Chigurh estaba frente a la mesa de la recepcionista vestido con traje y corbata. Dejó el maletín en el suelo y echó un vistazo a la oficina.

¿Cómo se deletrea?, dijo ella.

Chigurh se lo deletreó.

¿Le espera él?

No. Pero se va a alegrar de verme.

Aguarde un momento.

Llamó por el interfono. Silencio. Luego colgó el aparato. Ya puede pasar, dijo.

Abrió la puerta y entró y un hombre sentado al escritorio se levantó y le miró. Rodeó la mesa y le tendió la mano. Ese apellido me suena, dijo.

Se sentaron en un sofá en el rincón de la oficina y Chigurh dejó el maletín sobre la mesita baja y la señaló con la cabeza. Eso de ahí es suyo, dijo.

¿Qué es?

Dinero que le pertenece.

El hombre se quedó mirando el maletín. Luego se levantó y fue al escritorio y se inclinó y pulsó un botón. No me pase llamadas, dijo.

Se dio media vuelta y apoyó las manos detrás de él en el escritorio y se inclinó hacia atrás y miró detenidamente a Chigurh. ¿Cómo me ha encontrado?, dijo.

¿Qué importa eso?

A mí me importa.

No tiene que preocuparse. No va a venir nadie más.

¿Cómo lo sabe?

Porque yo me encargo de quién viene y quién no. Creo que deberíamos hablar de lo que nos ocupa. No quiero invertir demasiado tiempo en hacer que se tranquilice. Creo que sería inútil e ingrato. De modo que hablemos de dinero.

Está bien.

No está todo. Faltan unos cien mil dólares. Una parte fue robada y la otra ha sido para cubrir mis gastos. He pasado ciertos apuros para recuperar su propiedad de modo que preferiría que no se me considere portador de malas noticias. En ese maletín hay dos coma tres millones. Lamento no haber podido recuperarlo todo, pero aquí lo tiene.

El hombre no se había movido. Al cabo de un rato dijo: ¿Quién carajo es usted?

Me llamo Anton Chigurh.

Eso ya lo sé.

Entonces, ¿por qué lo pregunta?

Qué quiere. Supongo que eso es lo que quiero saber.

Bien. Yo diría que el objeto de mi visita es básicamente establecer mi autenticidad. Como persona experta en un campo difícil. Como persona totalmente fiable y absolutamente honrada. Algo así.

Alguien con quien yo podría tener tratos.

Sí.

Va en serio.

Absolutamente.

Chigurh le observó. Vio la dilatación en sus ojos y el pulso en la arteria de su cuello. El compás de su respiración. Al principio, cuando había apoyado las manos detrás de él en el escritorio, se le veía más o menos relajado. Estaba aún en idéntica postura, pero ya no parecía relajado.

No habrá una bomba en el maldito maletín, ¿verdad?

No. Nada de bombas.

Chigurh desató las correas y abrió la pequeña hebilla de latón y levantó la solapa de piel y empujó el maletín hacia delante. Ya, dijo el hombre. Guarde eso.

Chigurh cerró el maletín. El hombre dejó de apoyarse en la mesa y se enderezó. Se pasó los nudillos por la boca.

Creo que lo que debería considerar, dijo Chigurh, es cómo perdió ese dinero. A quién escuchó y qué ocurrió después.

Sí. Aquí no podemos hablar.

Lo entiendo. De todos modos no espero que asimile toda la información de una sola tacada. Le llamaré dentro de dos días.

Muy bien.

Chigurh se levantó del sofá. El hombre señaló con la cabeza el maletín. Con ese dinero podría hacer muchas cosas por su cuenta, dijo.

Chigurh sonrió. Tenemos mucho de que hablar, dijo. A partir de ahora trataremos con gente nueva. No habrá más problemas.

¿Qué ha pasado con la gente vieja?

Se han dedicado a otras cosas. No todo el mundo es apto para este trabajo. La perspectiva de unos beneficios desorbitados lleva a la gente a exagerar sus propias aptitudes. Para sus adentros. Creen que controlan la situación cuando quizá no es así. Y es la postura de uno sobre terreno incierto lo que propicia la atención de los enemigos. O los ahuyenta.

¿Y usted? ¿Qué pasa con sus enemigos?

Yo no tengo enemigos. No permito que los haya.

Miró en derredor. Bonita oficina, dijo. Muy discreta. Señaló con la cabeza hacia el cuadro que había en la pared. ¿Es un original?

El hombre miró el cuadro. No, dijo. No lo es. Pero tengo el original. Guardado en una cámara de seguridad.

Excelente, dijo Chigurh.

El funeral tuvo lugar un día frío y ventoso de marzo. Ella estaba al lado de la hermana de su abuela. El marido de la hermana estaba sentado delante de ella en una silla de ruedas con la barbilla apoyada en la mano. La difunta tenía más amigos de los que ella imaginaba. Eso la sorprendió. Habían acudido con velo negro sobre la cara. Apoyó la mano en el hombro de su tío y este levantó su mano y le dio unas palmaditas. Ella pensaba que quizá estaba dormido. Todo el tiempo en que el viento sopló y el predicador estuvo hablando tuvo la sensación de que alguien la observaba. Incluso miró un par de veces a su alrededor.

Era de noche cuando llegó a casa. Entró en la cocina y puso agua a hervir y se sentó a la mesa. No había sentido ganas de llorar. Ahora lloró. Bajó la cara sobre sus brazos cruzados. Oh, mamá, dijo.

Subió al piso de arriba y al encender la luz de su dormitorio Chigurh estaba sentado a la pequeña mesa, esperándola.

Ella se quedó en el umbral y su mano se apartó despacio del interruptor de la luz. Él no se movió en absoluto. Ella se quedó allí de pie, con el sombrero en la mano. Finalmente dijo: Sabía que esto no había acabado.

Muy lista.

Yo no lo tengo.

¿El qué?

Necesito sentarme.

Chigurh indicó la cama con un gesto de cabeza. Ella se sentó y dejó el sombrero al lado y luego lo cogió otra vez y lo sostuvo contra el pecho.

Demasiado tarde, dijo Chigurh.

Lo sé.

¿Qué es lo que no tiene?

Creo que ya sabe de qué hablo.

Qué cantidad tiene.

Nada de nada. En total tenía unos siete mil dólares y le aseguro que ya no me queda nada y sí en cambio muchas facturas que pagar. Hoy he enterrado a mi madre. Eso tampoco lo he pagado.

Yo no me preocuparía.

Ella miró la mesilla de noche.

No está ahí, dijo él.

Se quedó echada hacia delante, el sombrero entre los brazos. No tiene ningún motivo para hacerme daño, dijo.

Lo sé. Pero he dado mi palabra.

¿Su palabra?

Sí. Estamos a merced de los muertos. En este caso, su marido.

Eso no tiene sentido.

Me temo que sí.

Yo no tengo el dinero. Usted lo sabe.

Lo sé.

¿Le dio su palabra a mi marido de que me mataría?

Sí.

Está muerto. Mi marido está muerto.

Sí. Pero yo no.

Usted no les debe nada a los muertos.

Chigurh ladeó ligeramente la cabeza. ¿No?, dijo.

¿Cómo iba a deberles nada?

¿Por qué no?

Están muertos.

Sí, pero mi palabra no. Nada puede cambiar eso.

Usted puede cambiarlo.

No creo. Incluso a un ateo le sería útil tomar como modelo a Dios. Muy útil, de hecho.

No es más que un blasfemo.

Duras palabras. Pero lo que está hecho no se puede deshacer. Creo que eso lo entiende. Su marido, y quizá le angustiará saberlo, tuvo la oportunidad de ponerla a usted fuera de peligro y decidió no hacerlo. Se le dio esa oportunidad y su respuesta fue no. De lo contrario yo no estaría aquí.

Se propone matarme.

Lo siento.

Ella dejó el sombrero en la cama y miró por la ventana. El verde nuevo de los árboles a la luz de la lámpara de vapor inclinándose y enderezándose de nuevo con el viento vespertino. Yo no sé lo que he hecho, dijo. De veras que no.

Chigurh asintió con la cabeza. Probablemente lo sabe, dijo. Hay un motivo para todo.

Ella meneó la cabeza. Cuántas veces no habré dicho esas palabras. No volveré a hacerlo.

Ha sufrido una pérdida de fe.

He sufrido una pérdida de todo lo que tenía. ¿Mi marido quería matarme?

Sí. ¿Hay algo que le gustaría decir?

¿A quién?

Aquí no hay nadie más que yo.

No tengo nada que decirle.

Todo irá bien. Trate de no preocuparse por eso.

¿Qué?

Veo su expresión, dijo él. No importa la clase de persona que yo sea, entiende. No debe tener más miedo de morir porque crea que soy una mala persona.

Sabía que estaba loco en cuanto le he visto ahí sentado, dijo ella. Sabía exactamente lo que me esperaba. Aunque no hubiera podido expresarlo con palabras.

Chigurh sonrió. Es difícil de entender, dijo. Veo cómo lucha la gente. La expresión de sus caras. Siempre dicen lo mismo.

Qué dicen.

Dicen: No tiene por qué hacerlo.

Es verdad.

Pero eso no ayuda, ¿o sí?

No.

Entonces, ¿por qué lo dice?

Nunca lo había dicho hasta ahora.

Cualquiera en su situación.

Ahora soy solo yo, dijo ella. No hay nadie más.

Por supuesto.

Ella miró el arma. Apartó la vista. Se quedó sentada con la cabeza gacha, los hombros le temblaban. Oh, mamá, dijo.

Usted no ha tenido ninguna culpa.

Ella meneó la cabeza, sollozando.

Usted no hizo nada. Fue mala suerte.

Ella asintió.

Chigurh la observó, el mentón apoyado en una mano. Muy bien, dijo. Es todo lo que puedo hacer.

Estiró la pierna y hurgó en su bolsillo y sacó varias monedas y cogió una y la sostuvo en alto. Para que ella viera que era justo. La sostuvo entre el pulgar y el índice y la sopesó y luego la lanzó al aire y la cazó al vuelo y la plantó sobre la cara externa de su muñeca. Diga, dijo.

Ella le miró, miró su muñeca extendida. ¿Qué?, dijo.

Cara o cruz.

No pienso hacerlo.

Claro que sí. Diga.

Dios no querría que lo hiciera.

Naturalmente que sí. Debería usted tratar de salvarse. Diga. Es su última oportunidad.

Cara, dijo ella.

Él levantó la mano. La moneda mostraba cruz.

Lo siento.

Ella no dijo nada.

Tal vez sea lo mejor.

Ella apartó la vista. Lo dice como si dependiera de la moneda. Pero es usted quien elige.

Podría haber salido cara.

La moneda no tiene nada que ver. Depende de usted.

Quizá sí. Pero mírelo desde mi punto de vista. Yo he llegado aquí lo mismo que la moneda.

Ella sollozó por lo bajo. No dijo nada.

Para cosas con un destino común hay un sendero común. No siempre es fácil de ver. Pero lo hay.

Todo cuanto yo pensaba ha resultado ser diferente, dijo ella. No hay nada en mi vida que yo pudiera haber adivinado. Ni esto ni nada.

Lo sé.

Usted no me habría dejado ir.

Yo no tenía voz en este asunto. Cada momento de su vida es un giro y cada giro una elección. En algún momento usted eligió. Lo que vino fue una consecuencia. Las cuentas son escrupulosas. Todo está dibujado. Ninguna línea se puede borrar. En ningún momento he pensado que pudiera inclinar la balanza a su favor. ¿Cómo iba a hacerlo? El camino que uno sigue en la vida raramente cambia y más raramente aún lo hace de manera brusca. Y la forma de su sendero particular era ya visible desde el principio.

Ella siguió sollozando. Meneó la cabeza.

Sin embargo, aunque podría haberle dicho cómo iba a acabar todo esto me ha parecido que no era demasiado pedir que tuviera usted un último atisbo de esperanza que le levantara el ánimo antes de que caiga la mortaja, la oscuridad. ¿Entiende?

Dios mío, dijo ella. Dios mío.

Lo siento.

Ella le miró por última vez. No tiene por qué hacerlo, dijo. No tiene por qué. No.

Él meneó la cabeza. Me está pidiendo que me vuelva vulnerable y eso no puedo hacerlo. Solo tengo una manera de vivir. Y no contempla casos especiales. Un cara o cruz, quizá sí. En este caso con poco éxito. La mayoría de la gente no cree que pueda existir semejante persona. Se hará cargo del problema que eso les supone. Cómo imponerse a aquello cuya existencia uno se niega a reconocer. ¿Lo entiende? Cuando yo entré en su vida su vida ya había acabado. Ha tenido un principio, un desarrollo y un final. Esto es el final. Puede decir que las cosas podrían haber sido de otra manera; que podrían haber tomado otros derroteros. Pero ¿y cómo? Las cosas no son de otra manera. Son de esta. Me pide que haga como que el mundo es lo que no es. ¿Se da cuenta?

Sí, dijo ella, sollozando. Me doy cuenta. De verdad.

Bien, dijo él. Eso está bien. Luego le disparó.

El automóvil que chocó con Chigurh en la intersección a tres manzanas de la casa era un Buick de diez años de antigüedad que se había saltado un stop. No había huellas de patinazo y el coche no había intentado frenar. Chigurh nunca llevaba puesto el cinturón de seguridad cuando conducía por ciudad debido precisamente a riesgos de esta índole y aunque vio venir el Buick y se lanzó hacia el otro lado de la camioneta el impacto hundió instantáneamente la puerta del conductor y le rompió el brazo por dos sitios y le fracturó varias costillas y le hizo un corte en la cabeza y en la pierna. Salió como pudo por la puerta del copiloto y caminó hasta la acera y se sentó en el césped de una casa y se miró el brazo. El hueso asomando bajo la piel. Una herida fea. Una mujer en bata salió gritando.

La sangre le entraba en los ojos mientras trataba de pensar. Se agarró el brazo y lo giró e intentó ver si sangraba mucho. Si la arteria radial estaba cortada. Le pareció que no. La cabeza le zumbaba. No sentía dolor. Todavía no.

Dos muchachos estaban allí de pie mirándole.

¿Se encuentra bien, señor?

Sí, dijo. Me encuentro bien. Dejadme estar un rato aquí sentado.

La ambulancia no tardará. Ese hombre de allá ha ido a llamarla.

Muy bien.

Seguro que se encuentra bien.

Chigurh los miró. ¿Qué queréis por esa camisa?, dijo.

Los chicos se miraron. ¿Qué camisa?

Cualquiera. ¿Cuánto?

Estiró la pierna y metió la mano en el bolsillo y sacó su monedero. Necesito algo para vendarme la cabeza y un cabestrillo para este brazo.

Uno de los chicos empezó a desabrocharse la camisa. Caray, señor. ¿Por qué no lo ha dicho? Le doy mi camisa.

Chigurh la cogió y la rasgó en dos con los dientes por la parte de la espalda. Se envolvió la cabeza como si llevara un pañuelo y con la otra mitad improvisó un cabestrillo y metió el brazo en él.

Atadme esto, dijo.

Los chicos se miraron.

Atadlo.

El que llevaba una camiseta se adelantó y se arrodilló e hizo un nudo en el cabestrillo. Ese brazo tiene mala pinta, dijo.

Chigurh sacó un billete del monedero y se guardó el monedero en el bolsillo y cogió el billete que sujetaba con los dientes y se puso de pie y tendió la mano.

Caray, señor. A mí no me importa ayudar a la gente. Eso es mucho dinero.

Tómalo. Tómalo pero recuerda que no sabes qué cara tengo. ¿Has entendido?

El chico cogió el billete. Sí, señor, dijo.

Le vieron alejarse por la acera sujetándose el trapo en torno a la cabeza, cojeando un poco. La mitad de eso es mía, dijo el otro chico.

Tú aún conservas la camiseta.

No te lo ha dado por eso.

Puede, pero yo me he quedado sin camisa.

Se acercaron a donde los vehículos seguían humeando. Las farolas se habían encendido. Un charco verde de anticongelante se estaba formando en la cuneta. Cuando pasaron junto a la camioneta de Chigurh el de la camiseta detuvo al otro con la mano. ¿Ves lo que yo veo?, dijo.

Joder, dijo el otro.

Lo que vieron fue la pistola de Chigurh en el suelo del lado del copiloto. Se oían ya las sirenas a lo lejos. Cógela, dijo el primero. Venga.

¿Por qué yo?

Yo no tengo camisa para taparla. Vamos. Date prisa.