
—¿Mamá? —llamó antes de entrar en la tienda de muebles. Brian sabía que si su madre le veía apuntándole con un arma, se llevaría un buen coscorrón. Pero le daba igual. El miedo le había gobernado. Todo estaba demasiado silencioso. No se miraba las rodillas para no temblar más. Sentía que algo no iba bien. El mal estaba cerca. De nuevo, aquel miedo primitivo. Aquella sensación de maldad que se respiraba cuando los engendros estaban cerca.
«¿Ha muerto la perra? ¿Estará Mira arrastrándose por debajo de las camas de este local dispuesta a morderme el tobillo? ¿O es mi madre?».
Con el rifle en alto, pasó entre dos roperos y dejó atrás las vitrinas y los espejos. Al entrar en la tienda, su horizonte se había llenado de camas y cabeceros de todos los tipos. Su madre había terminado por establecerse allí cuando decidieron vivir en el centro comercial. Le gustaba estar todo el día en la cama leyendo o viendo la televisión. Comiendo. Para comer, se levantaba o llamaba a Brian para que bajara al supermercado. Su madre siempre había sido algo voluminosa, pero desde que se había establecido allí, había engordado por lo menos cuarenta kilos. Comer y dormir. Brian se la había jugado al comentárselo, pero ella le había dicho que daba igual. Se había guarecido en palabras sobre el fin del mundo y algo así como que por fin se habían disipado las dietas existentes de la faz de la tierra.
Brian pensó que su madre estaba perdiendo el juicio.
«Poco a poco».
—¿Mamá? —llamó inútilmente.
En su cama no estaba. Las sábanas y las mantas estaban revueltas. Había cantidad de envoltorios de chocolatinas en torno al lecho. Patatas fritas, refrescos, pasteles… Todo hecho una mierda. Mucho peor que desde la última vez que había bajado. Oyó un golpe y dio un salto.
Brian caminó junto al borde del camastro hacia el otro lado. Fue entonces cuando vio que en la cama había sangre. La pringue roja descendía de entre las sabanas y avanzaba por un angosto camino por el suelo la salida de emergencia más cercana a la tienda de muebles. Brian conocía muy bien hacia donde iba el vertido: por allí se llegaba a los servicios de la planta baja.
«Joder, que sea la dichosa menstruación».
De nuevo, un golpe. Otro. Como si alguien diera puñetazos a una chapa. Por supuesto, en el callejón de los servicios. Separados del centro comercial por una puertas abatibles. Brian llegó hasta allí y asomó por el ojo de buey de metacrilato. Otra vez, el miedo primitivo. La sensación de maldad. Su madre. Veía la figura de su madre en camisón en el descansillo que precedía a los servicios. Estaba golpeando las puertas de emergencia que accedían al exterior y que él mismo había cerrado. Junto a ella estaba la de los cuartos de baño. Brian tenía programado el dispositivo para que solo se pudieran abrir desde dentro. ¿Por qué las golpeaba? ¿Por qué se había convertido su madre en un engendro? ¿Cómo había muerto?
Oyó el ladrido y se preparó para lo peor. Había sonado también allí dentro. Mira debía de estar en los servicios. Brian observó la escopeta en sus manos con excitación. Tenía quitado el seguro, pero le tranquilizó comprobarlo. Se escuchó otro ladrido. Mira. ¿En los servicios? ¿La habría perseguido su madre hasta allí? ¡Joder! Se repitió el ladrido. Le estaba oliendo e iba a salir. ¡La perra estaba avisando de que iba a salir! No. No. No. La puerta del servicio de caballeros se abrió de un portazo y la perra apareció corriendo y ladrando con la lengua fuera y saltó sobre las puertas abatibles que llevaban al centro comercial. Brian se apartó a un lado para que la perra pudiera entrar. Dio unos pasos hacia atrás y cayó al suelo.
—¡Mira!
Mira se acercó y le lamió la cara. Luego se agachó, gimió y gruñó hacia las puertas, esperando al mal. Las puertas de emergencias se abrieron y se anclaron en las baldosas debido a la fuerza con la que su madre las había empujado. Su madre apareció recta, manchada de sangre, un líquido negro y viscoso rebosaba de los orificios de su rostro. Su madre rugió como una osa y sus piernas hinchadas se movieron con la misma velocidad de una leona con sobrepeso.
Volvió a dar un grito espantoso antes de saltar sobre Brian, el cual rodó sobre sí mismo y la esquivó a tiempo. Mira salió corriendo y desapareció por los pasillos. La madre de Brian se estrelló contra el suelo y resbaló unos metros por el enlosado. Brian se levantó a toda prisa, corrió hacia ella mientras intentaba levantarse y le pegó un tiro en la nuca. Los sesos salpicaron la pared y gran parte de su cara. El hedor purulento y rancio mezclado con la pólvora le hizo vomitar allí mismo. Sin tiempo de inclinarse. Mientras se alejaba estupefacto, su boca se abrió instintivamente y la bilis brotó de su garganta otra vez. Las lágrimas se le saltaron.
Entonces, aprovechó para llorar.