Chigurh subió cojeando los diecisiete tramos de escalera en el frescor del hueco de hormigón y cuando llegó a la puerta de acero del rellano desencajó el cilindro de la cerradura con el perno de la pistola de aire comprimido y abrió la puerta y accedió al pasillo y luego cerró la puerta. Se quedó de espaldas a ella sujetando la escopeta con ambas manos, a la escucha. Su respiración no más agitada que si se hubiera levantado de una silla. Dio unos pasos y recogió del suelo el cilindro aplastado y se lo metió en el bolsillo y continuó hasta el ascensor y se quedó escuchando otra vez. Se quitó las botas y las dejó junto a la puerta del ascensor y fue pasillo abajo en calcetines, andando despacio, cargando el peso en la pierna buena.

La puerta de doble hoja de la oficina estaba abierta hacia el pasillo. Se detuvo. Pensó que el hombre quizá no podía ver su propia sombra en la pared del pasillo, difusa pero presente. Le pareció un extraño descuido aunque sabía que el temor a un enemigo a menudo nos vuelve ciegos a otros peligros, como por ejemplo la silueta que uno mismo proyecta en el mundo. Se bajó la correa del hombro y dejó el depósito de aire en el suelo. Estudió la postura de la sombra enmarcada por la luz de la ventana de cristal ahumado que el hombre tenía detrás. Desplazó ligeramente el elevador de la escopeta con el canto de la mano para comprobar que había cartucho en la recámara y quitó el seguro.

El hombre sostenía una pistola pequeña a la altura del cinturón. Chigurh entró en el umbral y le disparó a la garganta con una ráfaga de perdigones del número diez. El tamaño que usan los coleccionistas para cobrar especímenes de ave. El hombre cayó hacia atrás sobre la butaca giratoria volcándola y aterrizó en el suelo y se quedó allí retorciéndose y gorgoteando. Chigurh recogió de la moqueta el cartucho humeante y se lo metió en el bolsillo y entró a la habitación con el humo pálido saliendo todavía del bote que el cañón recortado llevaba en su extremo. Pasó detrás del escritorio y se lo quedó mirando. El hombre yacía de espaldas y tenía una mano en la garganta pero la sangre manaba a chorro de entre sus dedos y corría hacia la alfombra. Su cara estaba llena de pequeños agujeros pero su ojo derecho parecía intacto y el hombre miró a Chigurh e intentó articular palabras entre el borboteo. Chigurh hincó una rodilla y se apoyó en la escopeta y le miró. ¿Qué?, dijo. ¿Qué tratas de decirme?

El hombre movió la cabeza. La sangre gorgoteó en su cuello.

¿Puedes oírme?, dijo Chigurh. No respondió.

Soy el hombre a quien Carson Wells tenía que matar. ¿Es eso lo que querías saber?

Le observó. Llevaba puesto un chándal azul de nailon y unos zapatos de piel blancos. La sangre estaba formando un charco alrededor de su cabeza y tiritaba como si tuviera frío.

El motivo de que haya utilizado perdigones es que no quería romper el cristal. El que tenías detrás. No quería que cayeran cristales a la calle, por la gente. Indicó con la cabeza la ventana donde la silueta del tronco del hombre había quedado perfilada por las cacarañas grises que el plomo había dejado en la luna. Miró al hombre. Su mano había aflojado la presión sobre la garganta. No sangraba tanto. Miró la pistola que yacía en el suelo. Se levantó y puso de nuevo el seguro a la escopeta y pasó por encima del hombre para acercarse a la ventana e inspeccionó los pequeños hoyos que había hecho el plomo. Cuando volvió a mirar al hombre ya estaba muerto. Cruzó la habitación y se quedó en el umbral escuchando. Salió al pasillo y fue a recoger el depósito y la pistola de aire y cogió sus botas y se calzó y tiró de ellas hacia arriba. Luego recorrió el pasillo y salió por la puerta metálica y bajó los escalones de hormigón hasta el garaje donde había dejado su vehículo.

Cuando llegaron a la estación de autobuses el día empezaba a despuntar, frío y gris, y lloviznaba. Ella se inclinó sobre el respaldo del asiento delantero y pagó al taxista y le dio dos dólares de propina. Él se apeó y fue a abrir el maletero y sacó las bolsas y las dejó bajo los soportales y llevó el andador hasta el lado de la madre y abrió la puerta. La madre se volvió y empezó a salir con esfuerzo a la lluvia.

Espera un momento, mamá. Tengo que ir a un sitio.

Ya sabía yo que iba a pasar esto, dijo la madre. Lo dije hace tres años.

No han pasado tres años.

Con estas mismas palabras.

No te muevas de aquí.

Lloviendo, dijo la madre. Alzó los ojos y miró al taxista. Estoy enferma de cáncer, dijo. Y fíjese. No tengo ni un techo que me cobije.

No, señora.

Nos vamos a El Paso, Texas. ¿Sabe a cuántas personas conozco en El Paso, Texas?

No, señora.

Hizo una pausa con el brazo sobre la puerta del taxi y levantó la mano y formó un cero con el pulgar y el índice. Tantas como estas, dijo.

Sí, señora.

Se instalaron en la cafetería con sus bolsas y paquetes y contemplaron la lluvia y los autobuses con el motor al ralentí. El día que clareaba gris. Miró a su madre. ¿Quieres más café?

La anciana no respondió.

No piensas hablar.

No sé de qué quieres que hable.

Pues yo tampoco lo sé.

Lo que hayáis hecho, hecho está. No sé por qué demonios tengo yo que huir de la justicia.

No estamos huyendo de la justicia, mamá.

Pero no puedes llamar pidiendo ayuda, ¿verdad?

¿Llamar a quién?

A la policía.

No.

Es lo que yo pensaba.

La mujer se ajustó los dientes con el pulgar y miró por la ventana. Al cabo de un rato llegó el autobús. El conductor metió el andador en el compartimiento del equipaje y la ayudaron a subir y la instalaron en el primer asiento. Tengo cáncer, le dijo al hombre.

Carla Jean metió las bolsas en el arcón superior y se sentó. La mujer no se dignó mirarla. Hace tres años, dijo. No hacía falta soñarlo. Ni tener una revelación o algo así. No me cuelgo ninguna medalla. Cualquiera hubiera podido decirte lo mismo.

Pero yo no pregunté nada.

La anciana meneó la cabeza. Mirando al exterior por la ventana y hacia la mesa que acababan de dejar. Yo no me cuelgo ninguna medalla, dijo. Sería la última cosa que se me ocurriría hacer.

Chigurh aparcó al otro lado de la calle y paró el motor. Apagó las luces y se quedó observando la casa a oscuras. Las cifras verdes de la radio marcaban 1:17. Se quedó allí sentado hasta 1:22 y luego sacó la linterna de la guantera y se apeó y cerró la puerta de la camioneta y cruzó la calle.

Abrió la puerta mosquitera y desencajó el cilindro y entró y cerró la puerta y se quedó escuchando. Llegaba luz de la cocina y caminó por el pasillo con la linterna en una mano y la escopeta en la otra. Cuando llegó al umbral se detuvo y escuchó otra vez. La luz procedía de una bombilla desnuda en el porche de atrás. Entró en la cocina.

En el centro de la habitación una mesa de fórmica y cromados con una caja de cereales encima. La sombra de la ventana de la cocina en el suelo de linóleo. Caminó hasta la nevera y la abrió y miró dentro. Descansó la escopeta en el pliegue de su brazo y sacó una lata de naranjada y la abrió con el dedo índice y bebió de pie, atento a cualquier cosa que pudiera seguir al clic metálico de la lata. Dejó la lata medio vacía en la encimera y cerró la puerta del frigorífico y atravesó el comedor hasta la sala de estar y se sentó en una poltrona que había en el rincón y miró hacia la calle.

Al rato se levantó y cruzó la sala y subió al piso de arriba. Se quedó escuchando al final de la escalera. Cuando entró en el cuarto de la vieja percibió el mohoso olor dulzón de la enfermedad y por un momento pensó que podía estar incluso tendida en la cama. Encendió la linterna y fue al cuarto de baño. Se detuvo a leer las etiquetas de los frascos de medicamentos en el tocador. Miró hacia la calle desde la ventana, la empañada luz invernal del alumbrado. Las dos de la mañana. Seco. Frío. Silencioso. Salió al pasillo y fue a la habitación pequeña de la parte de atrás.

Vació los cajones de la cómoda encima de la cama y se sentó a examinar sus cosas, deteniéndose de vez en cuando para estudiar algo en concreto a la luz azulada de la lámpara del patio. Un cepillo de plástico. Una pulsera barata de feria. Sopesando estas cosas en la mano como un médium que pudiera adivinar mediante ellas algún hecho corcerniente a su propietaria. Se quedó sentado hojeando un álbum de fotos. Amistades del colegio. Familia. Un perro. Una casa que no era esta. Un hombre que tal vez fuera su padre. Se guardó dos fotos en el bolsillo de la camisa.

Había un ventilador en el techo. Se levantó y tiró de la cadena y se tumbó en la cama con la escopeta al lado mirando cómo las aspas de madera giraban lentamente a la luz que entraba por la ventana. Al cabo de un rato se levantó y agarró la silla de la mesa del rincón y la inclinó y encajó el respaldo bajo el tirador de la puerta. Luego se sentó en la cama y se quitó las botas y se estiró y se puso a dormir.

Por la mañana recorrió de nuevo la casa arriba y abajo y después volvió al cuarto de baño al final del pasillo para ducharse. Dejó la cortina apartada, el agua salpicando el suelo. La puerta del pasillo abierta y la escopeta encima del tocador a un palmo de distancia.

Se secó el vendaje de la pierna con un secador de pelo y se afeitó y se vistió y bajó a la cocina y comió un bol de cereales con leche, caminando por la casa mientras comía. En la sala de estar se detuvo y vio la correspondencia que había en el suelo bajo la rendija de latón de la puerta principal. Se quedó allí de pie masticando despacio. Luego dejó el bol y la cuchara sobre la mesita baja y cruzó la sala y se inclinó para recoger las cartas y las estuvo mirando. Se sentó en una silla junto a la puerta y abrió la factura del teléfono y ahuecó el sobre y sopló dentro.

Miró la lista de llamadas. Hacia la mitad el número de la oficina del sheriff del condado de Terrell. Dobló el papel y lo volvió a meter en el sobre y se guardó el sobre en el bolsillo de la camisa. Luego volvió a ojear el resto de la correspondencia. Se levantó y fue a la cocina y cogió la escopeta de la mesa y volvió y se quedó de pie donde había estado antes. Se acercó a un escritorio de caoba barata y abrió el cajón superior. El cajón estaba repleto de cartas. Dejó la escopeta y se sentó en la silla y sacó la correspondencia y la apiló sobre la mesa y empezó a examinarla.

Moss pasó el día en un motel barato a las afueras de la ciudad durmiendo desnudo en la cama con la ropa nueva metida en el armario en perchas metálicas. Cuando despertó las sombras eran alargadas en el patio del motel y se incorporó con esfuerzo y se sentó en el borde de la cama. En las sábanas una mancha pálida de sangre del tamaño de una mano. Había una bolsa de papel sobre la mesilla de noche que contenía cosas que había comprado en una droguería de la ciudad y cogió la bolsa y fue cojeando hasta el cuarto de baño. Se duchó y se afeitó y se cepilló los dientes por primera vez en cinco días y luego se sentó en el borde de la bañera y aplicó gasas nuevas a sus heridas. Luego se vistió y llamó a un taxi.

Estaba delante de la oficina del motel cuando el taxi llegó. Subió al asiento de atrás, recobró el aliento y luego cerró la puerta. Estudió la cara del taxista por el retrovisor interior. ¿Quiere ganarse un dinero?, dijo.

Sí. Quiero ganarme un dinero.

Moss sacó cinco billetes de cien y los rompió por la mitad y le pasó una de las mitades al taxista sobre el respaldo del asiento. El hombre contó los billetes rotos y se los guardó en el bolsillo de la camisa y miró a Moss por el retrovisor y aguardó.

¿Cómo se llama?

Paúl, dijo el taxista.

Me gusta su actitud, Paúl. No le meteré en ningún lío. Solo quiero que no me deje tirado en algún sitio donde no me gustaría estar.

De acuerdo.

¿Tiene linterna?

Sí. Tengo linterna.

Déjemela.

El taxista le pasó la linterna.

Perfecto, dijo Moss.

Adónde vamos.

Siga la calle del río.

No voy a recoger a nadie.

No vamos a recoger a nadie.

El taxista le miró por el retrovisor.

Nada de drogas, dijo.

Nada de drogas.

El taxista esperó.

Voy a recoger un maletín. Es mío. Puede mirar lo que hay dentro si quiere. Nada ilegal.

Puedo mirar.

Sí puede.

Espero que no me haga una jugarreta.

Tranquilo.

Me gusta el dinero pero me gusta aún más no estar en la cárcel.

En eso coincidimos, dijo Moss.

Recorrieron la calle despacio en dirección al río. Moss se inclinó sobre el asiento delantero. Quiero que aparque debajo del puente, dijo.

Está bien.

Voy a desenroscar la bombilla de la luz cenital.

Esta calle la vigilan las veinticuatro horas, dijo el hombre.

Ya lo sé.

El taxista se desvió y apagó el motor y las luces y miró a Moss por el retrovisor. Moss desenroscó la bombilla y se la pasó al taxista y abrió la puerta. No creo que tarde más que unos minutos, dijo.

Las cañas estaban polvorientas, los tallos muy juntos unos de otros. Avanzó con cuidado, la linterna a la altura de las rodillas con la mano cubriendo parcialmente la lente.

El maletín descansaba de pie en el matorral como si alguien lo hubiera dejado simplemente allí. Moss apagó la linterna y cogió el maletín y regresó en la oscuridad, orientándose por el puente que pasaba sobre su cabeza. Cuando llegó al taxi abrió la puerta y dejó el maletín en el asiento y montó con precaución y cerró la puerta. Le pasó la linterna al taxista y se retrepó en el asiento. Vamos, dijo.

Qué hay ahí dentro, dijo el taxista.

Dinero.

¿Dinero?

Dinero.

El taxista puso el motor en marcha y arrancó.

Encienda las luces, dijo Moss.

El hombre las encendió.

¿Cuánto dinero?

Mucho dinero. ¿Qué me cobrará por llevarme a San Antonio?

El taxista se lo pensó. Quiere decir además de los quinientos.

Sí.

Qué le parece mil en total.

Todo incluido.

Sí.

Hecho.

El taxista asintió con la cabeza. Y qué hay de la otra mitad de los quinientos pavos que me ha dado.

Moss se sacó los billetes del bolsillo y se los pasó.

¿Y si nos para la Migra?

No nos pararán, dijo Moss.

¿Cómo lo sabe?

Todavía me queda mucha mierda que solucionar en el camino. La cosa no termina aquí.

Espero que tenga razón.

Confíe en mí, dijo Moss.

Odio oír esas palabras, dijo el taxista. Siempre me ha pasado.

¿Las ha dicho alguna vez?

Sí, las he dicho. Por eso sé lo que valen.

Pasó la noche en un Rodeway Inn en la carretera 90 al oeste de la ciudad y por la mañana bajó y compró un periódico y volvió a subir trabajosamente a su habitación. No podía comprar un arma en una tienda porque no tenía documentación pero podía comprar una a través del periódico y eso hizo. Una Tec-9 con dos cargadores extra y una caja y media de cartuchos. El hombre le entregó el arma en mano y Moss pagó en efectivo. Examinó el arma. Tenía un acabado parkerizado de color verdoso. Semiautomática. ¿Cuándo fue la última vez que la disparó?

No la he disparado nunca.

¿Está seguro de que dispara?

¿Por qué no iba a disparar?

No lo sé.

Pues estamos igual.

Cuando el hombre se fue Moss salió al prado que había detrás del motel con una de las almohadas de la habitación bajo el brazo y envolvió la boca de fuego con la almohada e hizo tres disparos y se quedó allí de pie a la fría luz del sol viendo cómo las plumas se alejaban flotando sobre el chaparral gris, pensando en su vida, en lo pasado y en lo que estaba por venir. Luego dio media vuelta y regresó lentamente al motel dejando la almohada quemada en el suelo.

Descansó en el vestíbulo y subió a la habitación. Se dio un baño y miró en el espejo el agujero de salida en la parte baja de la espalda. Tenía un feo aspecto. Había drenajes en ambos orificios que intentó extraer sin éxito. Se aflojó el emplasto del brazo y examinó el profundo surco que la bala había abierto allí y luego volvió a vendar la herida. Se vistió y se guardó algunos billetes más en el bolsillo trasero de sus tejanos y metió la pistola y los cargadores entre el dinero del maletín y lo cerró y llamó a un taxi y salió con el maletín y bajó la escalera.

En North Broadway compró una pickup Ford de 1978 con tracción a las cuatro ruedas y un motor 460 y pagó en metálico e hizo que le autenticaran la cédula de propiedad en la oficina y guardó el documento en la guantera y partió. Condujo de vuelta al motel y canceló su habitación y se puso en marcha con la Tec-9 debajo del asiento y el maletín y la bolsa con la ropa en el suelo del asiento del acompañante.

En la vía de acceso a la altura de Boerne una chica hacía autostop y Moss se arrimó al arcén y tocó el claxon y la observó por el espejo retrovisor. Corriendo, la mochila azul de nailon colgada al hombro. Montó en la camioneta y le miró. Quince, dieciséis años. Pelirroja. ¿Hasta dónde vas?, dijo ella.

¿Sabes conducir?

Sí. Sé conducir. No es cambio de palanca, ¿verdad?

No. Baja y da la vuelta.

La chica dejó la mochila en el asiento y se apeó de la camioneta y cruzó por delante. Moss tiró la mochila al suelo y se cambió de asiento y la chica subió y arrancó y se incorporaron a la autopista.

¿Cuántos años tienes?

Dieciocho.

Y una mierda.

¿Qué estás haciendo aquí? ¿No sabes que es peligroso hacer autostop?

Sí, lo sé.

Moss se quitó el sombrero y lo dejó a un lado en el asiento y se retrepó y cerró los ojos. No pases del límite de velocidad, dijo. Si nos para la poli por tu culpa te aseguro que estaremos de mierda hasta el cuello tanto tú como yo.

Está bien.

Va en serio. Pasa del límite y te echo a patadas de la camioneta.

Está bien.

Intentó dormir pero no pudo. Le dolía mucho. Al cabo de un rato se incorporó y cogió el sombrero y se lo puso y echó un vistazo al tacómetro.

¿Puedo preguntarte algo?, dijo ella.

Puedes.

¿Estás huyendo de la justicia?

Moss se acomodó en el asiento y la miró y apartó la vista. ¿Por qué lo preguntas?

Por lo que has dicho hace un rato. Lo de si nos paraba la policía.

Y si estuviera huyendo, ¿qué?

Entonces creo que me bajaría aquí mismo.

No es verdad. Solo quieres saber en qué situación te encuentras.

Ella le miró por el rabillo del ojo. Moss contempló los alrededores. Si te quedaras tres días conmigo, dijo, te enseñaría a atracar gasolineras. Está tirado.

Ella le sonrió a medias. ¿Te dedicas a eso?, dijo. ¿Atracas gasolineras?

No. No me hace falta. ¿Tienes hambre?

Estoy bien.

Cuánto hace que no comes.

No me gusta que la gente me pregunte cuánto hace que no como.

Vale. ¿Cuánto hace que no comes?

Sabía que eras un listillo desde que he subido a la camioneta.

Ya. Desvíate por la próxima salida. Debería estar a unos seis kilómetros. Y alcánzame esa metralleta que hay debajo del asiento.

Bell cruzó con la camioneta el guardaganado y se apeó y cerró la verja y volvió a montar y atravesó los pastos y aparcó junto al pozo y se acercó caminando al depósito. Metió la mano en el agua y sacó la palma llena y la dejó caer de nuevo. Se quitó el sombrero y se pasó la mano húmeda por el pelo y levantó la vista hacia el molino. Contempló la lenta elíptica oscura de las aspas girando en la hierba seca y vencida por el viento. Rumor de maderas en movimiento bajo sus pies. Luego se quedó allí pasándose el ala del sombrero lentamente entre los dedos. La postura quizá de un hombre que acaba de enterrar a alguien. No sé nada de nada, dijo.

Cuando llegó a casa ella tenía la cena a punto. Bell tiró las llaves de la camioneta al cajón de la cocina y fue a lavarse las manos en el fregadero. Su mujer puso un papel sobre la encimera y él se lo quedó mirando.

¿Ha dicho dónde estaba? El número es del oeste del estado.

Solo ha dicho que era Carla Jean y me ha dado este número.

Bell fue al aparador y llamó. La chica y su abuela estaban en un motel cerca de El Paso. Necesito que me diga una cosa, dijo ella.

Está bien.

¿Tiene usted palabra?

La tengo.

¿Para mí también?

Especialmente para usted.

La oyó respirar. Ruido de tráfico a lo lejos.

¿Sheriff?

Sí, señora.

Si le digo desde dónde llamó me da su palabra de que no le va a pasar nada malo.

Puedo darle mi palabra de que por mi parte no le va a pasar nada malo. Eso sí.

Al cabo de un rato ella dijo: De acuerdo.

El hombre sentado a la pequeña mesa de contrachapado que se desplegaba de la pared sobre su pata engoznada terminó de escribir en el bloc y se quitó los auriculares y lo dejó sobre la mesa y pasó las manos hacia atrás por sus sienes de cabello negro. Se volvió para mirar hacia la trasera del remolque donde el segundo hombre estaba espatarrado en la cama. ¿Listo?, dijo.

El hombre se incorporó y puso los pies en el suelo. Se quedó allí sentado durante un minuto y luego se puso en pie y se acercó al otro.

¿Lo tienes?

Lo tengo.

Arrancó la hoja del bloc y se la pasó y él la leyó y se la guardó doblada en el bolsillo de la camisa. Luego estiró el brazo y abrió uno de los armaritos de la cocina y sacó una metralleta con acabado de camuflaje y dos cargadores de repuesto y abrió la puerta y bajó y la cerró tras él. Atravesó la gravilla hasta donde estaba aparcado un Plymouth Barracuda negro y abrió la puerta y arrojó el arma al asiento de atrás y se sentó al volante y cerró la puerta y encendió el motor. Dio un par de toques al acelerador y salió al asfalto y encendió las luces y puso la segunda y se alejó con el coche coleando aposentado sobre sus grandes neumáticos traseros y los neumáticos rechinando y levantando nubes de humo de caucho en su estela.