Tres meses después de los acontecimientos narrados, un barco corsario, empujado por la tormenta, se refugiaba en la bahía habitada por los antropófagos. Iba capitaneado por sesenta filibusteros guiados por Sharp, otro que debía adquirir más tarde gran renombre entre los corsarios con la segunda empresa de Panamá.
Apenas había echado anclas, cuando vieron destacarse de la playa una chalupa, montada por dos blancos y un negro de atlética estatura.
Eran Carmaux, Wan Stiller y Moko.
Después de la misteriosa desaparición de la Reina y el Corsario, en su calidad de divinidades marítimas, habían sido proclamados libres, confiándoles el supremo mando de la tribu; y de aquella libertad pronto habían hecho uso para abandonar a sus súbditos y refugiarse a bordo de la nave de corso.
Por Sharp, a quien ya conocían de las Tortugas, supieron con estupor que Morgan y la mayor parte de sus compañeros habían logrado salvarse, y además llevar a la isla a El Rayo, aunque medio destrozado por las explosiones y la tormenta.
Cuando quince días después llegaron a las Tortugas, Carmaux, el hamburgués y el negro pudieron volver a ver a sus compañeros y a Morgan, que los creía en el fondo del Atlántico, e informarles de la misteriosa desaparición del señor de Ventimiglia y de la hija de Wan Guld.
Varias expediciones fueron organizadas por Grammont y Laurent, Wan Horn, Sharp, Harris, los más famosos capitanes de la filibustería, y por el mismo Morgan. Se enviaron naves a recorrer la costa de La Florida y hasta las islas Bahama, pero sin resultado alguno.
El Corsario Negro había desaparecido, sin dejar rastro en ninguna parte.
Tan sólo, algunos años más tarde, un capitán flamenco que llegaba de Europa, entregó a Morgan un pequeño escudo de oro que en el centro tenía las armas del señor de Ventimiglia y Wan Guld, y que aseguraba haberle sido dado por un viejo marinero italiano.