Bansky salió al jardín y encontró la puerta del cuartillo abierta. De un tiempo a esta parte siempre lo estaba. La puerta no tenía cerrojo, pero al encajarla rozaba con el suelo hasta quedar totalmente inmovilizada. Valía como seguro, pues a priori nadie tenía por qué entrar en su jardín.

La puerta giró sobre sus goznes con un crujido. Bansky miró a su alrededor con el inagotable sudor de sus carnes recorriéndole el cuerpo. No había nadie. El silencio era inconmensurable en su jardín, y también en todo el pueblo, el cual ya era bastante silencioso desde que los muertos habían decidido seguir caminando. Sin embargo, ahora no tenía límites. El silencio era ensordecedor. Con lo de la barbacoa, su entorno estaba realmente desierto. Y eso a él le encantaba.

Bansky, a sus treinta y cinco años, estaba realmente gordo. Redondo como una pelota de fútbol para gigantes. La última vez que se había pesado, rondaba los ciento cincuenta kilos. Entonces, decidió romper la báscula a martillazos y nunca más volvió a pesarse.

«A grandes males, grandes remedios».

La idea de su insociabilidad no pasaba por ser tímido o huraño. No era un tipo incapaz de tener conversaciones largas con gente que no conocía. Nada de eso. Lo que no quería era compartir su comida. Ese ex policía jubilado había ido a su casa con sus perritos falderos del pueblo, los mismos que habían registrado casa por casa, recaudando comida en buen estado para poder racionarla entre los habitantes. Y que todo el mundo tuviera algo que llevarse a la boca. Bansky no había asistido a la primera reunión que habían dado en la iglesia, así que le habían cogido por sorpresa. Cuando aparecieron en su casa, no pudo negarse a que le desvalijaran el frigorífico. Como justificante, el ex policía le había enseñado un papel firmado por toda la comunidad en el que acordaban la expropiación. Bansky lloró cuando se fueron. Las lágrimas recorrieron su rollizo rostro desde sus ojos verdes y rasgados hasta su no-digna-de-llamarse-perilla rubia. Le había dolido. Se habían llevado sus viandas más frescas. Incluso, la paleta de carne mechada de la que estaba disfrutando en su salón. Tuvo que animarse a sí mismo.

«Podría haber sido peor».

Se había sorprendido de la buena actuación que había realizado cuando le habían interrogado por si tenía más comida en su casa. Su mente calenturienta había reaccionado de forma magnífica.

«Lo siento, señor. Me gustaría poder ayudar, pero eso es todo de lo que dispongo. ¿No tienen bastante?».

Pero, gracias a Dios, eso no era todo. Bansky era un hombre precavido. Trabajó muy duro, y no para los demás. La heladería que había cerrado por culpa de toda esta paranoia de los muertos estaba en la avenida principal. Tenía tanto éxito en verano que daba ingresos para vivir todo el año. En ocasiones, para un par de años más. Los bancos, los dos que había en el pueblo, estaban encantados con los ingresos de Bansky. El gordito tenía cantidades que nadie podía imaginar. Cientos de miles ahorrados y… ¿para qué? Ahora, el dinero también había muerto.

Sin embargo, su inmenso tesoro no se lo pudieron quitar. Estaba bien escondido. Además, tendrían que matarlo si lo encontraban. No iba a dejar que las hormiguitas que no habían trabajado durante el duro invierno (en este caso, verano) se lo llevaran. Veinte minutos antes, había subido a la azotea de su casa y había comprobado que no había nadie cerca que pudiera molestarle. Había bajado corriendo al jardín y había observado el cuartillo de las herramientas. La puerta abierta. Entró y llegó hasta el fondo algo nervioso. Apartó la cortadora de césped. Sudó, si cabía, un poquito más y abrió la portezuela que bajaba a la fortificación subterránea que su padre había construido cuando él era pequeño.

La temperatura abajo era sublime. Su padre, días antes de morir, le había desvelado el lugar. Nadie conocía lo que había hecho, excepto su madre. Bansky había empezado a llenar el refugio antinuclear de comida. Para él, la salvación estaba en la comida. En los alimentos, no en las armas.

En cuanto pisó los escalones, las luces se encendieron. Su padre era todo un profesional. Algo obsesionado con el miedo a las bombas nucleares, pero no más allá de lo loco que está todo el mundo con lo que le gusta. Observó que el habitáculo estaba ordenado y bien acondicionado. No había bajado en una semana. Había ido a pedir de comer a la iglesia como todos los demás. Estaba harto de la poca comida que le daban. ¿No entendían que él tenía que mantener un cuerpo más grande?

Bansky recordó la puerta abierta de arriba. Cada vez que la encontraba así, un miedo repentino le recorría todo el cuerpo. La ansiedad se cebaría con él si alguien entrara allí y le robara la comida que tenía escondida allí abajo.

La habitación era larga. Gozaba de unos veinticinco metros cuadrados y estaba llena de muebles con cajas de latas de refresco y atún. Mucho atún enlatado. Le encantaba. También disponía de latas de sardinas, patés, margarina, espárragos, mejillones y al menos un par de latones de caballa.

Había oído que comer comida enlatada producía cáncer.

Mentira.

Había oído que los alimentos se contaminaban con plomo al envasarlos.

Nueva mentira.

Que las latas abolladas disminuían la calidad de los alimentos.

Más mentiras.

Bansky comía así desde que se había quedado solo en el mundo. Se había informado bien de los riesgos. Y es que no había riesgos. Además, los alimentos envasados perdían menos nutrientes que los que se preparaban en casa, y poca gente lo sabía.

Bansky divisó con orgullo los montones de latas y murmuró:

—Y mira lo bien que me va…

El zulo tenía instalación eléctrica y respiraderos que su padre había llevado a saber hasta qué sitio. En las esquinas superiores disponía de cuatro ventiladores que aireaban un poco el ambiente viciado. Bansky se sentó a comer. Sacó de uno de los cajones de la mesa los cubiertos y alcanzó una lata de atún y una bolsa de picos para empezar.

Entonces, oyó cómo arañaban la pared.

Una ráfaga de aire le recorrió el flequillo y llenó solo una parte de su estómago con temor. El respiradero del fondo, el más grande, el que tenía una puerta circular como las de los hobbits, estaba abierto.

«Debía estar abierto ya de antes».

Claro, no se había fijado. Tenía tanta hambre que sus sentidos mermaban, así que siguió comiendo. Y mientras tanto, pensando… Cuando la solución llegó a su pequeño cerebro: ¡Claro! Aquella puerta redonda, también la había encontrado días antes abierta. ¡Claro! La trampilla abierta, la puerta de arriba, abierta. Las corrientes de aire debían de circular con fuerza a través de los respiraderos, atravesaban el refugio y subían por las escaleras con tal ímpetu que era capaz de abrir la trampilla de arriba.

—Si lo piensas, todo tiene su lógica —dijo, arrancando otro pegote de atún con un pico de pan.

Recordó que, en más de una ocasión, se había propuesto introducirse por aquella abertura. Ver a dónde llevaba aquel agujero. Su padre había decidido hacerlo bien grande. Tenía prácticamente la altura de un hombre. Se podía entrar de pie. Alguna explicación tendría. Pero tenía miedo de entrar en el túnel. Y más, sabiendo lo que acechaba fuera.

Otra ráfaga de aire recorrió su pelo. Silbó. Un hombre intentaba entrar a duras penas por el agujero. Bansky vio primero sus pies, luego su cuerpo y acto seguido su cabeza en una postura nada natural. ¿Venía a gatas?

Tenía ventaja. Como si pesara sesenta kilos menos, Bansky dejó caer la silla hacia atrás, cogió una de las pistolas colgadas en la pared de la entrada y se acercó rápidamente hacia el sujeto.

—¿Quién es usted? ¿Oiga? No siga… ¡Que no siga!

No podía ver bien sus rasgos en la penumbra. El tipo gemía con suavidad. El hombre ennegrecido giró la cabeza poco a poco y sus miradas se encontraron. Le faltaba la mitad de la cara. El muerto, al verle, empezó a gritar como si eso llenara de energía sus fluidos. Bansky se puso nervioso. Pero no tardó más de cinco segundos en dispararle en la cabeza. La sangre salpicó su mejor camiseta.

El muerto viviente cayó de bruces como un saco de patatas. Bansky le empujó con el pie para ver sus rasgos, pero poco rostro quedaba por ver. Cogió una linterna para iluminarlo. Observó con atención su ropa y…

—¿Terens? —se preguntó. ¿Era Terens? ¿El hermano pequeño de Max Rodríguez? ¿Cuándo había muerto? Y lo más importante: ¿Cómo conocía Terens Rodríguez aquel túnel?

Estuvo alrededor de cinco minutos pensando. Bansky era un perseguidor de la lógica cuando las situaciones no tenían sentido. ¿Era quizás aquel un lugar por donde se colaban los muertos? ¿Cómo sabían de él? Pensó de nuevo en la puerta abierta arriba, la trampilla abierta abajo. Frente a sus narices, ¿se habían estado colando los muertos para entrar en el pueblo? Bansky regresó a la silla y se terminó la lata de atún de doscientos cincuenta gramos.

No podía creerse lo que iba a hacer. Bansky agarró la otra pistola que colgaba en la pared y, con las dos armas que su padre había colocado allí para casos de emergencia, se metió en el túnel.