Eran casi tres horas en coche hasta Odessa y cuando llegó era de noche. Escuchó a los camioneros por la radio. ¿Esto está dentro de su jurisdicción? Anda ya. Y yo qué coño sé. Supongo que si te ve cometer un delito entonces sí. Pues digamos que soy un criminal reformado. Veo que lo has entendido, colega.

Compró un mapa de la ciudad en un Quickstop y lo extendió sobre el asiento del coche patrulla mientras bebía café de un vaso de plástico. Trazó la ruta en el mapa con un rotulador amarillo que había en la guantera y volvió a doblar el mapa y lo dejó a su lado en el asiento y apagó la luz cenital y puso el motor en marcha.

La mujer de Llewelyn acudió a la puerta. En el momento en que abría él se quitó el sombrero y tan pronto lo hubo hecho lo lamentó. Ella se llevó una mano a la boca y la otra buscó la jamba de la puerta.

Lo siento, dijo él. Tranquila. Su marido se encuentra bien. Solo quería hablar un momento con usted si es posible.

No me está mintiendo, ¿verdad?

No, señora. No le miento.

¿Ha venido en coche desde Sanderson?

Sí, señora.

¿Qué es lo que quiere?

Solo quería charlar un ratito con usted. Hablarle de su marido.

Pues aquí no puede ser. A mi madre le daría un susto de muerte. Voy a por el abrigo.

Sí, señora.

Fueron en coche hasta el Sunshine Cafe y se sentaron a una mesa del fondo y pidieron café para los dos.

Usted no sabe dónde está, ¿verdad?

No. Ya se lo he dicho antes.

Ya lo sé.

Bell se quitó el sombrero y lo dejó en el asiento y se pasó la mano por el pelo. ¿No ha sabido nada de él?

No.

Nada.

Ni una palabra.

La camarera llegó con el café en dos tazones grandes de porcelana blanca. Bell removió el suyo con la cucharilla. Levantó la cucharilla y fijó los ojos en la humeante cara cóncava. ¿Cuánto dinero le dio?

Ella no dijo nada. Bell sonrió. ¿Qué me iba usted a decir? No se lo calle.

Iba a decir que eso no es asunto suyo.

Por qué no se olvida de que soy el sheriff.

¿Y quién me imagino que es?

Sabe que su marido tiene problemas.

Llewelyn no ha hecho nada.

No es conmigo con quien los tiene.

¿Con quién, entonces?

Con gente mala de verdad.

Llewelyn sabe cuidarse solo.

¿Le importa que la llame Carla?

Me llaman Carla Jean.

Carla Jean. ¿Le parece bien?

Me parece bien. A usted no le importa que le siga llamando sheriff, ¿verdad?

Bell sonrió. No, dijo. Está bien.

Bueno.

Esa gente le matará, Carla Jean. No se rendirán.

Él tampoco. Jamás se ha rendido.

Bell asintió con la cabeza. Bebió café. La cara que se agitó en el líquido oscuro parecía un presagio de cosas por venir. Cosas disgregándose. Cosas arrastrándote consigo. Dejó el tazón y miró a la chica. Ojalá pudiera decir que eso juega a su favor, pero mucho me temo que no sea así.

Mire, dijo la chica, él es como es y no cambiará. Por eso me casé con él.

Pero hace días que no sabe nada de él.

No esperaba saber nada.

¿Tenían problemas ustedes dos?

No tenemos problemas. Cuando los tenemos los arreglamos.

Vaya, son muy afortunados.

Así es.

Ella le observó. Por qué me hace esa pregunta, dijo.

¿Si tenían problemas?

Si teníamos problemas.

Solo por curiosidad.

¿Ha ocurrido algo que yo deba saber?

No. Podría hacerle la misma pregunta.

Pero yo no le respondería.

Claro.

Usted se cree que me ha abandonado, ¿no es eso?

No lo sé. ¿Es así?

No. No me ha abandonado. Le conozco.

Le conocía.

Le conozco aún. Él no ha cambiado.

Puede.

Pero usted no lo cree.

Mire, si he de serle franco le diré que nunca he conocido ni he oído hablar de nadie a quien el dinero no haya cambiado. Su marido sería el primero.

Bien, pues que lo sea.

Eso espero.

¿Lo espera realmente, sheriff?

Sí. Se lo aseguro.

¿No hay cargos contra él?

No. No hay cargos.

Eso no significa que no los vaya a haber.

En efecto. Si es que vive para contarlo.

Bueno. Todavía no está muerto.

Confío en que eso la consuele a usted más de lo que me consuela a mí.

Bebió otro sorbo y dejó el tazón en la mesa. La observó. Tiene que devolver ese dinero, dijo. Si la prensa lo publica, quizá esa gente lo deje en paz. No puedo garantizarle que lo hagan. Tal vez sí. Es la única oportunidad que tiene.

Usted podría hacer que lo publicaran.

Bell la miró detenidamente. No, dijo. No podría.

O no querría.

Como usted quiera. ¿Cuánto dinero es?

No sé de qué me está hablando.

De acuerdo.

¿Le importa que fume?, dijo ella.

Creo que aún estamos en un país libre.

Ella sacó su tabaco y encendió un cigarrillo y apartó la cara y expulsó el humo hacia el bar. Bell la observó. ¿Cómo cree que va a terminar todo esto?, dijo.

No lo sé. No sé cómo va a terminar nada. ¿Usted sí?

Sé cómo no va a acabar.

¿Lo de vivieron felices y comieron perdices?

Algo así.

Llewelyn es listo como un zorro.

Bell asintió con la cabeza. Debería estar más preocupada de lo que está, no le digo más.

Ella dio una larga calada. Observó a Bell. Sheriff, dijo, yo creo que estoy todo lo preocupada que debería estar.

Su marido acabará matando a alguien. ¿Ha pensado en eso?

Nunca ha matado a nadie.

Estuvo en Vietnam.

Quiero decir de civil.

Lo hará.

Ella no dijo nada. ¿Quiere más café?

Estoy a tope de café. Ni siquiera quería tomarme este.

Miró hacia las mesas vacías. El cajero de noche era un chico de unos dieciocho años y estaba encorvado sobre el mostrador de cristal leyendo una revista. Mi madre tiene cáncer, dijo ella. Le queda muy poco tiempo de vida.

Lo siento.

La llamo mamá pero en realidad es mi abuela. Ella me crió, y suerte que tuve. Bueno. Suerte es decir mucho.

Sí.

A ella no le cae muy bien Llewelyn. No sé por qué. Por nada en particular. Siempre se ha portado bien con ella. Creí que después del diagnóstico sería más fácil la convivencia pero no. Es peor.

¿Cómo es que vive usted con ella?

No vivo con ella. No soy tan tonta. Esto es provisional.

Bell asintió.

Debería volver, dijo ella.

Está bien. ¿Tiene alguna arma?

Sí. Tengo una. Pensará que soy un buen cebo aquí sentada.

No lo sé.

Pero es lo que piensa.

Simplemente no veo que sea una situación agradable.

Ya.

Confío en que hable con él.

Necesito pensarlo.

De acuerdo.

Preferiría morirme y vivir eternamente en el infierno antes que traicionar a Llewelyn. Espero que lo entienda.

Sí. Lo entiendo.

Nunca he sabido cómo lidiar con este tipo de cosas. Y no creo que aprenda nunca.

Sí, señora.

Le diré una cosa si quiere usted saberla.

Quiero saberla.

A lo mejor me toma por un bicho raro.

A lo mejor.

O quizá ya se lo parezco.

No, señora.

Acabé el instituto con dieciséis años y conseguí un empleo en Wal-Mart. No sabía qué otra cosa hacer. Necesitábamos el dinero. Aunque fuera poco. En fin, la noche antes de empezar tuve un sueño. O creí que era un sueño. Me parece que todavía estaba medio despierta. Pero en el sueño o lo que fuera me daba cuenta de que si yo iba allí, al Wal-Mart, él me encontraría. No sabía quién era ni cómo se llamaba ni qué pinta tenía. Solo sabía que le conocería en cuanto le viera. Fui tachando los días en un calendario. Como cuando estás en la cárcel. Yo nunca he estado en la cárcel, pero bueno… Y el día que hacía noventa y nueve entró en la tienda y me preguntó dónde estaban los artículos de deporte y era él. Le dije dónde estaban y él me miró y siguió andando. Y al momento volvió y leyó mi etiqueta y me miró y pronunció mi nombre. ¿A qué hora terminas?, dijo. Y eso es todo. No tuve ninguna duda. Ni la tuve entonces ni la tengo ahora ni la tendré nunca.

Una bonita historia, dijo Bell. Confío en que el final sea feliz.

Pasó tal como se lo cuento.

La creo. Le agradezco que haya hablado conmigo. Me parece que debería dejarla marchar, ya es muy tarde.

Ella apagó el cigarrillo. Bueno, dijo. Siento que haya tenido que hacer todo este viaje para no sacar demasiado en claro.

Bell cogió su sombrero y se lo puso y se lo ajustó. Bien, dijo. Uno hace lo que puede. A veces las cosas salen bien.

¿De veras le importa?

¿Su marido?

Mi marido, sí.

Sí, señora. Me importa. La gente del condado de Terrell me contrató para que velara por ellos. Es mi trabajo. Me pagan para ser el primero que recibe. O que matan, para el caso. Es lógico que me importe.

Me pide que crea en lo que dice. Pero es usted quien lo dice.

Bell sonrió. Sí, señora, dijo. Soy yo quien lo dice. Solo espero que piense en lo que hemos hablado. No me invento nada cuando digo que su marido está en un buen lío. Si le matan tendré que apechugar con eso. Pero yo puedo hacerlo. Solo le pido que lo piense.

De acuerdo.

¿Puedo preguntarle algo?

Puede.

Sé que no se debe preguntar la edad a una mujer pero siento cierta curiosidad.

No importa. Tengo diecinueve años. Aparento menos.

¿Cuánto tiempo llevan casados?

Tres años. Casi.

Bell asintió. Mi mujer tenía dieciocho cuando nos casamos. Acababa de cumplirlos. Casarme con ella me compensa de todas las tonterías que he hecho en mi vida. Creo incluso que aún me quedan algunas en la cuenta. Diría que en ese sentido estoy en números negros. ¿Nos vamos?

Ella cogió su bolso y se levantó. Bell recogió la cuenta y se ajustó de nuevo el sombrero y salió del reservado. Ella se guardó los cigarrillos en el bolso y le miró. Le diré algo, sheriff. Diecinueve años es tiempo suficiente para saber que si tienes algo que lo es todo para ti es más que probable que te lo quiten. Con dieciséis años ya lo sabía. Pensaré en ello.

Bell asintió. No me son extraños esos pensamientos, Carla Jean. Me resultan muy familiares.

Estaba dormido en su cama y todavía era de noche cuando sonó el teléfono. Miró el viejo radiodespertador de la mesilla de noche y alargó la mano y cogió el teléfono. Sheriff Bell, dijo.

Escuchó durante un par de minutos. Luego dijo: Gracias por llamar. Sí. Esto es una guerra en toda regla. No sé qué otro nombre ponerle.

Se detuvo delante de la oficina del sheriff de Eagle Pass a las nueve y cuarto de la mañana y el sheriff y él tomaron café en la oficina y estudiaron las fotos tomadas tres horas antes en la calle a dos manzanas de allí.

Hay días en que me dan ganas de devolverles este maldito lugar, dijo el sheriff.

Te entiendo, dijo Bell.

Cadáveres en las calles. Los comercios acribillados a balazos. Los coches de la gente. ¿Cuándo se ha visto una cosa igual?

¿Podemos ir a echar un vistazo?

Sí. Podemos.

La calle estaba aún acordonada pero no había gran cosa que ver. La fachada del hotel Eagle estaba acribillada y había cristales rotos en la acera a ambos lados de la calle. Neumáticos y cristales reventados de los coches y agujeros en la plancha con pequeños círculos de acero desnudo alrededor. Habían remolcado el Cadillac y barrido los cristales y limpiado la sangre a manguerazos.

¿Quién crees que era el que estaba en el hotel?

Algún camello mexicano.

El sheriff se quedó fumando. Bell se alejó unos pasos. Se detuvo. Volvió por la acera, sus botas rechinando sobre los cristales rotos. El sheriff mandó el cigarrillo a la calle de un capirotazo. Si subes por Adams Street, a media manzana verás un rastro de sangre.

Alejándose de aquí, supongo.

Si tenía dos dedos de frente. Yo creo que los del coche quedaron atrapados en un fuego cruzado. Diría que estaban disparando hacia el hotel y hacia esa parte de la calle.

¿Qué crees que hacía el coche en medio del cruce?

No tengo ni idea, Ed Tom.

Fueron al hotel.

¿Qué clase de casquillos habéis recogido?

Casi todo nueve milímetros más algunas vainas de escopeta y unos cuantos del calibre 380. Tenemos una escopeta y dos ametralladoras.

¿Automáticas?

Pues claro. ¿Cómo no?

Cómo no.

Subieron las escaleras. El porche del hotel estaba sembrado de cristales y la madera acribillada.

El empleado de noche resultó muerto. No pudo tener peor suerte. Una bala perdida.

¿Dónde le dio?

Justo entre los ojos.

Entraron en el vestíbulo. Alguien había tirado un par de toallas sobre la sangre de la moqueta, detrás del mostrador, pero la sangre había empapado las toallas. No le dispararon un tiro, dijo Bell.

¿A quién?

Al empleado.

¿No le dispararon?

No, señor.

¿Qué te hace pensarlo?

Espera a que llegue el informe del laboratorio y verás.

¿Qué tratas de decir, Ed Tom? ¿Qué le taladraron los sesos con un Black and Decker?

Algo parecido. Te dejaré que lo pienses.

De regreso a Sanderson empezó a nevar. Fue al juzgado y trabajó un rato con el papeleo y salió antes del anochecer. Cuando detuvo el coche en el camino particular detrás de la casa su mujer estaba mirando por la ventana de la cocina. Le sonrió. Los copos de nieve bailoteaban en la cálida luz amarilla.

Se sentaron a cenar en el pequeño comedor. Ella había puesto música, un concierto para violín. El teléfono no sonó.

¿Lo has descolgado?

No, dijo ella.

Estará cortada la línea.

Ella sonrió. Creo que es por la nevada. La gente se para a reflexionar.

Bell asintió con la cabeza. Entonces espero que haya una buena ventisca.

¿Recuerdas la última vez que nevó?

No, la verdad es que no. ¿Y tú?

Yo sí.

Cuándo fue.

Ya te acordarás.

Ah.

Ella sonrió. Siguieron comiendo.

Es bonito, dijo Bell.

¿El qué?

La música. La cena. Estar en casa.

¿Crees que ella te ha dicho la verdad?

Lo creo.

¿Crees que ese chico aún está con vida?

No lo sé. Espero que sí.

Puede que no vuelvas a tener noticias de todo este asunto.

Es posible. Pero eso no querría decir que hubiera terminado, ¿verdad?

No, supongo que no.

Es imposible que se sigan matando de esta manera cada dos por tres. Espero que tarde o temprano uno de esos cárteles coja las riendas y acabe negociando con el gobierno mexicano. Hay demasiado dinero en juego. Liquidarán a esos pobres chicos. Y no tardarán mucho.

¿Cuánto dinero calculas que tiene?

¿Quién, Moss?

Sí.

No sabría decirte. Pueden ser millones. Bueno, no demasiados. Llevaba el dinero encima e iba a pie.

¿Quieres un poco de café?

Sí, por favor.

Se levantó y fue al aparador y desenchufó la cafetera de filtro y la llevó a la mesa y le sirvió una taza y volvió a sentarse. Tú procura no volver muerto una de estas noches, dijo. Eso no pienso tolerarlo.

Entonces más vale que lo evite.

¿Crees que el chico mandará por ella?

Bell removió su café. Se quedó con la cucharilla humeante suspendida sobre la taza y luego la dejó en el platillo. No lo sé, dijo. Pero sé que si no lo hiciera sería muy tonto.