El jefe de seguridad, a cargo de la línea de emergencia de la unidad de defensa civil de la Presa de Negro Eagle, era Ricardo Morony.
Ben Respibi había hablado con él días antes y ahora seguía el itinerario que le había sugerido por teléfono hasta llegar al pequeño puente de piedra. Eran casi las cinco de la madrugada. Noche cerrada. La puerta del maletero traqueteaba y el indicador le marcaba que no todas las puertas estaban cerradas. Pero por nada del mundo iba a parar allí, en pleno campo, para comprobar cuál de las puertas del coche estaba abierta.
Llegó hasta el cruce donde estaba la roca pintada de rojo y cogió el sendero tras ella. A unos cincuenta metros, dio con el puente.
En un primer momento, creyó que su monovolumen no cabría por debajo de aquel mazacote de piedra. Miró el reloj del coche y vio la hora. Llegaba tarde. Le habían dicho que normalmente en aquel servicio, los relevos se hacían con una media hora de antelación. Al ser su primer día, tenía la excusa perfecta para llegar tarde: no encontraba el camino.
Ben pulsó el botón que recogía los retrovisores laterales e hizo que el vehículo avanzara lentamente hacia el arco. Pasó por debajo del puente en ruinas y miró con precaución a su alrededor. El coche cabía justo. Si se calaba allí, ni siquiera podría salir por las ventanas.
Cuando se fue acercando a la salida, aceleró al salir para abandonar, de una vez por todas, aquella situación tan agobiante. El camino se despejó de construcciones al otro lado. Descubrió un débil brillo en la oscuridad de los árboles a la izquierda, lo que supuso que era el reflejo de la luna sobre el río. La carretera de tierra llevaba hasta una cancela abierta y sin cerrojo. Al pasarla, notó cómo el camino ascendía bruscamente hacia un enorme edificio en la base de una presa.
Se escuchaba el rumor del agua.
Antes de llegar a la entrada, reparó en un pequeño aparcamiento a su derecha. Había dos coches: uno grande y amarillo, y otro, pequeño y azul. Ben aparcó en el hueco siguiente y tuvo la sensación de que le estaban observando. Cuando bajó del coche, abrió el maletero (que no había cerrado bien) y recogió su macuto.
Sobre el dintel del enorme edificio aparecía la inscripción con el año 1953. Probablemente, cuando se construyó la presa. Llamó al portero automático y la puerta vibró, esperando ser empujada. Ben observó la cámara de seguridad sobre su cabeza y saludó con la mano. Una vez dentro, se dirigió hacia el ascensor, no sin observar las enormes tuberías azules y verdes por donde rondaba agua en movimiento. Calculó que dentro de ellas cabría un hombre de estatura normal de pie. Eran inmensas. Nunca había visto nada igual. Laberínticamente, jugaban entre los ladrillos viejos y las telarañas, y se perdían hacia lo más profundo entre el olor a humedad.
«Ya tendré oportunidad de explorarlo», pensó Ben.
Al salir del ascensor, la cosa cambió. Las puertas se abrieron y encontró un rellano que dejaba a la derecha unas escaleras de mármol que bajaban hacia la oscuridad de un piso inferior que no constaba en los botones del ascensor.
El suelo del rellano en el que se encontraba era parqué y brillaba. Alguien había pasado la mopa recientemente. Las paredes del pasillo eran frontales de aluminio lacado. Contenían puertas hacia distintos departamentos, con plaquitas con nombres en cada despacho.
La luz del pasillo se encendió en cuanto él dio un paso adelante. Sin embargo, cuando anduvo unos metros más, pequeños focos eléctricos que se dispersaban por el techo a modo de zigzag bajaron de intensidad. Ben pudo ver a alguien en la sala de enfrente. Cómo se giraba y le hacía una señal para llamar su atención. Ben continuó, no sin reparar en la máquina de café, refrescos y pasteles que se escondía en uno de los recovecos del pasillo.
—¿Qué tal? Soy Reini —dijo el vigilante.
—Hola, Ben Respibi. Tu relevo.
Reini era más alto que él. Delgado, con el pelo largo y rizado, y recogido con una gorrilla roja. Sus gafas de aumento, sus orejas agujereadas y el libro que tenía entre manos (Fantasmas, de Dean Koontz) delataba alguna de sus inclinaciones. Sus ojos mostraban esa mirada de desconcierto que tienen las personas en horas en las que todo el mundo debería estar durmiendo.
—¿Has estado aquí alguna vez? —preguntó Reini.
—No.
—Ah, vale. Mira, es un servicio muy tranquilo. Estarás de puta madre. Aquí puedes hacer lo que te dé la gana. Ahora te enseño el CCTV y cómo funciona. Mira, puedes estar sentado o rascándote los huevos toda la noche, pero si viene alguien de la empresa hidroeléctrica procura estar despierto, porque tienen llave y suben sin avisar. Si puedes, intenta ocultar este tipo de cosas. —Reini le mostró el libro—. La gente es muy cabrona y larga por la boquita lo que no te puedes ni imaginar. Por cierto, ¿tienes la licencia? Debo verla.
Ben sacó de su cartera la licencia de armas y se la mostró. Reini casi la leyó en voz alta. Luego, asintió con la cabeza.
—Ok, ven por aquí. Ya que estamos, hacemos el relevo del arma.
Reini salió al pasillo y giró hacia la derecha. Ben le siguió atento a todo lo que le rodeaba. Reini acarició uno de los interruptores del pasillo y este se iluminó por completo. Había bastantes módulos de oficina en el ala oeste. Todas las puertas estaban cerradas y cerradas con llave. Llegaron a la puerta del fondo, en cuya entrada había un dispensador de agua. Reini entró en el cuartucho y sacó una llave para abrir una caja de metal que había colgada en la pared. Ben vio el revólver reglamentario.
Reini le ofreció la llave y dijo:
—Si quieres, puedes llevarla encima, aunque lo suyo es que esté aquí —dijo refiriéndose al arma—. Como quieras, pero a la hora del relevo… Mira, ya sabes.
—Sí, no te preocupes.
Reini podría tener unos diez años menos que él. No obstante, le hablaba como si fuese el primer día de Ben. Normalmente, cuando dos vigilantes vestidos de uniforme se cruzaban, ambos reparaban en sus respectivas placas. El número indicaba la antigüedad. Reini no parecía haberse percatado de que le sacaba casi sesenta mil números. Cuando Reini aún estaba en el colegio aguantando las burlas de los demás, Ben ya pasaba noches en vela para ganarse un sueldo.
Pero no dijo nada. Asintió con seriedad a cada comentario, e incluso le agradeció el repaso de sus deberes. Únicamente le soltó algún: «No te preocupes», para que no se excediera demasiado en su labor.
Reini comenzó a cambiarse de ropa en el cuarto del arma. Ben cogió el revolver con la funda y se lo colgó en el cinturón. Sacó el arma y comprobó que no estaba cargada. Se ajustó la porra al otro lado del cinto y fue hacia el departamento principal.
Todas las cristaleras de la habitación miraban a la presa. Ben se inclinó sobre una mesa y miró hacia la oscuridad. Poco pudo ver. Aunque, por deducción, podía asimilar las formas del entorno que había bajo sus pies. Lo que mejor se veía era la parte iluminada de las farolas que cruzaban la presa. Unos minutos después, cuando amaneciera, el paisaje iba a ser bello de cojones. Ben sacó libreta y bolígrafo del bolsillo de su camisa y apuntó el nombre de su cámara de fotos para no olvidarse de traerla a día siguiente.
Reini apareció al poco tiempo.
—¿Sabes usar el CCTV entonces? —Venía con pantalón vaquero y una camiseta de mangas largas negra que mostraba en letras grandes dos palabras: BE FRIKI.
—No te preocupes.
Ben miró hacia el panel de televisores y se acercó al teclado del circuito cerrado de televisión. La imagen de la pantalla se dividía en doce partes enumeradas en orden. Cada una de ellas mostraba una zona diferente del recinto.
—Las luces de fuera… ¿son automáticas? —preguntó Ben.
—Se encienden y se apagan solas, sí.
—Mejor.
—Bien. Me largo, entonces. Mañana… Uy, mañana digo. Hoy, a eso de las cuatro y media, vendrá tu relevo. Se llama Logso. Es un tío ancho y fuertote, con barbas blancas. Ten cuidado con él, es muy bromista. —Reini se cargó su mochila al hombro y agarró una revista de videojuegos que había en uno de los muebles. Luego se dirigió a un tablón que contenía hojas de papel apuntaladas con chinchetas.
Y un teléfono.
—¿Hay que dar la novedad cada hora? —preguntó Ben.
—Correcto. Perdón, se me olvidaba. Aquí está el número de la Central. —El friki señaló el tablón con el dedo—. Y en esta hoja de aquí apunta tu número de móvil. Supongo que cubrirás el hueco de Kenny…
—La verdad es que no lo sé.
—Tenía mujer e hijos. Llevo seis meses aquí nada más. Apenas le conocía. Para Logso y Aurora sí ha sido un palo gordo. Por cierto, no les gusta hablar del tema…
—¿Es cierto lo que cuentan? —preguntó Ben, rascándose la perilla.
—¿Lo de la vaca?
—Sí —Ben lo había oído en la radio. Un vigilante de seguridad llamado Ken Bova de Old&Young Security había muerto de camino al trabajo. Una vaca se había cruzado en su camino a altas horas de la noche y le había destrozado el coche. Ben había estado pensando en las extrañas casualidades de la vida. Días antes, había echado una solicitud de empleo en esa misma empresa de seguridad. Egoístamente, pensó que, con un poco de suerte, le llamarían para cubrir ese puesto. Aunque caviló que, seguramente, ya hubiera candidatos en espera antes que él.
Pero le llamaron. Ben miró al friki y luego al reloj sobre su cabeza. Habían pasado diez minutos desde que había entrado. Reini estaba echando horas de más y el nerviosismo se podía ver en sus patitas de pajarito.
—Una vez dejas la carretera nacional, todo lo demás es campo —contó el friki—. Quién sabe qué nos podemos encontrar en mitad de la noche. Mañana te puede pasar a ti… Lo dicho: me piro. Buen servicio. No se te olvide dar la novedad y rellenar el parte.
Reini se despidió con la mano y desapareció por el pasillo hacia el ascensor.
Ben fue hacia el teléfono y marcó el número.
—¿Central? Buenas noches, 8076 inicia el servicio sin novedad.
Observó el cuadrante con atención y vio los nombres del equipo de seguridad de la presa. En la hoja aparecían los nombres de Aurora Rose, Galen Logso, Ken Bova, Ricardo Pinto, Mimi McCoy y Reinaldo (tachado y escrito a bolígrafo: «Reini») Isaacson. Ben puso su nombre debajo y su número de móvil junto a un tal «R.M (JS)» también escrito a bolígrafo.
Regresó hacia la mesa y contempló cómo el horizonte se aclaraba. Un incrustado color añil iba mordiendo la claridad a paso lento. Ben se acercó a un viejo radiocasete que había enchufado bajo los ventanales con la antena algo caída, y lo encendió. Maybe tomorrow, de Stereophonics, inundó el silencio del departamento. Le encantaba aquella canción. Era ideal. Necesitaba un café para alcanzar la perfección. Y, sobre todo, para reactivarse.
Ben percibió movimiento en la pantalla del CCTV y contempló cómo una de las cámaras mostraba a Reini montando en su coche. No escuchó sonido alguno, pero las luces rojas traseras del coche amarillo le mostraron que había arrancado. Unos segundos después, las luces del otro coche, también se encendieron. Al dar marcha atrás, en el coche pequeño y azul, vio la silueta de una chica pegada al volante. Ben imaginó al friki y a su novia haciendo guarradas dentro de la cabina donde se encontraba ahora. Sabía de gente que se jugaba el puesto haciendo cosas así. Las horas muertas del trabajo de vigilante podían dar para mucho.
Fugazmente, los coches atravesaron la carretera. La siguiente cámara los captó atravesando la entrada principal donde ambos se pararon, sus ocupantes bajaron y luego se besaron. Volvieron a sus vehículos y desaparecieron, uno tras otro en dirección al puente viejo.
Ben cantó a media voz un poco de la canción que seguía sonando en la radio:
—So maybe tomorrow… I’ll find my way… ¡Hooome!
El cantante de aquella canción se deleitaba al final de ella arrastrando cada una de las letras habidas y por haber. La guitarra acústica de acompañamiento hacía que a Ben se le pusiera el vello de punta. Siempre había pensado en aprender a tocar la guitarra, lo había intentado, pero lo cierto es que no tenía tanta paciencia.
Cuando terminó la canción, la radio propinó una melodía de fanfarria y se oyeron anuncios publicitarios. El primero de ellos, de un almacén de electrodomésticos en Gregory con las mejores marcas y los mejores precios en neveras, televisores y cafeteras. Al oír aquello, Ben recordó lo que iba a hacer y salió al pasillo.
Solía llevar al trabajo su termo de café, no obstante, se rascó el bolsillo y fue a la máquina que había visto a la entrada con la intención de estrenarla. En general, la gente tenía una mala opinión del sabor del café de aquellas máquinas, pero a Ben le encantaban. Echó una moneda y pulsó dos veces el símbolo de + AZÚCAR. La máquina emitió sonidos varios y empezó su labor. Mientras tanto, Ben fue al cuartucho donde había dejado el macuto y se lo llevó a la sala principal. Recordó que había echado el portátil en el coche. Luego bajaría a por él y echaría unas partidas a ese juego de estrategia que le tenía tan enganchado. Dentro del macuto había metido el libro que estaba leyendo. En cuanto se tomara el café, podría leer un rato. Sentado sobre aquellos sillones de cuero disfrutaría de la lectura. Vería el amanecer como un señor.
Oyó el soniquete final de la máquina de café y fue a recoger su deleite.
Estaba hirviendo. Se quemó la punta de la lengua. Se lo llevó hasta el departamento principal y lo dejó en la mesa. Mientras tanto, observó como la claridad iba conquistando el paisaje. Bosque, más bosque. Campo y más campo. Ninguna casa alrededor. Observó la pantalla de CCTV y jugueteó con el joystick viendo qué capacidad de alcance tenía el zoom en algunas de las cámaras. Le gustó el movimiento lento de acercamiento y el rápido de alejamiento. Ben empezaba a pensar que había encontrado un buen puesto de trabajo. Un servicio por el que tenía que hacer todo lo que estuviera en sus manos para no perderlo. Era evidente que la mayoría de los vigilantes del cuadrante pensaban lo mismo. Ponía la mano en el fuego a que todos estaban de acuerdo en que tenían un servicio bastante deseado por los compañeros del gremio.
En aquel puesto podías dormir sin que te pillaran. El sueño de todo vigilante. Para que alguien te cazara, tenía que subir, y para eso tendrían que llamar al timbre. Reini le había avisado de que los trabajadores de la presa tenían llaves y subían sin avisar, y que había que tener cuidado con ellos porque se fijaban en todo. Tenían mala leche en ese sentido. Sin embargo, todo se resumía a poner la alarma del móvil para dar la novedad cada hora y activar el sensor de movimiento del CCTV en la cámara 5, la cual enfocaba la entrada a la finca.
Lo fijó en la 7 donde estaba su coche. Había un pájaro negro sobre el capó. El pájaro movía la cabeza y daba saltitos. Ben observó el panel de control y apretó bien el interruptor de ALARM hacia el SENSE MOVEMENT. El pájaro se quedó quieto como si pudiese sentir que le estaban apuntando con un rayo invisible.
—Vamos cuco, muévete.
El pájaro se dio la vuelta y salió volando.
¡Tuc, tuc!
—¡Bien! —gritó Ben.
Terminó el café y buscó una papelera. Vio una de esas que se abrían con el pie a un par de metros, fue hacia allí y lanzó el vaso dentro. La volvió a abrir porque había visto algo extraño. En la bolsa de basura, pegado en un lateral, había un preservativo.
Usado.
—Anda que ya le vale al friki —murmuró.
Ben se orinaba. Pensó un momento, pero no pudo recordar si había visto algún cuarto de baño al llegar. Se acercó al teclado del CCTV y programó SENSE MOVEMENT en la cámara 5. Caviló durante un instante y repitió el mismo procedimiento en todas las cámaras. Al girarse, reparó en el reloj. ¿Había pasado una hora? Eran las seis y seis minutos. Maldijo entre dientes y corrió hacia el teléfono. Pulsó el botón de rellamada, y cuando descolgaron, dijo:
—Buenos días, aquí 8076 sin novedad.
—Hola 8076, ¿cómo va todo?
—Bien… Un servicio muy tranquilo.
—Ahí nunca pasa nada. Es un servicio muy bueno. Soy Ricardo Morony y llevo la seguridad de la presa desde la Central. Cualquier cosa que tengas, cualquier problema, llámame. Mi móvil está apuntado ahí en el tablón, si lo prefieres.
Ben recordó las iniciales «R.M (JS)» en la hoja de personal.
—Entiendo. No llamo a este número, sino a su móvil.
—Me he explicado mal. A ver, si es algo sin importancia lo comunicas como novedad. Pero cualquier rollo que pueda pasar con los trabajadores de la presa o visitas inesperadas, apuntas los nombres y me llamas. Yo soy el que tiene que confirmar ese tipo de incidencias, ¿de acuerdo?
—Entiendo.
¡Tuc, tuc!
—De todas formas, ya te digo: vas a estar muy tranquilo ahí. Es un servicio muy bueno.
—Bien. Gracias.
¡Tuc, tuc! ¡Tuc, tuc!
—Venga, que vaya bien.
—Adiós, Ricardo. Adiós. —Ben corrió hacia la pantalla del CCTV y observó cada una de las cámaras. No había nada extraño. ¿Por qué había pitado el sensor de movimiento?
En la pared de atrás, hacia el rincón de la derecha de la sala, había una puerta que no había visto. Probablemente, porque estaba pintada de blanco inmaculado como todo su entorno. Sobre ella, colgaban las iniciales doradas de WC.
El cuarto de baño no era más ancho que una persona adulta con los brazos abiertos, pero estaba en muy buenas condiciones. Sobre todo, limpio. Ben Respibi estaba orinando, con gran pasión, todo lo que había bebido en la última hora; cuando empezó a oír los informativos de la radio.
Encendió la luz y comprobó que no había orinado fuera. La presión le había podido, y había buscado urgentemente la taza del váter, casi sin mirar. Sabía que tenía que ir al médico. Era imposible que alguien de su edad aguantara tan poco tiempo sin mear.
El baño contaba con todo lo necesario: espejo con luz, lavabo, jabón, secadora de manos y un depósito cilíndrico con papel suave. Se lavó las manos y nuevamente reparó en la voz del locutor de radio. Algo importante había ocurrido. Desde allí no conseguía entender cuál era el motivo de tanta alarma. Palabras enlatadas se perdían por el pasillo hacia lugares inciertos. Los sensores de movimiento del CCTV no habían mostrado nada. Mientras estuvo hablando con el jefe de seguridad, la alarma había repicado con insistencia, pero debió de ser algún pájaro o incluso una bandada de ellos.
Por una parte entendía que los vigilantes deseasen no hacer uso del SENSE MOVEMENT. Era un coñazo. Tenerlo encendido siempre, en todos los paneles, terminaba por volverte loco. Sin embargo, a Ben le gustaba y se sentía seguro con ello. Le distraía. Y le daba algo en lo que pensar cada poco tiempo. Regresó a la sala principal.
(Interferencias)
(Interferencias)
Ben se quedó en blanco por un momento. ¿Qué había ocurrido? Se acercó a la mesa y movió el dial para ver si conseguía captar mejor la emisión. En vez de evitar las interferencias, perdió la señal. Nunca entonces volvió a oír la radio. Una extraña sensación le recorrió la nuca. Sentía… Podía sentir que algo gordo había ocurrido. Observó el agua de la presa a través de los ventanales y se percató de las ondulaciones sobre su superficie.
¡Tuc, tuc!
Ben miró el CCTV y vio a una chica.
La cámara 1 —encargada de hacer que la imagen sobre el puente del embalse recogiera con claridad lo que allí estaba ocurriendo—, revelaba a una chica de pelo corto y anchas piernas. El zoom automático la había enfocado al detectarla y ahora la mostraba a una distancia de diez metros.
¡Tuc, tuc!
Caminaba como si arrastrara ambos pies a la vez. Trastabillaba sobre el adoquinado y en ocasiones parecía que se iba a caer por el puente. Ben se enderezó y, como si no se lo creyera, la buscó a través de los ventanales. A lo lejos, solo era una minúscula sombra acercándose.
¡Tuc, tuc! ¡Tuc, tuc!
Ben volvió a las cámaras, agarró el joystick y se centró en la imagen. Aligeró el zoom con un dedo y se acercó a la silueta lo bastante como para ver su cara. La imagen se pixeló demasiado y se difuminó todo el contorno. Fue deshaciendo el zoom lentamente, pero aún estaba lejos para verla con claridad suficiente.
Ben se levantó y cogió el teléfono. Marcó el número de la Central. Estuvo llamando largo tiempo. Nadie lo cogió.
¡Tuc, tuc!
Observó la imagen y vio que la chica estaba quieta con la cabeza gacha. Se mecía como un títere sin titiritero.
¡Tuc, tuc! ¡Tuc, tuc!
Se acercaba a la cámara desde los aliviaderos. Ben buscó en la pared un plano en el que momentos antes había reparado. Comprobó en la leyenda que la mayor parte de la presa era de uso restringido. De todas formas era una idiotez que aquella chica estuviera allí, pensó. Pero lo que estaba buscando lo encontró poco después. Se podía acceder al puente desde una carretera posterior a la presa. Una carretera comarcal sobre la que reposaba el número 13 en un círculo. El número de…
—¡Pero seré idiota!
¡Tuc, tuc!
Ben se acercó al CCTV y vio que en la parte derecha de la pantalla había una flecha. Pulsó la tecla SELECT hasta que esta se iluminó y giró el joystick hacia la derecha. Había diez cámaras más, las cuales se mostraban en una segunda página. Un total de veinte cámaras en todo el recinto. Espectacular. Obviamente, el número 13 del mapa indicaba el número de cámara de la zona. Observó cómo la número 13 enfocaba la entrada este a la presa. Un coche había roto la verja y se había empotrado contra una pared. La puerta estaba abierta y había manchas negras (¿sangre?) por el suelo. Las imágenes llegaron a sus ojos con nitidez. La cámara debía estar justo en la entrada. A una altura considerable. Giró la cámara con el joystick y se acercó a la chica por detrás, todo lo que pudo sin permitir que se difuminara la imagen.
Ben saltó hacia atrás asustado.
Por el hombro derecho de la chica sobresalía su clavícula. La punta de hueso llegaba hasta su oreja derecha y se clavaba allí. Su espalda estaba bañada en… color negro. Su coronilla estaba abierta.
—¡Madre de Dios!
Ben corrió otra vez hacia el teléfono, aunque esta vez marcó el número de la policía.
—En estos momentos no podemos atenderle. Inténtelo de nuevo más tarde, por favor… —oyó.
Colgó.
¡Tuc, tuc!
Volvió a llamar a la Central, sin conseguir su objetivo. Ben comprobó su propio móvil y vio que tenía solo una raya de cobertura. Aun así, llamó a sus padres. El contestador de la operadora le aclaró la situación.
No había tenido tanto miedo desde que era niño. Ahora recordaba lo que entonces sentía. Ben se volvió y vio más gente entrando por la entrada este. Los andares, muy similares a los de la chica. Algunos de ellos ni siquiera tenían brazos. No sabía hacia dónde llevaba esa carretera, pero aportaba cada vez más de ellos. Entonces, le sonó el móvil.
Papá Móvil.
—¿Papá? —contestó, sin dejar de observar el monitor.
—¿Bennie? ¡Bennie! ¡Ven corriendo, hijo! ¡Ven corriendo, los muertos… los muertos se han levantado…! ¡La abuela está en la ventana! —gritaba su padre.