Chigurh se desvió de la carretera en el empalme con la 131 y abrió el listín de teléfonos sobre su regazo y fue pasando las páginas manchadas de sangre hasta que encontró un veterinario. Había una clínica a las afueras de Bracketville como a media hora de camino. Miró la toalla que envolvía su pierna. Estaba empapada de sangre y la sangre había empapado el asiento. Tiró el listín al suelo y se quedó con las manos en lo alto del volante. Estuvo así sentado unos tres minutos. Luego arrancó y volvió a la carretera.

Condujo hasta el cruce de La Pryor y tomó al norte en dirección a Uvalde. Notaba el bombeo de la sangre en su pierna. Antes de llegar a Uvalde se detuvo delante de la Cooperativa y deshizo el nudo del cordel que llevaba alrededor de la pierna y retiró la toalla. Luego se apeó y entró cojeando.

Compró toda una bolsa de artículos de veterinario. Algodón y esparadrapo y gasa. Una jeringa de pera y un frasco de agua oxigenada. Unas pinzas. Tijeras. Varios paquetes de torundas y un frasco grande de Betadine. Pagó y salió y montó en el Ramcharger y puso el motor en marcha y luego se quedó observando el edificio por el retrovisor. Como si estuviera pensando en algo más que pudiera necesitar, pero no era eso. Metió los dedos por el puño de su camisa y se secó el sudor de los ojos con cuidado. Luego arrancó y dio marcha atrás y se incorporó a la carretera camino de la ciudad.

Tomó la calle mayor y torció al norte por Getty y luego al este por Nopal, donde aparcó y apagó el motor. La pierna le sangraba todavía. Sacó las tijeras de la bolsa y el esparadrapo y recortó un redondel de ocho centímetros de la caja de cartón que contenía el algodón hidrófilo. Se lo metió en el bolsillo de la camisa junto con el esparadrapo. Cogió una percha del suelo, detrás del asiento, y retorció los extremos y la enderezó. Luego se inclinó y abrió su bolsa de viaje y sacó una camisa y cortó una manga con las tijeras y la dobló y se la metió en el bolsillo y devolvió las tijeras a la bolsa de la Cooperativa y abrió la puerta y se apeó con dificultad, levantándose la pierna herida con las dos manos bajo la rodilla. Se quedó de pie, apoyándose en la puerta del vehículo. Luego se dobló hacia delante con la cabeza sobre el pecho y estuvo así durante casi un minuto. Luego se enderezó y cerró la puerta y echó a andar.

Frente al drugstore de la calle mayor se detuvo y se recostó en un coche aparcado allí. Oteó la calle. No venía nadie. Desenroscó el tapón del depósito de gasolina y cubrió la percha con la manga de camisa y la introdujo en el depósito y la volvió a sacar. Aseguró el cartón con esparadrapo al depósito abierto y apelotonó allí la manga mojada de gasolina y la fijó con esparadrapo y le prendió fuego y entró en el drugstore. Iba por la mitad del pasillo hacia la sección de farmacia cuando el coche explotó en llamas reventando casi todos los cristales de la fachada del comercio.

Cruzó la pequeña cancela y recorrió los pasillos de la farmacia. Encontró un paquete de jeringas y un frasco de tabletas de Hydrocodone y desanduvo el camino en busca de penicilina. No encontró, pero sí tetraciclina y sulfamidas. Se metió estas cosas en el bolsillo y salió de detrás del mostrador en el anaranjado fulgor del incendio y cogió del pasillo un par de muletas de aluminio y abrió la puerta de atrás y salió al aparcamiento de gravilla de detrás de la tienda. La alarma de la puerta se disparó pero nadie hizo el menor caso y Chigurh no había mirado siquiera una vez hacia la fachada de la tienda que ahora estaba en llamas.

Paró en un motel a las afueras de Hondo y tomó una habitación al final del edificio y entró y dejó la bolsa encima de la cama. Metió la pistola debajo de la almohada y entró en el cuarto de baño con la bolsa de la Cooperativa y tiró el contenido a la pica del lavabo. Se vació los bolsillos y lo dejó todo sobre la repisa: llaves, cartera, viales de antibiótico y jeringas. Se sentó en el borde de la bañera y se quitó las botas y alargó la mano y puso el tapón y abrió el grifo. Luego se desnudó y se metió en la bañera mientras se iba llenando.

Tenía la pierna negra y azul y muy hinchada. Parecía una mordedura de serpiente. Se aplicó agua a las heridas con una manopla. Giró la pierna en el agua y examinó la herida de salida. Fragmentos de tela adheridos al tejido. El agujero era lo bastante grande para meter el pulgar.

Cuando salió de la bañera el agua era de un rosa pálido y los agujeros de su pierna seguían rezumando sangre diluida con suero. Metió las botas en el agua y se secó con la toalla y se sentó en el váter y cogió del lavabo el frasco de Betadine y el paquete de torundas. Abrió el paquete con los dientes y desenroscó el frasco y lo inclinó despacio sobre las heridas. Luego dejó el frasco y empezó a extraer los fragmentos de tela, utilizando las torundas y las pinzas. Se sentó con el agua corriendo en el lavabo y descansó. Sostuvo el extremo de las pinzas bajo el grifo y las sacudió y siguió con su trabajo.

Cuando hubo terminado desinfectó la herida una vez más y abrió paquetes de gasas y las fue aplicando a los orificios de la pierna y las sujetó con vendas de un rollo para ovejas y cabras. Luego se levantó y llenó de agua el vaso de plástico del lavabo y bebió. Lo llenó y bebió dos veces más. Luego regresó al dormitorio y se estiró en la cama con la pierna apoyada en las almohadas. Aparte de un ligero sudor en la frente pocos indicios había de que sus afanes le hubieran costado el menor esfuerzo.

Cuando volvió al baño sacó una de las jeringas de su envase de plástico e introdujo la aguja por el sello del vial de tetraciclina y aspiró hasta llenar el receptáculo de cristal y lo puso a la luz y presionó el émbolo con el pulgar hasta que una gotita asomó por la punta de la aguja. Luego dio dos golpes a la jeringa con el dedo y se inclinó e introdujo la aguja en el cuadríceps de su pierna derecha y oprimió lentamente el émbolo.

Estuvo cinco días en el motel. Cojeando en muletas hasta el bar para comer y de vuelta a la habitación. Dejaba el televisor encendido y se instalaba en la cama y no cambió de canal una sola vez. Miraba lo que ponían. Vió telecomedias y noticias y programas de entrevistas. Cambiaba el vendaje dos veces al día y limpiaba las heridas con solución de epsomita y tomaba los antibióticos. Cuando la muchacha acudió el primer día a limpiar él fue a abrir y le dijo que no necesitaba nada. Solo toallas y jabón. Le dio diez dólares y ella tomó el dinero y se quedó allí sin saber qué hacer. Le dijo lo mismo en español y ella asintió y se guardó el dinero en el delantal y se alejó por la acera con su carrito y él se quedó allí mirando los coches en el aparcamiento y luego cerró la puerta.

La quinta noche mientras estaba en el bar dos ayudantes del sheriff del condado de Valdez entraron y tomaron asiento y se quitaron los sombreros y los dejaron cada cual en la silla vacía que tenía al lado y cogieron la carta de su soporte cromado y la abrieron. Uno de ellos le miró. Chigurh lo observó todo sin volver la cabeza ni mirar. Los policías hablaron. Luego el otro le miró también. Entonces llegó la camarera. Chigurh terminó su café y se levantó y dejó el dinero en la mesa y salió. Había dejado las muletas en la habitación y caminó despacio y con paso regular frente a la ventana del bar tratando de disimular la cojera. Pasó de largo su habitación y siguió hasta el final del edificio y dio la vuelta. Miró el Ramcharger aparcado en un extremo del recinto. No era posible verlo desde la recepción ni desde el restaurante. Volvió a su habitación y metió en la bolsa su recado de afeitar y la pistola y cruzó el aparcamiento y subió al Ramcharger y arrancó y cruzó al aparcamiento de la tienda de electrónica colindante pasando sobre la divisoria de cemento y salió a la carretera.

Wells estaba en el puente y el viento que soplaba del río alborotaba su pelo ralo color de arena. Giró y se apoyó en la cerca y levantó la pequeña cámara barata que llevaba y tomó una foto de nada en particular y volvió a bajar la cámara. Se encontraba donde había estado Moss cuatro noches atrás. Examinó la sangre en la acera. Allí donde desaparecía del todo se detuvo y se quedó con los brazos cruzados y la barbilla en la mano. No se molestó en sacar una foto. No había nadie mirando. Contempló el agua verde y pausada río abajo. Caminó una docena de pasos y volvió. Salió a la calzada y cruzó al otro lado del puente. Pasó un camión. Ligero temblor en la superestructura. Continuó andando por la acera y luego se detuvo. Un perfil desdibujado de una bota manchada de sangre. Después otra huella más tenue aún. Examinó la cerca de cadena para ver si había sangre en los cables. Se sacó el pañuelo del bolsillo y lo humedeció con la lengua y lo pasó entre los rombos. Se quedó mirando al río. Allá abajo en el lado norteamericano una calle. Entre la calle y el río un carrizal espeso. Las cañas se agitaban suavemente con el viento. Si Moss había introducido el dinero en México, adiós dinero. Pero no lo había hecho.

Wells volvió a examinar las pisadas. Unos mexicanos se acercaban por el puente con sus cestos y paquetes. Sacó la cámara y tomó una foto del cielo, del río, del mundo.

Bell estaba sentado a su mesa firmando talones y sumando cifras en una calculadora de bolsillo. Cuando hubo terminado se retrepó en la butaca y contempló por la ventana el sombrío césped del juzgado. Molly, dijo.

Ella acudió y esperó junto a la puerta.

¿Has averiguado algo de esos vehículos?

Sheriff, he averiguado todo lo que se podía averiguar. Esos vehículos están registrados a nombre de personas fallecidas. El propietario de ese Blazer murió hace veinte años. ¿Quería que intentara averiguar algo de los mexicanos?

No. Por Dios. Aquí tienes los cheques.

Molly entró y cogió de la mesa el grueso talonario de imitación cuero y se lo puso bajo el brazo. El agente de la DEA ha vuelto a llamar. ¿No quiere hablar con él?

Mi intención es evitarlo todo lo que pueda.

Ha dicho que iba para allá y quería saber si quería usted ir con él.

Muy amable de su parte. Supongo que puede ir a donde le dé la gana. Es un agente del gobierno de Estados Unidos.

Quería saber qué iba a hacer usted con los vehículos.

Ya. Voy a ver si los vendemos en subasta. Dinerito para el condado. Uno de ellos lleva un motor impresionante. Creo que podríamos sacar unos cuantos dólares. ¿No hay noticias del señor Moss?

No, señor.

Está bien.

Miró el reloj en la pared de la oficina contigua. Hazme un favor, llama a Loretta y dile que he ido a Eagle Pass y que la llamaré desde allí. Se lo diría yo pero va a querer que pase antes por casa y quizá me convence.

¿Espero hasta que salga usted del edificio?

Sí.

Retiró la butaca y se levantó y agarró su cartuchera del colgador que había detrás del escritorio y se la echó al hombro y cogió su sombrero y se lo puso. ¿Qué fue lo que dijo Torbert hablando de la verdad y la justicia?

Dedicamos a ello nuestro esfuerzo diario. O algo así.

Creo que yo tendré que empezar a dedicarle dos esfuerzos diarios. Y puede que sean tres antes de que todo esto termine. Hasta mañana.

Paró en la cafetería y pidió un café para el camino y fue hacia su coche en el momento en que el camión de plataforma se acercaba por la calle. Todo cubierto de polvo gris del desierto.

Se detuvo a mirarlo y luego montó en el coche patrulla y dio la vuelta y adelantó al camión y lo hizo parar. Cuando se apeó y fue hacia el vehículo el conductor estaba al volante mascando chicle y observándole con una especie de bonachona arrogancia.

Bell apoyó una mano en la cabina y miró al conductor. El conductor saludó con la cabeza. Sheriff, dijo.

¿Te has fijado en cómo llevas la carga?

El hombre miró por el retrovisor. ¿Qué problema hay, sheriff?

Bell se apartó del vehículo. Haz el favor de bajar, dijo.

El hombre abrió la puerta y se apeó. Bell señaló con la cabeza hacia la plataforma. Eso es una atrocidad, dijo.

El hombre fue a la parte de atrás y echó un vistazo. Uno de los amarres se ha soltado, dijo.

Agarró la esquina suelta de la lona y tiró para cubrir totalmente los cuerpos que yacían en la plataforma, cada uno envuelto en plástico azul reforzado y atado con cinta adhesiva industrial. Eran ocho y parecían eso precisamente. Muertos envueltos y atados.

¿Cuántos llevabas?, dijo Bell.

No he perdido ninguno, sheriff.

¿No podíais haber ido a buscarlos con una furgoneta?

No teníamos ninguna que fuera cuatro por cuatro.

Hizo un nudo en la esquina de la lona y se quedó allí de pie.

Está bien, dijo Bell.

¿Me va a multar por llevar la carga mal asegurada?

Lárgate de aquí.

Llegó al puente del río Devil cuando se ponía el sol y a medio cruzar detuvo el coche y encendió las luces del techo y desmontó y cerró la puerta y rodeó el vehículo por delante y se quedó apoyado en el tubo de aluminio que servía de barandilla. Viendo ponerse el sol sobre el embalse al otro lado del puente del ferrocarril. Un camión articulado que se acercaba en dirección oeste por la larga curva del puente redujo la marcha cuando vio las luces. El camionero sacó la cabeza por la ventana al pasar. No salte, sheriff. Ella no vale tanto. Y se alejó en medio de un largo remolino de viento, el motor diesel acelerando y el conductor haciendo doble embrague y cambiando de marcha. Bell sonrió. Lo cierto, dijo, es que vale eso y más.

Unos tres kilómetros pasado el cruce de la 481 con la 57, la caja que descansaba en el asiento del copiloto emitió un pitido y enmudeció de nuevo. Chigurh se arrimó al arcén y paró el motor. Cogió la caja y le dio la vuelta y la volvió a girar. Ajustó los botones. Nada. Se incorporó de nuevo a la calzada. El sol encharcado ante él en unas lomas azules. Desangrándose lentamente. Un crepúsculo fresco y sombreado posándose sobre el desierto. Se quitó las gafas de sol y las metió en la guantera y cerró la puerta de la guantera y encendió las luces. Al hacerlo la caja empezó a pitar a un ritmo lento.

Aparcó detrás del hotel y se apeó y rodeó el vehículo cojeando con la caja y la escopeta y la pistola metidas en la bolsa de cremallera y cruzó el aparcamiento y subió los escalones del hotel.

Tomó una habitación y cogió la llave y subió cojeando los escalones y fue por el pasillo hasta su habitación y entró y cerró con llave y se tumbó en la cama mirando al techo con la escopeta cruzada sobre el pecho. No se le ocurría ningún motivo para que el dispositivo emisor del transpondedor estuviera en el hotel. Descartó a Moss porque pensaba que casi con toda seguridad estaba muerto. Eso dejaba a la policía. O a algún agente del Matacumbe Petroleum Group. Que debía de pensar que él pensaba que ellos pensaban que él pensaba que eran muy tontos. Lo meditó.

Cuando despertó eran las diez y media de la noche y se quedó tumbado en la semioscuridad y la quietud pero ya conocía la respuesta. Se levantó y escondió la escopeta detrás de las almohadas y se metió la pistola por la cintura del pantalón. Luego salió y bajó a la recepción del hotel.

El empleado estaba sentado leyendo una revista y cuando vio a Chigurh metió la revista bajo el mostrador y se levantó. Usted dirá, dijo.

Me gustaría ver el registro.

¿Es usted policía?

No.

Entonces me temo que no puedo complacerle.

Sí que puede.

Cuando volvió a subir se detuvo a escuchar en el pasillo frente a la puerta de su habitación. Entró y agarró la escopeta y el receptor y luego fue a la habitación clausurada con cinta y arrimó la caja a la puerta y la conectó. Fue hasta la segunda puerta y verificó allí la recepción. Luego volvió a la primera habitación y abrió la puerta con la llave que había cogido del tablón y se parapetó de espaldas a la pared del pasillo.

Oyó ruido de tráfico rodado más allá del aparcamiento pero seguía pensando que la ventana estaba cerrada. El aire no se movía. Atisbó rápidamente en la habitación. La cama separada de la pared. La puerta del baño abierta. Comprobó el seguro de la escopeta. Cruzó el umbral y se situó al otro lado de la puerta.

No había nadie dentro. Hizo un barrido con el aparato y encontró el dispositivo emisor en el cajón de la mesita de noche. Se sentó en la cama y examinó el dispositivo. Una tableta de metal bruñido del tamaño de una ficha de dominó. Observó el aparcamiento desde la ventana. La pierna le dolía. Se metió el dispositivo en el bolsillo y apagó el receptor y se levantó y salió de la habitación cerrando la puerta. Dentro de la habitación sonó el teléfono. Chigurh pensó en ello durante un minuto. Finalmente dejó el transpondedor en el alféizar del pasillo y dio media vuelta y bajó al vestíbulo.

Y allí esperó a Wells. Nadie lo habría hecho. Se sentó en un sillón de piel arrimado a un rincón desde el que podía ver la puerta principal y la parte de atrás del vestíbulo. Wells entró a las once y media y Chigurh se levantó y lo siguió escaleras arriba, la escopeta envuelta de cualquier manera con el periódico que había estado leyendo. A mitad de la escalera Wells se volvió y miró y Chigurh dejó caer el periódico y levantó el arma al nivel de su cintura. Hola, Carson, dijo.

Fueron a la habitación de Wells. Wells se sentó en la cama y Chigurh en la silla junto a la ventana. No tienes por qué hacer esto, dijo Wells. Yo soy un simple trabajador. Podría marcharme tranquilamente a casa.

Ya.

Te recompensaría por tus esfuerzos. Te llevaría a un cajero automático. Y luego cada cual por su lado. Hay unos catorce mil en juego.

Bonita paga.

Eso creo yo.

Chigurh miró por la ventana, la escopeta apoyada en sus rodillas. Que me hirieran me ha hecho cambiar, dijo. Ha cambiado mi manera de pensar. En cierto modo he dado un paso adelante. Algunas cosas que antes no encajaban ahora encajan. Yo creía que sí, pero no encajaban. No se me ocurre otra manera de explicarlo que decir que me he puesto al día conmigo mismo. Y no es mala cosa. Lo tenía pendiente.

Sigue siendo una bonita paga.

Sí. Pero en una moneda que no me conviene.

Wells calculó la distancia que los separaba. No tenía sentido. Quizá veinte años atrás sí. O ni siquiera entonces. Haz lo que tengas que hacer, dijo.

Chigurh estaba repantigado en la silla con el mentón apoyado en los nudillos. Observando a Wells. Observando sus últimos pensamientos. Chigurh ya había pasado por esto. Y Wells también.

La cosa empezó antes de eso, dijo. Solo que entonces no me di cuenta. Cuando bajé a la frontera paré en un bar de la ciudad y había allí algunos hombres bebiendo cerveza y uno de ellos no dejaba de mirarme. Yo no le presté atención. Pedí la cena y comí. Pero cuando fui al mostrador para pagar la cuenta tuve que pasar al lado de ellos y vi que intercambiaban risitas y el tipo dijo algo de lo que era difícil desentenderse. ¿Sabes lo que hice?

Sí. Sé lo que hiciste.

No le hice ni caso. Pagué la cuenta y ya estaba en la puerta cuando volvió a decirlo. Me volví y le miré. Yo estaba allí escarbándome los dientes con un palillo e hice un leve ademán con la cabeza. Para que el tipo saliera. Si quería. Y luego salí. Esperé en el aparcamiento. Y él salió con sus amigos y yo le maté en el aparcamiento y luego monté en el coche. Estaban todos alrededor de él. No sabían lo que había pasado. No sabían que estaba muerto. Uno de ellos dijo que yo le había noqueado y entonces los otros también dijeron lo mismo. Estaban tratando de incorporarle. Una hora después me paró un ayudante del sheriff a las afueras de Sonora y permití que me llevara a la ciudad esposado. No estoy seguro de por qué lo hice pero creo que quería saber si sería capaz de salir del atolladero mediante un acto de voluntad. Porque yo creo que eso es posible, que se puede hacer. Pero fue una estupidez. Pura vanidad. ¿Lo entiendes?

¿Qué si lo entiendo?

Sí.

¿Tú te das cuenta de que estás como una auténtica cabra?

Si entiendes el sentido de la conversación…

No tiene ningún sentido, igual que tú.

Chigurh se apoyó en el respaldo. Miró detenidamente a Wells. Dime una cosa, le dijo.

Qué.

Si la norma que seguías te ha llevado a esto, ¿de qué te ha servido la norma?

No sé de qué me estás hablando.

Estoy hablando de tu vida. En la cual ahora puede verse todo de una vez.

No me interesan tus patrañas, Anton.

Pensaba que quizá querrías justificarte.

No tengo nada que justificar.

A mí no. A ti mismo. Pensaba que quizá tendrías algo que decir.

Vete al infierno.

Me sorprendes, eso es todo. Esperaba algo diferente. Esto pone en cuestión cosas pasadas. ¿No te parece?

¿Crees que me cambiaría por ti?

Lo creo. Yo estoy aquí y tú allá. Dentro de unos minutos yo todavía estaré aquí.

Wells miró por la ventana. Sé dónde está el maletín, dijo.

Si supieras dónde está lo tendrías.

Pensaba esperar hasta que no hubiera nadie. Hasta la noche. Las dos de la madrugada, más o menos.

Sabes dónde está el maletín.

Sí.

Yo sé algo mejor.

El qué.

Sé dónde va a estar.

Dónde.

Alguien me lo traerá y lo pondrá a mis pies.

Wells se pasó el dorso de la mano por la boca. No te costaría nada. Es a unos veinte minutos de aquí.

Sabes que eso no va a pasar, ¿verdad?

Wells no respondió.

¿Verdad?

Vete al infierno.

Piensas que puedes aplazarlo con la mirada.

¿Qué quieres decir?

Crees que mientras me sigas mirando puedes aplazarlo.

No creo eso.

Sí que lo crees. Deberías reconocer tu situación. Sería una actitud más digna. Solo trato de ayudarte.

Qué hijo de puta.

Crees que no cerrarás los ojos. Pero lo harás.

Wells no dijo nada. Chigurh le observó. Sé qué más estás pensando, dijo.

Tú no sabes lo que pienso.

Crees que soy como tú. Que es solo codicia. Pero no soy como tú. Llevo una vida sencilla.

Hazlo de una vez.

No lo entenderías. Un hombre como tú.

Hazlo ya.

Sí, dijo Chigurh. Siempre dicen eso. Pero no va en serio, ¿eh?

Eres un mierda.

Es inútil, Carson. Tienes que dominarte. Si tú no me respetas, ¿qué debes de pensar de ti? Mira dónde estás.

Crees que estás al margen de todo, dijo Wells. Pero no es así. De todo no.

No estás al margen de la muerte.

Eso no significa lo mismo para mí que para ti.

¿Crees que me da miedo morir?

Sí.

Hazlo ya. Hazlo y muérete.

No es lo mismo, dijo Chigurh. Has renunciado a cosas durante años para llegar aquí. Creo que no lo he entendido nunca. ¿Cómo decide uno en qué orden abandonar su vida? Estamos en el mismo oficio. Hasta cierto punto. ¿Tanto me despreciabas? ¿Se puede saber por qué? ¿Cómo has permitido llegar a esta situación?

Wells miró hacia la calle. ¿Qué hora es?, dijo.

Chigurh levantó la muñeca y se miró el reloj. Las once cincuenta y siete, dijo.

Wells asintió con la cabeza. Según el calendario de la vieja me quedan aún tres minutos. Al cuerno con todo. Creo que hace tiempo que me lo veía venir. Casi como un sueño. Un deja vu. Miró a Chigurh. No me interesan tus opiniones, dijo. Hazlo ya, maldito psicópata. Hazlo y púdrete en el infierno.

Entonces sí cerró los ojos. Cerró los ojos y giró la cabeza y levantó una mano para repeler lo que no podía ser repelido. Chigurh le disparó a la cara. Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió lentamente por la pared que tenía detrás. El rostro de su madre, su primera comunión, mujeres que había conocido. Los rostros de hombres en el momento de morir arrodillados ante él. El cuerpo de un niño muerto en un barranco junto al camino en otro país. Quedó tumbado en la cama sin media cabeza y con los brazos extendidos y la mano derecha prácticamente desaparecida. Chigurh se levantó y recogió de la alfombra el casquillo vacío y sopló y se lo guardó en el bolsillo y miró el reloj. Faltaba un minuto para el nuevo día.

Bajó por la escalera de atrás y cruzó el aparcamiento hasta el coche de Wells y buscó la llave en el llavero que le había cogido a Wells y abrió la puerta y registró el coche por delante y por detrás y bajo los asientos. Era un coche alquilado y no había nada dentro salvo el contrato de alquiler en el bolsillo de la puerta. Cerró la puerta y fue a abrir el maletero. Nada. Rodeó el coche por el lado del conductor y abrió la puerta y tiró de la palanca del capó y salió y abrió el capó y miró en el compartimiento del motor y luego cerró el capó y se quedó mirando al hotel. Mientras estaba allí de pie sonó el teléfono de Wells. Se sacó el teléfono del bolsillo y pulsó el botón y se llevó el aparato al oído. Sí, dijo.

Moss recorrió la sala de punta a punta sosteniéndose en el brazo de la enfermera. Ella le iba diciendo palabras de ánimo en español. Al llegar al final dieron media vuelta. El sudor perlaba su frente. Andale, dijo ella. Qué bueno. Él asintió. Y tan bueno, joder, dijo.

Un sueño inquietante le despertó en mitad de la noche y caminó como pudo por el pasillo y pidió hablar por teléfono. Marcó el número de Odessa y se apoyó pesadamente en el mostrador mientras lo oía sonar. Muchos tonos. Al final contestó la madre de ella.

Soy Llewelyn.

No quiere hablar contigo.

Sí que quiere.

¿Sabes qué hora es?

Me da igual la hora. Por favor, no cuelgue el teléfono.

Yo ya le dije lo que iba a pasar. Con pelos y señales. Esto es lo que va a pasar, le dije. Y ahora ha pasado.

No cuelgue. Vaya a buscarla y dígale que se ponga.

Cuando ella cogió el teléfono dijo: No pensaba que me fueras a hacer esto.

Hola, cariño, ¿cómo estas? ¿Te encuentras bien, Llewelyn? ¿Qué pasa, has olvidado ya estas palabras?

Dónde estás.

En Piedras Negras.

¿Y qué hago yo, Llewelyn?

¿Estás bien?

No, no estoy nada bien. ¿Cómo quieres que esté? No para de llamar gente preguntando por ti. El otro día estuvo aquí el sheriff del condado de Terrell. Se presentó por las buenas. Creí que habías muerto.

No he muerto. ¿Qué le dijiste?

¿Qué querías que le dijera?

Quizá te engatusó para que dijeras algo.

Estás herido, ¿verdad?

¿Por qué lo dices?

Te lo noto en la voz. ¿Estás bien?

Sí.

¿Dónde estás?

Ya te lo he dicho.

Suena como si estuvieras en una parada de autobús.

Creo que deberías marcharte de ahí, Carla Jean.

¿De dónde?

De esa casa.

Me asustas, Llewelyn.

¿Marcharme para ir adónde?

No importa. Pero creo que deberías salir de esa casa. Puedes ir a un motel.

¿Y qué hago con mamá?

A ella no le pasará nada.

¿No le pasará nada?

No.

Eso no lo sabes.

Llewelyn no respondió.

¿Verdad que no?

No, pero no creo que nadie la moleste.

¿Lo crees?

Tienes que marcharte. Llévala contigo.

No puedo llevarme a mamá a un motel. Está enferma, no sé si te acuerdas.

¿Qué dijo el sheriff?

Que te estaba buscando, ¿qué crees que dijo?

Qué más.

Ella no respondió.

Carla Jean.

Parecía que estuviera llorando.

¿Qué más te dijo, Carla Jean?

Dijo que te estabas buscando que te mataran.

Así que eso dijo.

Ella permaneció un buen rato callada.

¿Carla Jean?

Llewelyn, yo ya no quiero ese dinero. Solo quiero que volvamos a estar como estábamos.

Lo estaremos.

No. Lo he pensado mucho. Es un falso dios.

Sí. Pero es dinero contante y sonante.

Ella pronunció de nuevo su nombre y luego sí rompió a llorar. Él trató de hablarle pero ella no respondía. Se quedó escuchando cómo sollozaba bajito en Odessa. ¿Qué quieres que haga?, dijo.

Ella no respondió.

Carla Jean.

Quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.

Si te prometo que intentaré arreglarlo, ¿harás lo que te he pedido?

Lo haré.

Tengo aquí un número de teléfono. De alguien que puede ayudarnos.

¿Es de fiar?

No lo sé. Solo sé que no puedo confiar en nadie más. Te llamaré mañana. No pensé que pudieran localizarte ahí en Odessa o no te habría mandado para allá. Te llamaré mañana.

Colgó y marcó el número de móvil que Wells le había dado. Respondió al segundo tono pero no era Wells. Me parece que me he equivocado, dijo Moss.

No te has equivocado. Tienes que venir a verme.

¿Quién es?

Ya sabes quién soy.

Moss se apoyó en el mostrador, la frente sobre el puño cerrado.

¿Dónde está Wells?

Ya no puede ayudarte. ¿Qué clase de trato hiciste con él?

Yo no hice ninguna clase de trato.

Claro que sí. ¿Cuánto iba a darte él?

No sé de qué me habla.

Dónde está el dinero.

Qué le ha hecho a Wells.

Tuvimos una pequeña discusión. No tienes que preocuparte por Wells. Él ya no cuenta en esto. Lo que tienes que hacer es hablar conmigo.

No tengo por qué hacerlo.

Me parece que sí. ¿Sabes adónde voy?

¿Qué me importa adónde vaya?

¿Sabes adónde voy?

Moss no respondió.

¿Estás ahí?

Estoy.

Sé dónde estás.

¿Ah, sí? ¿Dónde?

Estás en el hospital de Piedras Negras. Pero no es ahí adonde voy a ir. ¿Sabes adónde voy a ir?

Sí. Sé adonde va a ir.

Tú puedes cambiar todo esto.

¿Por qué tengo que creerle?

Creíste a Wells.

Yo no le creí.

Le has llamado.

Sí. Y qué.

Dime qué quieres que haga.

Moss cambió el peso de pierna. Sudor en su frente. No respondió.

Di algo. Sigo a la espera.

Yo podría estar esperándole cuando llegue allí, ¿sabe?, dijo Moss. Fletar un avión. ¿Ha pensado en eso?

Eso estaría bien. Pero no lo harás.

¿Cómo sabe que no?

No me lo habrías dicho. En fin, tengo que irme.

Usted sabe que no estarán allí.

Me da igual dónde estén.

Entonces, ¿para qué va?

Ya sabes cómo acabará todo esto, ¿verdad?

No. ¿Y usted?

Yo sí. Y creo que tú también. Solo que todavía no lo has aceptado. Te diré lo que voy a hacer. Tú me traes el dinero y yo la dejaré ir. De lo contrario ella será la responsable. Igual que tú. No sé si eso te importa. Pero no conseguirás un trato mejor. No te diré que puedes salvarte porque no es así.

Voy a llevarle algo, en efecto, dijo Moss. He decidido incluirlo en un proyecto especial. No va a tener que buscarme.

Me alegro de oírlo. Empezabas a decepcionarme.

No le decepcionaré.

Bien.

Por Dios que no tiene que preocuparse de sentirse decepcionado.

Partió antes del amanecer vestido con la bata de muselina del hospital y el abrigo encima. El faldón del abrigo estaba tieso de sangre. No tenía zapatos. En el bolsillo interior del abrigo llevaba los billetes que se había guardado, rígidos y manchados de sangre.

Se quedó en la calle mirando hacia el semáforo. No tenía ni idea de dónde estaba. El cemento frío bajo sus pies. Avanzó hasta la esquina. Pasaron varios coches. Caminó hasta el semáforo de la siguiente esquina y se detuvo y se inclinó apoyando una mano en el edificio. En el bolsillo tenía dos tabletas blancas que se había reservado y se tomó una tragándola en seco. Creyó que iba a vomitar. Se quedó de pie largo rato. Había allí un alféizar en el que se habría sentado pero tenía unos barrotes puntiagudos de hierro para ahuyentar a los holgazanes. Pasó un taxi y Moss levantó la mano pero el coche pasó de largo. Tendría que salir a la calle y eso fue lo que hizo al cabo de un rato. Llevaba allí tambaleándose unos minutos cuando pasó otro taxi y levantó la mano y el taxi se arrimó al bordillo.

El hombre le miró detenidamente. Moss se inclinó hacia la ventanilla. ¿Puede llevarme al otro lado del puente?, dijo.

Al otro lado.

Sí. Al otro lado.

Tiene dineros.

Sí. Tengo dineros.

El taxista parecía recelar. Veinte dólares, dijo.

De acuerdo.

Al llegar a la verja el guardia se inclinó y le vio allí sentado en la penumbra del asiento de atrás. ¿En qué país ha nacido?, dijo.

En Estados Unidos.

¿Qué trae?

Nada de nada.

El guardia le miró. ¿Le importa salir del coche?, dijo. Moss presionó el tirador de la puerta y se apoyó en el asiento delantero para salir del taxi. Se quedó de pie.

¿Qué le ha pasado a sus zapatos?

No lo sé.

No lleva ropa encima, ¿eh?

Sí llevo ropa encima.

El segundo guardia hacía pasar a los coches. Hizo señas al taxista. ¿Quiere llevar el taxi a ese segundo espacio de allá?

El taxista puso el coche en marcha.

¿Le importa apartarse del vehículo?

Moss se apartó. El taxi se movió hacia la zona de aparcamiento y el taxista apagó el motor. Moss miró al guardia. El guardia parecía estar esperando a que dijera algo pero él no lo hizo.

Lo llevaron adentro y le hicieron sentarse en una silla metálica en la pequeña oficina pintada de blanco. Entró otro hombre y se apoyó en un escritorio metálico. Le miró de arriba abajo.

¿Cuántas copas ha bebido?

No he bebido ninguna copa.

¿Qué le ha pasado?

¿A qué se refiere?

Qué le ha pasado a su ropa.

No lo sé.

¿Lleva documentación?

No.

Nada.

No.

El hombre se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre el pecho. Dijo: ¿Quién cree usted que pasa por esta verja hacia Estados Unidos de América?

No sé. Ciudadanos estadounidenses.

Ciertos ciudadanos estadounidenses. ¿Y quién diría que decide si pasan o no?

Supongo que usted.

Correcto. ¿Y cómo lo decido?

No lo sé.

Hago preguntas. Si recibo respuestas sensatas entonces les dejo pasar a Estados Unidos. Si no recibo respuestas sensatas no. ¿Hay algo de lo que he dicho que usted no entienda?

No, señor.

Entonces tal vez quiera que empecemos de nuevo.

De acuerdo.

Queremos que nos explique mejor qué hace aquí sin ropa.

Llevo un abrigo encima.

¿Me está enmendando la plana?

No, señor.

Más le vale. ¿Pertenece a las fuerzas armadas?

No, señor. Soy veterano.

De qué cuerpo.

Del Ejército de Tierra.

¿Estuvo en Vietnam?

Sí, señor. Dos períodos de servicio.

Qué unidad.

El Doce de Infantería.

En qué fechas estuvo allí de servicio.

Del siete de agosto de mil novecientos sesenta y seis al dos de septiembre del sesenta y ocho.

El hombre le observó durante un rato, Moss le miró y apartó la vista. Miró hacia la puerta, el zaguán desierto. Embutido en su abrigo y encorvado hacia delante con los codos sobre las rodillas.

¿Se encuentra bien?

Sí, señor. Me encuentro bien. Tengo mujer y ella vendrá a buscarme si me dejan pasar.

¿Lleva algo de dinero? ¿Tiene monedas para llamar por teléfono?

Sí, señor.

Oyó un raspar de pezuñas sobre el embaldosado. Un guardia estaba allí de pie sujetando por la correa a un pastor alemán. El hombre hizo un gesto con el mentón hacia el guardia. Que alguien ayude a este hombre. Tiene que entrar en la ciudad. ¿Se ha marchado el taxi?

Sí, señor. Estaba limpio.

Ya lo sé. Busca a alguien que le ayude.

Miró a Moss. ¿De dónde es?

Soy de San Saba, Texas.

¿Su esposa sabe dónde está?

Sí, señor. He hablado con ella hace un rato.

¿Tuvieron una pelea?

¿Tuvieron, quiénes?

Usted y su mujer.

Pues en cierto modo sí. Sí, señor.

Tiene usted que decirle que lo siente.

¿Perdón?

Que tiene que decirle que lo siente.

Sí, señor. Lo haré.

Aunque crea que la culpa era de ella.

Sí, señor.

Váyase. Largo de aquí.

Sí, señor.

A veces tienes un pequeño problema y no lo arreglas y de repente deja de ser un problema pequeño. ¿Entiende lo que le digo?

Sí, señor. Entiendo.

Váyase.

Sí, señor.

Era casi de día y el taxi se había marchado hacía rato. Echó a andar calle arriba. La herida rezumaba un suero sanguinolento que le corría por el interior de la pierna. La gente apenas le hacía caso. Torció por Adams Street y se detuvo frente a una tienda de ropa y miró por el escaparate. Había luz en la parte de atrás. Llamó a la puerta, esperó, llamó otra vez. Finalmente un hombre menudo con camisa blanca y corbata negra abrió la puerta y se asomó para mirarle. Ya sé que no han abierto, dijo Moss, pero es que necesito ropa urgentemente. El hombre asintió y abrió la puerta del todo. Pase, dijo.

Caminaron uno junto al otro por el pasillo hasta la sección de botas. Tony Lama, Justin, Nocona. Había allí unas sillas bajas y Moss se sentó y agarró con las manos los brazos de la silla. Necesito botas y algo de ropa, dijo. Tengo problemas de salud y prefiero no andar mucho si no es necesario.

El hombre asintió. Sí, señor, dijo. Claro.

¿Tienen botas Larry Mahans?

No. No, señor.

No importa. Necesito unos tejanos Wrangler talla treinta y dos por treinta y cuatro de largo. Una camisa de talla grande. Calcetines. Y enséñeme unas botas Nocona del cuarenta y tres. Y necesito un cinturón.

Sí, señor. ¿Querría mirar también sombreros?

Moss echó un vistazo a la tienda. Creo que un sombrero me vendría bien. ¿Tiene alguno de ranchero de esos con el ala estrecha? La talla pequeña.

Sí, señor. Tenemos uno de castor 3X de Resistol y otro un poco mejor de Stetson. Fieltro 5X, si no me equivoco.

Probaré el Stetson. Ese de color gris claro.

De acuerdo. ¿Calcetines blancos le parece bien?

Solo los uso blancos.

¿Ropa interior?

Calzoncillos tipo slip. De talla mediana.

Sí, señor. Póngase cómodo. ¿Se encuentra bien?

Me encuentro bien.

El hombre asintió con la cabeza y se alejó.

¿Puedo hacerle una pregunta?, dijo Moss.

Sí, señor.

¿Le viene mucha gente por aquí sin ropa?

No, señor. No muy a menudo.

Cogió la pila de ropa nueva y fue al probador y se quitó el abrigo y lo colgó del gancho de detrás de la puerta. En la tripa hundida y amarillenta tenía una costra de sangre pálida. Presionó los bordes del esparadrapo pero ya no pegaba. Se sentó con cuidado en el banco de madera y se puso los calcetines y abrió el paquete de calzoncillos y los sacó y se los pasó por los pies y rodilla arriba y se levantó y los subió con cuidado por encima del vendaje. Se sentó de nuevo y desprendió la camisa del cartón y de sus innumerables alfileres.

Cuando salió del probador llevaba el abrigo colgado del brazo. Se paseó por el crujiente pasillo de madera. El empleado se quedó mirando las botas. El lagarto tarda más en agrietarse, dijo.

Sí. Pero da más calor en verano. Estas me parecen bien. Vamos a probar ese sombrero. No me había emperejilado así desde que salí del ejército.

El sheriff tomó un sorbo de café y volvió a dejar la taza en el mismo círculo sobre la superficie de cristal del escritorio de donde la había levantado. Piensan cerrar el hotel, dijo.

Bell asintió. No me sorprende.

Todos se van. Ese pobre hombre no había hecho más que dos turnos. La culpa es mía. No se me ocurrió que ese hijo de puta volvería. Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

No hacía falta que se marchara.

Lo mismo he pensado yo.

La razón de que nadie sepa qué cara tiene es que ninguno ha vivido lo suficiente para decirlo.

Este tipo es un maldito lunático homicida, Ed Tom.

Sí. Aunque yo no creo que esté loco.

Entonces ¿qué nombre le pondrías?

No lo sé. ¿Cuándo piensan cerrar el hotel?

De hecho es como si ya lo estuviera.

¿Tienes llave?

Sí. Tengo llave. Es la escena de un crimen.

Podríamos ir a echar otro vistazo.

De acuerdo. Vamos.

Lo primero que vieron fue el transpondedor sobre un alféizar en el pasillo. Bell cogió el aparato y lo examinó, mirando el dial y los botones.

Esto no será una maldita bomba, ¿verdad, sheriff?

No.

Menos mal.

Es un aparato de seguimiento.

Entonces lo que fuera que buscaban ya lo encontraron.

Probablemente. ¿Desde cuándo crees tú que estaba ahí encima?

No lo sé. Pero creo que puedo adivinar qué es lo que buscaban.

Quizá, dijo Bell. En este asunto hay algo que no acaba de encajar del todo.

No se supone que haya de encajar.

Tenemos a un ex coronel del ejército con media cabeza reventada al que tuviste que identificar por las huellas dactilares. De los dedos que le quedan. Ejército regular. Catorce años de servicio. Ni un solo papel encima.

Le robaron.

Sí.

¿Qué sabes de esto que no me estés contando, sheriff? Conoces los mismos hechos que yo. No estoy hablando de hechos. ¿Crees que todo esto se ha movido hacia el sur?

Bell meneó la cabeza. No lo sé.

¿Tienes alguna pista?

En realidad no. Un par de chicos de mi condado que podrían estar implicados y sería mejor que no.

Que podrían estar implicados.

Sí.

¿Algún familiar?

No. Solo gente de mi condado. A los que se supone que estoy buscando.

Bell entregó el transpondedor al sheriff.

¿Qué quieres que haga con esto?

Es propiedad del condado de Maverick. Una prueba de un crimen.

El sheriff meneó la cabeza. Droga, dijo.

Droga.

Venden esa porquería a los colegiales.

Peor aún.

¿Y eso?

Los colegiales la compran.