Brian Sarmiento, el chico con mejor herencia de toda la historia de Rotten, despertó antes del amanecer en su habitación de cristal. Desde allí podía ver todo el pueblo, pero sobre todo el final y las rocas escarpadas llenas de carreteras serpenteantes. Los cristales que le rodeaban estaban cubiertos por el rocío de la madrugada. Ahora que los muertos se habían levantado, el silencio era ensordecedor allí arriba. Nada había mejorado. Ningún coche se había vuelto a ver en la carretera de llegada al pueblo desde Cosy. El mundo se había ido a la mierda y la gente tendía a juntarse como rebaños de ovejitas cagadas de miedo.
«Serénate hijo, los sueños de los ricos siempre se cumplen».
—Ese sí que era un cabrón listo —dijo Brian a su perra, subida al sillón al fondo de la estancia.
Mira gimió y apoyó el hocico en el cojín.
Brian y su madre se lo debían todo a su padre: un hombre emprendedor de todas, todas. De una moneda sacaba cinco. Una mente hecha para los negocios. De cualquier granito de arena hacía una playa de ingresos bancarios para los Sarmiento. Brian y su madre disponían de tierras alquiladas para el sembrado, cuatros pisos en renta en la ciudad y dos casas y un restaurante en la costa. Pero lo mejor de todo, lo que les había hecho famosos, era el centro comercial de Rotten. Brian nunca había pensado que un edificio pudiera hacer famoso a alguien. Al centro comercial del pueblo le iban otorgando premios de todos los tipos: innovación, originalidad, lugar de renombre en la vía verde e incluso menciones especiales en programas de televisión, por crear cantidad de puestos de trabajo. Evitando así la marcha de la juventud a la ciudad. El truco estaba en su construcción. En palabras de su padre: «Hemos sido señalados por Dios».
El centro comercial de Rotten había sido diseñado por Julio Ispassi. Sí, el famoso arquitecto. Ispassi y el padre de Brian eran amigos desde la infancia. Nadie lo sabía hasta entonces. Llevaba años sin verse, y un buen día coincidieron en una cafetería en la ciudad. Rápidamente Julio se prestó a ayudar al padre de Brian. Se encargó del trazado y la dirección de obra del edificio. Ayudó también su compañía a la hora de agilizar los permisos con el ministerio. Cuando vio lo que el padre de Brian quería hacer en aquel magnífico paisaje, las musas le invadieron, sus ojos se iluminaron. Nada podía ir mejor. Ispassi tuvo total libertad con el diseño del edificio. El padre de Brian no se pudo negar.
Ispassi aún no era todo lo conocido que es hoy en día, pero de su papel y lápiz surgió algo maravilloso. Algo que algunos medios de comunicación compararon con la obra maestra de Frank Lloyd Wright:
No hacía mucho que los estudiantes de arquitectura de la ciudad ocupaban la mayor parte del aparcamiento del centro comercial. Esbozaban, bosquejaban y se divertían. Compraban refrescos, comían en los restaurantes e incluso algunos pernoctaban en el pueblo.
Pero todas las cosas buenas tienen un final.
«Las personas buenas son tontas. Y los tontos no duran», dijo resignada la madre de Brian cuando le vio llorar el día que enterraron a su padre.
Brian lo quería con locura. Nadie osaba hablar mal de él en su presencia. Lo quería tanto que no dudó en contratar a unos tipos de la ciudad para abrir en canal al desgraciado borracho que lo atropelló. El tal Diego desapareció de la faz de la tierra. En el pueblo jamás volvieron a saber de él. Brian podía oír a las cotorras chismorreando a su paso. La policía estuvo un tiempo haciéndole preguntas. Le daba igual. Que investigaran. El rumor de que Brian había tenido algo que ver se había expandido por todo el pueblo. Pero le daba igual. La policía lo había llevado a declarar varias veces. Le daba igual. Que investigaran lo que quisieran. El puto borracho fue enterrado en el campo, en un lugar inexistente para el que quisiera buscarlo. Todo tenía un precio. Porque Brian se había gastado una pasta en contratar a los mejores. Jamás lo encontrarían…
Aunque, seguramente, aquel hijo de mala madre ya habría salido del agujero.
Brian permaneció inmóvil sobre el fino colchón con los ojos fijos en el exterior.
El centro comercial tenía cinco mil metros cuadrados repartidos en tres plantas. En la baja había un supermercado, una cafetería, una tienda de bebés, una de muebles y una de libros y música. En la primera tenían perfumería, joyería y un restaurante chino. Y en la última, una pizzería, una zona de recreo y un cine con dos salas. El único cine en ochenta kilómetros a la redonda. Cuando estrenaban película, venía gente de todos los alrededores. Los coches desbordaban el aparcamiento. Algunos empleados le confesaban que había gente que bajaba andando por el valle. El cine había sido todo un acierto.
Entre la sala de recreo y la pizzería había sobrado un espacio con unas vistas estupendas al puerto de montaña y zona oeste del pueblo. El padre de Brian quería construir allí su pequeño jardín botánico, el único sitio del edificio donde no pensaba cobrar entrada. Y es que los Sarmiento amaban las plantas. Desde pequeños habían aprendido todo sobre ellas: tipos, luz soportada, humedad aconsejada, abono, aireación, despuntes, limpieza, cambios de recipiente… Desde largo tiempo atrás, ese había sido el negocio familiar, hasta que el padre de Brian tuvo un poco de más ambición.
Dichos conocimientos intentaron una y otra vez ser inculcados a un joven Brian que dejó bastante claro que con su padre se terminaba el ciclo. Él pasaba de plantas y mariconadas de esas. No obstante, el padre de Brian comenzó la obra y terminó la habitación de cristal, a la que terminaron llamando el invernadero. «Si quieres un capricho, perfecto. Pero aquí se cobra entrada», fue la única aportación de su madre.
Cuando empezaron los problemas y se ocultaron en el centro comercial, Brian habló con ella y le expuso que necesitaba intimidad. Pero sobre todo, aire. Vivir allí encerrado le provocaba claustrofobia. Necesitaba estar, cuando menos, arriba. Era una buena idea, porque además, podría vigilar a los del pueblo y cargarse algún muerto que intentara acercarse a las vallas.
Las más cercanas al centro comercial, por supuesto.
Pedirle algo a su madre era como exponer un caso ante el Tribunal Supremo. Por eso, Brian se preparaba lo que iba a decir como si fuera un guión. Así la probabilidad de convencerla era muy alta.
Ahora vivía en la última planta del centro comercial. Eran las cinco de la madrugada y acababa de despertar. Observó las pantallas que vigilaban los exteriores del centro comercial y solo vio oscuridad.
Si de algo sabía Brian, era de electrónica. Desde muy pequeño se le había dado muy bien todo lo relacionado con ese mundillo. No le fue difícil llevar hasta allí los dispositivos del Circuito Cerrado de Tele Visión. Como no pudo quitar los monitores de control sin arrancarlos, creó su propia instalación con pantallas planas y portátiles para llevar el centro receptor hasta la habitación de cristal. Tuvo suerte de encontrar en los almacenes suficiente cableado para llevar el circuito cerrado de televisión hasta arriba. También llevó películas, comida, revistas y algunas conexiones gratuitas para Internet. Pero no funcionaban. También estaban las armas. Unas veinte: entre rifles, armas cortas y cuchillos. Encontró munición suficiente para matar a todo un pueblo. Tuvo que romper el armero, pero con la música del supermercado a todo volumen para que no se enterara su madre. Para acallarla, pues estaba pendiente de todo movimiento, le dio un walkie y le dijo que lo llevara con ella hasta el baño si hacía falta. Así estarían en contacto directo. Aunque, para evitar su constante enfado, de vez en cuando, iba a visitarla como el hijo que vive en el extranjero. Lo del walkie era la peor idea de todas las que se le habían ocurrido. Le hacía bajar cada vez que quería algo del supermercado.
Brian se levantó.
Mira levantó la cabeza del sofá. La mistoloba le seguía a todas partes.
—No somos muy diferentes a vosotros, ¿sabes? —le increpó. La perra gruñó y agachó las orejas.
Brian fue hacia la estantería de las películas. Estaba buscando con cuál de ellas masturbarse. Llevaba unos días haciéndolo a esa hora. Se lo pedía el cuerpo. Entonces…
Mira gimoteó. Brian se giró y la vio de pie sobre la butaca. Inquieta, alzaba el hocico hacia los cristales. A la claridad que había empezado a florecer tras las montañas.
—¿Mira, sí? ¿Oyes algo?
La perra gimió y ladró. Luego, bajó del sofá y corrió hacia la puerta de entrada. Allí dio una vuelta sobre sí misma y lloriqueó con más fuerza.
—Voy, pequeña, un segundo nada más. Voy, voy, voooyy… Un segundito nadaaa máaas… —canturreó Brian.
Comprobó la recámara del rifle que había sobre el escritorio. La cerró. Cogió una caja de balas de la repisa, abrió la puerta y la perra salió corriendo al patio de la azotea. Antes de salir, observó los televisores, pero ninguno de ellos mostró nada. De todas formas, no esperaba tener tanta suerte. Las cámaras cubrían los ángulos del edificio al completo, pero se fiaba más del instinto de Mira, así que corrió detrás de ella hacia el balcón.
El amanecer estaba a menos de una hora. El cielo era una amalgama de naranja y marrón. El aire gélido bajaba de las montañas y era el más puro que se podía respirar. A Brian le lloraban los ojos, mientras corría de un lado para otro. Las bajas temperaturas tenían la culpa.
—¿Dónde, Mira? ¿Dónde?
La perra parecía entender el reclamo de su dueño. Ladraba girando sobre sí misma. Volvió a ladrar con fuerza y se subió al borde de la terraza. Brian corrió hacia allí y observó las casas. En esa parte estaban las últimas viviendas de la calle y del pueblo. El aparcamiento apareció con vehículos aparcados de una forma un tanto extraña.
—¿Dentro? ¿Se ha colado uno en el pueblo, Mira?
Más ladridos, un aullido… Brian elevó el arma y llevó la mirilla telescópica a su ojo. Con ella podía divisar con claridad más allá de las vallas, donde salía el sol. En la espesura del bosque. Esperó encontrar allí, entre los abedules, a alguno de ellos. Pero por ahí se llegaba al río. ¿Los muertos habían conseguido atravesarlo? ¿O quizás hubiesen llegado en barca? ¿Quién sabe? Después de tanto tiempo, lo mismo hablaban y contaban chistes. Nada sabía, desde largo tiempo atrás. Le agobiaba estar tan desinformado.
Tras el cañón no vio nada. Deslizó con más suavidad la mira del arma hacia la izquierda y… nada. Sin embargo, la mistoloba seguía ladrando y correteando nerviosa por el borde del balcón.
—¡Tranquila! ¡Te vas a caer!
Cuando volvió a mirar vio algo. Una sombra entre las calles. Esperó con asombro y la encontró. Una chica deambulaba por entre las casas. Caminaba lentamente y apenas sostenía la cabeza sobre los hombros. Llevaba las manos hacia delante, como si esperase abrazar a alguien. Su caminar denostaba su naturaleza humana.
Mira se salía del pellejo a base de ladridos. No la veía, pero apuntaba su hocico hacia el cielo como si el brazo de la muerta estuviera allí.
Pero, ¿quién era? Le sonaba mucho su figura. Tenía buen tipo, estaba (o estuvo) buena. Iba vestida con chaqueta y falda azul. Pies descalzos. Y, en su cabeza, sangre. Sangre cayendo por los hombros, empapando su media melena.
Le sonaba muchísimo.
—En cualquier caso, estás muerta —dijo Brian. Y cayó en la cuenta de lo estúpida que se había vuelto aquella frase.
Era todo perfecto. Hora temprana. Todos en el pueblo dormidos. Para colmo, el día anterior habían tocado las campanas y eso quería decir que estaban en alerta por los muertos… Caviló que, tal vez, los del pueblo se habían refugiado en la iglesia, de ahí que el silencio que reinaba fuera asfixiante. Escondidos como conejos. Desde la otra parte del pueblo, poco escucharían.
Brian los estaba salvando. Mantuvo el arma unos segundos en vilo y disparó cuando la chica apareció por la siguiente calle.
Le sorprendió el estruendo que retumbó en el valle. Dejó de apoyarse en el antepecho y mantuvo el rifle hacia el cielo. El olor a pólvora fue asqueroso. Además, el cañón le había quemado los dedos por un instante. Los oídos le pitaban.
También le dolía el hombro. La culata le había golpeado con fuerza en el retroceso. Había dudado y el fuerte impacto iba a dejarle un buen hematoma en el hombro derecho. Había leído que se debía pesar veinte kilos más que el rifle para soportarlo. Lo sabía. Era peligroso. Pero era el mejor fusil de cuantos disponía. El que estaba deseando usar y con el que mataría a todo aquel que intentara arrebatárselo.
Mira, al oír el disparo, había huido hacia el invernadero. Asomó bajo el cerramiento lacado con la lengua fuera. Movía el rabo y esperaba algunas palabras de ánimo para salir de allí.
Brian se volvió hacia el origen de la conmoción y observó con la mira telescópica. No estaba. Fue consciente de que no le había dado al objetivo. Había visto revolotear las hojas caídas en la calle principal, muy cerca de los pasos arrastrados. La chica ni se había inmutado. Como si estuviera sorda, no paró ni intentó buscar de dónde le estaban disparando. El fuego que intentaba liberarla de su maldición. Nada. Pensamientos de otro mundo. Y ahora debía de estar pasando por detrás de la siguiente casa.
El reino del silencio cayó lentamente. Antes de que Brian pudiera responder con otro disparo, por el rabillo del ojo vio como se acercaba un coche a toda velocidad por la carretera de la iglesia. Y entonces… adiós fiesta.
—Leche puta, qué rápidos han sido.
El conductor era algo temerario, hacía derrapar el coche por las calles resbaladizas. Brian esperó allí como un rey en su castillo. Apoyó el arma en el murete para que no pudieran verla. Sin embargo, el todoterreno no entró en el desvío que llevaba al centro comercial: siguió por el cruce y giró hacia las últimas casas. Brian dedujo quién era por donde se paró.
—Es ese puto ex poli —murmuró.
Del coche bajaron cuatro hombres. Llegaba la caballería. Pudo reconocerlos rápido. El ex policía y otro vestido de gris. Llevaban armas. Los otros dos gilipollas eran el padre de Zack Snyder y el pesado de Jimmy Laymon. Unas motas de polvo se movían ociosamente en el brillante rayo de sol que se colaba entre la cadena montañosa frente a ellos.
Se apreciaba el murmullo de la conversación. Brian contempló una parte de la calle principal de Rotten que aparecía abso lutamente tranquila y pacífica bajo el sol dorado del amanecer. Únicamente los árboles se movían, con sus hojas meciéndose bajo la gélida brisa. Después de escuchar con atención durante unos segundos, Brian estuvo seguro de que jamás podría saber de qué hablaban desde aquella distancia.
Detrás, la perra ladró. Oyó una voz eléctrica. Su madre le llamaba por el walkie. Frunció el ceño y pensó en cómo había perdido la oportunidad de estrenarse. El ex policía sacó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta de su casa. Salió unos segundos después y los demás hombres le siguieron hacia la parte posterior. Algo estaba pasando y Brian no pudo imaginar qué. ¿Qué buscaban? No tenía ni idea, y la curiosidad le arañaba el estómago. Volvió a sonar el walkie en la habitación de cristal. Brian lanzó un suspiro, echó una ojeada al panorama y se dirigió hacia la puerta batiente.
La chica había desaparecido.