Subió los tres peldaños de madera hasta el porche y llamó con suavidad a la puerta con el dorso de la mano. Se quitó el sombrero y se pasó la manga de la camisa por la frente y volvió a ponerse el sombrero.
Adelante, gritó una voz.
Abrió la puerta y entró a la fresca oscuridad. ¿Ellis?
Estoy aquí. En la parte de atrás.
Cruzó la cocina. El viejo estaba sentado en su silla al lado de la mesa. La habitación olía a grasa de beicon y humo de leña rancios, todo ello bajo un tufo de orines. Como olor a gato pero no solo a gato. Bell permaneció en el umbral y se quitó el sombrero. El viejo levantó la vista. Un ojo anublado a resultas de la espina de cholla que se le clavó al ser tirado por un caballo. Hola, Ed Tom, dijo. No sabía quién era.
¿Cómo va todo?
Ya lo ves. ¿Vienes solo?
Sí, señor.
Siéntate. ¿Quieres café?
Bell miró el barullo que había sobre el hule a cuadros. Frascos de medicamento. Migas de pan. Revistas de caballos de carreras. No, gracias, dijo. Te lo agradezco.
He tenido carta de tu esposa.
Puedes llamarla Loretta.
Ya sé que puedo. ¿Sabías que me escribe?
Creo que sabía que te había escrito un par de veces.
Más de un par de veces. Me escribe bastante a menudo. Me cuenta las novedades.
No sabía yo que hubiera ninguna.
Te sorprenderías.
¿Y qué tiene de especial esta carta?
Me decía que te jubilas, eso es todo. Siéntate.
El viejo no miró a ver si lo hacía. Empezó a liar un cigarrillo de una bolsita de tabaco que tenía al lado. Retorció el extremo con la boca y le dio media vuelta y lo encendió con un viejo Zippo muy gastado. Se puso a fumar, el cigarrillo entre los dedos como un lápiz.
¿Te encuentras bien?, dijo Bell.
Me encuentro bien.
Ladeó ligeramente la silla y observó a Bell a través del humo. A ti te veo más viejo, dijo.
Lo soy.
El viejo asintió. Bell había agarrado una silla y tomó asiento y dejó el sombrero encima de la mesa. Deja que te haga una pregunta, dijo.
Bueno.
Qué es lo que más lamentas de toda tu vida.
El viejo le miró, calibrando la pregunta. No lo sé, dijo. No tengo mucho que lamentar, la verdad. Se me ocurren montones de cosas que uno pensaría que tal vez harían más feliz a un hombre. Supongo que poder caminar sería una de ellas. Haz tú mismo la lista. Puede que ya tengas una. Yo creo que cuando te haces adulto eres todo lo feliz que vas a ser en la vida. Tendrás buenos y malos momentos, pero al final serás tan feliz como lo eras antes. O tan infeliz. He conocido a gente que nunca lo comprendió.
Sé lo que quieres decir.
Ya lo sé.
El viejo fumó. Si lo que me preguntas es qué fue lo que me hizo más infeliz entonces creo que ya lo sabes.
Sí, señor.
Y no es esta silla. Ni tampoco este ojo de algodón.
Sí, señor. Eso ya lo sé.
Te apuntas a un viaje y probablemente crees tener cierta idea de cuál es el destino de ese viaje. Pero podrías no tenerla. O podrían haberte engatusado. En ese caso seguramente nadie te culpará. Si te jubilas. Pero si se trata de que las cosas se han puesto más difíciles de lo que tú esperabas, ah, eso ya es otro cantar.
Bell asintió con la cabeza.
Supongo que hay cosas que es mejor no poner a prueba.
Supones bien.
¿Qué haría falta para que Loretta se marchara?
No lo sé. Imagino que yo tendría que hacer algo realmente malo. Desde luego no sería porque las cosas se hayan puesto más difíciles. Ella ya ha pasado por eso otras veces.
Ellis asintió con la cabeza. Tiró la ceniza a la tapa de un tarro que había sobre la mesa. Te tomaré la palabra, dijo.
Bell sonrió. Miró en derredor. ¿Ese café es reciente?
Me parece que está bien. Generalmente hago una cafetera nueva cada semana aunque me quede un poco.
Bell sonrió de nuevo y se levantó y fue a enchufar la cafetera.
Tomaron café sentados a la mesa en las mismas agrietadas tazas de porcelana que ya estaban en la casa antes de que él naciera. Bell miró su taza y miró la cocina. Bien, dijo. Algunas cosas no cambian, creo.
¿Cómo cuáles?, dijo el viejo.
Bah, qué sé yo.
Lo mismo digo.
¿Cuántos gatos tienes?
Varios. Depende de lo que quieras decir por tener. Algunos son medio salvajes y el resto simples proscritos. Se han largado corriendo cuando han oído tu camioneta.
¿Tú has oído la camioneta?
¿Cómo?
Digo que si… Te estás divirtiendo a mi costa.
¿Yo? No sé por qué lo dices.
¿Sí o no?
No. Los he visto salir pitando, a los gatos.
¿Quieres más de esto?
Tengo suficiente.
El hombre que te disparó murió en prisión.
En Angola. Sí.
¿Qué habrías hecho si lo hubieran puesto en libertad? No lo sé. Nada. No tendría ningún sentido. No tiene ningún sentido. Nada lo tiene.
Me sorprende oírte decir eso.
Uno se va agotando, Ed Tom. Al mismo tiempo que intentas recuperar lo que te han quitado vas perdiendo otras cosas casi sin darte cuenta. Y al final procuras hacer de tripas corazón. Tu abuelo nunca me pidió que trabajara como ayudante suyo. Fue por propia voluntad. Qué diablos, yo no tenía otra cosa que hacer. Cobraba más o menos lo mismo que de vaquero. Además, nunca sabes de qué suerte peor te ha salvado tu mala suerte. Yo fui demasiado joven para una guerra y demasiado viejo para la siguiente. Pero he visto los resultados. Se puede ser patriota y sin embargo creer que algunas cosas cuestan más de lo que valen. Pregunta a las Gold Star Mothers lo que pagaron y lo que les dieron a cambio. Siempre se paga demasiado. Sobre todo por las promesas. No existe promesa que sea una ganga. Ya lo verás. Quizá ya lo has visto.
Bell guardó silencio.
Siempre pensé que cuando llegara a viejo Dios entraría en mi vida de una manera u otra. No ha sido así. Y no le culpo. Si estuviera en su lugar tendría la misma opinión de mí que tiene él.
Tú no sabes lo que piensa.
Sí que lo sé.
Miró a Bell. Recuerdo una vez que viniste a verme después de que os mudarais a Dentón. Entraste y miraste a tu alrededor y me preguntaste qué intenciones tenía.
Sí.
Pero ahora no me lo preguntarías, ¿verdad?
Quizá no.
Seguro.
Tomó un sorbo del maloliente café.
¿Piensas alguna vez en Harold?, dijo Bell.
¿Harold?
Sí.
No mucho. Él era un poco mayor que yo. Nació en el noventa y nueve. Estoy casi seguro. ¿Qué te ha hecho pensar en Harold?
Estuve leyendo algunas cartas que le escribió tu madre, eso es todo. Me preguntaba qué recordarías de él.
¿Había cartas de Harold?
No.
Uno piensa en la familia. Trata de verle un sentido a todo eso. Sé lo que supuso para mi madre. Nunca lo superó. Tampoco sé qué sentido tiene eso si es que lo tiene. ¿Conoces esa canción que cantan en la iglesia? ¿Con el tiempo lo comprenderemos todo? Hace falta mucha fe. Te lo imaginas yendo a la guerra y muriendo en una trinchera no sé dónde. Con diecisiete años. Dímelo tú. Porque yo desde luego no lo sé.
Te entiendo. ¿Querías ir a alguna parte?
No necesito que nadie me saque de paseo. Estoy bien aquí sentado. No me pasa nada, Ed Tom.
No es ningún problema.
Ya lo sé.
Está bien.
Bell le observó. El viejo aplastó el cigarrillo en la tapa. Bell trató de pensar en su vida. Luego trató de no pensar. No te habrás vuelto ateo, ¿verdad, tío Ellis?
No. No. Nada de eso.
¿Tú crees que Dios sabe lo que está pasando?
Espero que sí.
¿Crees que puede pararlo?
No. No lo creo.
Se quedaron un rato callados. Al cabo el viejo dijo: Ella mencionó que había un montón de fotos antiguas y objetos de familia. Que qué hacíamos con eso. Vaya. No hay nada que hacer, me parece a mí. ¿O sí?
No. Supongo que no.
Le dije que enviara el Colt de tío Mac y su vieja placa cinco peso[3] a los Rangers. Creo que tienen un museo. Pero a ella no supe qué decirle. Todas esas cosas están ahí. En esa cómoda. El secreter está lleno de papeles. Inclinó la taza y miró en el fondo.
Él nunca estuvo con Coffee Jack. Quiero decir tío Mac. Son todo patrañas. No sé quién corrió la voz. Lo mataron en el porche de su casa en el condado de Hudspeth.
Es lo que había oído decir.
Se presentaron en la casa, eran siete u ocho. Querían que si tal y que si cual. Mac volvió a entrar y salió con una escopeta pero ellos ya se lo olían y lo cosieron a balazos en su propia puerta. Ella salió corriendo y trató de parar la hemorragia. Intentó meterlo en la casa. Dijo que él solo quería agarrar otra vez la escopeta. Los tipos se quedaron allí, montados en sus caballos. Al final se fueron. No sé por qué. Supongo que algo les asustó. Uno de ellos dijo algo en indio y dieron todos media vuelta y se largaron. Ni siquiera entraron en la casa. Ella lo metió dentro pero era un hombre corpulento y no pudo subirlo a la cama de ninguna manera. Preparó un jergón en el suelo. No había nada que hacer. Ella siempre decía que debió dejarlo allí y correr a buscar ayuda pero no sé dónde habría podido ir. Él no la dejaba marchar. Casi no la dejaba ir ni a la cocina. Sabía lo que pasaba. Le habían disparado en el pulmón derecho. Y colorín colorado. Como se suele decir.
¿Cuándo murió?
En mil ochocientos setenta y nueve.
No, quiero decir si fue enseguida o por la noche o cuándo.
Creo que esa misma noche. O por la mañana temprano. Ella misma lo enterró. En aquel duro cauche. Luego cargó el carro y enganchó los caballos y se marchó de allí para no volver más. La casa ardió en un incendio en los años veinte. Lo que quedaba de ella. Podría llevarte ahora mismo. La chimenea de piedra todavía estaba en pie y quizá lo esté aún. Había un buen pedazo de tierra. Ocho o diez parcelas si no recuerdo mal. Ella no podía pagar los impuestos, por poco que fuera eso. No podía vender el terreno. ¿Tú la recuerdas?
No. He visto una foto de los dos cuando yo tenía unos cuatro años. Ella está sentada en una mecedora en el porche de esta casa y yo de pie a su lado. Ojalá pudiera decir que me acuerdo de ella pero no.
No volvió a casarse. Años después trabajó de maestra de escuela. En San Angelo. Este país fue muy duro con la gente. Pero parece que la gente nunca se lo tuvo en cuenta. En cierto modo resulta raro. Que fuera así. Piensa en todo lo que le ha pasado a esta familia. Yo no sé qué demonios hago aquí todavía. Todos aquellos jóvenes. La mitad no sabemos ni dónde están enterrados. Uno se pregunta de qué sirvió todo eso. Y vuelvo a lo de antes. ¿Cómo es que la gente no le exige responsabilidades a este país? Puedes decir que el país es solo el país, que por sí solo no hace nada, pero eso no significa gran cosa. Una vez vi que un hombre se liaba a tiros contra su camioneta. Debió de pensar que tenía la culpa de algo. Este país te mata en un abrir y cerrar de ojos pero la gente lo sigue amando. ¿Entiendes lo que digo?
Creo que sí. ¿Tú lo amas?
Supongo que podría decir que sí. Pero sería el primero en reconocer que soy más ignorante que una caja de piedras así que no te fíes de lo que pueda decir yo.
Bell sonrió. Se puso de pie y fue al fregadero. El viejo giró un poco la silla de manera que pudiera verle. ¿Qué haces?, dijo.
Pensaba lavar estos platos.
Déjalo, caramba, Ed Tom. Lupe vendrá por la mañana.
Si solo será un minuto.
El agua del grifo estaba tratada con yeso. Llenó el fregadero y añadió un poco de jabón en polvo. Luego añadió un poco más.
Pensaba que tenías un televisor en la casa.
Antes tenía muchas cosas.
¿Por qué no lo dijiste? Te traeré uno.
No lo necesito.
Hace compañía.
No fue la tele la que me abandonó. La tiré yo mismo.
¿Nunca miras las noticias?
No. ¿Tú sí?
No mucho.
Enjuagó los platos y los puso a secar y se quedó mirando por la ventana el jardín sembrado de maleza. Un ahumadero castigado por la intemperie. Un remolque de aluminio para dos caballos sobre unos bloques. Antes tenías gallinas, dijo.
Sí, dijo el viejo.
Bell se secó las manos y volvió a la mesa y se sentó. Miró a su tío. ¿Alguna vez has hecho algo que te avergonzara tanto como para no contárselo a nadie?
Su tío lo pensó. Creo que sí, dijo. Yo diría que le pasa a todo el mundo. ¿Qué es lo que has descubierto de mí?
Hablo en serio.
Está bien.
Quiero decir algo malo.
Cómo de malo.
No sé. Algo que no puedes quitarte de encima.
¿Algo por lo que podrías ir a la cárcel?
Bueno, supongo que algo por el estilo. Pero no necesariamente.
Tendría que pensarlo.
No tendrías que pensarlo.
¿Qué diablos te pasa? No voy a invitarte a venir nunca más.
Esta vez no me has invitado.
Vaya. Es verdad.
Bell tenía los codos apoyados en la mesa y las manos juntas. Su tío le observó. Espero que no vayas a hacer una horrible confesión, dijo. A lo mejor no me interesa oírla.
¿Quieres oírla?
Sí. Adelante.
De acuerdo.
No será de carácter sexual, ¿eh?
No.
Bien. Cuéntamelo de todos modos.
Es sobre los héroes de guerra.
Ah. ¿Se refiere a ti?
Sí. Se refiere a mí.
Adelante.
Estoy en ello. Te diré lo que pasó en realidad, lo que me valió una condecoración.
Adelante.
Nos encontrábamos en una posición avanzada escuchando señales de radio y estábamos escondidos en una alquería. Una casa de piedra de solo dos habitaciones. Llevábamos allí dos días y no había dejado de llover. Un diluvio. Hacia la mitad del segundo día el operador se quitó los auriculares y dijo: Escuchad. Bueno, eso hicimos. Cuando alguien dice que escuches, tú escuchas. Y no oímos nada. Y yo le dije: ¿Qué pasa? Nada, dijo él.
Yo dije ¿Cómo que nada? ¿De qué estás hablando? ¿Qué has oído? Y él dijo: Quiero decir que no se oye nada. Escuchad. Y tenía razón. No se oía ni un solo sonido. Ni artillería ni nada. El único sonido era la lluvia. Y eso es prácticamente lo último que recuerdo. Cuando me desperté estaba fuera bajo la lluvia y no sé el tiempo que llevaba allí tirado.
Estaba mojado y tenía frío y los oídos me zumbaban y cuando pude incorporarme y miré la casa había desaparecido. Solo quedaba en pie parte de la pared de un extremo. Un mortero había atravesado la pared y lo había destrozado todo. No podía oír nada. Ni siquiera la lluvia. Si decía algo lo oía dentro de mi cabeza pero nada más. Me levanté y fui a donde había estado la casa y había partes del tejado cubriendo buena parte del suelo y vi a uno de los nuestros sepultado por piedras y maderos e intenté mover algunas cosas para ver si podía sacarlo. Tenía la cabeza como entumecida. Y mientras estaba en eso me incorporé y miré y vi que los fusileros alemanes se acercaban por el campo. Salían de entre unos árboles como a doscientos metros y estaban cruzando aquel campo. Yo aún no sabía qué había pasado exactamente. Estaba bastante mareado. Me agazapé junto a aquella pared y lo primero que vi fue la ametralladora calibre 30 de Wallace asomando bajo unas maderas. Iba refrigerada por aire y alimentada por cinta de una caja metálica y me figuré que si los dejaba acercarse un poco más podría dispararles en campo abierto y ellos no podrían utilizar la artillería porque estarían demasiado cerca. Escarbé en el suelo y por fin conseguí sacar aquella cosa, y el trípode también, y excavé un poco más y encontré la caja de munición y me instalé detrás de la sección de pared y accioné la corredera y quité el seguro y empecé a disparar.
Era difícil decir dónde daban las balas debido al suelo mojado pero supe que no lo estaba haciendo mal. Vacié unos dos palmos de cinta y me mantuve alerta y después de un silencio de dos o tres minutos un cabeza cuadrada empezó a correr para alcanzar los árboles pero yo estuve muy atento. Mantuve a raya a los demás y mientras tanto oía gemir a algunos de los nuestros y no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando cayera la noche. Y por eso me dieron la Estrella de Bronce. El comandante que me propuso para la medalla se llamaba McAllister y era de Georgia. Le dije que no la quería. Él se me quedó mirando y me dijo: Estoy esperando que me explique qué motivos tiene para rechazar una condecoración militar. Se lo expliqué. Cuando terminé él me dijo: Sargento, usted va a aceptar esa condecoración. Querían que pareciera que había sido positivo. Que había servido de algo. Perder la posición. Me dijo usted la va a aceptar, y si cuenta por ahí lo que me ha dicho yo me enteraré y cuando eso pase usted deseará estar en el infierno con la espalda rota. ¿Queda claro? Y yo dije sí, señor. Que más claro no podía estar. Y eso fue todo.
Y ahora vas a explicarme lo que hiciste.
Sí, señor.
Cuando anocheció.
Cuando anocheció. Sí.
¿Qué hiciste?
Echar a correr.
El viejo reflexionó. Al cabo de un rato dijo: Deduzco que en su momento te debió de parecer muy buena idea.
Sí, dijo Bell. Desde luego.
¿Qué habría pasado si llegas a quedarte allí?
Los alemanes habrían venido amparados en la oscuridad y me habrían lanzado granadas de mano. O quizá habrían vuelto a los árboles y la artillería habría abierto fuego otra vez.
Ya.
Bell se quedó con las manos cruzadas sobre el hule. Miró a su tío. El viejo dijo: No estoy seguro de qué me estás pidiendo.
Yo tampoco.
Dejaste allí a tus compañeros.
Sí.
No tenías otra alternativa.
Sí la tenía. Podría haberme quedado.
De nada les habría servido a ellos.
Es probable. Pensé en trasladar la ametralladora una treintena de metros y esperar hasta que ellos lanzaran sus granadas o lo que fuera. Dejar que se acercaran. Podría haber matado a algunos más. Aun de noche. No lo sé. Me quedé allí sentado y vi cómo anochecía. Una bonita puesta de sol. Para entonces había despejado. Ya no llovía. Aquel campo estaba sembrado de avena y solo tenía los tallos. Era otoño. Vi cómo oscurecía y me extrañó no haber oído nada en mucho rato de mis compañeros. Tal vez estaban todos muertos. Pero yo no lo sabía. Y tan pronto cayó la noche me puse de pie y huí de allí. Ni siquiera iba armado. No iba a cargar con aquel calibre 30, eso seguro. La cabeza me dolía menos e incluso empezaba a oír un poco. Había dejado de llover pero yo estaba empapado y los dientes me castañeteaban de frío. Distinguí la Osa Mayor y puse rumbo al oeste en la medida de lo posible y seguí adelante. Pasé cerca de un par de casas pero no había nadie por allí. Aquella región era zona militar. La gente se había marchado. Al amanecer me tumbé en un trecho arbolado. Lo poco arbolado que había. Toda la región parecía arrasada. Solo quedaban los troncos. La noche siguiente llegué a una posición norteamericana y eso fue todo. Pensé que con el paso de los años no me afectaría. No sé por qué pensé eso. Y luego pensé que quizá podría compensarlo de alguna manera y supongo que eso es lo que he intentado hacer.
Se quedaron sentados. Al cabo de un rato el viejo dijo: Bueno, con toda franqueza yo no veo que sea tan grave. Quizá deberías hacer las paces contigo mismo.
Quizá. Pero en combate la obligación de velar por tus hombres es sagrada y no sé por qué yo no lo hice. Mi intención era hacerlo. Cuando te requieren para eso tienes que meterte en la cabeza que aceptarás las consecuencias. Pero tú no sabes cuáles serán esas consecuencias. Acabas haciéndote responsable de muchas cosas que no pensabas. Si se suponía que yo debía morir allí haciendo aquello que había prometido hacer entonces es eso lo que debería haber hecho. Se mire como se mire, así es como es. Debí hacerlo y no lo hice. Y muchas veces he pensado ojalá pudiera volver allí. Pero no puedo. No sabía que uno podía robar su propia vida. Y no sabía que el beneficio podía ser tan escaso como el que pueda darte casi cualquier otra cosa robada. Creo que hice con mi vida lo mejor que supe pero aun así no era mía. No lo ha sido nunca.
El viejo guardó silencio largo rato. Estaba ligeramente inclinado al frente, la mirada baja. Finalmente asintió. Creo que sé adónde quieres ir a parar, dijo.
Sí.
¿Qué crees que habría hecho él?
Sé lo que habría hecho.
Sí. Creo que yo también.
Quedarse allí hasta que el infierno se helara y seguir con los pies en el hielo el tiempo que hiciera falta.
¿Crees que eso le hace mejor hombre que tú?
Sí. Lo creo.
Yo podría contarte cosas de él que te harían cambiar de opinión. Le conocí bastante bien.
Mira, dudo que me hicieras cambiar de opinión. Con todos mis respetos. Aparte de eso dudo que me contaras nada.
Y no lo hago. Pero podría decirte que él vivió en otra época. Si Jack hubiera nacido cincuenta años después posiblemente habría tenido otra visión de las cosas.
Puede. Pero ni tú ni yo lo creeríamos.
Sí, supongo que es verdad. Miró a Bell. ¿Para qué me lo has contado?
Creo que necesitaba quitarme un peso de encima.
Has esperado mucho para hacerlo.
Sí, señor. Quizá necesitaba oírlo de mi propia voz. Yo no soy el hombre de otra época que dicen que soy. Ojalá lo fuera. Soy hombre de esta época.
O quizá solo era un ensayo.
Quizá.
¿Piensas decírselo a ella?
Sí, señor. Creo que sí.
Bueno.
¿Qué crees que dirá?
No sé, pero espero que puedas salir de esta un poco mejor de lo que piensas.
Sí, señor, dijo Bell. Eso espero yo también.