Moss dejó el maletín en el banco y se acomodó detrás. Levantó la carta del soporte metálico que estaba al lado de la mostaza y el ketchup. Ella se sentó enfrente de él. Moss no levantó la vista. Qué vas a tomar, dijo.

No sé. No he mirado la carta.

Él giró la carta y la deslizó delante de ella y buscó a la camarera con la mirada.

¿Tú qué?, dijo la chica.

¿Qué voy a tomar?

No. Qué eres. ¿Un personaje?

Moss la miró. Las únicas personas que sé que saben lo que es un personaje, dijo, son otros personajes. Yo podría ser un compañero de viaje. Compañero de viaje. Sí.

Ahora lo eres. Estás herido, ¿verdad?

¿Por qué lo dices?

Apenas puedes andar.

Quizá es una vieja herida de guerra.

No lo creo. ¿Qué te ha pasado?

¿Quieres decir últimamente?

Sí.

No tienes por qué saberlo.

¿Por qué no?

No quiero que te alteres por mí.

¿Qué te hace pensar que me alteraría?

A las chicas malas les gustan los chicos malos. ¿Qué vas a tomar?

No lo sé. ¿A qué te dedicas?

Hace tres semanas era un ciudadano respetuoso con la ley. Tenía un empleo de nueve a cinco. O de ocho a cuatro, da igual. Las cosas pasan porque pasan. No te preguntan primero. No te piden permiso.

Es una verdad como un templo, dijo ella.

Si sigues conmigo oirás algunas más.

¿Crees que soy mala?

Creo que te gustaría serlo.

¿Qué hay en esa cartera?

Cartas.

Qué hay.

Podría decírtelo, pero luego tendría que matarte.

Uno no va por ahí con un arma. ¿No lo sabías? Especialmente con un arma como esa.

Deja que te haga una pregunta.

Adelante.

Cuando empiezan los tiros, ¿tú prefieres ir armada o no?

No quiero verme envuelta en ningún tiroteo.

Claro que sí. Se te nota. Lo que no quieres es que te disparen. ¿Qué vas a tomar?

¿Y tú?

Hamburguesa con queso y batido de chocolate.

Llegó la camarera y pidieron. La chica eligió el sandwich caliente de carne con puré de patata y salsa. Ni siquiera me has preguntado adónde voy, dijo.

Sé adonde vas.

Entonces dilo.

De camino.

Eso no es una respuesta.

Es más que una respuesta.

Tú no lo sabes todo.

No.

¿Has matado a alguien?

Sí, dijo él. ¿Y tú?

Ella puso cara de desconcierto. Sabes que nunca he matado a nadie.

No, eso no lo sé.

Pues no.

Entonces es que no.

Y tú tampoco, ¿verdad?

¿El qué?

Lo que acabo de decir.

¿Si he matado?

Ella miró en derredor para ver si alguien estaba escuchando.

Sí, dijo.

No es fácil responder a eso.

Al cabo de un rato la camarera les llevó los platos. Moss mordió la esquina de un envase de mayonesa y derramó el contenido sobre la hamburguesa y cogió el ketchup. ¿De dónde eres?, dijo.

Ella tomó un sorbo de su té con hielo y se secó la boca con la servilleta de papel. De Port Arthur, dijo.

Él asintió. Cogió la hamburguesa con las dos manos y dio un mordisco y se retrepó masticando. No he estado nunca en Port Arthur.

Nunca te he visto por allí.

¿Cómo podrías haberme visto si nunca he estado allí?

No podría. Solo estaba diciendo que no. Era una manera de hablar.

Moss meneó la cabeza.

Comieron. Él la observó.

Deduzco que vas a California.

¿Cómo lo sabes?

Es la dirección que llevas.

Pues ahí es adonde voy.

¿Tienes dinero?

¿A ti qué te importa?

Nada. ¿Tienes?

Algo.

Moss terminó la hamburguesa y se limpió las manos en la servilleta de papel y se acabó el resto del batido. Luego metió la mano en el bolsillo y sacó el fajo de billetes de cien y los desdobló. Contó un millar y los puso sobre la fórmica y los deslizó hacia ella y se guardó el fajo en el bolsillo. Vámonos, dijo.

¿Para qué es eso?

Para seguir camino hacia California.

¿Qué he de hacer a cambio?

No tienes que hacer nada. Hasta un cerdo ciego encuentra una bellota de vez en cuando. Guárdate eso y vamos.

Pagaron y fueron hacia la camioneta. Antes no me estabas llamando cerda, ¿verdad?

Moss hizo caso omiso. Dame las llaves, dijo.

Ella las sacó de su bolsillo y se las dio. Pensé que habrías olvidado que las tenía yo, dijo.

No suelo olvidar.

Yo podría haberme escabullido con la excusa de ir al servicio y largarme de aquí en tu camioneta. No, no podrías.

¿Por qué no?

Sube.

Montaron y él dejó el maletín entre los dos y se sacó la Tec-9 del cinturón y la dejó debajo del asiento.

¿Por qué no?, dijo ella.

No seas una ignorante toda tu vida. En primer lugar, yo tenía una vista perfecta de la puerta y del aparcamiento y la camioneta. En segundo lugar, aunque yo fuera tan imbécil como para sentarme de espaldas a la puerta habría llamado a un taxi y te habría perseguido y luego te habría dado una paliza y te habría dejado allí tirada.

Ella se quedó callada. El puso la llave en el contacto y arrancó y reculó.

¿Lo habrías hecho?

¿Tú qué crees?

Cuando llegaron a Van Horn eran las siete de la tarde. Ella había dormido buena parte del trayecto, ovillada con la mochila por almohada. Moss paró en un bar de camioneros y apagó el motor y los ojos de la chica se abrieron de golpe como los de un ciervo. Se incorporó y le miró y luego miró hacia el aparcamiento. ¿Dónde estamos?, dijo.

En Van Horn. ¿Tienes hambre?

No me vendría mal un bocado.

¿Quieres pollo frito diesel?

¿Qué?

Moss señaló el rótulo.

No pienso comer cosas de esas, dijo ella.

Estuvo mucho rato en el servicio. Cuando salió quiso saber si él había pedido ya.

Sí. Te he pedido pollo de ese.

No es verdad, dijo ella.

Pidieron filetes. ¿Vives siempre así?, dijo ella.

Claro. Cuando eres un forajido de los buenos el cielo es el límite.

¿Qué es eso que te cuelga de la cadena?

¿Esto?

Sí.

Un colmillo de jabalí.

¿Por qué lo llevas?

No es mío. Solo se lo guardo a alguien.

¿Una mujer?

No, un muerto.

Llegaron los platos. Él la observó comer. ¿Sabe alguien dónde estás?, dijo.

¿Qué?

Digo que si alguien sabe dónde estás.

¿Cómo quién?

Como quien sea.

Tú.

Yo no sé dónde estás porque no sé quién eres.

Pues ya somos dos.

¿No sabes quién eres?

No, tonto. No sé quién eres tú.

Lo dejaremos así y así nadie sabrá nada de nosotros. ¿De acuerdo?

De acuerdo. ¿Por qué me lo has preguntado?

Moss rebañó la salsa con medio panecillo. Pensé que probablemente fuese cierto. Para ti es un lujo. Para mí es necesidad.

¿Por qué? ¿Porque alguien te persigue?

Quizá.

A mí me gusta así, dijo ella. En eso has acertado.

No cuesta mucho encontrarle el gusto, ¿verdad?

Y que lo digas, dijo ella.

Pues no es tan sencillo como parece. Ya lo verás.

¿Y eso?

Siempre hay alguien que sabe dónde estás. El dónde y el porqué. En general.

¿Estás hablando de Dios?

No. Estoy hablando de ti.

Ella siguió comiendo. Bueno, dijo. Te meterías en un lío si no supieras dónde estás.

No lo sé. ¿Tú sí?

No lo sé.

Supón que estuvieras en algún sitio que no sabes dónde está. Lo que realmente no sabrías sería dónde estaba cualquier otro sitio. O a qué distancia. No cambiaría nada respecto a donde estuvieras.

Ella lo meditó. Yo procuro no pensar en esas cosas, dijo.

Crees que cuando llegues a California podrás empezar de nuevo, como se suele decir.

Esas son mis intenciones.

Quizá se trata de eso. Hay un camino que lleva a California y otro que viene de allá pero la mejor manera sería aparecer simplemente allí.

Aparecer allí.

Sí.

¿Quieres decir sin saber cómo has llegado?

Sí. Sin saber cómo has llegado.

No sé cómo se hace eso.

Ni yo. Ahí está la gracia.

Ella comió. Miró a su alrededor. ¿Puedo tomar café?, dijo.

Puedes tomar lo que quieras. Tienes dinero.

Ella le miró. No estoy segura de qué sentido tiene eso, dijo.

El sentido de que nada tiene sentido.

No, lo que has dicho antes. Eso de saber quién eres.

Él la miró. Al cabo de un rato dijo: No se trata de saber dónde estás. Se trata de pensar que llegaste allí sin llevar nada contigo. Tus ideas sobre empezar de nuevo. O las de otro. No se empieza de nuevo. Ese es el quid. Cada paso que das es para siempre. No puedes eliminarlo. ¿Entiendes lo que te digo?

Creo que sí.

Ya sé que no pero deja que lo intente una vez más. Tú piensas que cuando te despiertas por la mañana el ayer no cuenta. Pero es todo lo que cuenta realmente. ¿Qué más hay? Tu vida se compone de los días de que está compuesta. Nada más. Pensarías que puedes huir y cambiarte de nombre y qué sé yo qué más. Empezar de cero. Y luego un día te despiertas y miras al techo y ¿sabes quién es la que está en la cama?

Ella asintió con la cabeza.

¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Eso lo entiendo. He pasado por ahí.

Sí. Ya lo sé.

Entonces, ¿lamentas haberte convertido en un forajido?

Lamento no haber empezado antes. ¿Estás lista?

Cuando salió de la oficina del motel le dio a ella una llave.

¿Qué es?

Tu llave.

Ella la hizo saltar en su mano y le miró. Vaya, dijo. Tú mandas.

Así es.

Te da miedo que pueda ver lo que hay en esa cartera, ¿eh?

La verdad es que no.

Arrancó la camioneta y condujo hasta el final del aparcamiento de detrás del motel.

¿Eres marica?, dijo ella.

¿Yo? Sí, mariconísimo.

No lo parece.

¿De veras? ¿Sabes mucho de maricones?

Bueno, quizá debería decir que no te comportas como tal.

¿Qué sabrás tú de eso, encanto?

No lo sé.

Dilo otra vez.

¿Qué?

Dilo otra vez: No lo sé.

No lo sé.

Estupendo. Necesitas practicarlo. Dicho por ti suena bien.

Más tarde salió y condujo hasta el Quickstop. Cuando volvió al motel se quedó observando los coches del aparcamiento. Luego bajó de la camioneta.

Fue a la habitación de la chica y llamó con los nudillos. Esperó. Llamó otra vez. Vio moverse la cortina y entonces ella abrió la puerta. Llevaba los mismos tejanos y la camiseta de antes. Aspecto de que acababa de despertarse.

Sé que no tienes edad para beber pero he pensado que quizá te apetecería una cerveza.

Sí, dijo ella. Me apetecería.

Sacó una de las botellas frías de la bolsa de papel marrón y se la dio. Toma, dijo.

Moss se disponía ya a marcharse. Ella salió y dejó que la puerta se cerrara a su espalda. A qué viene tanta prisa, dijo.

Él se detuvo en el escalón inferior.

¿Llevas otra en esa bolsa?

Sí. Dos más. Y voy a beberme las dos.

Pensaba que quizá querrías entrar y compartir una conmigo.

Moss la miró entrecerrando los ojos. ¿Te has fijado en lo que les cuesta a las mujeres aceptar un no por respuesta? Yo creo que empiezan a los tres años.

¿Y los hombres qué?

Ellos se acostumbran. Por la cuenta que les trae.

No diré una palabra. Me quedaré sentadita.

No dirás una palabra.

No.

Eso ya es una mentira.

Está bien, no diré casi nada. Me estaré muy callada.

Moss se sentó en el escalón y sacó una de las cervezas de la bolsa y quitó la chapa e inclinó la botella y bebió. Ella se sentó en el escalón inmediatamente superior e hizo lo mismo.

¿Duermes mucho?, dijo él.

Duermo cuando puedo. Sí. ¿Y tú?

Hace dos semanas que no duermo una noche entera. No recuerdo ni cómo es. Creo que me estoy volviendo estúpido de no dormir.

A mí no me pareces estúpido.

Eso está en función de tus entendederas.

¿Qué quieres decir?

Nada. Me estaba quedando contigo. Olvídalo.

No llevas droga en ese maletín, ¿verdad?

No. ¿Por qué? ¿Tú te drogas?

Fumaría un poco de hierba si tuvieras.

Pues no tengo.

No pasa nada.

Moss meneó la cabeza. Bebió.

Solo quería decir que estaría bien poder quedarse aquí fuera tomando una cerveza.

Me alegro de oír que te parezca bien.

¿Adónde te diriges? No lo has dicho.

No es fácil de decir.

Pero no vas a California, ¿verdad?

No.

Ya me lo parecía.

Voy a El Paso.

Acabas de decir que no sabías adonde ibas. Quizá acabo de decidirlo. No creo.

Moss no dijo nada.

Es bonito estar aquí sentados, dijo ella.

Depende de dónde estuvieras antes.

No acabas de salir de la cárcel o algo así, ¿verdad?

Acabo de escapar del corredor de la muerte. Me habían rapado la cabeza para la silla eléctrica. Se nota dónde me ha empezado a crecer.

Eres un embustero.

Pero sería gracioso si resultara que es verdad, ¿no?

Te persigue la policía.

Me persigue todo el mundo.

¿Por qué razón?

Por recoger chicas que hacían autostop y enterrarlas en el desierto.

Eso no tiene gracia.

Es verdad. No la tiene. Solo te tomaba el pelo.

Has dicho que no lo harías más.

Procuraré.

¿Alguna vez dices la verdad?

Sí. Digo la verdad.

Estás casado, ¿no?

Sí.

¿Cómo se llama tu mujer?

Carla Jean.

¿Está en El Paso?

Sí.

¿Ella sabe cómo te ganas la vida?

Sí. Lo sabe. Soy soldador.

Ella le observó. Para ver qué más decía. No dijo nada.

Tú no eres soldador, dijo ella.

¿Cómo que no?

¿Para qué esa metralleta?

Unos rufianes me siguen los pasos.

¿Qué les hiciste?

Cogí algo que les pertenece y quieren recuperarlo.

Entre eso y soldar hay mucha diferencia.

La hay, ¿verdad? Creo que no lo había pensado.

Bebió cerveza. Sujetando la botella por el cuello con el pulgar y el índice.

Y es lo que llevas en la cartera, ¿no?

Quién sabe.

¿Eres ladrón de cajas fuertes?

¿De cajas fuertes?

Sí.

¿Cómo se te ha ocurrido?

No lo sé. ¿Lo eres?

No.

Pero algo eres, digo yo. Todo el mundo es algo.

¿Has estado en California?

Sí. He estado. Tengo un hermano que vive allí.

¿Le gusta California?

No lo sé. Allí vive.

Pero tú nunca vivirías allí, ¿verdad?

No.

¿Crees que debería ir a California?

Él la miró y apartó la vista. Estiró las piernas sobre el cemento y cruzó las botas y dirigió la mirada hacia la carretera y las luces de la carretera. Nena, dijo, ¿cómo carajo quieres que sepa si deberías ir o no?

Ya. Bueno, te agradezco que me dieras ese dinero.

De nada.

No tenías por qué hacerlo.

Pensaba que no ibas a hablar.

Está bien. Pero es mucho dinero.

No es ni la mitad de lo que crees. Y si no al tiempo.

No lo malgastaré. Necesito dinero para conseguir un sitio donde vivir.

Todo irá bien.

Eso espero.

La mejor manera de vivir en California es ser de otra parte. Probablemente lo mejor es ser marciano.

Espero que no. Porque no lo soy.

Te las apañarás.

¿Puedo preguntarte una cosa?

Puedes.

¿Cuántos años tienes?

Treinta y seis.

Eso es mucho. No sabía que eras tan mayor.

Ya. A mí también me ha sorprendido un poco.

Tengo la impresión de que debería tenerte miedo pero no lo tengo.

Sobre eso tampoco puedo darte consejos. La mayoría de la gente escapa de su propia madre para agarrar a la muerte del pescuezo. Les puede la impaciencia.

Supongo que es lo que crees que estoy haciendo yo.

No quiero ni saber lo que estás haciendo.

Me pregunto dónde estaría ahora si no te hubiera encontrado esta mañana.

No lo sé.

Siempre he tenido suerte. En cosas así. Quiero decir con la gente.

Yo no estaría tan seguro.

¿Por qué? ¿Es que vas a enterrarme en el desierto?

No. Pero la mala suerte está en todas partes. Espera un poco y verás cómo tienes tu ración.

Me parece que ya la tuve. Creo que ahora me toca un cambio. Si no me ha pasado de largo.

Ni lo sueñes.

¿Por qué lo dices?

Moss la miró. Deja que te diga una cosa, hermanita. Si algo no pareces es un saco de buena suerte con patas.

Qué desagradable eres.

No. Solo quiero que seas precavida. Cuando lleguemos a El Paso te dejaré en la estación de autobuses. Tienes dinero. No necesitas hacer autostop.

Está bien.

Está bien.

¿Habrías hecho eso que has dicho antes? ¿Si me llevaba la camioneta?

¿El qué?

Ya sabes. Lo de darme una paliza.

No.

Ya me lo parecía.

¿Quieres que compartamos la última cerveza?

Vale.

Voy a ir a buscar un vaso o algo. Enseguida vuelvo.

De acuerdo. No has cambiado de idea, ¿eh?

¿Sobre qué?

Ya sabes sobre qué.

Yo no cambio de idea. Me gusta dejar las cosas claras a la primera.

Se levantó y echó a andar por la acera. Ella se quedó junto a la puerta. Te diré una cosa que oí una vez en una película, dijo.

Él se detuvo y se volvió. ¿Qué?

Hay muchos buenos vendedores por ahí y tú aún podrías comprar algo.

Encanto, llegas un poco tarde. Porque ya he comprado. Y creo que me quedo con lo que tengo.

Continuó andando por la acera y subió los escalones y entró.

El Barracuda dejó la carretera en un bar de camioneros a las afueras de Balmorhea y siguió hasta la zona de lavado de coches. El conductor se apeó y cerró la puerta y la miró. El cristal y la chapa estaban sucios de sangre y otras materias y fue a buscar cambio en una máquina y volvió e introdujo las monedas en la ranura y descolgó la varilla y lavó el coche y lo enjuagó y volvió a montar y salió a la carretera en dirección oeste.

Bell salió de la casa a las siete y media y tomó la 285 hacia Fort Stockton. Había más de trescientos kilómetros hasta Van Horn y calculó que podía llegar en menos de tres horas. Encendió las luces del techo. A unos quince kilómetros al oeste de Fort Stockton por la interestatal I-10 pasó junto a un coche que ardía en el arcén de la autopista. Había vehículos de policía y uno de los carriles estaba cortado. No se detuvo pero le dio mala espina. Paró en Balmorhea y volvió a llenar el termo de café y llegó a Van Horn a las diez y veinticinco.

No sabía lo que estaba buscando, pero no le hizo falta. En el aparcamiento de un motel había dos coches patrulla del condado de Culberson y uno de la policía del estado todos con las luces encendidas. El motel estaba acordonado con cinta amarilla. Paró allí y aparcó y dejó sus luces puestas.

El ayudante no le conocía pero el sheriff sí. Estaban interrogando a un hombre sentado en mangas de camisa junto a la puerta trasera de uno de los coches. Las malas noticias van que vuelan, dijo el sheriff. ¿Qué está haciendo por aquí, sheriff?

¿Qué ha pasado, Marvin?

Un pequeño tiroteo. ¿Sabes algo de esto?

No lo sé. ¿Ha habido víctimas?

Se han ido hace media hora en la ambulancia. Dos hombres y una mujer. La mujer estaba muerta y uno de ellos no creo que salga vivo de esta. El otro quizá sí.

¿Sabes quiénes eran?

No. Uno de los hombres era mexicano y estamos esperando datos de su coche que está allá abajo. Ninguno de ellos tenía documentación. Ni encima ni tampoco en las habitaciones.

¿Qué dice este hombre?

Que empezó el mexicano. Dice que sacó a rastras a la mujer y que el otro tipo salió con un arma pero que cuando vio que el mexicano apuntaba a la mujer a la cabeza dejó caer su arma. Y en ese momento el mexicano empujó a la mujer y le pegó un tiro y luego le disparó a él. Estaba delante de la ciento diecisiete, allá abajo. Les disparó con una ametralladora, nada menos. Según el testigo el tipo cayó en los escalones y luego cogió su arma y disparó contra el mexicano. No sé cómo pudo hacerlo. Estaba cosido a balazos. Se ve la sangre en la acera. Nuestro tiempo de respuesta fue bastante corto. Siete minutos. La chica ya estaba muerta.

Sin documentación.

Sin documentación. La pickup del otro tipo lleva etiquetas de un concesionario.

Bell asintió. Miró al testigo. El testigo había pedido un cigarrillo y lo encendió y se quedó fumando. Parecía sentirse cómodo. Como si ya hubiera estado antes en un coche de policía.

Esa mujer, dijo Bell. ¿Era anglo?

Sí, era anglo. Pelo rubio. Un poco pelirroja quizá.

¿Habéis encontrado droga?

Todavía no. Seguimos buscando.

¿Dinero?

De momento no hemos encontrado nada. La chica estaba registrada en la ciento veintiuna. Tenía una mochila con ropa dentro y cuatro cosas.

Bell miró hacia la hilera de habitaciones del motel. Gente hablando en pequeños corros. Miró el Barracuda negro.

¿Eso de ahí tiene algo con que hacer girar las ruedas?

Yo diría que sí. Lleva un motor cuatro cuarenta bajo el capó con un compresor.

¿Un compresor?

Sí.

No veo ninguno.

Es un motor transversal. Solo tienes que levantar el capó.

Bell se quedó mirando el coche. Luego giró y miró al sheriff. ¿Puedes dejar esto un rato?

Puedo. ¿Se te ocurre alguna idea?

Pensaba que quizá podrías acompañarme hasta la clínica.

De acuerdo.

Ven en mi coche.

Está bien. Deja que aparque el mío un poco mejor.

Pero si está bien, Ed Tom.

Quiero apartarlo de ahí. Nunca sabes cuándo volverás cuando te vas a otra parte.

En la clínica el sheriff se dirigió a la enfermera de noche por el nombre. Ella miró a Bell.

Ha venido para hacer una identificación, dijo el sheriff.

La enfermera asintió y dejó el lápiz entre las páginas del libro que estaba leyendo. Dos de ellos llegaron aquí sin vida, dijo. Al mexicano se lo han llevado en helicóptero hará unos veinte minutos. O quizá ya lo sabían.

A mí nadie me cuenta nada, encanto, dijo el sheriff.

La siguieron por el pasillo. Había un reguero de sangre en el cemento del piso. No habría sido difícil encontrarlos, ¿verdad?, dijo Bell.

Un rótulo rojo al final del pasillo decía Salida. Antes de llegar allí la enfermera se volvió e introdujo una llave en una puerta metálica del lado izquierdo y la abrió y pulsó el interruptor de la luz. Era una sala de hormigón sin ventanas, vacía a excepción de tres mesas metálicas provistas de ruedas. En dos de ellas había sendos cuerpos cubiertos por sábanas de plástico. La enfermera les franqueó el paso.

No es amigo tuyo, ¿verdad, Ed Tom?

No.

Recibió dos balazos en la cara, de modo que no va a ser agradable. Y no será que no los haya visto yo peores. Esa carretera es una verdadera zona de guerra, para serte franco.

Retiró la sábana. Bell fue hasta el extremo de la mesa. No había cuña bajo el cuello de Moss y su cabeza estaba vuelta hacia un lado. Un ojo parcialmente abierto. Parecía un malo de película. Le habían limpiado la sangre pero tenía agujeros en la cara e impactos de bala en los dientes.

¿Es él?

Sí, es él.

Parece que eso te disgusta.

Tengo que decírselo a su mujer.

Lo siento.

Bell asintió con la cabeza.

Bien, dijo el sheriff. Tú no podías hacer nada para evitarlo.

No, dijo Bell. Pero uno siempre piensa que sí.

El sheriff cubrió la cara de Moss y alargó el brazo para levantar el plástico de la otra mesa y miró a Bell. Bell negó con la cabeza.

Habían alquilado dos habitaciones. Mejor dicho, él. Pagó en metálico. No se entendía el nombre en el registro. Era un garabato.

Se llamaba Moss.

Muy bien. Pasaremos tu información a la oficina. La chica tiene pinta de furcia.

Sí.

Volvió a cubrir la cara. Me temo que a la mujer no le va a gustar tampoco este detalle, dijo el sheriff.

No, eso me temo yo también.

El sheriff miró a la enfermera. Seguía apoyada en la puerta. ¿Sabe cuántas veces le dispararon?, dijo él.

No, sheriff. Puede mirarla si quiere. A mí no me importa y seguro que a ella tampoco.

No hace falta. Ya lo dirá la autopsia. ¿Listo, Ed Tom?

Sí. Ya lo estaba antes de entrar.

Se quedó a solas en la oficina del sheriff con la puerta cerrada y miró fijamente el teléfono del escritorio. Finalmente se levantó y salió. El ayudante levantó la vista.

Se ha ido a casa, supongo.

Sí, señor, dijo el ayudante. ¿Puedo ayudarle en algo, sheriff?

¿A qué distancia está El Paso?

A unos doscientos kilómetros.

Dígale que gracias y que le telefonearé mañana.

Sí, señor.

Paró y comió al otro extremo de la ciudad y se quedó sentado a la mesa bebiendo café y mirando las luces en la carretera. Algo chirriaba. No acababa de verle la lógica. Se miró el reloj. 1:20. Pagó y se dirigió al coche patrulla y montó y se quedó allí sentado. Luego condujo hasta el cruce y giró al este y regresó al motel.

Chigurh tomó una habitación en un motel en el sentido este de la interestatal y cruzó un campo ventoso en la oscuridad y observó el otro lado de la carretera por unos prismáticos. Los grandes camiones aparecían en los gemelos y desaparecían. Sentado sobre los talones con los codos apoyados en las rodillas, observando. Luego volvió al motel.

Programó el despertador para la una y cuando sonó se levantó de la cama y se duchó y se vistió y fue hacia su camioneta con la pequeña bolsa de piel y la puso detrás del asiento.

Dejó el vehículo en el aparcamiento del motel y se quedó un rato allí. Retrepado en el asiento y mirando por el espejo retrovisor. Nada. Los coches de policía se habían marchado hacía rato. La cinta amarilla que bloqueaba la puerta se movía con el viento y los camiones pasaban zumbando camino de Arizona o California. Bajó y fue hasta la puerta y reventó la cerradura con su pistola de aire y entró y cerró la puerta. Pudo ver bastante bien la habitación con la luz que entraba por la ventana. Pequeños derrames de luz de los impactos de bala en la puerta de contrachapado. Arrimó la mesilla de noche a la pared y se subió y sacó un destornillador del bolsillo trasero y empezó a desenroscar los tornillos de la rejilla metálica del conducto de ventilación. La dejó sobre la mesa y metió el brazo y sacó la bolsa y se bajó y se acercó a la ventana y miró al aparcamiento. Se sacó la pistola que llevaba en la parte de atrás del cinturón y abrió la puerta y salió y la cerró y pasó bajo la cinta y fue hasta su camioneta y montó.

Dejó la bolsa en el suelo y tenía ya la mano en la llave de contacto cuando vio que el coche patrulla del condado de Terrell entraba en el aparcamiento delante de la recepción a unos treinta metros de donde se encontraba. Dejó la llave y esperó. El coche estacionó en una de las plazas y las luces se apagaron. Después el motor. Chigurh esperó, la pistola en el regazo.

Cuando salió Bell echó un vistazo al aparcamiento y luego fue hasta la habitación 117 y probó el pomo de la puerta. No estaba cerrada con llave. Pasó bajo la cinta amarilla y abrió la puerta y buscó a tientas el interruptor y encendió la luz.

Lo primero que vio fue la rejilla y los tornillos encima de la mesa. Cerró la puerta y se quedó allí de pie. Fue hasta la ventana y miró hacia el aparcamiento desde el borde de la cortina. Se quedó allí un rato. Nada se movía. Vio algo tirado en el suelo y se acercó y lo cogió pero ya sabía qué era. Lo examinó. Fue a sentarse en la cama y sopesó la pequeña pieza de latón en la palma de su mano. Luego la dejó sobre el cenicero de la mesilla de noche. Levantó el auricular del teléfono pero no había línea. Dejó el auricular. Sacó su pistola de la funda y abrió el seguro y comprobó los cartuchos que había en el tambor y, cerrando el seguro con el pulgar, se quedó sentado con la pistola encima de la rodilla.

No sabes a ciencia cierta que él está ahí fuera, dijo.

Sí que lo sabes. Lo supiste en el restaurante. Por eso has vuelto.

Bien. ¿Qué te propones hacer?

Se levantó y fue a apagar la luz. Cinco impactos de bala en la puerta. Se quedó con el revólver en la mano, el pulgar sobre el percutor moldeado. Luego abrió la puerta y salió.

Caminó hacia el coche patrulla. Estudiando los vehículos aparcados. La mayor parte pickups. Siempre se veía primero el fogonazo. Pero no lo bastante a tiempo. ¿Nota uno cuando alguien le está observando? Mucha gente pensaba que sí. Llegó al coche patrulla y abrió la puerta con la mano izquierda. La luz cenital se encendió. Montó al volante y cerró la puerta y dejó la pistola en el asiento a su lado y sacó la llave y la puso en el contacto y arrancó. Luego dio marcha atrás y encendió las luces y salió del aparcamiento.

Cuando estuvo fuera de la vista del motel se arrimó al arcén y cogió el micrófono y llamó a la oficina del sheriff. Enviaron dos coches. Colgó el micro y puso el cambio en «neutral» y volvió despacio por el borde de la carretera hasta que pudo ver el rótulo del motel. Miró su reloj. 1:45. El tiempo de respuesta de siete minutos lo pondría en 1:52. Esperó. En el motel todo estaba quieto. A la 1:52 los vio llegar por la carretera y enfilar el desvío uno detrás de otro con las sirenas sonando y las luces encendidas. Siguió atento al motel. A cualquier vehículo que abandonara el aparcamiento y se dirigiera a la vía de acceso, él ya había decidido cortarle el paso.

Cuando los coches patrulla entraron en el motel arrancó y encendió las luces y giró ciento ochenta grados y volvió por el carril contrario y entró en el aparcamiento y se apeó.

Recorrieron el aparcamiento vehículo a vehículo con linternas y las armas desenfundadas y volvieron. Bell fue el primero y se quedó apoyado en su coche patrulla. Hizo un gesto de cabeza a los ayudantes. Caballeros, dijo, creo que nos han superado en estrategia.

Enfundaron sus pistolas. Él y el ayudante en jefe caminaron hasta la habitación y Bell le enseñó la cerradura y el conducto de ventilación y el cilindro de la cerradura.

¿Con qué habrá hecho eso, sheriff?, dijo el ayudante sopesando el cilindro.

Es una larga historia, dijo Bell. Siento que hayan tenido que venir para nada.

No se preocupe, sheriff.

Dígale al sheriff que le llamaré desde El Paso.

Descuide, así lo haré.

Dos horas después se registró en el Rodeway Inn en el lado este de la ciudad y cogió la llave y fue a su habitación y se metió en la cama. Despertó como siempre a las seis y se levantó y corrió las cortinas y volvió a la cama pero no pudo dormir. Finalmente se levantó y se dio una ducha y se vistió y bajó a la cafetería y desayunó leyendo el periódico. Aún no venía nada sobre Moss y la chica. Cuando la camarera llegó con más café Bell le preguntó a qué hora llegaba el periódico de la tarde.

No lo sé, dijo ella. Ya no lo leo.

No la culpo. Yo tampoco lo haría si pudiera.

Ya no lo leo y he hecho que mi marido lo deje de leer.

¿De veras?

No sé cómo tienen narices de llamar noticias a esa porquería.

Ya.

¿Cuánto hace que no ve algo referido a Jesucristo en el periódico?

Bell meneó la cabeza. No lo sé, dijo. Pero me atrevería a decir que hace mucho.

Yo también, dijo ella. Pero mucho, mucho.

Bell había llamado a otras puertas con el mismo tipo de mensaje, no era algo nuevo para él. Vio moverse ligeramente la cortina de la ventana y luego la puerta se abrió y ella se lo quedó mirando, en tejanos y la camisa por fuera. Inexpresiva. A la espera. Él se quitó el sombrero y ella se recostó en la jamba y apartó la cara. Lo siento, señora, dijo él.

Dios mío, dijo ella. Volvió tambaleándose a la habitación y se dejó caer al suelo y sepultó la cara entre sus brazos con las manos sobre la cabeza. Bell se quedó donde estaba con el sombrero en las manos. No sabía qué hacer. No vio el menor indicio de la abuela. Dos asistentas mexicanas estaban mirando desde el aparcamiento y cuchicheaban entre ellas. Entró en la salita y cerró la puerta.

Carla Jean, dijo.

Oh, Dios, dijo ella.

No sabe cuánto lo siento.

Oh, Dios.

Se quedó allí, sombrero en mano. Lo siento, dijo.

Ella alzó la cabeza y le miró. La cara arrugada. Váyase al cuerno, dijo. Se queda ahí plantado diciendo que lo siente. Mi marido está muerto. ¿Es que no lo entiende? Como diga otra vez que lo siente le juro que voy a por la pistola y le pego dos tiros.