La oficina estaba en la planta decimoséptima con vistas al horizonte urbano de Houston y a las tierras bajas hasta el canal de paso y el bayou al fondo. Colonias de depósitos plateados. Fogonazos de gas, pálidos a la luz del día. Cuando Wells se presentó el hombre le dijo que entrara y le dijo que cerrara la puerta. Ni siquiera se volvió. Podía ver a Wells reflejado en el cristal. Wells cerró la puerta y se quedó en pie con las manos enlazadas al frente por las muñecas. Como habría hecho un empresario de pompas fúnebres.
Finalmente el hombre se dio media vuelta y le miró. Conoce a Anton Chigurh de vista, ¿es correcto?
Correcto, sí, señor.
¿Cuándo le vio por última vez?
El veintiocho de noviembre del año pasado.
¿A qué se debe que recuerde esa fecha?
No esa en concreto. Recuerdo fechas. Números.
El hombre asintió. Estaba de pie detrás de su escritorio. Era un escritorio de acero inoxidable y nogal y encima no había nada. Ni una fotografía ni un papel. Nada.
Parece ser que tenemos un elemento rebelde. Hemos perdido mercancía y nos falta un montón de dinero.
Sí, señor. Me hago cargo.
Se hace cargo.
Sí, señor.
Bien. Me alegro de que me siga.
Sí, señor. Le sigo.
El hombre abrió con llave un cajón del escritorio y sacó una pequeña caja metálica y la abrió y extrajo una tarjeta de crédito y cerró la caja con llave y la volvió a guardar. Sostuvo la tarjeta con dos dedos y miró a Wells y Wells se adelantó para cogerla.
Corre usted con sus gastos si no recuerdo mal.
Sí, señor.
Esta cuenta solo da mil doscientos dólares cada veinticuatro horas. No más.
Sí, señor.
¿Hasta qué punto conoce a Chigurh?
Bastante bien.
Eso no es una respuesta.
¿Qué es lo que quiere saber?
El hombre dio unos golpes en la mesa con los nudillos y levantó la vista. Me gustaría saber qué opinión le merece. En general. El invencible señor Chigurh.
Nadie es invencible.
Alguien lo es.
¿Por qué lo dice?
En alguna parte existe el hombre más invencible de todos. Igual que existe el más vulnerable.
¿Es una convicción que usted tiene?
No. Se llama estadística. ¿Hasta qué punto es peligroso?
Wells se encogió de hombros. ¿Comparado con qué? ¿Con la peste bubónica? Lo suficiente como para que usted me haya hecho venir. Es un asesino psicópata, ¿y qué? Los hay por todas partes.
Ayer se vio envuelto en un tiroteo en Eagle Pass.
¿Un tiroteo?
Un tiroteo. Muertos en la vía pública. Veo que no lee el periódico.
No, señor.
Miró detenidamente a Wells. Se diría que ha llevado usted una vida privilegiada, ¿no es cierto, señor Wells?
Con toda franqueza yo no diría que los privilegios hayan tenido nada que ver.
Bien, dijo el hombre. ¿Qué más?
Creo que eso es todo. ¿Eran hombres de Pablo?
Sí.
Está seguro.
No en un sentido literal. Pero razonablemente seguro, sí. No eran de los nuestros. Mató a otros dos hombres un par de días antes y esos sí eran nuestros. Más los tres tipos que se cargó unos días atrás. ¿De acuerdo?
De acuerdo. Creo que con eso basta.
Buena cacería, como solíamos decir. En aquellos tiempos. Hace años.
Gracias, señor. ¿Puedo preguntarle algo?
Claro.
No podría volver a subir en ese ascensor, ¿verdad?
A esta planta no. ¿Por qué?
Me interesaba saberlo. Seguridad. Siempre es interesante.
Se recodifica solo después de cada viaje. Un número de cinco dígitos generado aleatoriamente. No queda impreso en ninguna parte. Yo marco un número y el ascensor lee el código a través del teléfono. Yo se lo doy a usted y usted pulsa los dígitos. ¿Responde eso a su pregunta?
Muy bonito.
Sí.
He contado las plantas desde la calle.
¿Y?
Falta una.
Vaya, tendré que investigarlo.
Wells sonrió.
¿Sabrá salir solo de aquí?, dijo el hombre.
Sí.
Muy bien.
Una cosa más.
Diga.
Me preguntaba si podría validar el ticket del aparcamiento.
El hombre ladeó un poco la cabeza. Supongo que trata de hacer una gracia.
Lo siento.
Buenos días, señor Wells.
Bien.
Cuando Wells llegó al hotel las cintas de plástico habían desaparecido y los cristales y astillas habían sido barridos del vestíbulo y el hotel funcionaba con normalidad. Algunas puertas y dos de las ventanas estaban tapiadas con tablones y había un nuevo empleado en la recepción en lugar del antiguo. Usted dirá, dijo.
Necesito una habitación, dijo Wells.
Sí, señor. ¿Es usted solo?
Sí.
Y para cuántas noches.
Solo una.
El empleado le acercó el libro y se volvió para examinar las llaves que colgaban del tablón. Wells llenó el formulario. Imagino que estará cansado de que la gente se lo pregunte, dijo, pero ¿qué le ha pasado al hotel?
Se supone que no debo hablar de ello.
No se preocupe.
El empleado dejó la llave sobre el mostrador. ¿Pagará en efectivo o con tarjeta?
En efectivo. ¿Cuánto es?
Catorce dólares más impuestos.
Cuánto es. En total.
¿Perdón?
Digo que cuánto es en total. Tiene que decirme cuánto le debo. Deme una cifra. Todo incluido.
Sí, señor. Serán catorce con setenta.
¿Estaba usted aquí cuando pasó todo esto?
No, señor. Empecé ayer. Hoy es mi segundo turno.
Entonces, ¿de qué se supone que no debe hablar?
¿Perdón?
¿A qué hora termina?
¿Perdón?
Se lo diré de otra manera. A qué hora termina su turno.
El empleado era alto y flaco, tal vez mexicano o tal vez no. Sus ojos se movieron brevemente hacia el vestíbulo del hotel. Como si de allí pudiera obtener ayuda. He entrado a las seis, dijo. El turno termina a las dos.
¿Y quién viene a las dos?
No sé cómo se llama. Era el empleado de día.
No estaba aquí hace dos noches.
No, señor. Era el empleado de día.
El hombre que estuvo de servicio hace dos noches. ¿Dónde está?
Ya no trabaja con nosotros.
¿Tiene algún periódico de ayer?
El empleado retrocedió un paso y miró debajo del mostrador. No, señor, dijo. Creo que lo tiraron.
Está bien. Haga subir a un par de putas y una botella de whisky con un poco de hielo.
¿Cómo dice?
Solo le estoy tomando el pelo. Tiene que tranquilizarse. Esos no van a volver. Casi se lo puedo garantizar.
Sí, señor. Confío en que no lo hagan. Yo ni siquiera quería aceptar el empleo.
Wells sonrió. Dio dos golpecitos en la mesa de mármol con el llavín de cartón de fibra y subió las escaleras.
Le sorprendió encontrar las dos habitaciones clausuradas con cinta policial. Siguió andando hasta la suya y dejó la bolsa encima de la silla y sacó su recado de afeitar y entró en el cuarto de baño y encendió la luz. Se cepilló los dientes y se lavó la cara y volvió a la habitación y se tumbó en la cama. Al cabo de un rato se levantó y fue a la silla y giró la bolsa y abrió un compartimiento que había en el fondo y sacó una pistolera de ante. Descorrió la cremallera que tenía y sacó un revólver de acero inoxidable calibre 357 y volvió a la cama y se quitó las botas y se estiró de nuevo con la pistola al lado.
Cuando despertó era casi de noche. Se levantó y fue hasta la ventana y apartó el viejo visillo. Luces en la calle. Largos bancos de nubes de un rojo mate avanzaban movidas por el viento en el oeste casi oscuro. Tejados en un horizonte urbano bajo y escuálido. Se metió la pistola en el cinturón y se sacó los faldones de la camisa para cubrirla y salió y recorrió el pasillo en calcetines.
Tardó unos quince segundos en entrar en la habitación de Moss y cerró la puerta sin tocar la cinta policial. Se recostó en la puerta y olfateó la habitación. Luego se quedó allí de pie mirándolo todo.
Lo primero que hizo fue caminar cuidadosamente por la moqueta. Cuando pasó sobre el lugar donde habían movido la cama, la arrastró hacia el centro de la habitación. Se arrodilló y sopló el polvo y estudió la lanilla de la moqueta. Se incorporó y cogió las almohadas y las olió y las volvió a dejar. Dejó la cama atravesada y se acercó al armario y abrió las puertas y miró dentro y las volvió a cerrar.
Entró en el baño. Pasó el dedo índice alrededor del lavabo. Habían usado una manopla y una toalla de manos pero no así el jabón. Pasó el dedo por el borde de la bañera y luego se lo limpió en la costura del pantalón. Se sentó en la bañera y golpeó las baldosas con el pie.
La otra habitación era la número 227. Entró y cerró la puerta y se dio media vuelta. La cama no había sido usada. La puerta del baño estaba abierta. En el suelo una toalla ensangrentada.
Fue hasta allí y abrió la puerta del todo. Había una manopla manchada de sangre en el lavabo. La otra toalla faltaba. Huellas dactilares sucias de sangre. Otra huella igual en el borde de la cortina de baño. Espero que no te hayas metido en algún agujero, dijo. Quiero que me paguen.
A primera hora de la mañana ya estaba fuera recorriendo las calles y tomando notas mentalmente. Habían regado la calzada pero todavía se veían manchas de sangre en el cemento de la acera allí donde habían alcanzado a Moss. Volvió a la calle mayor y empezó de nuevo. Trocitos de cristal en las zanjas y en las aceras. Algunos de ventana y algunos de coches aparcados. Las ventanas acribilladas habían sido tapiadas con tablones pero se veían las marcas en los ladrillos o las manchas de plomo en forma de lágrima bajando por la fachada del hotel. Regresó andando al hotel y se sentó en los escalones y contempló la calle. El sol estaba asomando por encima del Aztec Theatre. Algo le llamó la atención en la segunda planta. Se levantó y cruzó la calle y subió la escalera. Dos agujeros de bala en la luna de la ventana. Llamó a la puerta y esperó. Luego abrió la puerta y entró.
Una habitación a oscuras. Leve olor a podrido. Permaneció de pie hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Un saloncito. Una pianola o pequeño órgano contra la pared del fondo. Una cómoda con espejo. Una mecedora junto a la ventana y en ella una anciana repantigada.
Wells se acercó a la mujer y se la quedó mirando. Le habían disparado un tiro en la frente y se había doblado hacia delante dejando parte del cráneo y una cantidad apreciable de materia cerebral seca pegadas al respaldo de la mecedora. Tenía un periódico en el regazo y llevaba puesta una bata de algodón que estaba negra de sangre seca. Hacía frío en la habitación. Wells miró en derredor. Un segundo disparo había marcado una fecha en el calendario de la pared que era dentro de tres días. Imposible no fijarse en ello. Examinó el resto de la habitación. Sacó una cámara pequeña del bolsillo de su chaqueta y tomó un par de fotos de la anciana y volvió a guardarse la cámara. ¿Quién te lo iba a decir, verdad, cariño?, le soltó.
Moss despertó en una sala de hospital con sábanas colgadas entre él y la cama que tenía a su izquierda. Sombras chinescas allí. Voces hablando en español. Ruidos amortiguados de la calle. Una motocicleta. Un perro. Giró la cara en la almohada y se topó con los ojos de un hombre sentado en una silla metálica con un ramo de flores en la mano. ¿Cómo te encuentras?, dijo el hombre.
He estado mejor. ¿Quién eres?
Me llamo Carson Wells.
¿Quién eres?
Creo que ya lo sabes. Te he traído unas flores.
Moss giró la cabeza y se quedó mirando al techo. ¿Cuántos sois?
Bueno, yo diría que ahora mismo solo debes preocuparte de uno.
Tú.
Sí.
¿Y qué hay del tipo que fue al hotel?
Podemos hablar de él.
Habla entonces.
Puedo hacer que se vaya.
Eso puedo hacerlo yo solo.
Me parece que no.
Tienes derecho a opinar lo que quieras.
Si la gente de Acosta no se hubiera presentado cuando lo hizo dudo mucho que hubieras salido tan bien parado.
No salí muy bien parado.
Claro que sí. Extraordinariamente bien.
Moss giró la cabeza y miró de nuevo al hombre. ¿Desde cuándo estás aquí?
Más o menos una hora.
Ahí sentado.
Sí.
No tienes mucho que hacer, ¿eh?
Me gusta hacer una cosa cada vez, si te refieres a eso.
Pareces tonto de capirote ahí sentado.
Wells sonrió.
¿Por qué no dejas las malditas flores?
De acuerdo.
Wells se levantó y puso el ramo sobre la mesita de noche y volvió a sentarse en la silla.
¿Sabes qué son dos centímetros?
Claro. Una medida.
Aproximadamente tres cuartos de pulgada.
Y qué.
Es la distancia que le faltó a la bala para darte en el hígado.
¿Eso te ha dicho el médico?
Sí. ¿Sabes qué función tiene el hígado?
No.
Mantenerte con vida. ¿Sabes quién es el hombre que te disparó?
Quizá no me disparó él. Quizá fue uno de los mexicanos.
¿Sabes quién es ese hombre?
No. ¿Debería saberlo?
Porque no te conviene nada conocerle. La gente que se cruza en su camino suele tener un futuro muy breve. Inexistente, más bien.
Mejor para él.
No me estás escuchando. Tienes que prestar atención. Ese hombre no dejará de buscarte. Incluso si recupera el dinero. Eso le traerá sin cuidado. Aunque fueras a entregarle personalmente el dinero él te mataría igual. Por el mero hecho de haberle causado molestias.
Creo que hice algo más que causarle molestias.
Explícate.
Creo que le di.
¿Por qué lo crees?
Lo rocié de postas doble cero. Estoy seguro de que no le acariciaron precisamente.
Wells se apoyó en el respaldo. Miró detenidamente a Moss. ¿Crees que le mataste?
No lo sé.
Porque no le mataste. Salió a la calle y se cargó a todos los mexicanos y luego volvió al hotel. Como quien sale a comprar el periódico o a dar una vuelta.
Él no los mató a todos.
Mató a los que quedaban.
¿Me estás diciendo que no le di?
No lo sé.
O sea que no me lo vas a decir.
Como quieras.
¿Es colega tuyo?
No.
Pensaba que quizá era colega tuyo.
No mientas. ¿Cómo sabes que no va camino de Odessa?
¿Para qué iba a ir a Odessa?
Para matar a tu mujer.
Moss guardó silencio. Tumbado en las sábanas ásperas mirando al techo. Tenía dolores y la cosa iba a más. No sabes de qué mierda estás hablando, dijo.
Te he traído un par de fotos.
Se levantó y puso dos fotografías encima de la cama y volvió a sentarse. Moss las miró de reojo. ¿Qué conclusión se supone que he de sacar?, dijo.
Esas fotos las he tomado esta mañana. La mujer vivía en un apartamento del segundo piso de uno de los edificios contra los que disparaste. El cadáver sigue allí.
Me la estás pegando.
Wells le miró con atención. Luego volvió la cabeza hacia la ventana. Tú no tienes nada que ver con todo esto, ¿verdad?
No.
Pasabas por allí y te encontraste los vehículos.
No sé de qué me estás hablando.
No te llevaste la mercancía.
¿Qué mercancía?
La heroína. Tú no la tienes.
No. Yo no la tengo.
Wells asintió con la cabeza. Parecía pensativo. Quizá debería preguntarte qué piensas hacer.
Quizá debería preguntártelo yo.
Yo no pienso hacer nada. No tengo por qué. Tarde o temprano acudirás a mí. No tienes elección. Te daré el número de mi móvil.
¿Qué te hace pensar que no desapareceré del mapa?
¿Sabes cuánto tardé en localizarte?
No.
Unas tres horas.
Puede que la próxima vez no tengas tanta suerte.
Puede que no. Pero eso no sería una buena noticia para ti.
O sea que trabajabas con él.
Con quién.
Ese tipo.
Sí. Hace tiempo.
Cómo se llama.
Chigurh.
¿Higo?
Chigurh. Anton Chigurh.
¿Y cómo sabes que no haré un trato con él?
Wells se inclinó hacia delante con los antebrazos sobre las rodillas, los dedos entrelazados. Meneó la cabeza. No estás escuchando, dijo.
O quizá no me creo lo que dices.
Sí que lo crees.
Incluso podría cargármelo yo mismo.
¿Te duele mucho?
Un poco. Sí.
Te duele mucho. Eso impide pensar con claridad. Iré a buscar a la enfermera.
No necesito que me hagas favores.
Está bien.
¿Qué se supone que es el tipo ese, el supermalo de la película?
Yo no lo describiría así.
¿Cómo entonces?
Wells reflexionó. Creo que diría que carece de sentido del humor.
No es ningún delito.
No se trata de eso. Intento decirte algo.
Di.
No se puede hacer tratos con él. Deja que te lo diga otra vez. Aunque le entregaras el dinero él te mataría igual. Nadie que haya discutido siquiera con él ha vivido para contarlo. Todos están muertos. Tienes todas las de perder. Chigurh es muy suyo. Hasta se podría decir que es un hombre de principios. Principios que van más allá del dinero, las drogas o cosas así.
Entonces, ¿por qué me hablas de él?
Has sido tú el que ha preguntado.
¿Por qué me cuentas esto?
Supongo que porque me facilitaría las cosas hacerte entender la situación en que te encuentras. No sé nada de ti pero sí sé que no tienes madera para esto. Crees que sí, pero te equivocas.
Ya lo veremos.
Unos sí y otros no. ¿Qué hiciste con el dinero?
Me gasté unos dos millones en putas y whisky y el resto me lo pulí no sé cómo.
Wells sonrió. Se retrepó en la silla y cruzó las piernas. Llevaba unas botas de cocodrilo de mafioso. ¿Cómo crees tú que te encontró?
Moss no dijo nada.
¿Has pensado en eso?
Sé cómo me encontró. No volverá a pasar.
Wells sonrió. Más te vale, dijo.
Sí. Más me vale.
Había una jarra de agua sobre una bandeja de plástico en la mesilla de noche. Moss solo la miró por el rabillo del ojo.
¿Quieres un poco de agua?, dijo Wells.
Cuando quiera algo de ti serás el primer cabrón en enterarte.
Se llama transpondedor, dijo Wells.
Ya lo sé.
No es la única manera que tiene de localizarte.
Ya.
Yo podría decirte ciertas cosas que te sería útil saber.
Repito lo de antes. No necesito favores.
¿Y no quieres saber qué interés tengo en decírtelas?
Sé cuál es ese interés.
¿Cuál?
Prefieres hacer tratos conmigo que con ese higo o como se llame.
Sí. Deja que te traiga un poco de agua.
Vete al infierno.
Wells permaneció sentado en silencio con las piernas cruzadas. Moss le miró. Crees que puedes asustarme con lo de ese tipo. No sabes de qué estás hablando. Te liquidaré a ti también si es eso lo que buscas.
Wells sonrió. Ligero encogimiento de hombros. Se miró la puntera de la bota y descruzó las piernas y se pasó la puntera por detrás de los tejanos para quitarle el polvo y volvió a cruzar las piernas. ¿Tú qué haces?, dijo.
¿Cómo?
A qué te dedicas.
Estoy jubilado.
¿Qué hacías antes de jubilarte?
Soy soldador.
¿A soplete? ¿MIG? ¿TIG?
Lo que sea. Si hay algo que soldar yo lo sueldo.
¿Hierro fundido?
Sí.
No hablo de soldadura fuerte.
Yo no he dicho soldadura fuerte.
¿Azófar?
¿Qué te acabo de decir?
¿Estuviste en Vietnam?
Sí. Estuve.
Yo también.
Entonces, ¿qué somos? ¿Colegas?
Yo serví en las fuerzas especiales.
¿Te parece que tengo pinta de que me importe dónde carajo serviste?
Era teniente coronel.
Y una mierda.
Si tú lo dices…
A qué te dedicas ahora.
A buscar personas. Ajustar cuentas. Ese tipo de cosas.
Eres un pistolero.
Wells sonrió. Un pistolero.
Pues como lo llames.
La clase de gente que me contrata prefiere pasar desapercibida. No les gusta verse metidos en asuntos que suscitan interés. No les gusta salir en la prensa.
Puedes jurarlo.
Esto no terminará así como así. Aunque tuvieras suerte y te cargaras a uno o dos, cosa harto improbable, enviarían a otros. Nada cambiaría. Darán contigo. No tienes adonde ir. Súmale el hecho de que la gente que fue a entregar la mercancía no tiene eso tampoco. Adivina en quién tienen puestos los ojos. Por no hablar de la DEA y otros organismos policiales. Todo el mundo tiene el mismo nombre en la lista. Y es el único, no hay otro. Te convendría echarme un cable. De hecho yo no tengo ningún motivo para protegerte.
¿Te da miedo ese tipo?
Wells se encogió de hombros. Más bien diría que soy precavido.
No has mencionado a Bell.
Bell. Qué pasa.
No le tienes mucho en cuenta.
Ni mucho ni poco. Es un sheriff paleto de una ciudad cateta de un condado cateto. De un estado cateto. Voy a llamar a la enfermera. Lo estás pasando mal. Aquí tienes mi número. Quiero que pienses en todo lo que hemos hablado.
Se levantó y dejó una tarjeta al lado de las flores. Miró a Moss. Ahora piensas que no me vas a llamar pero lo harás. Procura no esperar demasiado. Ese dinero pertenece a mi cliente. Chigurh es un forajido. El tiempo no está de tu lado. Quizá podemos dejar que te quedes una pequeña parte. Pero si tengo que recuperar los fondos de manos de Chigurh entonces será demasiado tarde para ti. Y no digamos para tu mujer.
Moss guardó silencio.
Muy bien. No estaría mal que la llamaras. Cuando hablé con ella me pareció muy preocupada.
Cuando se hubo ido Moss volteó las fotos que había encima de la cama. Como un jugador de póquer comprobando sus cartas cubiertas. Miró la jarra de agua pero en ese momento entró la enfermera.